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miércoles, 14 de noviembre de 2007

Clitemnestra: biografía no autorizada

HELENA
Soy la maldad, y este estigma empujó mi leyenda a través de los siglos. No pretendo disculparme, porque el arrepentimiento es ajeno a mi naturaleza. Solo intento desbrozar las causas de lo que soy, o mejor, de lo que devine. ¿Se puede suponer que el mal, y su encarnación, son un hecho único y fulminante?



Yo digo que es más bien un lento sucederse de acontecimientos, un goteo amargo que termina por arrastrarnos a la nada, que es la sustancia de la maldad. Quizás, hubiera de admitir una cierta debilidad del carácter, como la fisura en la piedra, que al principio, imperceptible, termina por quebrarla. Pero a los dioses habrá que presentar la queja por nuestras fallas de origen. La maldad es una playa a la que se llega después de un arduo trajinar de desgracias desparejas. Empezó, este lento resbalar a la negrura, en los claros días de mi infancia. Allí donde mi padre era rey de los dorios y, junto a Leda, mi madre, crecimos los cuatro hermanos, en una simetría de apretados simbolismos. Cuatro gemelos de idéntica madre, pero de padre sustancialmente distinto. Un mismo instante al nacer, pero una distancia sideral nos separaba, justo en el origen. Solo en lo igual se percibe la diferencia, esa que hace brotar el dolor de lo imperfecto. Esa tenue disparidad marcó mi vida, que se fue untando con el resentimiento. Fui bella, si es que este es un nombre posible a quien tiene por hermana a la Belleza. No es que Helena echara sombra sobre mí, si no que su luz cegaba mi presencia. Rápidamente comprendí que intentar el esfuerzo por estar a su altura era un intento innecesario por lo inútil, y así lo comprendieron todos. Mis padres, los primeros. Fue arreglado entonces mi matrimonio con Tántalo, rey de de la vecina Pisa. Todo fue hecho con rapidez, y de un modo tan escuálido que la comparación con los juegos organizados para casar a mi hermana resulta de una evidencia desoladora. En seguida sobrevino la guerra inevitable. El naciente poder de Micenas hacía necesario su dominio sobre todo el Peloponeso. La pequeña Pisa fue aplastada, y con ella mi esposo y mi pequeño hijo. Fui forzada, para consolidar el dominio minoico, a devenir esposa del victorioso y radiante Agamenón. Lloré la muerte de mi primer hijo, pero no la de Tántalo, una completa nulidad. Por otro lado, abandonar la insignificancia de aquella pequeña ciudad, con su escuálida corte, sus palacios achaparrados y sus calles polvorientas, fue un alivio. Siempre pensé que merecía más que ese destino minúsculo, por mi estirpe y también por mi carácter. Aquella mañana, en la que junto a mi flamante esposo entramos sobre un carro dorado en Micenas, supe que ese era el lugar que me correspondía. Finalmente, los dioses habían escuchado lo que contenía la sangre de los sacrificios que ofrendé pacientemente. Cabía olvidar el pasado y empezar a construir de nuevo mi historia, ahora desde mejor posición. Cuando aquel absurdo concurso ideado por mi padre para encontrar al esposo de Helena favoreció a Menelao, sentí un regocijo, como una risa ahogada que permaneció en mi pecho por días. Una seca simetría parecía guiar aún nuestras vidas. De todos modos, Agamenón era superior a su hermano en todo y, además, era el rey. Y yo su esposa.


IFIGENIA
Aquellos días de Micenas fueron los de mi gloria. Mi esposo aportaba, como contrapeso a su natural rudeza, los beneficios de un poder siempre creciente. Yo disfrutaba de mi posición, era una madre fértil y una esposa silenciosa. Tenía la virtud de escrutar a los hombres, y mi consejo compuesto de frases cortas y ácidas ponía al descubierto una inteligencia que era apreciada. Los niños se sucedieron: mi desgracia, Ifigenia, la primera; la combativa Electra; la dócil Crisótemis, y, por último, el divino Orestes. Reinaba en paz, pero una vez más Helena tuvo que poner fin a mis días tranquilos. Justo cuando comenzaba a brillar con una tenue luz propia, sobrevino un hecho inédito, una traición inaudita. Y ella volvió a ocupar el centro de la escena. Yo, que había crecido observándola, jamás pensé que iba a llegar tan lejos en su egocéntrica osadía. El rapto fue un rayo en una mañana celeste y límpida que nada decía de los oscuros nubarrones que nublarían nuestras vidas. Comprendí que la ofensa era tal, que hacía la guerra inevitable con aquel pueblo que había abusado de nuestra hospitalidad. Lo que siguió fue un sucederse de ajetreados aprestos, de consejos multitudinarios que finalmente terminaron por proclamar a mi esposo como jefe de la armada aquea, preferido a Menelao, el directamente ofendido. Partieron al fin todos, dejando una polvareda espesa y vacías las ciudades. Solo quedaron en ellas mujeres, niños, ancianos y cobardes. Me preparé para una larga espera que ni en el peor de los augurios imaginamos tan larga. La armada aumentaba en poder con el correr de los meses, pero permanecía impotente, clavada como una estaca a las playas griegas por un viento que no quería soplar en su favor. Inesperadamente, recibí el llamado de mi esposo para concurrir a su lado en el campamento, acompañada de mis hijos. El motivo era el matrimonio de Ifigenia, que iba a ser prometida al más rutilante de los capitanes griegos: Aquiles. Partí sin demora, repleta de una dicha intensa, como asalta a toda madre que avizora un futuro glorioso para su descendencia. Busqué durante el trayecto calmar las ansiedades de mi pequeña, y las mías. La fama de irascible que acompañaba a su prometido había llegado a sus oídos. Con cuánto dolor amargo recuerdo ahora aquella conversación, de la que ignoraba su carácter final. Con excusas, que en aquel momento nada me hicieron sospechar, me fue sustraída Ifigenia, que pasó al cuidado de oscuros sacerdotes y ministros que serían de la muerte. Ignara pasé aquellos días distraída entre preocupaciones fútiles, decisiones frívolas y cansancios estériles. Pero el grito contrajo mis entrañas, y fue todo un sudor helado mi despertar. En un instante se hizo patente a mis ojos la trama del más cruel de los engaños. Temblando aún de un suspiro vital encontré su cuello blanquísimo, que inundaba de sangre el improvisado altar de Artemisa. Que era el necesario sacrificio para lavar la afrenta de los troyanos se me dijo. ¿Acaso era yo la ofendida?, los hijos de Menelao y de mi adúltera hermana ¿no eran quizás mejor prenda a los dioses? Ese absurdo sacrificio fue la remota causa que justifica mis acciones, aun las más atroces.


ELECTRA
Ya nunca nada fue igual desde aquella mañana. Fue un sacrificio incomprensible, y fue también la humillación. La armada partió entre gritos de guerra que escondían con la euforia el temor evidente. Y los que quedaron regresamos a nuestras ciudades que languidecían ausentes de vida. Pero no fue enseguida donde tracé los oscuros planos de venganza que fueron mi ruina y mi fama. El tiempo fue haciendo lento su trabajo disoluto. Las noticias comenzaron a llegar como voces tenues desde aquellas playas que imaginábamos más remotas aun de lo que eran. No sé cuándo fue que empezó a despertarse en mí de nuevo algo parecido a la vida, aunque teñida ahora de un regusto amargo que no me abandonó jamás. Percibí primero mi carne, aún joven y empecé a ocuparme de mi apariencia, con un cuidado descuido al inicio y después con algo que se acercaba siempre más al lujo. Sabía que eso provocaba entre mis súbditos palabras que susurraban con desprecio. Concentrada en recuperar mi persona, ni siquiera percibí la presencia de Egisto. Era demasiado joven, y algo estúpido, pero el odio que nutría por el ausente Agamenón, fue suficiente y decidió todo. Nuestra unión fue la de dos desesperados, y el odio, el combustible que la sostuvo. Al igual que Ifigenia, me fue arrebatado Orestes, por oscuras razones de Estado, que encubrían el plan de una venganza por hechos aún no cometidos. Me quedaba solo el desprecio de Electra y la sumisión inocua de la pequeña Crisotemis. Cuando de Troya llegaban los reveses y las fatales consecuencias de la ira de Aquiles, pensamos que el retorno era imposible. Me preparé para una vida árida, pero segura al menos. Pero una vez más fui sacudida por un abrupto virar del destino. Los griegos triunfaban por el ingenio del de Ítaca y preparaban su regreso en barcos que rezumaban de trofeos. Pude haber soportado los hechos y, en definitiva, resignarme como tantas otras veces, pero ya no soportaría más humillaciones. La sombra de Helena había oscurecido mi vida, pero otra cosa era ser ensombrecida por Casandra, la hechizada y joven prenda que mi esposo traía de Asia. Todo se decidió y se ejecutó en un instante de sangre, con la frialdad que conocen los habituados al desprecio. Agamenón, saliendo torpemente del baño que yo amorosamente le había preparado a su regreso, enredado entre las redes que le tejí con maléfica paciencia, fue una presa fácil. Lo ridículo facilita a veces lo atroz. Después, el turno de acabar con su amante, la joven de las profecías increíbles, y su prole fue mi disfrute. Y un río de sangre fue el blanco mármol de Micenas. Me quedó después solo esperar la llegada de una justicia que ni siquiera me esmeré por retardar. La culpa tomó la forma de un insomnio persistente y de sueños breves, ahogados en imágenes de sangre. Sentí tristeza cuando el falso mensajero me anunció el final de Orestes, y una súbita alegría cuando supe que era él mismo quien su propia muerte anunciaba. Ni siquiera la manifiesta alegría de Electra y su rencor sordo fue para mí un motivo de dolor. Fue ese el fin de sus plegarias, pero no el de sus penas. Las Erinas no le dieron descanso. Un silencio de hielo precedió mi larga muerte, que el hierro de Orestes concretó en un instante, sin apenas mirarme. Acaso no hubiera podido soportar mis ojos, tan parecidos a los suyos.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Penélope: biografía no autorizada

LA PARTIDA
Por siempre seré recordada como la perfecta encarnación de una virtud que abreva sus raíces en la fuente cristalina de la fe: la fidelidad. Un creer contra toda razón, que apagaba la ansiedad de una espera imposible. Cualidad diferente de las que siempre asistieron a mi pueblo, que se ufanó ante el mundo por su mesura, asentada en un discurrir de leyes lógicas.


Mi actitud paciente y confiada despertó el escándalo de muchos, en esos años extensos, pero aseguró para siempre la admiración de la posteridad. Nací en el exilio y, quizás, este sea un dato central a la hora de repasar mi vida. Los míos fueron expulsados al destierro, por razones políticas, que no eran más que cuestiones de familia. No había lugar en Esparta para la ambición de tres hermanos, con idénticas pretensiones reales. Uno solo se quedó con el poder, Hipocoonte, los restantes dos partieron a vivir en tierra extranjera, Tindáreo e Icario. Este último: mi padre. Una infancia vivida bajo el signo de la espera, esa condición que solo en los espíritus virtuosos deviene en esperanza, fue el presagio de mis días futuros. Se vivía pendientes de la llegada de noticias, de algún suceso que pusiera fin al destierro. Se escrutaban con ansia los mensajes encerrados en las entrañas de las bestias del sacrificio y en el azaroso vuelo de los pájaros. Mientras tanto, mis días pasaban en compañía de mis hermanos y de mi prima Helena, a quién yo idolatraba por su edad algo mayor y por el desparpajo de sus maneras que denotaban un carácter que a mi faltaba. Cuando finalmente la cruenta muerte del tirano abrió la vía del retorno, mi padre dejó andar primero a su hermano, allanando su camino al trono y evitando así repetir los sucesos del pasado. Más tarde, también nosotros nos encaminamos hacia la ciudad, cuya imagen había elaborado tan finamente mi imaginación, alentada por los relatos familiares que recordaban con voz trémula sus murallas y sus templos. El reencuentro con Helena, me produjo una emoción profunda. La belleza se había apoderado de ella de una forma tan violenta, que la hacía irreconocible a mis ojos. Los años que nos separaba, se había transformado en un abismo incolmable. En aquellos días se hacían los aprestos para su boda y comenzaban a llegar a Esparta los primeros pretendientes a su mano, la más codiciada de toda el Hélade. El sabio consejo de Ulises permitió que la disputa por el preciadísimo tesoro no terminara en una lucha sangrienta, aunque en realidad aplazó lo que de todas maneras sucedería más tarde, visto que, al parecer, era destino. De aquella astucia, me vi beneficiada inesperadamente, y a pesar de mis años breves, fui entregada en gratitud a aquel hombre, que reinaba en la minúscula Ítaca. Acepté la decisión de mis mayores, con una alegría serena, halagada de ser tenida en cuenta para cumplir con una responsabilidad que aún suponía distante. Mi padre, ciertamente dolido de verme partir tan pronto, intentó retener a mi esposo luego de celebrado el matrimonio. Ulises, apremiado ante la hospitalidad ofrecida, pero deseoso ya de partir, tuvo el gesto inusitado de ponerme abiertamente ante la disyuntiva entre mis deberes de esposa y los apegos de hija. Yo, que ya había conocido la pasión, venciendo con esfuerzo el rubor que encendía mis mejillas, partí.

LA ESPERA
Breve fue mi felicidad de aquellos primeros años en Ítaca. La acogida de aquel pequeño reino fue de una modestia que dejaba traslucir un afecto sincero. Mi edad cortísima despertaba ternura y mi belleza mediana, confianza. Empezando por mis suegros que me recibieron con afecto paternal, pero respetuoso al mismo tiempo. Laertes hacía ya algunos años que había dejado los negocios del reino en manos de su hijo, a quién rara vez prestaba consejo. Estaba más bien dedicado a una vida agreste, buscando las huellas que los dioses suelen dejar en la naturaleza. Ulises se apoyaba mucho en Mentor, quien había sido su educador, para afrontar la responsabilidad de conducir un reino que por pequeño no estaba ausente de complicaciones. Poco a poco fui tomando el control de mis días, reconociendo el nuevo espacio en donde se desenvolvería mi existencia que imaginaba serena. El aburrimiento que suele producir la tranquilidad no era para mí una fuente de inquietud. Siempre tuve un temperamento dócil a la rutina. Tanta felicidad fue colmada con el mayor regalo que una esposa pueda esperar de los dioses. Telémaco nació exactamente después que la luna cambiará nueve veces su rostro, lo que me dio la certeza de que fue concebido en Esparta. Con este evento, cuya plenitud colma la vida de cualquier mujer, pareció que mi vida quedaba tempranamente completada. Sin embargo, el juramento que fuera la fuente de mi dicha fue al mismo tiempo la sentencia que me empujó a la desgracia. De nada valió esta vez la proverbial astucia de mi Ulises, que todo lo intentó, hasta fingirse loco. No pudo resistir a la prueba a la que fue sometido cuando Telémaco fue colocado delante de su arado, para probar la veracidad de su demencia. Y no era el temor a las durezas de la guerra lo que impulsaba su conducta, sino el riesgo de perder la suavidad de una vida apacible, apenas conquistada. Inútiles mis ruegos, y también inútil su consuelo, que buscaba minimizar los peligros de una empresa que aparecía fatal ante mis ojos. Desecha en lágrimas, lo ví partir de mañana, mientras apretaba al pequeño que también lloraba, como si comprendiera la solemne gravedad de aquel momento. Maldije la otrora admiración sentida por la inquietud de Elena, y olvidé, sin justicia, que fue ella la que trajo tempranamente a mi lecho al varón cuya partida era para mí como una muerte. Encerrada en mis labores se comenzó a tejer mi espera, que discurría inmóvil. El dolor desaparecía lento, pero su espacio no era ocupado por nada, solo un sordo vacío quedaba en su lugar. Anticlea no pudo soportar la partida de su hijo y prefirió morir antes que el lento suceder de las jornadas que denunciarían su ausencia. Quedó sobre mis hombros todo el peso de la organización del palacio, mientras que a la anciana sabiduría de Mentor quedó librada la suerte de la ínfima Itaca, junto con la educación del pequeño Telémaco. La multiplicidad de tareas que ocupaban mis jornadas era una salud, pero en cada anochecer la pena crecía hasta ocupar el centro de mi pecho, lugar que no abandonaba hasta que el sol me despertara. Cuando creíamos que el tiempo pasado era mucho, supimos que aún la armada no había partido de las playas de Grecia, amarrada por los vientos contrarios y por los más oscuros presagios que solo cedieron ante el sacrificio de Ifigenia. Desgastados ya mucho antes de empezar la contienda, saltaron los griegos en sus cóncavas naves que los llevarían a muchos a su último puerto. Partieron.

EL REGRESO
En cuántos minúsculos fragmentos se puede partir el tiempo transcurrido a lo largo de veinte años. Nunca pude percibir el tiempo acumulado, solo una suma de instantes sucesivos eran la materia de aquella espera. Poquísimas eran las noticias que llegaban de Troya y las versiones más alentadoras eran prontamente desmentidas con los relatos más funestos. Que la escuadra entera había perecido bajo la furia de Poseidón, que las murallas habían caído al sonar de los cuernos, que Elena había traicionado a unos o a otros decidiendo la rápida victoria para uno de los contendientes. Se contaban las proezas de nuestros héroes y también se exaltaba el valor de los rivales. Se describían las playas áridas donde se desplegaba el campamento griego y la belleza de las murallas asediadas que encerraban los tesoros de una ciudad dorada, de palacios inmensos como las moradas de los dioses. Fantasías de poetas, murmurar vago de cantores que en nada apagaban mis penas. Ninguna noticia concreta, ningún saber certero sobre la suerte de mi Ulises. Solo habitaba en mí la conciencia íntima de su vida, simplemente porque imaginaba que la mía se apagaría simultáneamente a la suya, tan desprovistos de sentido quedarían mis días sin el combustible de la espera. Superada la mitad del tiempo que efectivamente debía transcurrir, comenzaron a llegar a Ítaca los rumores de los primeros regresos y el para mi magro consuelo de una victoria conseguida a caro precio. Tuve que conceder a Telémaco el permiso de ir a visitar las cortes de los primeros repatriados en busca del rastro de su padre, de quien no conocía más que la imagen que de él habíamos delineado con esmero. Fue recibido con cariño por mi prima Helena, que habitaba en su palacio junto a Menelao. Parecía haber olvidado que había sido su imprudencia la causa de todas nuestras desgracias. Supe de la muerte de tantos valientes, muchos de los cuales había conocido y admirado. Supe también que Ulises no estaba entre los que habían descendido hasta el Hades desde las orillas de Troya, y que había emprendido con sus fieles el regreso. Sin embargo, las dificultades del mismo y las peripecias que contaban los sobrevivientes de aquella travesía plagada de peligros me inquietaban. La seguridad de su partida, consolidó en los habitantes de Ítaca la certeza de su muerte. Fue allí cuando comencé a soportar las insolencias de los que pretendían mi mano y que encubrían su ambición detrás de los intereses del reino. Con las astucias más finas, consumí el tiempo que quedaba hasta la feliz jornada de un regreso en el que ya nadie creía. Vi con satisfacción rodar las cabezas arrogantes de los que querían adueñarse de los bienes de mi esposo, entre los que me contaba. Gocé las delicias de la noche del reencuentro, prolongada por la bondad de Afrodita. Mi esposo valoró con gratitud mi fidelidad y yo respeté sus silencios, que ocultaban las mil peripecias de un regreso repleto de vicisitudes y cuyos detalles vine a conocer por recónditas vías. Cada tanto descubrí en su semblante el ardor de una mirada que recordaba aquellas aventuras y quizás la necesidad de emprender algunas nuevas, como quien ya fue inoculado para siempre con la fiebre del viajero. A mí nada me queda más que esperar, ahora, la hora de mi muerte, segura de haber legado a la posteridad el ejemplo de una virtud que honra mi raza y mi sexo. Y entonces sí, definitivamente, partir.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Medea: biografía no autorizada

LA HECHICERA
Mi nombre es Medea, y quizás a muchos este nombre les diga nada. He pasado a la historia por mi oficio, el de hechicera. Mi casa fue la extrema Cólquide, en los márgenes más orientales del Ponto Euxino, ese mar negro de orillas desoladas.


Fui una princesa, nieta del Sol e hija de Eetes, rey excéntrico, que gobernaba un lugar ausente de cualquier interés, provisto de una prosperidad tan evidente como inexplicable. Mi afición por la magia me viene a través de Circe, mi tía, con la cual desde mi primera infancia se estableció una afinidad profunda. Aquella misma, que más tarde, visitará en su isla el astuto Odiseo a su regreso de Troya, y que convirtiera en cerdos a sus marineros. Días enteros pasé encerrada con ella en los oscuros salones donde se cocían espesas pociones y se colaban cremosos ungüentos, con fines improbables. De ella aprendí las recetas que me darían una fama que llegó incluso a superar la suya. Fui, gracias a sus enseñanzas y para la eternidad, el modelo de toda hechicera. Y reivindico este mi oficio, del que siempre se resaltara, unívoco, su costado más sombrío. Yo fui quemada en cada hoguera y apedreada en cada bruja, durante los siglos oscuros. Yo fui convocada en cada alquimia y evocada en cada experimento de suerte incierta. Fui maldita por los sabios, pero amada por el vulgo que busca romper la lógica fatal de los sucesos que oprime sus vidas. El hechicero es aquel que enfrenta la temible ley que tiene ligadas causas con efectos. Aquel que intenta impedir con empeño que a la enfermedad siga la muerte, y a la fealdad, el rechazo del amado. Entre calderos donde hervían animales repugnantes junto a hierbas de aroma rancio, pasaron los años de mi juventud temprana, en donde conseguí también los primeros éxitos en mis nuevas artes. En aquellas playas olvidadas se vivía una vida apacible, solo sacudida por el suceso que desde el pasado inquietaba con su presencia enigmática nuestro acontecer insulso. Me refiero a la sorpresiva aparición de aquel griego que nos legara la piel de vellos dorados, que se convertiría más tarde en el origen de todas mis desdichas. El muy astuto, se aprovechó de nuestra cultura pobre, adornando su figura con los vestidos del mito, con los que ganó los favores de mis rústicos antepasados. Sin embargo, más allá de sus historias inverosímiles, que comprendían el vuelo sobre el lomo del sagrado carnero, allí estaba la irrefutable prueba de los dorados bucles, que mi padre guardaba celoso en el interior de un templo, de acceso imposible. Una verdadera obsesión se había convertido para él la protección de aquella alhaja informe, cuyo cuidado ocupaba sus desvelos. De allí nació la norma que prohibía el ingreso al reino de cualquier extranjero, y cuya violación se pagaba con la inmediata muerte del desprevenido que tocara nuestras playas, tarea que me fue encomendada y que cumplí con ejemplar celo, como sacerdotisa de Artemisa. Así fue hasta la mañana que vi desde una altura, donde recogía algunas plantas, el perfil del negro Argos que se mecía delicado en la orilla, arrullado por las olas silenciosas. El sacrificio de esos hombres era un destino inexorable.

LA ESPOSA
A lo lejos, vi desfilar con aire inquieto a aquellos hombrecillos, que mucho más tarde supe que serían llamados argonautas, tomando el nombre de su nave, que a su vez lo tomaba de quien la había construido. Su aspecto era insignificante a la distancia, y sentí piedad por ellos, al pensar la suerte fatal que les esperaba, en cuanto fueran avistados por alguno de los guardias de la ciudadela. No podía imaginar la trampa que yacía encerrada en lo que, a mis ojos, no eran más que nuevas víctimas para ser ofrendados a los dioses. Sin embargo, bastó saber, más tarde, que se trataba de griegos para que mi corazón comenzara a latir con una intensidad inusitada. De repente, estalló en mi alma, toda la magia que ese nombre encerraba. Como nunca jamás antes, me parecieron estrechos los muros de nuestra ciudad. Nunca tan lejana nuestra tierra olvidada, que bañaba un mar de playas ausentes. Nunca el aire de nuestros cielos límpidos resultó tan asfixiante. Cuando conocí a los tripulantes de aquella nave, durante la ordinaria visita que realizaba para reconocer la aptitud de las víctimas, mi suerte estaba echada. Ver a Jasón, su comandante, fue lo que transformó en definitivo lo que ya se esbozaba en mi espíritu, atribulado con solo conocer su procedencia. Vestía harapos, estaba sediento y, también, él mismo me confesó más tarde, temeroso de su suerte. A pesar de todo ello, su superioridad era tal que fue imposible esquivar el dardo de Cupido. En un instante, todo le fue prometido, amor eterno, tesoro y traición. En un instante y con un gesto único, sepulté mi pasado, para sucumbir a los encantos que encerraba un nombre: Grecia. Romper el aislamiento, destrozar el autismo de una vida impermeable. A cualquier costo debía yo escapar de esa realidad angosta, que la mirada de Jasón me reveló como prisión. Convencer a mi padre de dar a aquel hombre una oportunidad fue sencillo. Bastó solamente excitar en él la posibilidad de humillar una raza, cuya altivez era una ofensa. Vencerlo, precisamente, en la conquista del objeto que era su tesoro. Un tesoro traído por un griego, que con sus embustes había subyugado a sus mayores. Poner a prueba las precisas defensas diseñadas en el insomnio, contra un enemigo de prestigio, fue una tentación irrechazable. Mi padre no imaginaba que al valor de Jasón iría asociada mi astucia. Los ungüentos más preciosos y las mil trampas de mis secretas artes hicieron fácil lo que parecía imposible. Inocuo resultó el fuego de los toros de Hefesto, inútil la fuerza de cien guardias, manso el dragón dormido a mis encantos. Con el tesoro entre sus brazos, Jasón cumplió su cometido y se dispuso al regreso a su ansiada patria, donde lo suponían muerto desde el mismo día que emprendió su travesía. Y con él iba yo, que por gratitud a mis servicios pronto me convertiría en su esposa, dispuesta a colocar a sus pies mi persona y también mi oscuro saber, que violenta el andar lineal de los sucesos. Partí sin congoja de aquella tierra desolada, que había sido mi casa. Me inspiraba el deseo de conocer la ansiada Grecia, y esa gente de vivir austero y cavilar profundo, que rastreaba el origen de las cosas. La resistencia de mi padre a cumplir con su palabra eliminó cualquier resabio de culpa. Fue una actitud necia e indigna que me obligó a responder con toda la fiereza de mis más negras magias. El sacrificio de mi pequeño hermano fue una necesidad ineludible.

LA VENGANZA
La Grecia no resultó el paraíso esperado. Sufrí en ella el desprecio al extranjero, al que llaman con crudeza: bárbaro. Jamás pude superar la desconfianza que mi origen impreciso generaba, y que se manifestaba en miradas oblicuas, sonrisas mal disimuladas y conversaciones que cesaban abruptas abriendo silencios sonrojados. Ni siquiera el enorme prestigio de Jasón, que había conquistado con su épica empresa, sirvió a mitigar la dureza del trato que se me prodigaba. Una fama que mucho debía a mis acciones, que yo me empecinaba en minimizar, para que brillara mi esposo con luz propia. Habíamos acordado que mis artes permanecieran ocultas y sepultadas como testimonio de un pasado del que era necesario despertar como de una pesadilla. Estas, en la tierra de la razón, parecían más sombrías. Y en todo prestaba yo mi acuerdo. Fuimos recibidos con recelo por príncipes que se debatían entre la envidia y la sorpresa. En esas cortes fueron relatadas hasta el hartazgo las aventuras de los héroes, que habían emprendido la travesía en busca de la dorada piel. Su bravura era exaltada con un exceso desmedido. Si los hubieran visto, como yo lo hice, temblando de miedo ante la muerte, quizás hubieran mudado sus halagos en sorna. Pero yo callaba, a pesar de su desprecio. Tenía la esperanza de que algún día sería aceptada entre ellos a pesar de que mi aspecto se empeñaba en delatar mi origen. Soporté en silencio las sutiles humillaciones a que era sometida a diario y que Jasón trataba de minimizar ante mis ojos, humedecidos por el rencor y la ira. Cuando comencé a comprender que los lazos que me unían a él se debilitaban inevitablemente, intenté, desesperada, arriesgarlo todo. Pensé en un asesinato que restituyera la justicia. Un hecho inapelable que ligara para siempre mi vida a la de mi amado. El retorno a las negras fuentes en donde abrevé mi espíritu en mi lejana patria quedó decidido. Con la paciencia nacida de un rencor creciente, diseñé con prolijidad el homicidio de quien había intentado liberarse de mi esposo encomendándole una misión que le aseguraba su muerte. Merecía un castigo ejemplar y lo obtendría de mis manos. Resurgieron intactas las habilidades de antaño y, provistas de una eficacia indeleble, arrastraron a Pelias a la muerte delante de los suyos. Los incautos que esperaban verlo surgir renacido del caldero en donde echaron sus miembros quedaron paralizados. Huimos a Corinto. Pensé que había sido suficiente la lealtad demostrada. Me engañaba. La amable acogida prodigada no fue más que una trampa última. A mis espaldas se fraguó la traición. Nada fue tenido en cuenta. Sacrificios, humillaciones, dolor, entrega. Nada. Mi vida quedó vacía de repente. La ira cegó mis sentidos y, una vez puesto a andar el mecanismo de mi odio, ya fue imposible detenerlo. Di muerte a Glauco, la joven prometida de mi esposo, que traía su reino como dote. También a su padre, Creonte, rey de Corinto, que ideó un plan que consistía en ignorarme. Quise borrarlo todo, entrar en la noche más oscura, deshacer mis sueños, tanto tiempo soñados. Que quedara de mí en Grecia solo el espanto al recordar mi nombre. Ya el carro de mi soleada estirpe me espera para abandonar esta tierra que maldigo. Debo ir hasta el final. El acto más atroz me espera, herir mi propia sangre. El sacrificio de mis hijos será mi ofrenda y mi castigo.

jueves, 18 de octubre de 2007

Helena: biografía no autorizada

ATENAS
Estoy cansada, y quiero contestar de una buena vez las acusaciones que se me hacen, basadas, la mayor cantidad de ellas, en noticias falsas sobre mi vida. Por negligencia o por interés, innumerables historias se han tejido, distintas entre sí, contradictorias y sumamente erráticas, sobre los hechos que jalonaron mi existencia.



Muchos han proferido juicios condenatorios sobre mi persona y otros me han elogiado, sin faltar aquellos que cayeron en los excesos de la idolatría. Todos, sin excepción, han evitado comprenderme. No intentaré una defensa de mis acciones y ni siquiera omitir aquellos pasajes en los cuales, por debilidad o por malicia, atrajeron el mal sobre mis prójimos. Me inspira un furor de verdad, basado por el hastío que me produce haber escuchado tantas mentiras en todos estos años. Si no lo hice antes, fue solo por respeto a quienes sufrieron la muerte por mi causa. Pero, ya que la causa primera, de esas otras que tanto dolor portaron, comienza a abandonarme, se abre el espacio de la elocuencia. La comprensión de mi persona es imposible, sin antes tener en cuenta el dato de mi belleza, incontrastable a lo ancho del mundo conocido. Este regalo de los dioses signó mi vida como una maldición, de la cual me fue imposible evadirme. Los dones entregados con desproporción son fuente segura de calamidades. Así, la preciosa armonía de mi aspecto fue una deformidad con la que quedé marcada para siempre. Mi origen fue trazado fuera de los límites humanos. Hija de Zeus y nacida de un huevo, como una serpiente. Fui rechazada entre los mortales por la extrema perfección que revestía un espíritu que no podía estar a la altura del cuerpo que lo encerraba. La primera vez que tomé conciencia de la condición que me imponía mi aspecto fue aquella mañana en que fui raptada, mientras bailaba en el templo de Artemisa. Para aquellos dos hombres mayores, yo no era más que el resultado de una apuesta hecha entre viejos camaradas de aventuras. Echaron a suertes mi persona. El beneficiado, a pesar de su porte gigantesco, no infundía temor, pues algo de paternal había en sus modos. Enseguida se dio cuenta de que él sería demasiado viejo cuando alcanzara, yo, la edad de merecerle. Así fue que me alojó en casa de Etra, su venerable madre, y partió nuevamente con su compadre, dicen que rumbo al infierno. Jamás lo volví a ver. Muchos años después supe que aquel hombre era Teseo, asesino del minotauro y violador de los laberintos Cnosos. Que la cazadora Artemisa, de cuyo altar fui arrancada, castigue a quienes echaron a rodar tanta infamia sobre este episodio de mi infancia. Juro por ella que aquel hombre jamás tocó con lascivia ni uno solo de mis dorados cabellos. Cuando mis hermanos vinieron por mí, al frente de un ejército, era tan doncella como antes de partir. Estuve feliz de regresar a la casa de mi padre, pero ya nada fue igual después de aquella experiencia tan extraña, cuyo significado nunca llegué a comprender del todo. El episodio me llenó de prestigio y agregó, a mi natural belleza, un halo de misterio que me empujó decididamente hacia el mito. Mi destino comenzaba a delinearse con la precisión de lo inmodificable. El contacto con quien fuera el mayor héroe del Ática me lleno de un orgullo saludable. Y me sentí feliz de ser tan hermosa.

ESPARTA
Llegué a la edad de ser entregada en matrimonio. Mi padre se asustó al ver la cantidad de pretendientes que se acercaban a solicitar mi mano. Su temor era tal, que aceptó el consejo del astuto Ulises. Así nació ese juramento, que era ya una sentencia. Allí fue decretado de antemano que mi vida sería causa de división entre los hombres, como si el hecho que yo perteneciera a uno solo de ellos constituyera una afrenta inaceptable para el resto. La elección en favor de Menelao fue el fruto de innumerables cavilaciones por parte de mi padre y de sus consejeros, que querían sacar el mejor partido de una ocasión irrepetible. Yo apenas fui consultada, pero mentiría si dijera que no me agradó el resultado al que llegaron. Conocía hace tiempo a mi prometido, ligado a la familia por el casamiento de nuestros respectivos hermanos. Siempre había admirado más que su aspecto, su discurso amable, apoyado en una voz que era áspera y suave al mismo tiempo. A la muerte de mi padre, se hizo cargo del trono de Esparta y paulatinamente nuestra vida comenzó a diluirse en un tedio cada vez más gris. La indiferencia fue ganando espacio entre nosotros y, al cumplirse los nueve años de nuestra unión, el hastío ya me invadía con una fuerza arrasadora. Me sentía marchitar sin remedio, como si la vida se fuera deslizando de mi cuerpo, que latía pletórico de belleza. En ese momento, en donde todo parecía permanecer inalterable, irrumpió Paris. Como un relámpago en el más azul de los cielos griegos, fui sacudida de mi siesta. Supe, desde el primer momento en que atisbé su espléndida figura en el pórtico del palacio, que aquel hombre era portador de un mensaje que se extinguía en una sola palabra: vive. Durante aquellos días aciagos, nada hice para atraer hacia mí al troyano. Mi comportamiento fue el de la mas honorable de las esposas, pero el deseo crecía silencioso. Cuando mi esposo manifestó su voluntad de asistir a los funerales de su abuelo en la lejana Creta, le rogué con desesperación que no lo hiciera. Bastaron solo unos pocos días para que el influjo de Afrodita se hiciera irresistible y casi sin advertirlo me encontré entre los ardientes brazos de Paris. De allí en más solo quedó dejarse arrastrar por el ímpetu de ese arrebato. Negarse equivalía a elegir la muerte, luego de haber saboreado la vida. No había espacio para indecisiones. Vivir era emprender la ruta inexorable de Troya, y hacerlo sin posibilidad de retorno, llevando mi dote y mis tesoros. Partir para siempre, raptada por mí misma, y ateniéndome a las consecuencias de una traición inexcusable. Por una vez era yo misma la que tomaba el destino en mis manos. O al menos eso creía, inocente. En esta huída no quise arrastrar a nadie conmigo, ni siquiera a mi pequeña Hermíone, a quien dejé al cuidado de su padre. Los terribles sucesos que siguieron a mi decisión de abandonar Esparta fueron de una magnitud tal, que exceden mi propia culpa. Por supuesto que temí las represalias de una acción tan innoble, que violentaba lo que los griegos tienen por más sagrado: la hospitalidad. Sin embargo, siempre confié en que mi belleza al final me salvaría. Allí en donde residía la causa de todas mis desgracias, también estaba el remedio que me conservaría incólume, ante la más cruel adversidad. Y me sentí segura por ser tan hermosa.

TROYA
Jamás en mi vida fui tan feliz como en aquel larguísimo viaje en donde los vientos nos llevaban erráticos. Mecidos por el mar, conseguí olvidarlo todo, incluso mi culpa. Tocamos distintos puertos en donde nos miraban con recelo, sin saber demasiado a que atenerse. Fuimos expulsados de Egipto, pero recibidos con calor en los puertos de la Jonia y en las islas. Las situaciones en que se encontraban nuestros ocasionales anfitriones, en vez de preocuparnos, nos producían ataques violentos de hilaridad, que reprimíamos con esfuerzo, mal disimulado. Mi belleza, a la que se había agregado cierta irreverencia, brillaba como nunca ante las cortes mas exóticas del Asia. Mi amante cumplía largamente con todos los requisitos de su función, atento y solícito a mis caprichos. Yo era su máximo triunfo. Sin embargo, a medida que nos acercábamos a Troya, mi inquietud crecía. Aquella enorme familia, de cultura y virtudes superiores a las griegas, me intimidaba. De todas formas, una vez más, confiaba en que mi sonrisa los seduciría. Confieso que cuando fui introducida en la enorme sala cuadrada del palacio, como si fuera un trofeo, un helado terror dominaba mi cuerpo. Tenía fuerte la mano húmeda de Paris, que me exhibía orgulloso, aunque percibía la desconfianza de los suyos. Solo encontré en los ojos del viejo Príamo una mirada comprensiva y paterna. El odio de aquellas mujeres fue instantáneo, pero estaba descontado. Recuerdo aquella impertinente chiquilla de Casandra, que se daba aires de profetiza, y me escrutaba oblicua entre los pliegos del peplo de su madre. También Andrómaca, que veía amenazada la posesión de privilegio de que gozaba en aquella esplendorosa corte, fue ácida en aquellos primeros días. Mi vida, con todo, fue tranquila durante los primeros meses, pero pronto las embajadas y las noticias de la proximidad de la armada aquea echaron por tierra mi sueño. Los diez largos años de aquella horrorosa guerra, de la que la historia quiere hacerme la única culpable, fueron un castigo sin proporción a la ofensa proferida. Las desgracias se sucedieron una tras otra, como una avalancha sobre ambos bandos, muerte sobre muerte. Patroclo, Héctor, Aquiles, Paris... Mi vida allí dejo de tener sentido, pero a pesar de ello, mi belleza siguió siendo motivo de discordia entre los hijos de Príamo. Perdida entre aquella gente, decidí jugar la carta del regreso. Hice señales a la flota desde lo alto de la muralla y no descubrí a los guerreros que se agitaban en el interior del caballo. Imitando las voces de sus esposas, nunca en realidad quise delatarlos, como erróneamente muchos sostienen. En aquella noche esperé tranquila la llegada de los míos, escuché los gritos de muerte en la antesala de mi dormitorio, donde moría Doifobo, mi joven esposo troyano. Cuando Menelao entró furioso, lo miré inmóvil desde un ángulo de la habitación. Sabía que si no me ajusticiaba inmediatamente, estaba perdido. Bastó que le mostrara la blancura perfecta de mi redondo seno para que la espada, que blandía amenazante hace instantes, cayera de su mano inerte. Mi belleza maldita me había salvado una vez más. Como siempre. Entre nosotros nunca hubo demasiadas explicaciones, los hechos fueron suficientemente locuaces. Cada uno asumió sus errores y comprendió cuanto de lo ocurrido era irremediable. Solo a veces recuerdo toda la sangre derramada en mi nombre. Y entonces siento vergüenza de ser tan hermosa.

lunes, 15 de octubre de 2007

Los dos mundos de Tannhäuser

Muchas veces había escuchado la música de Tannhäuser, teniendo solo una idea muy limitada de lo que sucedía en la historia. Bastaba la música. Este sábado me decidí a ingresar en el relato, aprovechando una tarde tranquila. Como quien parte para una expedición, tomé mis recaudos. Busqué en mi biblioteca una enciclopedia de la ópera donde encontré los lineamentos generales del acontecer de esta ópera y algunas coordenadas temporales de su gestación. Con esta preparación algo insuficiente, si quisiera ser serio, y munido del libreto en mi mano derecha, emprendí la aventura de adentrarme en el maravilloso mundo wagneriano, con un espíritu más de Disneyworld que de Bayreuth. Aclaro que a la insuficiencia de mis pertrechos se sumaba el hecho de que el libreto, además de la impenetrable trascripción alemana, contaba con la traducción en idioma inglés y francés, lenguas de las cuales poseo un conocimiento por demás rudimentario. Sin embargo, las aventuras transitadas con mapas demasiado explícitos pierden parte de su sabor. El sabor de lo incompleto. Partí, pues, dispuesto a dejarme sorprender, cosa que puntualmente sucedió durante esta historia de trovadores teutones, que disputan encarnizadamente sobre temas que, en principio, no parecen destinados a suscitar tanta violencia.

Heinrich Tannhäuser es un noble caballero de profesión trovador. Título que en el 1200 se confunde con el de poeta y se extiende hasta el de filósofo. Un pensador dispuesto a las disputas más bizantinas, expresadas en verso y música. Un payador, pero con argumentos de espesor propios de su tierra y de su linaje germano. Aunque en realidad dicho pueblo alcanzara la altura filosófica recién en el siglo XVIII, y no en el XIII. Pero, en fin, son licencias que se le permiten a Wagner, y se le disculpan, por ese afán de reinventar Alemania, que, si bien trajo consecuencias nefastas, no se puede dejar de admirar la magnitud de la tarea emprendida.

Allí esta nuestro héroe, al que le ocurre lo que ha muchos hombres, más superficiales, de nuestro presente. Es decir, no decide entre las dos versiones en que el amor se le presenta: la carne que arrebata o el espíritu que sosiega. Cuando se ubica en uno de los polos añora con ansia el que le falta. Modelo temprano de longevo adolescente posmoderno, que lo quiere todo al mismo tiempo. Imagen prefigurada de una enfermedad que en nuestra tierra se conoce con el nombre profano de “gataflorismo”. Lejos está este hombre de intentar una síntesis, que su espíritu de caballero romántico le niega. Imposible, para este fundamentalista de la trova, siquiera el intento de alguna síntesis salvadora, como hicieran los antiguos que reunían en el olimpo a Hera y Afrodita, en una convivencia borrascosa, pero posible. Este caballero, en cambio, pasará su existencia saltando del fuego a las brasas, sin poder jamás encontrar la paz, condenado por su totalitarismo. Diferencias de espíritu irreconciliables entre la Europa del Norte y la del mediterráneo, separadas por un abismo, similar al que separa el vino y la cerveza.

Ambas posibilidades del amor son en Wagner encarnadas en personajes concretos, para lo cual el maestro de Liepzig se sirve, como en otras ocasiones, de la fusión de viejas sagas germanas, condimentadas con algunos personajes históricos y una pizca de mitología. A veces pienso que si Wagner se hubiera dedicado a la cocina en vez de a la música, su especialidad hubieran sido los guisos. Guisos de sabor intenso, que hacen que el comensal sufra golpes de un calor inesperado y que dan ganas de terminar comiendo en cueros. Su música no es más que el olor que impregna el aire y que proviene de la ollas donde se cuecen a fuego lento sus historias formadas con restos y pedazos de procedencia dispar. Lo imagino revolviendo, despeinado, la espesa mezcla donde rompen burbujas grandes como cúpulas, disfrutando del olor que se desprende de la poderosa mezcla, con la conciencia cierta de que solo él es capaz de dominar los sabores que esconde.

Decía que las dos caras de la medalla veneradas por Tannhäuser tenían nombre propio. Una es nada menos que Venus, la Afrodita romana, representante exclusiva, y con los más amplios títulos, del amor erótico. La restante, que pertenece al reino de la existencia real e histórica, es Elisabeth, joven princesa húngara, fallecida joven, en olor de santidad, luego de desposar a un joven heredero de los condes de Turingia. Este último detalle de su matrimonio es dejado de lado por Wagner, que la convierte en hija del conde de Turingia, sin más detalles, sepultando de un plumazo su antecedente magiar, evidentemente propenso a impurezas de ADN.

La historia comienza con Tannhäuser en la montaña de Venus. Una caverna con algo de “night-club” de los años ’60, con mucho de vapores y psicodelia. Da la sensación de que pronto aparecerá alguien de la división de narcóticos, a poner fin al jolgorio. Hay mujeres ligeras de ropa y un poco de todo lo que ocurre en lugares de este tipo. A nuestro caballero le ocurre lo que a muchos que miran la señal de cable llamada, precisamente, Venus. Al principio puede ser interesante, pero terminan por aburrirse. Se queja con Venus que, al parecer, regentea el local y se entabla entre ambos una discusión fuerte, con mucho de resentimiento por ambas partes, que culmina abruptamente. Tannhäuser pronuncia el nombre de María y todo aquel mundo se desvanece en un instante, dando cuenta de su sustancia más psicológica que real.

La siguiente escena se ubica en el medio de un bosque. Las míticas forestas wagnerianas, lugares sacros de una nueva religión, pobladas de misterio, de fresnos venerables y de criaturas contrahechas y barbudas. Allí aparece arrojado Heinrich, de vuelta al mundo real, que tanto extrañaba, a plena luz del día. La naturaleza tiene la exhuberancia de sonidos que solo Wagner es capaz de otorgarle, pero pronto tanta paz se ve interrumpida por los antiguos amigotes de Tannhäuser que concurren a un nuevo certamen de poesía filosófica y “belcanto”. A pesar de las resistencias del recién devuelto a la realidad, el nombre de Elisabeth termina por decidirlo a participar en la competencia.

En el amplio y luminoso salón del castillo, contrafigura límpida del precedente “burdel” venéreo, se encuentran Tannhäuser y la más que pura Elisabeth. Hay cristalinas declaraciones de un amor tan etéreo que parece imposible, y hasta un poco insulso. Mientras tanto, el torneo canoro está a punto de comenzar, con presentador y público presente. Este antecesor medieval del Festival de San Remo, tiene su Pippo Baudo en la persona estelar del Conde de Turingia, que por su boca introduce pomposamente a los concursantes, que disertaran sobre el tema: la naturaleza del amor.

Los primeros excelsos trovadores se explayan en una visión del amor tan etérea que, cuando llega el turno de Tannhäuser, este ya se encuentra lleno de un hastío similar al que poco antes le invadía en la caverna de Venus. Con una arrogancia propia de su estirpe caballeresca, humilla a sus contrincantes, con la soberbia propia del que tiene de su lado el conocimiento que entrega la experiencia. La discusión se hace áspera y, en un acto propio de compadrito de arrabal, Heinrich termina por aconsejar a sus contrincantes que se den una vuelta por lo de Venus. Los caballeros ofendidos ya desenvainan, pero la angélica intervención de Elisabeth impide que se lleve a cabo el sacrificio. Invocando misericordia, finalmente logra que se le conceda al corrompedor de las costumbres unirse a los peregrinos que se encaminan a Roma, a pedir indulgencias para sus pecados.

Resulta por demás interesante la inversión realizada por Wagner, en donde lo espiritual aparece encarnado en la misma tierra, mientras que lo carnal queda relegado al mundo de las fantasías olímpicas. El pobre Heinrich es víctima de un mundo excesivamente dual y que, además, se presenta “dado vuelta”, en el sentido más porteño del término. Dejo para otra ocasión una lectura que explore la posibilidad de un Tannhäuser como experiencia alucinógena. De todas formas, esa exaltación de lo “Humano, demasiado humano”, sin duda hace pensar en la amistad, luego convertida en odio, entre Nietzsche y el compositor. Una relación que no sé si ya se había entablado en la época del Tannhäuser, prometo investigarlo. Pero, seguro, hay allí semillas de Superhombre.

Aquí podría darse por acabada la obra. Pero es sabido que Wagner inculca en su público vocación de maratón. No basta contar una historia, hay que decirlo todo. Su cocina es sabrosa pero pesada y exige estar a la mesa largo rato, por no hablar de las digestiones, que pueden llevar toda una vida. Coraje, yo por lo menos, intentaré ser breve. Tannhäuser vuelve de Roma. Fracaso total. El Papa lo recibe, pero no lo perdona. Antes bien, le dice que solo a través de un milagro podrá salvar su alma. Un milagro, por poner un ejemplo, similar al que de su báculo crezcan brotes. Una respuesta tan dura que dan ganas de hacerse protestante. Abatido, Heinrich busca nuevamente retirarse a la “vidurria” en los blancos brazos de Venus. Sin embargo, el milagro ocurre. Elisabeth, apenas fallecida, intercede por él y la salvación le llega, por vía directísima, desde el mismo cielo. En el bastón de un peregrino, alemán, aparecen dos tiernas hojitas. Telón.

viernes, 12 de octubre de 2007

Casandra: biografía no autorizada

INFANCIA
Nací en uno de los palacios más imponentes de mi tiempo, en el seno de una familia muy numerosa que, con la óptica de la infancia, me parecía feliz. Después, con el tiempo, fui descubriendo que había algunos problemas, aunque nada demasiado grave: celos, envidias, preferencias y otras minucias propias de cualquier familia.
Papá era el rey de la próspera Troya. Había tenido otro matrimonio, es decir que mamá era en realidad su segunda esposa. Era un marido afectuoso, a pesar de algunos deslices con sus concubinas realizados sin escándalo, que mamá aceptaba sin demasiada dificultad. Ella tenía su lado oscuro, con eso de los sueños y las premoniciones, pero se podía considerar una mujer satisfecha, sobre todo por la magnánima fertilidad de su vientre, que me había cobijado a mí y a mis dieciocho hermanos. A pesar de los esfuerzos de ambos por mantenerse ecuánimes, eran evidentes algunas preferencias, que se hacían más patentes entre mis dos hermanos mayores. Quizás las diferencias entre ambos eran tales que era inevitable tomar partido por uno u otro. Héctor sumaba al dato objetivo de ser el mayor, el hecho inobjetable y algo molesto de ser perfecto. Era un verdadero ejemplo para todos y en todo sentido. Incluso la elección de su esposa había sido acertada, ya que Andrómaca era también el complemento ideal de su persona. Juntos conformaban una pareja sin fisuras, bendecida por la fortuna. Para todos era difícil ser hermano de Héctor, pero más lo era para Paris o Alejandro, como siempre lo llamamos en casa. Este era el revés perfecto de Héctor. No es que le faltaran dotes naturales, cosa que su bellísimo aspecto confirmaba, solo que estas eran siempre insuficientes comparadas con las del primogénito. Su debilidad por las mujeres era crónica. Las perseguía con un afán verdaderamente inextinguible para quedar invariablemente insatisfecho. Una infatigable búsqueda de la mujer perfecta, que finalmente llegó a su fin, para desgracia de todos. Quién sabe a cuantas habrá seducido, con esa historia del certamen de belleza y de la manzana dorada. Todas sus amantes se sentían, al escucharlo, que eran Afrodita y caían rendidas a sus pies. Su carácter díscolo lo hizo escapar pronto de casa, o papá lo echó, harto de sus modos, ya no lo recuerdo. Hubo que inventar todo ese cuento de los sueños de mi madre para evitar el escándalo. Finalmente, se pactó su regreso con tanto de juegos y festines, e incluso se me hizo hacer a mí la parte de la profetiza, que descubre al hermano a punto de ser sacrificado. Es verdad que yo ya por entonces había mostrado mis dotes incipientes de vidente, pero de esa mentira siempre me quedó un sabor amargo. De todos modos, así se había planeado y hubo que prestarse a la comedia. Ese día terminó mi infancia.


JUVENTUD
Me es difícil recordar con precisión en qué momento se despertó en mí el don de la profecía. El relato de las serpientes que siendo niña purificaron mis sentidos junto con los de mi hermano gemelo, Heleno, tiene sin duda un carácter simbólico. Al menos yo nunca la tomé en serio. Lo cierto es que desde muy pequeña empecé a advertir en mí cierta predisposición a percibir el futuro. Igualmente le ocurrió a mi mellizo, aunque él enseguida se volcó hacia la vertiente, menos comprometida, de la adivinación. El profeta siempre fue, para mí, superior al adivino, por la distinta exigencia que requieren ambos oficios. El adivino tiene a su favor la distancia propia del científico, que escruta la naturaleza y emite el resultado de sus observaciones, utilizando además un lenguaje cerrado que lo deja siempre un poco a cubierto. La profesión profética, en cambio, exige un esfuerzo superior, visto que se nutre del contacto con el dios. Desde esa unión exigente y constante es desde donde habla el profeta. Desde allí profiere una palabra que quiere convencer, a la cual no le es indiferente, como al oráculo, la recepción que tenga en su auditorio. El oráculo solo se preocupa de que su palabra se cumpla. La profecía impone además la adhesión del pueblo, pues si no le sobrevendrá, ineludible, el fracaso. Sucede que, a veces, las más altas vocaciones no son acompañadas por un espíritu a la altura del llamado. Y este quizás haya sido mi caso y la razón de mi desdicha. Seguramente el rechazo a la perfecta unión con el dios, que sería la fuente segura de mi profecía, fue el inicio de mi tragedia y de la de mi pueblo. Ese último umbral de la desconfianza que no pude superar y que obligó al dios a sellar su sentencia en mi contra, como si lanzara un amargo escupitajo directo en mi boca. Quedé así condenada a no ser creída jamás, aunque sin perder el don de la visión. Sin el sustento del dios, mis palabras salían muertas, inhábiles para encender en mi pueblo la menor inquietud. Y todo lo predije, puntualmente, con maniática prolijidad. No callé lo que veía, y quedé expuesta al escarnio de un pueblo sordo a mis palabras, que se rehusaba a ver su inminente desgracia. ¿Acaso no le susurré a mi padre que Paris traería la perdición de su pueblo de la mano de Helena? Pero qué podían mis funestas predicciones ante tanta belleza. Bastó solo que asomara entre sus finos labios la perfecta dentadura, para que todos quedaran embelesados. ¿Cómo el mal podía provenir de algo tan hermoso? Muchos años más tarde grité con desesperación que la muerte latía en el vientre del maléfico artefacto. Todo fue inútil, mi descrédito aumentaba con mi angustia. Puede que alguno alentara también sus sospechas, pero en realidad nadie tenía ya el espíritu para oponerse a aquel ultraje. Solo el viejo Lacoonte me escuchó, pero la muerte lo acechaba silenciosa como una serpiente. Aturdidos por diez años de lucha estéril, derrotados por el hastío, los troyanos se entregaron mansamente al saqueo. Aquella noche terminó mi juventud.


MUERTE
Como un inmenso carro fúnebre v desde la altura de mi templo ingresar el inmenso caballo, chirriando las ruedas. Un sonido que ya era presagio de la muerte. A pesar de la distancia, podía escuchar el susurro con que los griegos se daban aliento desde el interior del inerte animal. También vi a la pérfida Helena que hacía señales a los griegos desde lo alto de las murallas. Con resignación esperé envuelta en un sudor frío el fatídico desenlace de los hechos. El pavor de conocer de antemano los eventos me acompañaba con el leve temblor de mis miembros. Estaba exhausta, pues, hasta último momento, intenté torcer la voluntad de los míos. Aunque sabía que era inútil, pensaba que el esfuerzo me sería compensado al menos con la tranquilidad de mi conciencia por haber cumplido hasta el final con el mandato del profeta: decir lo que ve. La noticia de la muerte del anciano Lacoonte y de sus hijos cruelmente asesinados, hizo para mí insostenible hasta el deber. Me retiré entonces hasta el templo y esperé debajo de la estatua de la diosa, en donde tantas otras veces había llorado la esterilidad de mis profecías. Creo haberme quedado dormida por un momento y, cuando abrí los ojos, ya tenía sobre mí el aliento de Ayax. Instintivamente intente huir hacia el altar de la diosa, para ofrendar allí mi virginidad. No sé en realidad que fue lo que provocó la caída de la estatua. Puede haber sido la torpeza del griego encendido en su deseo o la directa intervención de la diosa, que quiso impedir el ultraje de su profetiza. El accidente, de todas maneras, tomado por sacrilegio, me salvó de ser sometida por Ayax, que de no ser por que yo misma le indiqué el escondrijo, hubiera sido sacrificado por los suyos, sin miramientos. Pasadas las primeras horas de furia, se comenzó con la repartija de los prisioneros. El último combate se había llevado a mi padre, sacrificado en el ara doméstica por el hijo de Aquiles. Vi con nitidez dibujado el destino de todas la mujeres troyanas. El de mi madre, cuyos aullidos de dolor crearían para la posteridad la leyenda de que se había convertido en perra. La de mis hermanas, repartidas entre los distintos jefes griegos, para vivir para siempre la vida indigna de la concubina. Supe también de mi gemelo, que había huido luego de la muerte de Paris, cuando mi padre le negó a Helena por esposa. Dicen que por despecho puso sus oráculos al servicio del enemigo, pero me resisto a creerlo. Yo me puedo considerar afortunada al haber entrado en el lote de Agamenón, general supremo de la escuadra aquea. Afortunada también por que me ama con pasión y con ternura. Una ternura que a veces me recuerda a papá. Ya se encuentran listos los aprestos para emprender el retorno. He visto con claridad la muerte que nos espera a ambos, el mismo día en que toquemos las playas de Grecia. Así lo he manifestado, con la resignación propia de saber que, una vez más, no iba a ser escuchada. Con la tranquilidad de saber que esta vez sería la última. Aquella tarde terminará mi vida.

miércoles, 10 de octubre de 2007

San Jorge y los dragones

23 de Abril: Día de San Jorge


1) San Jorge

Soldado de la lejana Capadocia, en el lejano siglo III. Asesino de criaturas inverosímiles. Mártir de la intolerancia religiosa, muerto por profesar la Fe en único Señor, le era intolerable al tolerante Diocleciano; el mismo que abandonó el trono del Imperio para cuidar de su huerta palaciega. Su caballeresca historia fue llevada por los subterráneos de la historia para aflorar imprevista en Inglaterra, tierra que confunde a caballeros y piratas. Su figura acompaña, en la fiera empresa de Jerusalén, a Ricardo Corazón de León. Pero su pasado sangriento, de batallas y cruzadas, no le impide ser, al mismo tiempo, patrono de inofensivos boy scouts. Su imagen es para mí la que retratara, con precisión de maniático, Carpaccio. Vestido de negra armadura, que parece de hule, como el traje de Gatúbela, empuña firme la temible jabalina, y con "Randazzea" cabellera, mira fijo al dragón, mirada que ni siquiera el caballo se anima a sostener. Embestida única y brutal, ataque directo a las amígdalas de la bestia, desde donde algunos segundos antes se proferían ígneas amenazas. Un golpe seco. Un sonido que viaja límpido hasta acá, desde alguna remota playa de Libia, desde lo profundo del tiempo, desde los albores de la cristiandad.


2) El Dragón

Golpe maestro en donde se confunden Fe y mitología. Había que competir en aquellos primeros años con los dioses del Olimpo, de los que se contaban los más increíbles sucesos. Ese Hércules, que en su primer trabajo se cargó al temible León de Nemea. O Teseo y Perseo, que tienen en su haber un par terrible: Gorgona y Minotauro. O el mismísimo Jasón, que navegó con tesón hasta la improbable Cólquide, en busca del vellocino dorado. Frente a esto, qué es un humilde dragón, por más fuego que exhale por su boca. San Jorge debía enfrentar una bestia y vencerla. Este es el hecho. Un ejemplo, una enseñanza atemporal: los dragones se enfrentan. Una bestia que puede plásticamente transformarse en tantas cosas. Que puede adquirir sentidos distintos. Acaso no esta, nuestra realidad de nuestros argentinos días, poblada de dragones. El dragón de la desesperanza, de la queja, del miedo, de la muerte. Bestias que acechan a la vuelta de la esquina, en el vecino canal de cable y de las que todo el mundo huye, aterrorizado con sus aboyadas cacerolas en las manos. Quizás también el dragón sea el que habite dentro nuestro. En las oscuras cavernas de nuestra conciencia, allí donde tenemos miedo de entrar desprevenidos. Allí en las grutas olvidadas, donde se anidan nuestras más certeras dudas. En la inquietud de existir.

¿De dónde vendrá nuestro San Jorge? A veces me parece ya sentir el golpeteo de sus calientes cascos. Espero cada noche con ansia su visita para pelear juntos el combate, que anhelo nos conduzca a la Gloria. Chau.


(Buenos Aires, abril de 2002)

lunes, 8 de octubre de 2007

La herida de Paris

("Los niños que escriben en el cielo", Luis Alberto Spinetta)

Lenta bruma cansada de dar al muelle
no veo paisajes más que este mar
que su viento devuelva la vida y la calma
que vea sus barcas volver de luz.

Tu sombra hiende la distancia
es cómo un pétalo de sal
y tu mirada me saca el aire
será la herida de Paris.

Piedra y ala de láser y de misterio
tu rayo me quita la soledad
que será de tu viejo navío blanco
sabrás devolvérmelo de luz?

Hoy que veo más sombras que nada
tu dulzor me haría reír
tu corazón desnuda fuego
será la herida de Paris.

Tu sombra hiende la distancia
es como un pétalo de sal
y tu corazón vence las ruinas
será la herida de Paris.



Vinilo
Hace como 25 años escuché por primera vez la herida de Paris, obviamente en un negro enorme disco de vinilo. Enseguida me golpeó la melodía que arranca con ese bajo castigado, e inmediatamente puse atención en la letra. Siempre fui un interesado en la hermenéutica spinettiana, pero confieso que esta vez me superaba. ¿Que tenía que ver "La ciudad luz", con las naves que golpeaban en los muelles? ¿Acaso no nos había enseñado el Pollo, que la capital de Francia no estaba sobre el mar? En fin esta vez el Flaco se había pasado con la "frula" y la verdad que no se encontraba la punta. ¡Qué carajo quería decir! Pero un día, como un ángel que llega desde otro mundo, alguien me dijo: -No boludo, la letra habla de Páris, no de París. El de la guerra de Troya. ¡Qué felicidad! Ahora todo tenía sentido. Las naves, la bruma, la flecha, la herida. ¡Este Flaco es un genio! Y además, culto. Ahora sí iba a poder enfrentar al viejo con la frente alta. -Ves que no son todos unos drogados que dicen cosas sin sentido! Además yo, en esa época, todavía pensaba que los buenos artistas debían ser además buenas personas. Confusiones juveniles entre arte y moral, ética y estética, lo bueno y lo bello, en definitiva. En esta óptica, era para mi muy tranquilizador que mi ídolo musical se pareciera más a un experto en mitología, que a un rockero drogón que balbuceaba frases sin sentido. Muchos años después me enteré que los verdaderos drogones eran los griegos. Esos eran: putos y drogones, pero cuando supe eso ya no me importaba la moral del Flaco.

Casette
Ya más tranquilo, muchos años más tarde, se me dio por asomarme al mundo de la mitología. Allí me encontré nuevamente con mi viejo amigo Paris. Ineludible mi referencia a Spinetta cada vez que aparecía en el relato de algún mito, o incluso cuando me animé a atacar la Ilíada. Esta vez la notas llegaban desde un cassette mal grabado, con el ineludible silbido silente de fondo. Allí comprendí mejor la canción y sobre todo sus primeras líneas, que son las que siempre uno recuerda. La lenta bruma, las naves, el muelle, el mar... Es la imponente armada griega anclada en las orillas de Troya. Es la impotencia ante una expedición que parecía ser un trámite y terminó siendo un infierno que duró más de diez años. La sensación de: ¿Para qué carajo nos metimos en esta? También entonces me encontré con sorpresas. Siempre había pensado que los griegos eran los buenos y los troyanos los malos. Reducciones propias de una cultura fuertemente influida por los "Sábados de Superacción". Pero no, cuál sería mi estupor al descubrir que Homero hinchaba ciertamente por los troyanos. Estos eran siempre los nobles guerreros, mientras la despareja coalición aquea, no era mas que una banda de forajidos. ¿Y Paris, segundo hijo de Príamo, cuyo deseo por Helena (que parece estaba fuertísima) había ocasionado la guerra? Extraño tipo. Dueño de todos los defectos, como esos jugadores que juegan en tu propio equipo, pero uno los odia. Una especie de Polillita da Silva, o Savoy. Porque, además, como sus paralelos futbolísticos elegidos con toda intención, Paris era pecho frío y cagón, rehuía el combate personal y tiraba flechitas desde lejos, pero con tanto culo que una de esas fue a parar justo al talón de Aquiles, el as de los contrarios. Increíble. Además no hay duda que tenía la mejor mina, que siempre se va con el más boludo como dice la sabia ley del embudo. En fin, durante esos años de fiebre mitológica me acompañaron siempre, retumbando en mi cabeza, las notas del Flaco. Acaso mi primer acercamiento a los misterios del Olimpo. Pasaporte de lujo.

CD
El sábado pasado me reencontré con la canción, gracias al nuevo formato CD pirata, que tan gentilmente me obsequiaste. Leía, pero fue imposible no levantar los ojos del libro, apenas surcó el aire el repiqueteo del bajo que deja lugar al agudo sonido de la viola. Mirar un punto fijo de la pared y repetir automáticamente las misteriosas palabras que me inquietaron hace 25 años. Allí estaban intactas, guardadas prolijamente en mi memoria, que abrió su caja para que salieran todas juntas sin titubeos. Maravilla de la mente que guarda lo que nosotros ignoramos que sabemos, y lo libera como un glándula ante un estímulo inesperado, como el bizcocho de Proust. Sin embargo -porque el arte, cuando es arte, siempre inquieta- una nueva sorpresa trajeron esas palabras. A pesar de la antaño tranquilizadora pista mitológica, no hay duda que la canción está lejos de contar la historia de Paris, más allá de lo que insinúan las primeras líneas. Superadas estas, no quedan rastros de aqueos y troyanos. Hay algo más, un sentido distinto más profundo. Incluso vuelven las sospechas alucinógenas que ya no me preocupan tanto como a los quince, visto que parece bastante seguro que, ya a esta altura, no me daré a las drogas. De todos modos hay un nuevo significado que surge, basado en el título de la canción. Sin duda en ella no se habla del sujeto Paris, si no de la "herida" de Paris. Evidentemente no se trata de un herida sufrida por Paris, si no de la mucho más famosa que él produjo en el desafortunado Aquiles. Se puede pensar entonces en la herida a lo Paris, como una herida tipológica. Heridas inesperadas que viene volando desde lejos, que nos golpean inesperadamente, a nosotros que, como Aquiles, nos sentimos tan seguros y nos olvidamos de ese maldito talón. Flechas lanzadas desde quién sabe donde y que darán en el blanco cuando menos lo esperemos, justo cuando más nos sintamos fuertes e invencibles como Aquiles, que se había cargado nada menos que a Héctor. Advertencia terrible del poeta que habla de la flecha que "hiende" el aire, que ya ha sido lanzada, que ya se dirige hacia nuestros desprevenidos talones. Cómo no ceder a la tentación de hacer un paralelo con la atribulada situación nacional que nos hiere a todos. ¿Acaso no nos sentíamos tan fuertes como Aquiles, en el primer mundo, imbuidos de revolución productiva y seguros del 1 a 1? Después del desastre surge inevitable la frase de la canción, que curiosamente se formula como pregunta ¿Será la herida de Paris? La que definitivamente nos tumbe y nos haga morder el polvo definitivamente. Esperemos que no. Seguro que no. Resucitaremos y viviremos hasta que nuevamente nos ataque el "virus" de Aquiles, y entonces ¡AY! volará la certera flecha que nos devolverá a la dolorosa realidad. Dentro de algunos años y en otra tecnología, seguramente escucharé con emoción la música y su críptica letra traerá novedades a mi atribulada conciencia. Quizás descubra allí que la canción habla en realidad del Rulo Paris, rústico volante nacido futbolísticamente en Estudiantes de La Plata. No importa en realidad lo que haya querido decir el autor, sino solamente lo que efectivamente dice para el que la escucha. El sentido es una caja abierta desde donde cada uno saca lo que quiere. En las buenas canciones, como las de Luis, la caja está muy llena.