lunes, 24 de diciembre de 2007

"Un Niño nos ha nacido..." (Is 9, 5)


«Ahora, por tanto, nuestra paz no es prometida, sino enviada; no es diferida, sino concedida; no es profetizada, sino realizada: el Padre ha enviado a la tierra algo así como un saco lleno de misericordia; un saco, diría, que se romperá en la pasión, para que se derrame el precio de nuestro rescate que contiene; un saco que, si bien es pequeño, está ya totalmente lleno. En efecto, un niño se nos ha dado, pero en este niño habita toda la plenitud de la divinidad» (S. BERNARDO, Sermón 1 de Epifanía, 1-2).

¡FELIZ NAVIDAD!

sábado, 22 de diciembre de 2007

Spinetta en La Trastienda

(Hay más fotos: clickear abajo)
































viernes, 21 de diciembre de 2007

lunes, 10 de diciembre de 2007

Canción de Bajo Belgrano

("Bajo Belgrano", Luis Alberto Spinetta)

La mañana
lanza llamas
desde su herida, débilmente,
caleidoscopio de ciudad y vos tan sólo, tu ropa está vacía…
tan lejos del hogar estás
que todo sueño duele más
y ya no hay forma de recomenzar.

Los gorriones
se suben a todo armiño luminoso,
tango de caras
organillero distinto,
sentado en la avenida
y ya nadie te escucha nunca.

Desolado el hombre perdido
entre camionetas quemadas,
en aserrín habrán marcado su mirada
como a una huella
y esta siempre se diluye
como ojos, barro, cielos, todo...

Bajo Belgrano, amor ascendente,
es ella quien te busca donde vos no estás
y es que toda tu canción persistirá
siempre, siempre, y hasta en el turbio río...

Horizonte,
litera de casas,
perpetuo remolido
y medida distante
y vos estás tan sólo,
loco, iridiscente,
tu ropa está vacía...
y ya nadie te escucha nunca.

Todos dicen que quizá el amor vuelva un día
si es que este muro se logra derribar.



San Martín es el padre de la Patria. La encarnación de quien cumple su destino en forma acabada. Imagen del profesional que sabe lo que hace, cuáles son los medios que debe utilizar para alcanzar sus objetivos y que, una vez logrados, se retira impoluto de la escena. Belgrano, en cambio resulta de una coyuntura opuesta. Educado para la paz de los escritorios, terminó en los campos de batalla, llevando adelante una tarea enorme que no sentía y para la que no estaba preparado. Es el héroe abnegado que se somete a las circunstancias. Su mitología se apoya más en la creación simbólica que en lo concretamente realizado. La historia con su pretensión de ciencia, prefiere lo real a lo ideal. Es una historia de hechos y por lo tanto ha ubicado en el primer lugar a San Martín y resignado a Belgrano en el segundo.

De todos modos hay una reparación hecha a favor de este último, que llega desde un lugar inesperado. Justicia toponímica. Los héroes nombran lugares, y con frecuencia estos terminan por escribir una nueva historia a veces no desprovista de reivindicaciones. Hay nombres que adquieren una dimensión más grande que los que le dieron nombre. Nadie duda que es más conocida “la” General Paz que “el” general Paz. Algo de esto sucede entre los dos próceres antes comparados. Belgrano es avenida y San
Martín apenas calle. Se podrá traer a colación “Libertador” pero este es un término demasiado vago y pocos se acuerdan que recuerda a don José. Pasando de la línea a la superficie, San Martín tiene los borrosos contornos de un suburbio, Belgrano es un barrio que se siente país.

Como todo país, Belgrano tiene una intolerable aristocracia de barrio y además distintas regiones, con climas y gentes bien distintas. Sus provincias tienen identificaciones de letras que refieren a las frías zonificaciones del Código u otras que hacen referencia a su geografía y a su historia. Está el de las casonas con pretendido aire británico, el de la nueva opulencia de odiadas torres, el moderno “Las Cañitas” con olor a bosta de pura sangre, o la abrupta geografía de las barrancas que recuerdan un río antiguo que emigró mas allá de la autopista. También tiene una historia pequeña pero gloriosa, cuando asolaban los rifleros y Avellaneda salvó la patria, entre las lechugas y calabazas de sus quintas.

Yo me siento un extraño en todas sus provincias, me pierdo entre sus avenidas de sustantivos comunes como Juramento o Congreso y esa de los Incas, que nunca supe qué tenían que hacer allí entre españolísimos virreyes. Además, el túnel de Libertador y su cruce demasiado tangente a las vías me provoca una instantánea pérdida de la orientación. Si Belgrano es un país como pretende, para mí es uno de los más extraños, una Cólquide sin oveja dorada. Como si la “Filcar” donde busco sus calles fuera un antiguo mapa de pergamino gastado.

Pero todo continente tiene su patio trasero. Un pequeño arrabal olvidado, un fleco deshilachado, que se desprende de la vistosa tela. Siempre hay una parte del vestido, por más pretencioso que este sea, que se arrastra contra el suelo. Es en esta lonja, llamada con desdén altanero “bajo” Belgrano, en donde se posa la mirada tierna del poeta. Una mirada que eleva lo mirado con un “amor ascendente” que redime. No es la oda que celebra lo ya enaltecido, sino aquella que pone su atención en lo rastrero para rescatarlo de su condición. Una descripción enumera arquetipos, que aparecen nítidos bajo el siempre revelador sol matutino. Todo lo señalado tiene la marca de lo inútil, de lo que nadie escucha, de lo arrumbado como en una gigantesca baulera urbana.

Pero todo no se acaba en esta dura visión que proponen estos versos. La fuerza de estos radica en la confusión que se produce entre el objeto evocado y el sujeto evocador. La distancia entre estas dos realidades se anula para dar lugar a aquel ser-en-el-mundo que fraguara el pensamiento de Heidegger. El barrio y su habitante se confunden en una simbiosis perfecta y comparten su destino de seres condenados a unas orillas áridas, que tienen del agua solo el recuerdo del “turbio río”.

A las referencias a los objetos se suma el fantasma de las ropas vacías de un hombre que camina tan desolado como las cosas que encuentra a su paso. Es la queja de todo existencialismo y su sentimiento de extrañeza frente al mundo donde fue arrojado. Un mundo que es su barrio y un barrio que es él mismo. Bajo Belgrano se convierte así en una experiencia existencial, pero también en el lugar desde donde partir siempre para comenzar de nuevo. Recomenzar.

El final trae la superación de todo existencialismo, que consiste inexorablemente en una trascendencia. Con la llegada del amor que rompe el encierro, el hombre puedes superar sus circunstancias. De todos modos, esta llegada debe contar, para hacerse efectiva, con la colaboración del hombre-barrio. Llega la hora de derribar los muros. Manos a la obra.

sábado, 8 de diciembre de 2007

viernes, 7 de diciembre de 2007

La miel en tu ventana

("Estrelicia", Luis Alberto Spinetta)

No deja de tentarme en las mañanas
La miel que deja el sol en tu ventana.

El sol no sabe donde voy,
el sol no dice “yo te amo”.

No deja de tentarme en las mañanas
tanta luz…


Tentar, es intentar desviar. Lo contrario de la vocación, que es un llamado a conducirnos recto hacia nuestro propio destino. La vocación es una voz que busca la claridad, un grito que quiere vencer nuestra habilidad de “mejor sordo”. La tentación, en cambio, es súbdola, desliza su secreto en la oscuridad, susurra sus sugestiones en recónditos rincones de la conciencia. La vocación apunta a lo más alto del humano espíritu, mientras la tentación vaga por el pantano de los sentidos. Sin embargo, ambas tienen en común la insistencia. El Bien llama y el Mal tienta. Los dos son incansables en su labor, que se inicia cada mañana en todas las ventanas.

El hombre es un ser-histórico. Todo conocimiento, según Dilthey, para dejar de ser parcial, debe ser visto bajo una perspectiva histórica. Así, la vocación de ayer puede transformarse en la tentación de mañana. Sin duda el sol fue alguna vez vocación, llamado al hombre a salir de los dominios nocturnos de la luna. De aquel mundo aún impenetrable a la razón, donde la diosa blanca desplegaba sus rigores mágicos y sus sangrientas brujerías. La irrupción de las deidades solares fue el llamado que despertó al hombre de aquella pesadilla. Con su luz entraron en la historia las ciencias y aquella aventura presuntuosa del pensar, que se llamó filosofía. El imprudente Helios y el divino Apolo, el fenicio Baal y el persa Mitra, Horus con su cabeza de halcón y el impronunciable Huitzilopochtli americano. Desde el Invicto Sol con que Aureliano aterrorizó a Roma próxima a su ocaso, hasta el Febo cuyos rayos iluminaron el histórico convento. Todos ellos son los nombres de este llamado a vivir bajo el diáfano imperio de la luz y dejar atrás las tinieblas.

Pero un día, Dios habló y su voz llamó a silencio a todos los dioses. Si bien las deidades solares abrieron al hombre la posibilidad de conocer el Universo, y a pesar del espléndido ropaje de la mitología, pronto aparecieron las limitaciones que son comunes a los ídolos. El mutismo de sus pétreos rostros, la desierta soledad de sus templos, la frialdad glacial de sus altares. Finalmente, resonó la Palabra que había sido en un principio. Un Dios locuaz que dice: “Yo te amo”, y que “sabe a donde vas”. Un llamado personal de quien es el Autor de la luz. Y ante esta nueva realidad revelada, el sol devino en tentación. Una miel que amenaza con dejar pringados en su engañosa realidad a los desprevenidos que se acerquen. Se sabe, difícil será apagar el hambre con el dulce fruto de la colmena.

Ayer fue la posibilidad de vivir bajo la luminosa pero siempre estrecha luz de la Razón. Tentación de comprenderlo todo, encerrando lo infinito en un sistema provisto por una mente caduca. Una luz que despreciaba lo inevitable de esa sombra llamada Misterio, indispensable a cualquier comprensión.

Hoy, el símbolo de lo razonable se convierte en lo saludable. El sol se “toma” como un elixir energizante. Al llegar la primavera se le ofrecen en las plazas los cuerpos de un blancor indefenso, para que él imprima su signo. El nombre del demonio es Ozono. Tentación de huir hacia la despreocupación de una Naturaleza inocente, que desconozca nuestra íntima esencia y nuestro último destino.

Ser tentado, de todas formas, es condición del ser humano. Un existencial. No dejará jamás de tentar la miel que deja el sol en la ventana. Sin embargo, advierte el poeta, este camino tiene sus límites, y también se avizora aridez. El sol no dice “yo te amo”.

jueves, 6 de diciembre de 2007

5 poderes

Proceso a Jesús de Nazareth


Jerusalén, vísperas de la Pascua judía,
año 33 de nuestra era,
entre la madrugada y el mediodía
del viernes hoy llamado Santo


1. Anás

La primera instancia es la de Anás, el saduceo. No es técnicamente una parte del juicio, ya que no pertenece a la justicia formal, si no que más bien se refiere al ámbito de lo personal. Se hace notar que el encuentro no es en una dependencia pública, es en su casa particular, antes del amanecer. Morada de un hombre que detentaba el máximo del poder, dentro de los estrechos límites que permitía la ocupación romana. No era el Sumo Sacerdote, pero lo había sido y también lo serían todos sus hijos. Actualmente lo era su yerno, Caifás. Un poder que se ejerce detrás de escena no es visible, pero es en esa ausencia que radica su fuerza. El hecho de saber que no se necesita de las investiduras, la ausencia de cargos y la falta de apariencias es precisamente lo que constituye este modo del poder. Lo oculto es, en este caso, evidencia. También su carácter hereditario le transmite una sensación de eternidad. El poder vitalicio algún día termina; el que pasa a otros miembros de la misma estirpe parece prolongarse hacia un tiempo indefinido. Con el traspaso endógeno, se produce también la vigencia de la trama en que se asienta. Los negociados, los silencios, los conocidos, las lealtades maniatadas tienen su continuidad automática con el descender de la sangre. Anás formuló unas pocas preguntas, pero sobre todo quiso verlo. Y eso no fue solo producto de la curiosidad, que seguramente tenía, fue una señal. No olvidemos que todos ellos le temían, también desde una perspectiva política, más aún después de los disturbios en el Templo, lugar de donde provenía su prestigio, además de sus cuantiosos ingresos. Anás quiso que de alguna manera se supiera quién estaba detrás de todo lo que sucedería. No le interesaban las respuestas y la única que obtuvo cerró el argumento con una sonora bofetada. El inicio de una espiral de violencia que iría en aumento con las horas. La reprimenda acorde a un estilo que utiliza la violencia como lenguaje. El estilo de las logias, de las mafias, de los grupos que abrazan el anonimato voluntario. No les gusta la figuración, pero no soportarían ser ignorados. Nutren desprecio por los que prefieren los símbolos del poder a su posesión efectiva. No ostentan la riqueza, pero son inmensamente ricos. Pocas palabras y en un tono casi imperceptible, porque es el interlocutor el que debe hacer el esfuerzo de escuchar sus susurradas sentencias. Le bastó una mirada para tranquilizarse. Seguramente haya pensado lo infundados que habían sido sus temores. Que continúen adelante los funcionarios con las formalidades del caso.


2. Sanedrín

De los silencios de donde proviene la sordidez del poder sombrío, pasamos al bullicio de lo explícito. El poder necesita ahora mostrarse y hacer la parodia de lo participado. Es la hora de los órganos colegiados, que suelen ahogar con sus discursos encendidos alguna verdad inconfesable. El Sanedrín había sido en origen la asamblea de las tribus de Israel. Pero lejos había quedado aquella edad pretérita en la cual los 70 ancianos impartían justicia junto a Moisés. Con los años se fueron incorporando miembros de la nobleza y de castas sacerdotales, y la pureza original fue sufriendo la infiltración de intereses. No mucho tiempo atrás, Herodes el Grande había hecho asesinar a gran cantidad de sus miembros poco dóciles a sus caprichos, para reemplazarlos por voluntades más afines. Su deterioro como cuerpo era visible, y por eso mismo los romanos lo dejaban subsistir. Son ese tipo de instituciones que se mantienen en los países dominados, para crear una vaga sensación de autogobierno. No se le permitía condenar a muerte, pero sí intrincarse en discusiones por cuestiones religiosas y civiles. Era uno de tantos parlamentos que mantienen las formas para asegurar su permanencia. Llega el momento de los grandes gestos, de la teatralidad, los tonos altisonantes, las barbas agitadas, los ojos al cielo y, en fin, las vestiduras rasgadas. Aparecen los testigos falsos, que se atropellan con las palabras y ayudan sin quererlo al acusado. Todo está decidido de antemano pero hay una paz pequeña que proviene de los procedimientos respetados con puntilloso celo. Seguramente había entre ellos quienes disentían, sin embargo las responsabilidades multiplicadas tranquilizan. El sueño tranquilo de las minorías, que descansan cómodas en su impotencia. Hay un exceso de palabras que ya nadie en realidad escucha. Aquí están representados los gigantescos organismos inútiles, las mesas de discusión aparente, las cámaras de la nada, las comisiones de la pereza y todos los que, amparados en lo múltiple, alumbran la mentira. De qué sirven los testimonios fraguados y llenos de vacilaciones. La paciencia de Caifás, al fin y al cabo el Sumo Sacerdote, tiene límites. Cansado de tanta parodia se pregunta por la validez de toda esa comedia. Una pregunta todo lo define, los tiempos del debate llegan a su fin. Caen entonces las máscaras y aparecen los hombres y su sed de golpes. El escupitajo del fariseo es la cifra de este desprecio manifiesto, que encubre algo del temor pasado. La burla del manto rojo y los pedidos de profecía son hijas del mismo miedo superado que al sentirse ridículo se transforma en violencia. El próximo paso incluye necesariamente pasar por el atrio romano, para hacer efectiva la condena.


3. Herodes

El poder a veces mantiene sus símbolos y sus gestos, aunque detrás de ellos se esconda el vacío. De todos modos, muchas veces alcanza con el solo parecer. No importa que nada lo sustente, el disfraz es suficiente. Todo ha cambiado radicalmente, pero ellos aún están allí. Es el ámbito de la farándula encumbrada que quiere que el espectáculo continúe siempre, no importa el precio. Son los reyes de este siglo, los presidentes con primer ministro, los embajadores de complejos protocolos. Aquellos que han sido olvidados en una especie de limbo de un poder que ya no es más. Apellidos ilustres, nombres rutilantes, propiedades desiertas, cargos despojados de sentido. Es la vida dedicada a una fiesta eterna, donde todo se diluye finalmente en un tedio insoportable. El aturdimiento como única medicina para continuar distraídos y comenzar a llenar ese espacio tan grande que es el día de un inútil. Todos estuvieron a una enorme distancia de entender lo que ocurría, pero ninguno estuvo más lejos que Herodes. Aquella era una corte de utilería, con soldados de carnaval y cortesanas sin ambición. Para que no se notara demasiado su irrelevante condición vivían recluidos en la áspera Perea dentro de la fortaleza de Maqueronte. Allí, harto de bufones que repetían sus bromas y de las contorsiones de bailarinas asiáticas, el Tetrarca encontró su diversión en robarle la mujer a su hermano. En un arrebato de lujuria cedió a los velos de Salomé y a la tentación de acallar la denuncia del profeta que subía desde sus calabozos. Pero la trasgresión requiere de sus límites y la ausencia de ellos genera la desesperación del trasgresor. Se sentía despreciado por los judíos, a cuya raza no pertenecía, y olvidado de los romanos, que ni siquiera lo tomaban en cuenta. Su padre, “El Grande”, al menos era cruel. El miedo funciona como un sustituto del respeto, pero infundirlo es un trabajo que hay que estar dispuesto a emprender. Los que disfrutan de este tipo de poder son, en general, perezosos. Pasar los días entre juegos repetidos y obscenidades triviales, rodeado de un lujo pequeño era su decadente cometido. Estaba algo arruinado por vicios menores y aburrido de una obsecuencia que ni siquiera se esforzaba en el disimulo. Pilato pensó que podría divertirlo aquel hijo de carpintero que se decía rey, o quizás pensó que podría ofenderlo. A sus ojos, la realeza estaba igualmente lejana de uno y de otro. Herodes no hizo ninguna de las dos cosas, solamente optó por seguir su lógica de circo. Lo trató con gran amabilidad y olvidó que tiempo atrás lo había llamado “zorro”. Este tipo de gente se resiste a la ardua tarea que implica el rencor. Le hizo algunas preguntas, movido solamente por una frivolidad esencial y, por supuesto, le pidió que hiciera algún milagro a la altura de su fama. Algo que trajera un aire de novedad, que es siempre el desafío que tiene el que dedica su vida al pasatiempo. Quedó desilusionado y hasta rabioso. Ahora habría que inventar otra manera de pasar la tarde. Su forma de violencia fue la burla. Lo vistió con un magnífico manto y lo mandó de vuelta a Pilato. Ley del vodevil, una broma se contesta con otra.


4. Pilatos

La instancia de la desnudez. El poder muestra su rostro duro, desprovisto de los maquillajes que mitigan la dureza de sus rasgos. La Historia sucumbe siempre al elogio de tan perfecta creación del orden y el derecho. Qué Estado, embriagado en algún momento de su vida, no soñó con ser Roma. Lo militar despierta siempre esa sensación de justeza y la precisión es una calma segura. La belleza austera que se esconde en un arma Ya no hay lugar para escenificaciones, ni para discursos, a partir de este momento hace su aparición la violencia con su inequívoca manifestación, la sangre. Es el poder que se ejerce con la fuerza de los látigos. Al silenciarse de las palabras, corresponde simétrica, la sordera de los golpes. Una contundencia que se siente en la carne. Los poderosos ya no dan razones, sencillamente castigan. Violencia pura, simple como la vara que se descarga recta sobre el cuerpo inerme. Este es el ámbito del soldado, donde la broma olvida la sutileza. Así se expresan los imperios, esta es su voz de hierro. No importa entender el fondo de las cosas, importa jamás mostrarse débil, no mostrar fisuras, golpear primero, golpear dos veces, infinitas veces. El análisis es un lujo que no está permitido en esta vida áspera. El orden es la meta suprema y se impone a cualquier costo, ahogándolo todo aún antes que sea un intento. Rápido, hay urgencias que este tipo de ejercicio requiere. La velocidad de respuesta es una virtud apreciada, los problemas se resuelven expeditivamente, eso muestra la fibra del comandante. Hay también un malhumor que es el propio del hombre de acción, que detesta la política. La discusión es una pérdida de tiempo que se suma al temor a ser enredado en sofismas, en disputas de sacerdotes, en los vericuetos de una religión incomprensible. Un hombre acostumbrado a soportar los más duros días de la legión no puede afrontar esas refriegas del espíritu. Qué era todo ese entrevero sobre realezas hipotéticas y reinos de otros mundos. Acaso no estaba claro de qué lado estaba el poder, qué importancia podía tener todo eso y qué ridícula obstinación en matar a ese hombre. Verdad que este, con su silencio, era irritante y ni siquiera se molestaba en solicitar clemencia. El diálogo breve se corta con una pregunta que se pretende filosófica, pero que no es más que la afirmación de un escéptico a la moda. El relativismo es un atajo al que siempre puede acudir la conciencia. Unos buenos azotes harían entrar en razón a todos. Tampoco hay tiempo para las visiones de las mujeres de mal sueño y sus premoniciones. Este es el mundo real, hay que actuar despierto. La flagelación debe ser calculada. No se trata de sadismo, hay que aplicar la cuota necesaria de sangre, la suficiente para calmar la sed y evitar el desborde. Se deben presentar las marcas de esta justicia sumaria: “Ecce homo”. Pero no es suficiente, al contrario, el clamor parece encenderse. No hay caso, se pasará a la fase siguiente. “Ibis ad crucem”.


5. El pueblo

El poder finalmente adopta su forma más compleja. Se hace amorfo. Abandona su rostro para diluirse en todos los rostros. Lo que se constituye como la potestad máxima, paradójicamente, se vuelve inasible. Se puede someter a alguien, incluso por largo tiempo, pero aun así se sabe que esta no es una conquista real. Sólo conquista quien consigue el amor de lo conquistado. El poder que proviene del pueblo debe ser así seducido, con palabras y también con esas promesas de cumplimiento imposible, que se llaman mentiras. También existe un sueño que le agrega complejidad a este primer carácter afectivo de este tipo de poder, que es su pretensión de verdad. Esa creencia difundida de que la voz de las muchedumbres es una voz de una veracidad irrevocable y de una fuerza incontrastable. Se olvida quizás que esa vos antes de ser emitida fue necesariamente condicionada. Es evidente que no surge de la nada, sino luego de que es el resultado de un intrincado proceso denominado cultura. Aquí también radica esa otra utopía que significa la posibilidad de control que permita el manejo de esta energía poderosa. Las ingenierías más sutiles se han puesto al servicio de esta alquimia imposible, encuestas de humores, curvas del deseo, sociologías refinadas pretenden conocer científicamente. Anticiparse es la llave del dominio. Con estas fórmulas, o por el más puro azar, algunos alcanzan la ansiada meta, pero una y otra vez el hombre se ha encontrado, antes o después, huérfano de lo que creía tener seguro entre sus manos. La volatilidad es otra de las características insoslayables de esta forma atomizada del poder. Las adhesiones populares tienen como estilo los cambios abruptos, los encumbramientos meteóricos y los descensos igualmente rápidos a noches de olvidos sin amanecer. A este díscolo juez se le pone la responsabilidad de decidir como instancia definitiva. En este gran mar se lavarán finalmente las conciencias que no quieren sobre sí ninguna responsabilidad. Como tantas otras veces, que sea el pueblo el que decida. Una multitud algo escasa, pero suficiente, es serpenteada por instigadores, que intentan inclinar la balanza de este nuevo magistrado hacia su favor. Son las pequeñas fuentes que susurran rumores con descuido cómplice. Hay una primera compulsa, que disfrazada de clemencia, pone en competencia lo incomparable. Plebiscito insólito que arroja un resultado esperado en favor de aquellos héroes efímeros que suelen concitar la ferviente adhesión de una masa sometida. Barrabás, el zelota, representa el atajo de la impotencia, la seducción de una aventura imposible que ciertamente llevaría a la destrucción de aquellos hombres algunas décadas después de estos sucesos. No fue complicado para aquellos agentes de opinión dirigir la elección, demostrando la efectividad que un movimiento coordinado tiene sobre la masa. Superado este escollo, quedaba decidir el destino del otro contendiente, para el que se pide a gritos el más indigno de los castigos. El pueblo se ha pronunciado, no quedan entonces más instancias. Que traigan la jofaina.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

martes, 4 de diciembre de 2007

Fuji

("Estrelicia", Luis Alberto Spinetta)

Has dejado noches,
noches del adiós,
La certeza de tus ojos,
cree que me voy...

Has dejado un cielo,
para amanecerlo a la vez, allí...

Cruzas solo puentes,
puentes entre ti...

Las flores y el silencio,
son cosas de tu amor...

Has dejado un río,
para atravesarlo a la vez, allí...

Y es que me espera,
y cobijo me dará...
entre sus manos,
hasta que luego venga Fuji,
con el mundo...

Y me hace las señales,
con las piernas
desde un punto de la calle desolada,
y es que puedo soportar,
esta distancia,
y es que te has impreso en mi,
como una luz.



Hay un “allá” y una “acá”. Y entre ellos, una distancia.

El hombre desde su “acá” intuye el allá, a veces próximo, otras tan lejano. Calcular esa distancia ha sido desde siempre tarea del humano cavilar, y también una cuestión de precedencias. Platón consideró como verdadero solo el “allá”, otorgándole a este, nuestro mundo sensible, fama de embustero. Nietzsche, al contrario, pensó que toda construcción más allá del “acá” era un remedio para cobardes. Spinoza, por su parte, evitó las primacías y anuló la distancia. “Allá” y “acá” pertenecen, según su primigenio panteísmo, a la misma Sustancia. Las cosas y Dios son la misma Cosa. Por último, los que contamos con el auxilio de la Fe, reconocemos en Jesucristo, Dios hecho hombre, el punto exacto donde ambas realidades misteriosamente se conjugan. Él es la llave que ayuda a “soportar esta distancia” y también el puente que nos hará posible, en el final, cruzarla.

Todos los grandes pensadores han calculado con precisión de geómetra esta distancia obteniendo los resultados más diversos. La diferencia del instrumental utilizado por cada uno, para realizar las mediciones, hacía previsible la disparidad que su intrincado álgebra arroja.

Un eco de todo esto resuena en las líneas de “Fuji”. Una medición realizada con el particular instrumental de la poesía. Inexacto, aproximado, equívoco, pero siempre fascinante y, a su manera, verdadero.

El “allá” se manifiesta en el “acá”. Un Dios que deja, con intencional descuido y sin estridencias, su rastro en lo creado. Un mensaje que descubre la intención que lo mueve, ya que las cosas se descubren como objetos de su amor. Un Dios autosuficiente, pero que se reconoce como destino y que nos espera para darnos cobijo entre sus manos. Estos son los frutos de una contemplación que termina bruscamente con una interrupción algo insolente. Todo esto ocurre hasta que llega Fuji, y para colmo, con el mundo.

Quién es Fuji, no lo sé. La ausencia de artículo parece suponer que es alguien y no algo. Su nombre me recuerda los benéficos espirales que encendíamos en verano para evitar los mosquitos, que quedaban abombados contra el cielorraso. También está la sagrada montaña del Japón, cuya imagen vi por primera vez en un capítulo de Meteoro. Un accidente de forma purísima, pero tan atiborrado de significados místicos que al final carece totalmente de sentido para un pedestre occidental. En cuanto a las películas, siempre preferí la alemana sobriedad de la Kodak. No se quién es Fuji, pero al menos se quién la acompaña. El mundo.

Más allá de conocer la identidad del sujeto, la enigmática aparición de ambos personajes tiene un efecto concreto. Este es el llamado a despertar a la realidad, el reclamo a volver la mirada desde el “allá” al “acá”. El paisaje cambia las bellezas naturales por la urbana calle desierta, y Fuji desde el fondo hace señales con sus piernas. Quién sabe nos esté invitando a ponernos, de una vez, en movimiento. Quizás Fuji sea un ángel, como aquel que interpelara a los rústicos Apóstoles de Galilea, que continuaban atónitos e impertérritos mirando al cielo.

La distancia entre el “allá” y el “acá” ha sido nuevamente restablecida. Sin embargo, la misma se hace soportable. Misteriosamente la inmaterial luz ha dejado su huella. Retomemos nuestros endebles instrumentos y volvamos a intentar una nueva medición.

domingo, 2 de diciembre de 2007

sábado, 1 de diciembre de 2007

Durazno sangrando

("Durazno sangrando", Luis Alberto Spinetta)


Temprano el durazno del árbol cayó…
Su piel era rosa dorada del sol…
Y al verse en la suerte de todo frutal…
A la orilla de un río su fe lo hizo llegar…
Dicen que en este valle
los duraznos son de los duendes…

Pasó cierto tiempo en el mismo lugar,
hasta que un buen día se puso a escuchar
una melodía muy triste del sur
que así le lloraba desde su interior:

–"Quien canta es tu carozo,
pues tu cuerpo al fin tiene un alma…

Y si tu ser estalla,
será un corazón el que sangre…

Y la canción que escuchas
tu cuerpo abrirá con el alba".

La brisa de enero a la orilla llegó,
la noche del tiempo sus horas cumplió…
Y al llegar el alba el carozo cantó,
partiendo al durazno que al río cayó…
Y el durazno partido,
ya sangrando está bajo el agua…



El agua siempre fue imagen de la vida en cuanto posibilidad; el árbol, en cambio, lo es en cuanto alegoría de una vida concreta. Para decirlo aristotélicamente, el agua es potencia y el árbol, acto. Uno es condición de posibilidad, el otro es un concreto existir en el tiempo. Ambos han tenido siempre una estrecha relación con la divinidad. La historia del hombre esta surcada de manantiales sagrados, habitada de deidades fluviales, y empapada de mitos oceánicos. Pero también la historia de la Salvación comienza con el fatídico árbol del Edén y culmina en el árbol de la Cruz. El agua y el árbol, ontológicamente, el ser y el existir.

El árbol es también un particular modo de existir. Una metáfora que hace hincapié en un universo de relaciones y también en un destino. Un sistema de dependencias recíprocas y cerradas que tienen el fruto como feliz culminación. El árbol que no da fruto es maldito, como la evangélica higuera, y el fruto que desprecia su planta merece el fuego, como el sarmiento de la parábola. Vivir como un árbol implica entonces reconocer una dependencia y una pertenencia, además de aceptar un sentido. Se vive desde algo y también para algo. Ser árbol es, en definitiva, un modo de ser hombre. Quizás el único modo digno de serlo.

En este caso, sin embargo, el poeta practica una escisión en la monolítica semántica del árbol. El fruto aparece como una realidad desprendida simplemente por el inevitable cumplirse de su suerte “frutal”. Una separación sin conflicto de una madre-árbol, no desprovista de aromas freudianos. El rosado y asoleado durazno adolescente cumple la inevitable ley de la vida que indica, en un determinado momento, comenzar a hacerse cargo de sí mismo, lejos de las cómodas seguridades arbóreas.

Luego del primer aturdimiento producido por el abrupto irrumpir en el valle, nuestro joven durazno permanece cierto tiempo estático. Observa un mundo habitado por duendes, que le es extraño. No parece, de todos modos, ser un durazno totalmente desprevenido, ya que sabemos que una fe lo asiste y lo empuja hasta la orilla del río. En esta privilegiada ubicación, en contacto con el agua vital, es donde recibe el mensaje que proviene desde su interior y que le comunica algo esencial. Es una canción triste, que parece llegarle de lejos, aunque proviene de su interior, señalando que a veces lo más íntimo es lo más lejano. El abandono del cálido árbol de la niñez es seguramente una experiencia no desprovista de dolor, y la canción llora. Vivir parece ser para el durazno el lento, y a veces arduo, transitar del árbol al agua. Rodar desde la causa eficiente, hacia la causa final.

Su cuerpo tiene un alma, su vida es algo más que lo que su apariencia indica. Tener un alma es una revelación a la que es imposible permanecer indiferente y es lo único que recibirá desde su carozo-conciencia. Con esta nueva y densa realidad sobre los hombros, la existencia del durazno se encamina a su hora. El doloroso encuentro con el agua, partido y sangrante, pero imagino feliz. Metáfora de una muerte frutal, que habiendo cumplido su destino, es también fructífera. Quizás el carozo arrastrado en la corriente sea árbol en otro valle. Pero prefiero, por el momento, detenerme en el encuentro definitivo con la divinidad cuyo ser hizo posible su existir.

jueves, 29 de noviembre de 2007

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Cisne

("Para los árboles", Luis Alberto Spinetta)

Hoy el viento se abrió,
quedó vacío el aire una vez más
y el manantial brotó
y nadie está aquí
y puedo ver que sólo estallan las hojas al brillar...
y se produce en eso tanta luz
que ni las piedras
ocultan su vida para mí
y parecen dormir
y puedo ver que sólo estallan las hojas al brillar...
y ya no hay nada que decir...

así refleja el cisne
así, el agua en sus alas
no hay nada que decir
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas, por fin...

En el valle y en el sol
hay una mancha que responde por tí...
Todo es uno y mil a la vez,
la condición de sentir casi todo sin decir...
Y ya no hay luna
ni dolor en mí...
Y la arboleda
susurra su canto desigual
y parece callar
y sin embargo
una visión atraviesa mi cuerpo...

Y ya no hay nada que decir,
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas...
no hay nada que decir
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas, por fin...



Un cisne me recuerda invariablemente una anécdota: el caballero Lohengrin llega a impartir su severa justicia en una nave que, curiosamente, utiliza como plumífero motor fuera de borda un cisne. El héroe atraviesa en su ligera embarcación algún río del “interland” germano. Luego de haber llevado adelante su objetivo con impecable perfección, él mismo es obligado a revelar su origen por la indomable curiosidad de su reciente conquistada esposa, Elsa de Brabant. Roto el secreto, cual moderno espía de la KGB, no le queda otro camino que emprender la ruta del regreso entre los Caballeros del Sacro Grial, para lo cual se dispone a utilizar el mismo medio que en su triunfal aparición. Quiso el destino que una noche, hace ya muchos años, al llegar este crucial momento, en una representación del drama wagneriano en el Colón, el encargado de accionar el mecanismo anticipó el movimiento, dejando al Caballero literalmente “de a pie”. Sin poder refrenar un violento impulso humorístico, el tenor que aquella noche hacía la parte de Lohengrin miró divertido a la platea del teatro colmado y preguntó sonriente: ¿A qué hora sale el próximo cisne?

El joven Nietzsche descubrió que en la belleza conviven dos principios antagónicos, que con maestría llamó “apolíneo” y “dionisíaco”, de acuerdo a las distintas divinidades griegas, de donde mana su concepto. Simplificando brutalmente, a lo dionisíaco pertenece el componente sensual y vital que toda belleza lleva, mientras que la parte de Apolo se refiere al costado intelectivo, en cierto sentido más espiritual. Es a esta última que creo se refiere este poema, que tiene en la imagen del cisne la más perfecta trascripción al mundo animal de esta idea de lo apolíneo.

Un cisne, con largo cuello interrogante, deslizándose calmo en las aguas de un lago, también él, perfectamente calmo, arrullado por el canto de los árboles e iluminado con algo de luz sobrenatural, representa el paradigma de una sensación estética que invita a la callada contemplación. Frente a un espectáculo similar, suficiente e intencionadamente edulcorado como para ser real, parece inevitable el terminarse de las palabras. El silencio del humano decir, sin embargo, parece ser más bien el estado necesario para escuchar el mensaje que toda belleza trae. Este, recordemos, no es un cisne reflejado, sino reflejante. Si el agua es la Vida y el cisne la Belleza, la belleza no es otra cosa que el reflejo amplificado de la vida. Un reflejo ciertamente potente, que hace que, mirándolas bien, hasta las piedras parezcan animadas con la pesada respiración del durmiente.

El cisne aparece repentino, brota desde una manantial inesperado, en un claro del viento, en un vacío del aire, en un estallido de luz. El cisne es una visión. El espíritu no se nutre solo de frías teologías, también está el abrupto camino de los místicos. Puede ser que quizás no necesitemos alejarnos demasiado, quién sabe los cisnes estén expectantes a la vuelta de la esquina. Quizás seamos incapaces de verlos, de descubrirlos detrás de ese aspecto ordinario con que a veces la realidad nos engaña. O tal vez el que sea necesario descubrir es el cisne que habita olvidado en la intimidad de nuestro espíritu. Un cisne potencial. ¿Acaso el “patito feo” no escondía detrás de su vulgar apariencia un espléndido ejemplar de cisne?

A propósito: ¿a qué hora sale el próximo?

martes, 27 de noviembre de 2007

lunes, 26 de noviembre de 2007

domingo, 25 de noviembre de 2007

Quedándote o yéndote

("Kamikaze", Luis Alberto Spinetta)

Y deberás plantar
y ver así a la flor nacer
y deberás crear
si quieres ver a tu tierra en paz
el sol empuja con su luz
el cielo brilla renovando la vida
y deberás amar
amar, amar hasta morir
y deberás crecer
sabiendo reír y llorar
la lluvia borra la maldad
y lava todas las heridas de tu alma
de tí saldrá la luz
tan sólo así serás feliz
y deberás luchar
si quieres descubrir la fe
la lluvia borra la maldad
y lava todas las heridas de tu alma
este agua lleva en sí
la fuerza del fuego
la voz que responde por tí
por mí...
y esto será siempre así
quedándote o yéndote.



El bautismo es uno de los siete sacramentos de la Iglesia Católica. En orden, el primero. La puerta que abre el universo de la vida cristiana. Lo que convierte nuestra existencia en una historia de amor con Dios, según las palabras de Juan Pablo II. Una posibilidad que queda a nuestro alcance con solo quererlo y que solo nosotros podemos malograr, con la única excusa de esa torpeza proverbial llamada pecado.

Tiene además una vieja historia que se conecta con las religiones más antiguas de la humanidad. Y también con los nuevos cultos. Siempre el hombre sintió la necesidad de lavarse antes de entrar en contacto con la divinidad. Una limpieza exterior que se relaciona, con simpleza, con la realidad interior. Rituales purificatorios que cabalgan la historia: las abluciones del sacerdote pagano, la inmersión en el sagrado Ganges, las prolijas limpiezas del fariseo, el llamado del postrer profeta a orillas del Jordán, y hasta la vulgar “pelopincho” en el círculo central del Monumental que sumerge Testigos de Jehová arengados por pastores de traje gris y castellano de sonido lusitano. Toda fe exige pulcritud, al menos al inicio.

Sin embargo, a pesar de las conexiones hay algo que distingue esencialmente el bautismo cristiano de cualquier otra de estas otras prácticas purificatorias. Su carácter definitivo. Su ser indeleble, que queda señalado con énfasis en el título y cierra la poesía, declarando, con su hermetismo circular, lo invariable. El amor de Dios está ya ganado, más allá de lo que hagamos. Nuestra condición filial es indestructible, incluso inmune a nosotros mismos. Somos hijos, aun a pesar nuestro.

Pero más allá de este destino inmodificable, instalados en esta categoría que no cambiará, aún nos queda existir. El bautismo inicia una relación y, por lo tanto, es el comienzo de una tarea, una construcción que impone ciertos deberes. Aquí se propone una lista de cinco: plantar, crear, amar, crecer y luchar. Todas ellas acciones positivas, porque emanan de la Gracia sacramental. Así, la vida que se nutre del bautismo solo puede ser luminosa. La relación con Dios genera el Bien en forma ineludible.

Además, como todos los restantes sacramentos, el bautismo tiene un signo sensible de esta Presencia, el agua, que por licencia poética en este caso es presentada en una de sus formas, la lluvia. Es un agua celestial. Esta tiene una particularidad específica, que es lavar las heridas del alma, y borrar la maldad, ambas figuras del pecado. Un agua que tiene algo más que cualquier otra, un “plus” de poder que vive escondido en su interior. Lleva en sí la fuerza del fuego. No solo limpia, además quema. Purifica.

Se trata, en definitiva, de asumir esta condición. Ser hijo, porque, asegura el poeta, tan solo así serás feliz.

Y esto será siempre así, quedándote o yéndote.

sábado, 24 de noviembre de 2007

S y V


“La SABIDURÍA consiste en saber cuál es el siguiente paso;
la VIRTUD, en llevarlo a cabo”.

jueves, 22 de noviembre de 2007

El lenguaje del cielo

("Para los árboles", Luis Alberto Spinetta)

Las horas caen llevándose esta vez
Todo lo que el viento me habló
Eterno el día sin esperar
Ya volvió con tu cielo que se abre en dos.

Niño precioso, que no entiendes nada ya,
Cuando apareces tu energía es tan diáfana...
Escóndeme antes de que mire el mundo...

La soledad no habrá de cambiar mi querer.
Ni el ambicioso mundo lo hará.
Yo sé que acaso podrás sentir ese ardor,
otra vez el mismo amor.

Niño precioso, que no entiendes nada ya,
Cuando apareces tu energía es tan diáfana...
Escóndeme antes de que mire el mundo...

Yo sé que acaso entiendes el lenguaje del cielo.

y te recompensará con su sal el mar
y sólo eso será, sólo eso será...
y de tu boca saldrá la oveja del agua...
y sólo eso será, solo eso será...
y es que al fin, así, libre serás...

Yo se que acaso entiendes el lenguaje del cielo

Las horas caen llevándose esta vez
todo lo que el viento me habló.
La soledad no habrá de cambiar mi querer esta vez.

Niño precioso, que no entiendes nada ya,
Cuando apareces tu energía es tan diáfana...
Escóndeme antes de que mire el mundo...

Yo sé que acaso entiendes el lenguaje del cielo.



Si el sueño es un ensayo de la muerte, despertar es saborear una resurrección. Parece mentira que uno se entregue tan confiado al sueño, pero más curioso me parece que no exultemos cada mañana al reapropiarnos de la vida, confiada al sutil Morfeo. Sin embargo, el recuerdo que nos viene con respecto a este primer momento del día está en general cargado de un pesar agrio. El cachetazo iracundo al impertérrito despertador que martiriza los oídos durmientes y nos arranca de los dulzores oníricos. ¿Es que acaso el llamado de la muerte es tan seductor? Heidegger describe uno de los modos de ser del hombre como “ser-para-la muerte”, pero no se me antoja darle la razón esta vez. Su existencialismo se me hace árido y me sofoca con su techo demasiado bajo. Me dejo seducir por mi corazón que me susurra un ser para una Vida, mas allá de este frágil existir, herido por el tiempo. Prefiero el sabio consejo del Dios del Deuteronomio: “Elije la vida y vivirás”. Elijo el despertar, aunque me cueste abandonar el engañoso ropaje del dormir.

La poesía en general me sorprende por su vocación sintética. Resumir en unos pocos versos una realidad compleja siempre me provoca asombro. También placer, porque la poesía suele cincelar la realidad con contornos precisos, aunque utilice los borrosos contornos de su particular lenguaje. Comparado, el cartesiano pensar, claro y distinto, me resulta un espejismo que no termina nunca de asir lo real. Otras veces el poeta elige el camino inverso, menos transitado, pero igualmente eficaz. El abrir lo que encierra el punto de un instante, como una bomba que se aloja en la minuta cabeza de un alfiler. El microchip de un segundo que contiene una información inesperada, por lo vasta. La poesía se hace expansiva y se hincha como un “suflé” de sentido.

Este es el instante que nos trae el lenguaje del cielo, que se abre en dos para dar inicio al día. Atrás quedó lo que pasó, los rumores del ocaso, la fatuidad que el viento habló. El día es aquí un inicio radical, es una vida nueva que empieza desde la parcial muerte del dormir. Este es el “Niño precioso”, que aparece repleto de una energía luminosa pronta a inundarnos. Un encuentro previo al encuentro con los avatares de la jornada, en el que es preciso escondernos antes de mirar el mundo, precisamente para poder mirar al mundo con ojos nuevos. Un ejercicio que habilite al espíritu para percibir y recibir lo que le es donado en cada despertar: La vida. Un momento de reflexión antes de encarar el “ambicioso mundo” que puede enredarnos en sus grises vericuetos. La pausa reflexiva en soledad se hace imprescindible para preservar la voluntad y mantener “ese ardor, otras vez el mismo amor”. ¿Es que acaso se pude enfrentar la vida desprovistos de ese arrebato?

La vida espera, entonces, ser vivida y se nos ofrece en cada amanecer. Guarda para nosotros una recompensa, la sal de un sentido; una sorpresa, la oveja; y al fin, la libertad de ser. ¿Acaso entiendes el lenguaje del cielo?

martes, 20 de noviembre de 2007

102

Se sabe que es un invento argentino, y es cierto, empezando por el magnífico nombre que lo nombra. Este no hace referencia a su función, ni a su forma, si no que lo que se define es su esencia más íntima, su alma. Hay muchos otros medios que incluyen a muchas personas, pero ninguno merece este nombre tan acabado, y el secreto de esto es cuantitativo. Los medios que transportan mucha gente no son colectivos. La masa mata la colectividad del colectivo. Ni tampoco los que viajan demasiado lejos, porque la distancia es enemiga de la pertenencia. El colectivo es una comunidad reducida de seres humanos que se desplazan en un espacio y tiempo también reducidos. Esta es la medida justa que permite destruir los individualismos, sin perderse en la uniformidad de las muchedumbres ni en la desmesura de un espacio demasiado largo. Ser colectivo.


No es que no reconozca las bondades del subte que conserva siempre la fascinación de lo telúrico, sumado al aliento inconfundible que exhalan sus bocas. Tampoco reniego de la comodidad del taxi, especie de delivery de uno mismo y disfruto de la charla siempre íntima con esos fascistas del asfalto ciudadano. Pero solo el colectivo permite esa multiplicidad de rostros, ese democrático bamboleo que no reniega del fugaz contacto físico, que se suma a esa visión privilegiada de la ciudad, a una cota que está entre la soberbia de la vista aérea y el rastrero andar del peatón.

Así como es difícil que a alguien le guste el fútbol sin ser hincha de un equipo, yo soy de una línea. El 102. Soy un Siddharta que contempla el devenir de la existencia entre el necesario andar que une Palermo Chico y Barracas. La casa de mi infancia y la de mis abuelos (que ahora es la mía), mi colegio y el de mis hijos (que es otro), muchos de mis trabajos, y la cancha de Boca. Todos mis recuerdos se enhebran como en una brochette nostálgica por este recorrido que comienza algo incierto entre los bosques de Palermo, se asienta por Las Heras y luego como una espada corta la ciudad por Uruguay y su mecánica extensión San José, que no es en honor del santo, sino de batalla librada en tierra de su predecesora. El final sucede entre galpones donde en el aire se palpita el dulce olor del Riachuelo.


De chico olvidé una vez la valija completa con todo mis materiales escolares. Luego de recibir una reprimenda de mi madre, partió uno de mis hermanos al rescate de toda mi ciencia encerrada en ese maletín. Su destino para mí era el de una tierra mítica de la que solo su nombre conocía, tallado como estaba en el frontispicio del colectivo: Azara y Olavarría. Recuerdo la tensa espera en una tarde de calor intenso, y también su exitoso regreso, cuando volvió blandiendo entre sus manos, como un Jasón que llegara de las playas del Mar Negro, el trofeo de cuero marrón henchido de manuales Kapeluz.


El colectivo tiene un capitán que lo guía, con su camisa azul y la protectora franela infaltable sobre el muslo: el colectivero. Allí gobierna su nave de pasajeros erráticos, sobre su trono amortiguado y su timón nacarado. De chico, a todos los del 102 les cabía un sobrenombre: Padre eterno, el Cursillista y el malhumorado del interno 5, que arrojaba con furia los billetes contra el parabrisas mientras mascullaba maldiciones por la eterna falta de cambio. Ahora también tengo varios choferes apodados, pero no tengo a mi hermano para compartirlos, está Julio de Vido, el Roña Castro, Crossa (ex Racing, Boca y Vélez) y el Salteño, que es un amigo y no me cobra. Lástima que los colectivos no tengan más “pozo”, si no hubiera viajado en ese lugar destacado como pocos. Pedestal invertido que, descendiendo, enaltecía a quien lo ocupaba.

Es verdad que con la llegada de las máquinas de monedas se ha perdido algo del contacto con el conductor, pero estas han agregado también algo de emoción al viaje. Siempre hay un temblor de incertidumbre antes de saber si nuestras monedas serán aceptadas. La máquina traga a veces monedas con herrumbre verde y números gastados, y rechaza otras que se presentan doradas de una novedad ostentosa y grosera. Un criterio de selección que me recuerda al de Yahvé.


Cuando vivía en Roma, extrañé mucho el 102. Y no es que haya abandonado la práctica de viajar en transporte público de superficie. Pero los buses de Roma son inmensos y parecen tranvías que vagan aturdidos porque han perdido a su madre. Me los imaginaba como esos esclavos que aunque recuperen la libertad guardan en su andar las huellas de su antiguo yugo. Tampoco ayudaba su monócroma existencia naranja en la que se disuelve toda posibilidad de carácter. No se puede amar cuando la uniformidad impide la elección en la que saboreamos la libertad.

En este tramo de mi vida se agrega a mi diario viaje al trabajo, realizado claro está en el 102, la experiencia cargada de simbolismo de bajar en el final del recorrido, junto al hermético Parque Japonés. Generalmente quedo solo en una situación algo incómoda, ya que naturalmente el colectivero no está preparado para soportar la intimidad. Bajo con un saludo dubitativo y pienso en lo que significa llegar a la terminal. Un lugar en donde, como Nietzsche soñara en un mediodía perfecto, todo vuelve a comenzar idéntico.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Dos murciélagos

("Para los árboles", Luis Alberto Spinetta)

-“Yo no escribo
no soy un hombre
pero en mi bruma
conozco muy bien la inmensidad
son mis ramas
mis aguas
mis antepasados
¡Y qué feliz la verdad de este sueño fugaz”!

-“Yo te digo
que te escucho cuando me hablás
la distancia es tan grande que no sirve mirar
Sólo sentir las estrellas y saber que se mueven...
¡Y que feliz la verdad de este sueño fugaz!”

-“La vida
como un carillón
que se enciende una nueva vez...”

-“Sólo en la canción tendrás
un espejo en vano,
abierto sobre un cuerpo rosa
que se entrega en su destino”

-“En la vida siempre será
el corazón de amor
hasta el amanecer
sólo sentir las estrellas
y saber que se mueven
¡Y qué feliz la verdad de este mundo ideal!
¡Qué feliz la verdad de este sueño fugaz!”

-“Yo vivo pidiéndote que vuele más alto
y los halcones te esperan
junto al despertar
ya no hay amparo
ni sombras
ni soles
ni un tiempo alcanzado...”.



Titular es una oportunidad de ampliar el campo semántico de lo titulado. Hay veces, sin embargo, que es imposible evadirse de una solución automática. Aunque el artista titule de una forma, el público hará caso omiso de su sugerencia. La unión entre texto y título es a veces indestructible. El título puede iluminar, en ocasiones, algún aspecto que se quiere resaltar u oponerse a lo expresado de manera de crear un campo de tensión. También se puede callar, como hacían los artistas de vanguardia que nombraban sus obras con fríos números, como alguien que no tiene nada más que decir, solo lo que ya ha dicho. Nombrar algo es de alguna manera completar lo creado, dibujarle un destino, encomendarle una misión. “Se llamará Emanuel”, dice el Ángel, “Tú eres Pedro...”, dice el Señor.

En este caso, el título es llave, clave que permite la comprensión de lo dicho, y que insita a la interpretación por la ausencia de lo referido. ¿Dónde están los dos murciélagos? La pregunta irrumpe espontánea en una primera lectura. Como en una fábula, uno de los murciélagos es quien habla en primera persona (el poeta) y el otro componente del par enunciado, es quien escucha (nosotros, quizás). Es un diálogo, por que son “dos” los personajes señalados, pero solo la voz de uno se escuchará. Se supone que el restante absorbe su discurso en un silencio reflexivo. Un diálogo íntimo en donde quien habla se define a sí mismo desde su misma esencia, la de ser murciélago.

Pocos bichos resultan más repelentes que esta rata volante y ciega tan inofensiva y benéfica como repugnante. Un objeto a priori indócil a la poesía, si lo pensamos desde su forma. Lejos estamos aquí de la encarnación de un murciélago ético, al estilo Batman, que toma del animal alguna de sus cualidades físicas y sobre todo su halo de nocturnidad. El aquí propuesto no tiene rastros de su parecer desagradable, ni de superhéroe, sino que su elección tiene que ver con su particular modo de conocer. Un murciélago epistemológico, que acepta, sin demasiadas quejas, las imperfecciones que le impone su sistema cognoscente. Un conocer consciente de los límites de su pensar. Un murciélago kantiano.

El murciélago-poeta se presenta con dos negaciones: ni escribe, ni es un hombre. Es decir no es un hombre, si por hombre se entiende un ser exclusivamente racional. La especulación teórica no es su campo, la abstracción no es su método. Su conocer se aplica más a su ámbito vital, a ese mundo acotado que lo rodea y que le pertenece: “sus aguas”, “sus ramas”. Y también su origen, que se expresa en la seguridad que otorga el saber su proveniencia, “sus antepasados”. Frente a estas relaciones próximas se abre un universo cuya inmensidad conoce, pero cuya dimensión es tal que lo hace de algún modo incomprensible, al punto que “no sirve mirar”. Una ignorancia que no inquieta del todo, pues “el sentir las estrellas y saber que se mueven” habla de que alguien gobierna esa inmensidad inalcanzable a su defectuoso entendimiento.

Esta es la situación del murciélago, que acepta sus brumas sin rencores. La vida que se enciende cada día, a pesar de su fugacidad, aparece ineludiblemente dichosa. Esta es su realidad y esto es lo que le es dado conocer. Esto es, en definitiva, lo que dice la escueta monografía de su condición, que es también la nuestra. Pero esto no es todo. Al poeta se le exige más que una simple exposición sobre el estado de las cosas. El momento de las declaraciones deja paso a los pedidos. El enunciado a la voluntad.

”Yo les pido”. Un esfuerzo para que compartamos su visión, que no proviene de la luz de sus inertes ojos, sino que su corazón intuye. Esta es su verdad, que no necesita de la razón para ser aceptada, sino que pide el auxilio indispensable de la fe. Al rastrero murciélago le espera un destino de halcón; a las brumas le siguen las claridades de las límpidas alturas; a las tenues seguridades de hoy, una libertad que no necesita de frágiles amparos; a la fugacidad de la existencia, el tiempo que una vez alcanzado muere para ganar la eternidad. El sueño del halcón merece ser soñado, y entonces sí será “feliz la verdad de este sueño fugaz!”, porque existe también la “verdad de este mundo ideal”.

Virtud

domingo, 18 de noviembre de 2007

Palladio

Publicado en "Communio", año 2, nº 1, marzo de 1995.


1. INTRODUCCIÓN: UN RENOVADOR DE LO CLÁSICO

“Cuanto más se estudia a Palladio, más inconcebible resulta el genio y maestría de este hombre, su fecundidad, su versatilidad y gracia inigualable” (Goethe).
Se puede decir, sin temor a exagerar, que Palladio fue, dentro del campo de la arquitectura, el artista del Renacimiento que mayor influencia tuvo en los siglos posteriores a su muerte. Esta influencia se expande por Europa, ya que no solo abarcó los países del Mediterráneo, son y especialmente, todo el norte de Europa, constituyendo la base de la arquitectura inglesa de los siglos XVII y XVIII para luego pasar a los EE.UU. y dar origen al movimiento conocido como “clasicismo americano”, cuyo ejemplo más acabado es la obra de Thomas Jeffersson, en especial los pabellones de la Universidad de Virginia.
Sin embargo, este artista tan influyente en los tres siglos posteriores a su muerte no es hoy en día demasiado conocido fuera del campo específico de la arquitectura.
Es esta una paradoja a resolver. ¿Cómo explicar que ese hombre, tan importante sea hoy un gran desconocido?
Se me ocurren tres respuestas posibles. En primer lugar, Palladio es específicamente un arquitecto, es solo un arquitecto. Su caso no es el de otros artistas del Renacimiento, que llegan a la práctica de la arquitectura después de transitar por otros diversos campos del arte donde sobresalen y alcanzan la fama, así Miguel Ángel, Bramante, Rafael, etc. Además, la arquitectura es de todas las artes la de más difícil interpretación, pues está contaminada por lo meramente útil, lo que constituye un gran obstáculo para su comprensión.
En segundo lugar, si bien la obra de Palladio alcanza dimensión internacional, ella misma se encuentra concentrada en un pequeño territorio, que es la región véneta y, salvo los últimos edificios, que están en Venecia, el resto de su obra se halla diseminada por la campaña o en una pequeña ciudad como Vicenza, que queda fuera de los grandes itinerarios turísticos.
Entonces, además de la complicación intrínseca que ofrece la interpretación de la obra arquitectónica para el público en general, se interpone entre la gente de hoy y Palladio una cierta incomodidad de tipo práctico.
El tercero de los motivos que lo aleja del público es la falta de espectacularidad del personaje que, de este modo, se vuelve para nosotros, acostumbrados a los héroes del cine americano, poco “cinematográfico”.
Podríamos definir a Palladio, sin duda, como un revolucionario, pero pertenece a esa clase de revolucionarios que hace su revolución desde adentro, una revolución “no sangrienta”, para llamarla de algún modo. Su vida y su obra no reflejan grandes quiebres o salientes, tintes fuertes que nos permitan trazar rápidamente el bosquejo de su personalidad y de su arte.
Su gran mérito fue dar una respuesta consonante con su tiempo o, mejor dicho, traducir en arquitectura las aspiraciones de una determinada clase que hemos dado en llamar “el humanismo véneto”.
Pero antes de ir más allá trataremos, muy rápidamente, de situar el tiempo y el espacio de Palladio, visto que lo hemos definido como su fiel intérprete.


2. SITUACIÓN HISTÓRICA

Palladio nace en el año 1508 y muere en 1580, es decir el arco de su vida recorre prácticamente todo el siglo XVI. Este siglo es un período en el cual se cristaliza un proceso tendiente a la unificación, que arranca a principios del siglo anterior.
A grandísimos rasgos señalaremos que, luego de la desaparición del Imperio Romano, comienza una disgregación en Europa que acompaña todo el Medioevo y que se conoce como el sistema feudal, donde se desarrolla la ciudad estado.
Este proceso comienza a revertirse a inicios del siglo XV, en España con la reconquista y el proceso de unificación llevado a cabo por los Reyes Católicos, y en Francia con las guerras que libra Luis XI dentro del territorio francés para fortificar el reino. Esta situación prepara el gran choque que veremos durante el siglo XVI entre Francia y España o para ponerle nombre y apellido, entre Francisco I y Carlos V.
Italia vive también este proceso unificador, pero dado que en esta región el sistema de la “ciudad estado” tuvo un gran éxito, ninguna de estas resulto lo suficientemente fuerte para imponerse sobre las restantes, y si bien en el mapa de Italia se encuentran a principios del siglo XVI algunos estados que han alcanzado cierta extensión territorial, tal es el caso de los Estados Pontificios, el disputado (entre españoles y franceses) Reino de Nápoles, la Toscaza, el Piamonte, la Lombardía y por supuesto Venecia, ocurre que ninguno de estos se encuentra en situación de hacer frente a las reglas de juego impuestas por los nuevos poderosos de Europa, por lo tanto Italia permanecerá a merced de los poderosos.
El formidable choque del que hablábamos entre Francisco I y el emperador Carlos V se va a librar sobre todo en territorio italiano, el cual se verá varias veces desvastado a lo largo del siglo por el paso de estos ejércitos (basta citar como ejemplo el saqueo de Roma en 1527).
Por último, en Italia, a partir del siglo XVI y hasta “il Risorgimento” no existirán políticas propias: éstas serán filo-francesas o filo-imperiales según las conveniencias.
Pero centremos el objetivo para irnos acercando a Palladio, en Venecia y el Véneto. Dentro de la especial situación italiana en Europa, Venecia constituye a su vez un caso excepcional. Su política en los siglos anteriores fue desinteresarse de lo que ocurría en el interior de la península y dedicarse a crear esa formidable máquina comercial que fue el imperio veneciano. Un imperio basado en la extensión territorial, sino compuesto por una eficaz línea de puntos, bien definidos, que servían de escala a las naves que traían las riquezas del Cercano y del Lejano Oriente. Este imperio comercial se pudo crear sobre la base de la paciente infiltración de los venecianos en esa realidad más afín y también un poco caótica que era el Imperio Bizantino.
Al final del siglo XV la situación da un giro de 180 grados con la caída de Constantinopla en manos de los turcos, que representan una fuerza nueva y pujantes con verdadera mentalidad imperial y empiezan a disputar con Venencia la supremacía en los mercados de Oriente.
Esta situación, sumada al descubrimiento por parte de los portugueses de las nuevas vías hacia el Oriente, hace que Venecia comience a volcarse hacia el interior, hacia la “terra ferma” e intente la expansión territorial en esa dirección. Pero a estas ambiciones de expansión se contrapone la “Liga de Cambrai” formada por franceses, imperiales, y los Estados Pontificios que derrotan a los venecianos.
La situación comprometida en mar y tierra provoca una profunda crisis en la sociedad véneta y el consecuente recambio de clases. La vieja y hasta entonces exitosa burguesía, que basaba su superioridad en la buena marcha de los negocios, deja su lugar a la aristocracia, la cual, como toda aristocracia, afinca su poder en la posesión de tierras. Será a partir del cambio de guardia entre una y otra clase que aparecerá nuestro personaje para constituirse, poco después, en el encargado de manifestar a través de obras de arquitectura, las aspiraciones de la nueva dirigencia.


3. PALLADIO

Palladio nace en Pádova en el año 1508. Su padre, que era un trabajador agrícola, poseedor de un molino, lo inscribe a los 8 años en la corporación u orden de los “tagliapietra” o “scalpellini”, trabajadores manuales de la piedra, constructores de capiteles, bajorrelieves, etc. Emigra a Vicenza a los 16 años y comienza a trabajar en la “bottega” o estudio llamado de Pedemuro, una de las más importantes dentro del ámbito provincial.
Allí Palladio recorre un camino que lo aleja del simple trabajador manual y lo acerca al arquitecto. Sin embargo, en los años que corren desde 1524, año de la llegada de Andrea de Piero della Góndola –pues ese era su nombre– hasta 1546, año en el cual ya Andrea Palladio recibe el encargo de mayor prestigio en Vicenza para reacondicionar el “Palazzo della Ragione”, se produce un enorme salto de calidad que resulta difícil de explicar. Valiéndonos de una comparación, diríamos que este fenómeno tiene la apariencia de una reacción química: es el resultado de una fusión que se da en este joven proveniente de una formación de tipo artesanal, que había recorrido todos los pasos de la actividad en este campo, y que accede ahora al ámbito de las puras ideas, representado por esa “lite” de pensadores que componían el “humanismo véneto”.
Esta fusión tiene lugar y fecha, pues sabemos con certeza que el 19 de febrero de 1539 Palladio se encuentra en la residencia urbana de Giangiorgio Trissino, y este es el hombre que de alguna manera “inventa” a Palladio.
Encarna el modelo de humanista, estudioso de filosofía y literatura, interesado en los problemas del arte y de la arquitectura en particular. El encuentro de Trissino con el joven arquitecto cambiará el destino de este último en forma definitiva.
En primer lugar, Trissino introduce a Palladio en el mundo de la teoría de la arquitectura haciéndole conocer a Vitruvio, el tratadista de la antigua Roma, en el cual se basa todo el Renacimiento. También lo acompaña en un viaje a Roma en 1541, durante el cual Andrea tomará contacto por primera vez con las ruinas de la Antigüedad clásica. Pero quizás el favor más grande que hará Trissino a Palladio sea el de introducirlo en el mundo del humanismo véneto para conocer los artistas y pensadores más importantes de la época. Por último, le dará el nombre de Palladio, hijo de Palas Atenea (diosa del arte), que significará un corte definitivo con su pasado de artesano para abrirle las puertas de la Arquitectura.
Entre las personas que conocerá Palladio gracias a Trissino, es importante la figura de Alvise Cornaro, noble veneciano, que, en contraposición a Trissino, tiene una estructura mental más abierta con respecto a la Antigüedad clásica. Esta influencia permite a Palladio no solo superar la instancia de una Antigüedad entendida como dogma, sino poder profundizar y reelaborar esa realidad. Cornaro es importante también porque fue uno de los mayores promotores del agro en la “terra ferma”, dando además un carácter sacro al trabajo de la tierra y predicando una especie de exaltación de la vida en contacto con la naturaleza.
Con estos antecedentes, importantes familias de Venecia vieron en Palladio la persona indicada para celebrar con obras de arquitectura este reapoderarse de la tierra.
Por último, ya cuando era una figura reconocida en le ámbito de Vicenza, Palladio encontrará otro personaje que lo va a proyectar hacia la fama que trascenderá el tiempo y el espacio.
Se trata de Daniele Barbaro, filósofo y matemático, quien va a escribir con Palladio una reinterpretación de la obra de Vitruvio, y con el cual el arquitecto profundizará el estudio de las matemáticas y de la armonía que serán tan importantes en su vida. De la mano de Barbaro, en el final de su vida artística, Palladio entrará en el mundo de Venecia para convertirse en el primer arquitecto de la ciudad. También Barbaro impulsará a Palladio a la redacción de su obra: “Los cuatro libros de la Arquitectura”, a partir de la cual su pensamiento se difundirá en toda Europa.
Estos tres personajes, Trissino, Cornaro y Barbaro, son representantes de esa clase que después del desastre de Cambrai, antes referido, tomará el poder en el Veneto y, en el plano de las ideas, constituirán ejemplo del humanismo en Venecia. Podemos ver a través de ellos el camino que recorre Palladio para convertirse de un hábil artesano en un arquitecto de trascendencia histórica. Sin duda existía la inclinación natural de la cual Palladio habla en el prólogo de “Los cuatro libros de la Arquitectura”, pero su figura solo se explica a través del encuentro entre ese don natural y ese mundo que llamamos el humanismo véneto, que le transmite toda su cultura para que estas ideas se transformen a través de Palladio en obras de arquitectura.


4. EL MÉTODO DE PALLADIO

Este pasaje de las ideas a la arquitectura Palladio lo realiza poniendo a punto un método. Solo a través de la práctica de este método se explica la extrema coherencia de la obra palladiana, y el increíble número de edificios realizados por él mismo, ya que trabajaba sin contar con una gran estructura que lo apoyara.
El método palladiano es un complejo mecanismo, puesto a punto a través de los años, que se compone de tres elementos. En primer lugar, una estructura fija que llamaremos marcos de referencia, luego una segunda pieza móvil que es la que permite las distintas elecciones, las variables del sistema, por último existe un tercer elemento, la herramienta, que es la que permite al mecanismo funcionar con precisión.
Así lo explica él mismo en el prólogo a “Los cuatro libros de la Arquitectura”: “Da Naturale inclinazione guidato mi diedi nei primi anni allo studio dell’Architettura: e perche sempre fui di opinione che gli Antichi Romani come in molte altre cose così nel fabricar bene abbiano di gran lunga avanzato tutti quelli, che dopo loro sono stati; mi proposi per maestro, e guida Vitruvio: il cuale è il solo antico scrittore de queso’Arte”.
Se podría afirmar que la Antigüedad clásica es el marco de todo el Renacimiento, sin embargo el modo de ponerse frente a esta realidad es lo que diferencia a Palladio de sus contemporáneos.
Por un lado, el conocimiento erudito de esta realidad clásica llevará a Palladio lejos del Primer Renacimiento, de la inocencia brunelleschiana, y por el otro, Palladio se distinguirá de los restantes artistas por este trabajo en profundidad que jamás lo llevará a transgredir el marco prefijado, como sí lo hicieron por esos años Miguel Ángel o Giulio Romano, por citar a algunos.
Una vez elaborado el marco de referencia general, Palladio elaboraba marcos particulares para cada tipología de edificios que se le presentarán: villa, pallazzo, iglesia, etc. Él elabora una idea general, o partido, como decimos los arquitectos, para cada tipología, y a partir de ella proyecta aumentando progresivamente, con el aporte de la cultura adquirida a través de los años, la tensión y la calidad de la obra.
Una vez definidas estas constantes, Palladio admite dos tipos fundamentales de variables: las que provienen del cliente y las que provienen de la obra.
Las del primer grupo muestran que Palladio es un arquitecto modernísimo, desde el punto de vista de la clientela, pues sus cargos provienen de particulares a los cuales debe satisfacer en sus necesidades específicas.
En el segundo tipo de variable, Palladio demuestra una maestría que pertenece al área de sus talentos naturales, aquella “de naturale inclinazione guidato” que leíamos en el prólogo. La sensibilidad demostrada en cada caso para dar respuesta a particulares situaciones del terreno o distintas ubicaciones dentro de la ciudad, así como también la resolución de los problemas que cada edificio presenta, nos alejan de la figura, quizás fría, con la cual hemos presentado a Palladio, como si fuera la resultante de una serie de causas y efectos.
Por último, una vez definido el marco y las variables, Palladio utiliza para desarrollar sus proyectos la herramienta matemática. Basada en la teoría de las armonías Pitagóricas que inspiraron el “Timeo” de Platón, tan en boga en aquellos años, Palladio elabora un propio sistema proporción al que le sirve para dar forma definitiva a sus edificios tanto en planta como en alzado.


5. CONCLUSIÓN

El mundo y el arte contemporáneo, que es su reflejo, se encuentran empecinados en producir golpes de efecto, provocar a cualquier costo, buscar siempre lo novedoso.
El método de Palladio nos muestra otro camino: la búsqueda y la investigación en profundidad, a partir de ciertos límites prefijados.
Si bien existen otros límites, otro marco, el método palladiano puede tener vigencia aún pasados cuatro siglos. Quizás sea un camino útil para explorar hoy en día.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Nuestra Fe

(“Dynamo”, Soda Stereo)

Bajo esta piel
Que estoy mudando
Encendí un amanecer
Que no para de crecer
Que no para de crecer

Con el sol de Abril
Y sin saber por que
Estoy sudando en nuestra fe
Que no para de crecer
Que no para de crecer

Tengo aqui el cristal
En mis manos
Ya soy todo un corazon
Que no para de crecer
Que no para de crecer



La fe es una certeza que vas más allá de la experiencia, y de quien maneja los datos que la experiencia nos da, es decir, la razón. No es un saber, sino un creer en algo, que no necesita de razones para urdir sus certidumbres. Es, en definitiva, un modo de relacionarnos con algo que está fuera de nosotros, ya que la fe “en sí mismo”, solo es posible si nos consideramos a nosotros mismos como un “otro”. Aquí nada se nos dice sobre hacia quién esta dirigida esta fe, su objeto, pero sí se nos describen cuáles son las notas características de esa relación. Ya desde el título, que habla de “nuestra” fe, se anuncia su carácter necesariamente participativo. La fe necesita de los otros, necesita ser comunicada y compartida. La fe de uno solo se parece a la locura. Luego, cada una de las tres estrofas señala una característica. Primero, nuestra fe aparece en un determinado momento, que en general es un momento de cambio, ya que en el hombre muy instalado es difícil que irrumpa la fe. Aparece y es siempre una novedad, un amanecer. Segundo, una vez aparecida, anida en nuestro interior y desde allí se manifiesta. Desde allí y casi contra nuestra voluntad, reacciona ante lo exterior, como el sudor. Tercero, está en nuestras manos y es frágil como el cristal. Por último, sumada a estas tres, que no dejan de ser accidentes propios de cualquier cosa inerte, se suma la más importante de todas. Esta, presente y duplicada en todas las estrofas, anuncia que la fe es algo vivo, es un organismo expansivo que no para de crecer. Sencillamente si la fe no crece, muere.


Nuestra fe (inmanencia)

Existe una fe que se basa en lo que existe, lo transforma y nos transforma, una fe lateral. Es la fe del cauto Spinoza que se apoya en el hombre y que anuncia que para el hombre nada es mejor que otro hombre. Así, el solitario judío respondía al agrio Hobbes que había sentenciado: “homo homini lupus”. La fe de Spinoza es una fe en el hombre y en su capacidad de conectarse entre sí, una fe que arma redes, que habla de solidaridades y que tiene a la tolerancia como su sostén fundamental. El hombre conectado con sus semejantes expande sus capacidades y aumenta entonces su potencia de ser, en definitiva, más hombre. Es la política de los afectos, la búsqueda de los otros para dejarnos afectar por ellos. Para ello es necesario hacer el arduo ejercicio de ponernos en su lugar, sabiendo que nunca llegaremos a ser “el otro”, pero que al menos comprenderemos mejor sus circunstancias y de esa comprensión saldremos fortalecidos. De todos modos, es justo decirlo, esta fe, como toda inmanencia, adolece de chatura. Es como el plano de una casa, que muestra con gran acierto sus funciones y la disposición de los espacios que la componen, pero que no pasa de ser un esquema. Nadie puede vivir en el plano de una casa.


Nuestra Fe (trascendencia)

Cuando el hombre busca más allá de su propia existencia, aparece Dios y con Él aparece el espesor. Dios levanta el plano y hace el mundo habitable. No es que se pierda la fe en el hombre, al contrario esta encuentra su sustento, su garantía. Dios mismo sale fiador por el hombre. Sobre todo porque Dios no se limita a quedarse más allá del hombre, sino que viene a su encuentro. No solo se prueba el traje de hombre, sino que acepta su condición hasta el final, hasta la muerte, “y muerte de cruz”. Esta es Nuestra Fe, que es un don, que habita en nuestro corazón, que es frágil por el pecado y que sobre todas las cosas vive. Y no para de crecer.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Siempre en la pared

("Téster de violencia", Luis Alberto Spinetta)

No sigas siempre en la pared
tan fría está
no le digas nada a la pared
no escuchará
sin embargo en las sombras
se escucha una música como si ya no estuviera aquí
no sigas solo en la pared
no tiene caso
no el pidas nada a la pared
no escuchará
se oye acaso un gemido
detrás de la nada
sólo cuando estoy lejos de ti...
inmóvil siempre
la pared se cansará
no te vuelvas como la pared justo ahora
un insólito abismo testea los cuerpos
que tan sólo habitan lo que fue
siempre en la red
siempre en la pared
no beses sólo la pared
no tiene caso
tan blanca como la pared te cansarás
no le pidas un surco no pidas palabras
sólo un viejo
musgo nacerá
oh!


Hace algunos años pensé en escribir un libro. El título iba a ser “La pared”, estaba decidido. También estaba decidido que, después de esas tres o cuatro páginas que preceden todo libro con sus datos, iba a poner este poema a modo de portal. Después sobre el resto tenía solo una idea vaga, pero ambiciosa. Iba a ser una historia de la pared como arquitectura, como materialidad. El lugar donde se encuentran las tensiones entre el interior y el exterior, con toda la implicancia de ambos términos, de las espaciales a las personales. Un especie de testeo de la cultura que a través de los siglos dejaba impresa en los muros sus ansias y sus temores. La pared como una fina membrana que vibra y se moldea con los distintos intentos del hombre para comprender el Universo. Las enigmáticas pirámides, los griegos que escondían sus muros detrás de un elegante velo de columnas, los romanos con sus espesores desmedidos que sostenían un imperio, el gótico abandono de la piedra en cristales de luz azul, el plano dibujado geométricamente de la iglesia florentina, el torturado movimiento de la sensualidad barroca, la ordenada rigidez del austero clasicismo, la lúcida metáfora moderna y la ácida ironía posmoderna.

El problema con los libros es que hay que sentarse a escribirlos.

Una pared es un recorte del espacio infinito. Un envase de aire. Como cuando nos acercamos a la orilla para sacar agua del mar y el océano toma la forma de un balde. También es un cuchillo que divide y separa el adentro del afuera. O un papel donde se escribe la bronca, o un tímido mensaje enamorado. El lugar donde se mata algún sueño revolucionario y se agiganta a paredón. Lo que encierra nuestra vida o la vida de los otros. The wall. Una pared protege pero también expulsa extramuros lo indeseado. Es una superficie que desafía la imaginación y también la poesía. Las hay ricas y brillantes de mármoles costosos, pero a mí las que más me gustan son las vestidas con la pobre dignidad de un revoque. Se las puede decorar con los objetos más diversos, coronar de molduras pretenciosas, pero también se las puede concluir con culos partidos de botella que desafían la osadía del ratero. Muchas cosas se pueden hacer con una pared, incluso mearla sin provocarle ofensa alguna.

Sin embargo el poeta señala lo que no debemos hacer.

Es que la pared de la que se habla no es una pared material; o una pared cultural o una poética tapia de suburbio. En este caso se trata de una pared existencial. La pared entendida como un modo de ser. Una existencia posible que se nos enfrenta como modelo del cual, según se aconseja, debemos huir. Un anti-modelo. Un peligro que acecha, algo en lo cual podemos quedar atrapados si permanecemos inertes. La pared es una red. Si el hombre es una realidad viviente, o como lo define Heidegger: ser-ahí, la pared es un no-ser. La otra cara del vivir.

La muerte en vida.

Una muerte que no sucede como fatalidad, como accidente, sino que aparece como renuncia. De ahí la desesperación del poeta que nos alerta con la potencia de su “no”, como en el decálogo de Moisés. No seas como la pared, quiere decir precisamente sé: vive. “No sigas siempre en la pared” es una voz que alienta a salir del encierro del alma, la claustrofobia que la nada provoca. La música y los gemidos que se escuchan vagamente a través de la pared, más allá de ella, es la vida que reclama ser vivida. De la renuncia del vivir, poco se puede extraer, “sólo un viejo musgo nacerá”. La invitación queda, pues, formulada: no te abandones a la falsa calma, a la aséptica blancura, a la crueldad silenciosa, a la frialdad indiferente de la pared.

Asume la tarea, a veces fatigosa, de ser hombre.

jueves, 15 de noviembre de 2007

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Clitemnestra: biografía no autorizada

HELENA
Soy la maldad, y este estigma empujó mi leyenda a través de los siglos. No pretendo disculparme, porque el arrepentimiento es ajeno a mi naturaleza. Solo intento desbrozar las causas de lo que soy, o mejor, de lo que devine. ¿Se puede suponer que el mal, y su encarnación, son un hecho único y fulminante?



Yo digo que es más bien un lento sucederse de acontecimientos, un goteo amargo que termina por arrastrarnos a la nada, que es la sustancia de la maldad. Quizás, hubiera de admitir una cierta debilidad del carácter, como la fisura en la piedra, que al principio, imperceptible, termina por quebrarla. Pero a los dioses habrá que presentar la queja por nuestras fallas de origen. La maldad es una playa a la que se llega después de un arduo trajinar de desgracias desparejas. Empezó, este lento resbalar a la negrura, en los claros días de mi infancia. Allí donde mi padre era rey de los dorios y, junto a Leda, mi madre, crecimos los cuatro hermanos, en una simetría de apretados simbolismos. Cuatro gemelos de idéntica madre, pero de padre sustancialmente distinto. Un mismo instante al nacer, pero una distancia sideral nos separaba, justo en el origen. Solo en lo igual se percibe la diferencia, esa que hace brotar el dolor de lo imperfecto. Esa tenue disparidad marcó mi vida, que se fue untando con el resentimiento. Fui bella, si es que este es un nombre posible a quien tiene por hermana a la Belleza. No es que Helena echara sombra sobre mí, si no que su luz cegaba mi presencia. Rápidamente comprendí que intentar el esfuerzo por estar a su altura era un intento innecesario por lo inútil, y así lo comprendieron todos. Mis padres, los primeros. Fue arreglado entonces mi matrimonio con Tántalo, rey de de la vecina Pisa. Todo fue hecho con rapidez, y de un modo tan escuálido que la comparación con los juegos organizados para casar a mi hermana resulta de una evidencia desoladora. En seguida sobrevino la guerra inevitable. El naciente poder de Micenas hacía necesario su dominio sobre todo el Peloponeso. La pequeña Pisa fue aplastada, y con ella mi esposo y mi pequeño hijo. Fui forzada, para consolidar el dominio minoico, a devenir esposa del victorioso y radiante Agamenón. Lloré la muerte de mi primer hijo, pero no la de Tántalo, una completa nulidad. Por otro lado, abandonar la insignificancia de aquella pequeña ciudad, con su escuálida corte, sus palacios achaparrados y sus calles polvorientas, fue un alivio. Siempre pensé que merecía más que ese destino minúsculo, por mi estirpe y también por mi carácter. Aquella mañana, en la que junto a mi flamante esposo entramos sobre un carro dorado en Micenas, supe que ese era el lugar que me correspondía. Finalmente, los dioses habían escuchado lo que contenía la sangre de los sacrificios que ofrendé pacientemente. Cabía olvidar el pasado y empezar a construir de nuevo mi historia, ahora desde mejor posición. Cuando aquel absurdo concurso ideado por mi padre para encontrar al esposo de Helena favoreció a Menelao, sentí un regocijo, como una risa ahogada que permaneció en mi pecho por días. Una seca simetría parecía guiar aún nuestras vidas. De todos modos, Agamenón era superior a su hermano en todo y, además, era el rey. Y yo su esposa.


IFIGENIA
Aquellos días de Micenas fueron los de mi gloria. Mi esposo aportaba, como contrapeso a su natural rudeza, los beneficios de un poder siempre creciente. Yo disfrutaba de mi posición, era una madre fértil y una esposa silenciosa. Tenía la virtud de escrutar a los hombres, y mi consejo compuesto de frases cortas y ácidas ponía al descubierto una inteligencia que era apreciada. Los niños se sucedieron: mi desgracia, Ifigenia, la primera; la combativa Electra; la dócil Crisótemis, y, por último, el divino Orestes. Reinaba en paz, pero una vez más Helena tuvo que poner fin a mis días tranquilos. Justo cuando comenzaba a brillar con una tenue luz propia, sobrevino un hecho inédito, una traición inaudita. Y ella volvió a ocupar el centro de la escena. Yo, que había crecido observándola, jamás pensé que iba a llegar tan lejos en su egocéntrica osadía. El rapto fue un rayo en una mañana celeste y límpida que nada decía de los oscuros nubarrones que nublarían nuestras vidas. Comprendí que la ofensa era tal, que hacía la guerra inevitable con aquel pueblo que había abusado de nuestra hospitalidad. Lo que siguió fue un sucederse de ajetreados aprestos, de consejos multitudinarios que finalmente terminaron por proclamar a mi esposo como jefe de la armada aquea, preferido a Menelao, el directamente ofendido. Partieron al fin todos, dejando una polvareda espesa y vacías las ciudades. Solo quedaron en ellas mujeres, niños, ancianos y cobardes. Me preparé para una larga espera que ni en el peor de los augurios imaginamos tan larga. La armada aumentaba en poder con el correr de los meses, pero permanecía impotente, clavada como una estaca a las playas griegas por un viento que no quería soplar en su favor. Inesperadamente, recibí el llamado de mi esposo para concurrir a su lado en el campamento, acompañada de mis hijos. El motivo era el matrimonio de Ifigenia, que iba a ser prometida al más rutilante de los capitanes griegos: Aquiles. Partí sin demora, repleta de una dicha intensa, como asalta a toda madre que avizora un futuro glorioso para su descendencia. Busqué durante el trayecto calmar las ansiedades de mi pequeña, y las mías. La fama de irascible que acompañaba a su prometido había llegado a sus oídos. Con cuánto dolor amargo recuerdo ahora aquella conversación, de la que ignoraba su carácter final. Con excusas, que en aquel momento nada me hicieron sospechar, me fue sustraída Ifigenia, que pasó al cuidado de oscuros sacerdotes y ministros que serían de la muerte. Ignara pasé aquellos días distraída entre preocupaciones fútiles, decisiones frívolas y cansancios estériles. Pero el grito contrajo mis entrañas, y fue todo un sudor helado mi despertar. En un instante se hizo patente a mis ojos la trama del más cruel de los engaños. Temblando aún de un suspiro vital encontré su cuello blanquísimo, que inundaba de sangre el improvisado altar de Artemisa. Que era el necesario sacrificio para lavar la afrenta de los troyanos se me dijo. ¿Acaso era yo la ofendida?, los hijos de Menelao y de mi adúltera hermana ¿no eran quizás mejor prenda a los dioses? Ese absurdo sacrificio fue la remota causa que justifica mis acciones, aun las más atroces.


ELECTRA
Ya nunca nada fue igual desde aquella mañana. Fue un sacrificio incomprensible, y fue también la humillación. La armada partió entre gritos de guerra que escondían con la euforia el temor evidente. Y los que quedaron regresamos a nuestras ciudades que languidecían ausentes de vida. Pero no fue enseguida donde tracé los oscuros planos de venganza que fueron mi ruina y mi fama. El tiempo fue haciendo lento su trabajo disoluto. Las noticias comenzaron a llegar como voces tenues desde aquellas playas que imaginábamos más remotas aun de lo que eran. No sé cuándo fue que empezó a despertarse en mí de nuevo algo parecido a la vida, aunque teñida ahora de un regusto amargo que no me abandonó jamás. Percibí primero mi carne, aún joven y empecé a ocuparme de mi apariencia, con un cuidado descuido al inicio y después con algo que se acercaba siempre más al lujo. Sabía que eso provocaba entre mis súbditos palabras que susurraban con desprecio. Concentrada en recuperar mi persona, ni siquiera percibí la presencia de Egisto. Era demasiado joven, y algo estúpido, pero el odio que nutría por el ausente Agamenón, fue suficiente y decidió todo. Nuestra unión fue la de dos desesperados, y el odio, el combustible que la sostuvo. Al igual que Ifigenia, me fue arrebatado Orestes, por oscuras razones de Estado, que encubrían el plan de una venganza por hechos aún no cometidos. Me quedaba solo el desprecio de Electra y la sumisión inocua de la pequeña Crisotemis. Cuando de Troya llegaban los reveses y las fatales consecuencias de la ira de Aquiles, pensamos que el retorno era imposible. Me preparé para una vida árida, pero segura al menos. Pero una vez más fui sacudida por un abrupto virar del destino. Los griegos triunfaban por el ingenio del de Ítaca y preparaban su regreso en barcos que rezumaban de trofeos. Pude haber soportado los hechos y, en definitiva, resignarme como tantas otras veces, pero ya no soportaría más humillaciones. La sombra de Helena había oscurecido mi vida, pero otra cosa era ser ensombrecida por Casandra, la hechizada y joven prenda que mi esposo traía de Asia. Todo se decidió y se ejecutó en un instante de sangre, con la frialdad que conocen los habituados al desprecio. Agamenón, saliendo torpemente del baño que yo amorosamente le había preparado a su regreso, enredado entre las redes que le tejí con maléfica paciencia, fue una presa fácil. Lo ridículo facilita a veces lo atroz. Después, el turno de acabar con su amante, la joven de las profecías increíbles, y su prole fue mi disfrute. Y un río de sangre fue el blanco mármol de Micenas. Me quedó después solo esperar la llegada de una justicia que ni siquiera me esmeré por retardar. La culpa tomó la forma de un insomnio persistente y de sueños breves, ahogados en imágenes de sangre. Sentí tristeza cuando el falso mensajero me anunció el final de Orestes, y una súbita alegría cuando supe que era él mismo quien su propia muerte anunciaba. Ni siquiera la manifiesta alegría de Electra y su rencor sordo fue para mí un motivo de dolor. Fue ese el fin de sus plegarias, pero no el de sus penas. Las Erinas no le dieron descanso. Un silencio de hielo precedió mi larga muerte, que el hierro de Orestes concretó en un instante, sin apenas mirarme. Acaso no hubiera podido soportar mis ojos, tan parecidos a los suyos.