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martes, 20 de agosto de 2013

Entonces es como dar amor

(Madre en años luz, Luis Alberto Spinetta)



Nena te traigo esta canción
que descubrí en el deslinde
y esta pena ya pasó.

La lluvia desnuda marabunta
sin lugar para quedarse
qué otra cosa queda ahora
más que aquella larga espera.

Entonces es como dar amor
y la distancia no me llegará.

Ahora cansado de esperarte
en un andén en Acassuso
son las once ya no hay sol
por favor.

Entonces es como dar amor
y la distancia no me llegará.



Hace unos días descubrí en el deslinde de la mañana, Marabunta, una de las películas preferidas de aquellas tardes de “Superacción” de mi infancia, gastadas tirado en el sofá.

domingo, 25 de marzo de 2012

Sombras en los álamos

(Alma de diamante, Luis Alberto Spinetta)

Veo mil sombras en los álamos
no crees volver atrás
no sabes olvidar.

Oh! cielo
tus pies están aquí
bordeando la ladera.

Ya viene la lluvia
las cosas caen sin desengaño
niños oh, niños
no queden en la calle
nunca te dejaré
nunca ya, nunca ya.

Ya viene la lluvia
las cosas caen sin desengaño
niños oh, niños
no mueran, no mueran,
no mueran en la calle.

Nunca te dejaré
nunca ya, nunca ya.



Hay cosas que no sé olvidar. Cuando era chico íbamos de vacaciones al Sur. Veranos que en algún momento parecía que no iban a terminar nunca, al igual que los días de aquellas latitudes, días de longitud inaudita que se resisten al anochecer, estirando hasta el límite el ocaso. El final, después de un mes, nos sorprendía siempre inesperado, como si un despertador agudo e implacable nos arrancara de un paraíso, que soñábamos a resguardo del tiempo.

Sin embargo, nada permanece tan vivo en mi memoria como el viaje con que todo empezaba. Un aire de aventura invadía los días previos a la partida que se cargaban de una progresiva ansiedad. Se zarpaba después de la siesta que prudentemente tomaban los pilotos de aquella travesía, mi padre y mi hermano Gabriel. Ellos se agigantaban a mis ojos, como si fueran conquistadores pretéritos de yelmo y espada. Los últimos aprestos se apuraban en la vereda de la tarde y el viaje comenzaba solemne con el rezo del rosario. Mientras mi padre desgranaba avemarías, haciendo pasar los dedos por la perfecta circunferencia del volante, aparecían indiferentes las primeras vacas en la ventanilla.


El camino era el viejo, por Bahía Blanca, y en atravesar la aburrida pampa bonaerense se consumían las últimas horas de luz, que se apagaba resignada sobre el perfil de la Sierras de la Ventana. La noche corría entera hasta atravesar el desierto, cuyo paisaje se convertía sólo en el locuaz sucederse de los carteles verdes que jalonaban la ruta. Pasábamos por Médanos, referencia incomprensible a un mar ausente, y después se atravesaba a oscuras el rumor del río Colorado, para ingresar en el prodigio geométrico de una recta que llegaba desde allí hasta Choele Choel, donde había una isla que jamás vi. De las últimas horas de la noche, donde ya me ganaba el sueño, sólo me llegan como los sonidos de una canción de cuna, algunos nombres musicales: Chelforó, Chimpay, Chinchinales, Villa Regina.

El amanecer coincidía con el verde despertar del valle del Río Negro. Allí es cuando aparecían, majestuosos como un pórtico de un templo vegetal, los álamos. Allí fue cuando yo también vi por vez primera, mil sombras que se filtraban en los álamos. Allí estaban de pie, custodiando los frutales del severo viento patagónico. Allí un aire solemne pero alegre se mezclaba, nunca supe bien por qué, con una indecible nostalgia que provenía de los árboles. Una sensación ambigua que se reprodujo exacta cuando escuché la canción y supe que otro también había visto mil sombras en los álamos. En esa música descubrí intacta aquella emoción, como calcada de mi alma.

Sobre los álamos estaba también un cielo de una luz diáfana, como sólo la Patagonia produce. Y debajo de ese cielo, el recto perfil de la meseta cortada por los hielos ancestrales, servía de apoyo perfecto para sus pies celestes. El auto cortaba las sombras como si fueran los durmientes de un tren incorpóreo y el viaje continuaba con rumbo a un mediodía pletórico de lagos verdes y montañas azules.

A medida que dejábamos atrás el Valle, la experiencia de los álamos se compactaba en mi memoria hasta adquirir el espesor de un instante. Un instante de esos que duran para siempre. Aunque llegue la lluvia y con ella los desengaños de las cosas. Y aunque la vida se inquiete con el temor por esos niños que mueren en la calle. Niños como el que yo dejé de ser entonces, mientras pasaba la sombra de los álamos, irremediablemente.

La promesa, de todos modos, se ha cumplido: nunca nos dejaste, y de eso pongo a los álamos y su música por testigo. Ellos que guardan los frutos cuando nacen y nos acompañan graves en la paz del cementerio.

miércoles, 8 de febrero de 2012

¡Gracias, Luis!


"La brisa de enero a la orilla llegó, la noche del tiempo sus horas cumplió…".

domingo, 11 de septiembre de 2011

Tres llaves

(Tester de violencia, Luis Alberto Spinetta)



El sinfín se cansó y se dio hasta nacer
toda cosa se hizo en llaves
lo que se ve se ama se pierde.

Población Zulú, piden más, aserrín le dan,
toda cosa se hizo en tres llaves,
lo que se ve se ama se pierde.

Todo espera mansamente allí,
lo que se ve se ama se pierde,
el bien trae mal
y la piedad traspasó el dulzor,
toda cosa se hizo en tres llaves.
Lo que se ve se ama se pierde,
lo que se ve se ama se pierde,
lo que se ve todo alguna vez es el puente,
lo que se ama la verdad es lo más intranquilo,
y lo que se pierde todo está colmado de lugar,
lo que se ve se ama se pierde.

Un cajón de gin vale más que un pan que se da,
toda cosa se hizo en tres llaves.
Todo esta vendado así,
ya no vale es más allá,
todo espera mansamente allí,
todo esta vendado aquí,
para bien o para mal,
todo espera mansamente allí,
lo que se ve se ama se pierde.



La física es lo que vemos y la metafísica lo que está detrás. La pregunta sobre la posibilidad de acceso desde la física hacia la metafísica es la que desveló la filosofía, de Platón a Kant. La fantasmal caverna y la luz que brilla afuera, o el fenómeno y el nóumeno, son los nombres de esta dualidad que conforma lo real. El poeta llama a esta realidad “lo que está vendado” y a la otra “lo que espera mansamente”. Entre estos dos mundos se interpone un enigma, y para develarlo el hombre, al parecer, tiene a su disposición algunas precisas herramientas. “Toda cosa se hizo en tres llaves”.


La filosofía. Kant construyó su sistema a base de tres críticas. La primera indaga sobre los límites de la razón y las posibilidades del conocimiento: “lo que se ve”. La segunda, en cambio, se mueve en el ámbito de la voluntad y de las acciones: “lo que se ama”. La última se dedica a los problemas de la sensibilidad: “lo que se pierde”, porque no hay sentir más hondo que el de la pérdida. El pensamiento kantiano no da respuestas conclusivas, solo posibilidades. Tres llaves para abrir la puerta y pasar el umbral del fenómeno al nóumeno.

La teología. El catecismo enseña que esa realidad en donde el mundo se sostiene es Dios. “El sinfín se cansó y se dio hasta nacer”. Es el mismo Dios eterno y creador quien entrega al hombre los medios para que este le conozca. Son también llaves las virtudes teologales. Una llave se llama Fe, la segunda Caridad y la tercera Esperanza. Lo que se ve, lo que se ama y lo que se pierde, porque la esperanza es la de recuperar nuestra identidad perdida de creaturas. Poner en juego nuestras llaves es el intento de relacionarse con Dios; olvidarlas en un bolsillo es clausurarnos a la trascendencia. Tres llaves para acercarnos a la Trinidad, las llaves del Reino.

La llave es un mecanismo que permite abrir. No es en sí el conocimiento, sino su posibilidad. Es una información cifrada que se accionará cuando encuentre alguien capaz de entender su código. En la llave siempre late la esperanza de una puerta que dará sentido a su existencia. Una cerradura que niegue su esencia y que se abra ante la evidencia de su lenguaje. Una llave siempre es una clave.

Las tres llaves son distintas y responden a distintas imágenes. La que se ve es un puente tendido entre nuestra mente y las cosas. Cada acto de conocimiento es cruzarlo y romper el aislamiento de nuestra subjetividad. La que se ama nos promete un futuro de intranquilidad y nos anima a no instalarnos cómodamente en una verdad. Una invitación a la inquietud del corazón destinado a no encontrar sosiego, porque todo aquí es incierto “para bien o para mal”. La que se pierde, por último, nos anuncia, enigmática, un espacio colmado de vacío, y quizás la necesidad de hacer lugar en nuestro interior. Una invitación a un vivir despojado. Tres llaves que son un camino.

Saber que “toda cosa se hizo en llaves” es saber que la consistencia de la realidad, si bien es enigmática, responde a una lógica. También es saber que existe un pasaje entre ambos mundos que puede ser encontrado con el aceitado mecanismo de una cerradura. Dios cambia el oficio de relojero que le asignara Leibniz para convertirse en cerrajero. Ver, amar y perder son el nombre de las llaves, que esperan el día en que caigan las vendas y nos encontremos frente a la puerta que nos separa de lo que nos espera mansamente allí.

sábado, 27 de marzo de 2010

Basta de pensar

(Kamikaze, Luis Alberto Spinetta)


Ah !... basta de pensar
alguien llora allí
se cayó del alerce
ah !... este sueño surcará
las ventanas y el baúl
de tu espejo interno
hablan de piel
hablan de qué sabrán
nadie de vos
nadie lo sabe ya
que todo sea como vos quieras...

ah !... los asnos y el perdón
qué omnipotencia cruel
me hiere como al sol
ah !... qué razón de ser
me habrá puesto piel
en la inmensidad
hablan de piel
hablan de qué sabrán
nadie de vos
nadie lo sabe ya
que todo sea como vos quieras...



La frase de Descartes “pienso luego existo” adoleció siempre de una traducción ambigua que nubla su sentido. Creo que si se hiciera una encuesta que preguntase por el sentido de este famoso enunciado que engendró la modernidad, ganaría la que interpreta el existir como algo que viene después del pensar. Sin embargo, el sentido cartesiano es bien otro y se refiere al nexo probatorio del hecho pensar con respecto al existir. Más propio del sentido,hubiera sido traducir: “pienso, por lo tanto, existo”.

Quizás el error provenga de un uso antiguo de “luego”, cuyo significado hoy se interpreta como adverbio de tiempo más que como conjunción ilativa, que es el modo en que está presente en la sentencia que volvió popular a Descartes. También es verdad que este último uso añejo conserva una impronta matemática que recuerda en lenguaje de los teoremas, que era el modo por el cual René quería explicarnos el Universo. Claro y distinto.

Lo cierto es que la interpretación errónea introduce un tema que es ajeno a Descartes. Un costado existencialista que pregunta sobre la relación entre el pensamiento y la vida. Una compleja cuestión de precedencias. Pienso y después vivo, o primero vivo y luego pienso. Este dilema es el que enfrenta el poeta y lo hace con una condena. Basta de pensar es su grito.


Pensar es una moneda de dos caras. Su denuncia es a una de ellas, la del pensamiento como mecanismo encubridor de la realidad. Cuando el pensar se convierte en un artilugio, una red que termina tejiendo una coraza que nos aleja de la vida, que nos impide ver lo que ocurre a nuestro alrededor. Alguien llora aquí, pero nadie parece darse cuenta. La razón puede volvernos sordos al dolor de los otros. Del nuestro se encargan los sentidos.

El hablar que menciona con insistencia es ese magma de palabras que cubre los hechos. Un hablar de asno que nos adormece y termina por atontarnos. Y también ese rumor de justificaciones que nuestra mente incesante genera sin descanso. Dice Heidegger: “Lo hablado ‘por’ el habla traza círculos cada vez más anchos y toma un carácter de autoridad. La cosa es así por que así se dice”.

Resuena aquí la omnipotencia cruel, que hiere como el sol. Un sol que ilumina, pero es también capaz de cegar. Basta de pensar es además basta de hablar, un grito de rebelión contra la tiranía a la que está sometido el movilero. Personaje estrella de nuestros días que está, siempre y en cualquier circunstancia, condenado a hablar.

Hay sobre el final una velada mención a alguien de quien nadie habla, un olvidado. Quizás sea necesario parar de pensar para escuchar a quien nos pensó. Una voz que, aun silenciada, no se resigna a callar del todo y vive como un susurro en nuestro interior. Un sueño que no se percibe mirando por la ventana, ni está guardado en el baúl de la memoria, sino que se mira con el espejo interior. Aquél que puso piel a la inmensidad.

El final puede que sea una oración. Que todo sea como vos quieras.

sábado, 1 de agosto de 2009

Correr frente a ti

("Elija y gane", Luis Alberto Spinetta)



No me dejes como un reloj
que ya no marcará los momentos,
sin ti.

Si es que duele el amanecer,
pues yo me esconderé,
y aun así,
sabrás que hay cielo.

Correr frente a ti,
es un deporte que yo hago en silencio.
Correr frente a ti,
es un deporte que yo hago en secreto.

No me leas como un cartel,
sin un diario de ayer
que ya no dice absolutamente nada.

Si es que viene el anochecer,
pues yo me aislaré...
y aun así
seré una estrella.

Correr, amor, correr,
correr frente a ti.

Ya no tiene sentido,
ignorar los momentos de la vida
que pasan.

Ya no tiene remedio,
la agonía de sentir
que pierdo tu amor ahora,
justo ahora.


Hay finales simétricos, donde se comparten las razones, pero son las asimetrías las que desgarran. Cuando todo el peso queda de un lado, cuando el equilibrio que nos protegía estalla. Quizás no haya soledad mayor que quedarse solo frente a una ilusión que fue compartida. Quedarse afuera. El amor, si es de verdad, siempre esconde un sueño de eternidad. Despertar de ese sueño en compañía es duro, hacerlo solo es devastador.

La desesperación por salvar lo que amamos nos impulsa al esfuerzo. Sin embargo, el amor es solamente posible a partir de la libertad. Forzar la situación es siempre contraproducente y no hace más que impulsarlo todo al abismo. El heroísmo llama a transpirar la camiseta y ninguna imagen se vincula tanto al esfuerzo cómo la de correr. Posiblemente porque está relacionado con lo inútil.

Se puede correr para llegar a algún lado. También se lo puede hacer delante, al lado o detrás de otro. Pero resulta sorprendente hacerlo frente a alguien. La colisión parece inevitable, diría necesaria. Quien sabe, el corredor desahuciado abriga una esperanza última de sacudir al otro. O el adverbio elegido, quizás no esté en su acepción de lugar, sino de modo. Se puede estar frente a otro, en pugna, opuesto. Frente a ti, enfrentado contigo.


Además se señala que se corre por deporte. Se dice que algo se hace “por deporte” cuando no se tiene una verdadera razón, fuera de sí mismo, para hacerlo. En esto el deporte se parece al arte, ambos se degradan en cuanto se le descubre un objetivo, más aún si este es cuantificable. La sensación aumenta si todo es realizado en silencio y en secreto. Un esfuerzo inútil que nadie ve, oscuro, que dignifica por su propia inutilidad. Un deber ser que no aporta nada.

Estamos ante un escenario arrasado, el de la indiferencia. Entre ambos se ha interpuesto un desierto, pero uno solo quedó aislado. Tres imágenes poderosas expresan acabadamente este sentimiento: el reloj que no da las horas, el cartel que nada anuncia, el inútil diario de ayer que no dice “absolutamente nada”. Ya no podemos interesar al otro. Solo es posible correr, movimiento desesperado, nervioso, excesivo y, sobre todo, vano.

Dos estrofas que empiezan con un “no”. Un pedido, una súplica. No me hagas esto, por favor. Pero ya está hecho. Otras empiezan con un “si” y un deseo de esconderse, aislarse, tal vez desaparecer. Retirarse de la escena, en busca de un final más digno, pero es un deseo que no es posible cumplir. La actividad, aunque inútil, es una forma de consuelo. Mejor correr, entonces.



Finalmente, llega la dura comprobación de los hechos. Que parece fueron inesperados y por eso más dolorosos. “Justo ahora” es un lamento que delata un estupor amargo. Como de alguien que cae en la cuenta de su desgracia en un momento que juzgaba particularmente propicio. Ya no tiene sentido, ya no tiene remedio, dice el poeta, queda solo “la agonía de sentir”. No hay señales de esperanza. Un solo camino entonces, correr hasta consumir las fuerzas y que el agotamiento sea la medicina.

sábado, 18 de abril de 2009

Jilguero

("Pelusón of milk", Luis Alberto Spinetta)

Oh! Mi amor
quiero recibir
tu silencio en mi
la ilusión que no tiene fin.

Haceme bien
tu árbol estival
es de aquel lugar
donde ayer comenzó el sol.

Y en las manos,
las selvas del aire.
Dunas de un cuerpo guaraní.

Creo que
siempre hay una señal
para amarte más
en la luz, o en las sombras.

Y en las manos,
las selvas del aire,
dunas de un cuerpo guaraní.

Tengo que ver soldados ya perdidos,
rosas muertas...

¡Oh!, mi amor
quiero recibir
tu jilguero en mí,
la ilusión.



Dar y recibir parecen ser dos primordiales acciones humanas, sobre todo relacionadas con el universo afectivo. En principio ambas acciones respiran un cierto aire de equilibrio. Nuestro espíritu está demasiado impregnado de un sentido comercial que, aun sin hacerse evidente, gobierna nuestros juicios. La equivalencia de ambas actitudes, dar y recibir, en principio suena saludable y además emparentada con la justicia. Pero esto al andar de la existencia se revela prontamente una ilusión. La vida, sobre todo si de amor se trata, es algo más compleja y el mercado no todo lo resuelve.


Un error de apreciación es el principio de cualquier error. Tenía razón Sócrates: somos antes ignorantes que malos. En este caso se trata de la confusión del amor con el altruismo. El que ama es el que se “da” al otro por entero, el que primordialmente “se entrega”. Esta primacía que consagra lo activo por sobre lo pasivo, probablemente sea la consecuencia de una sociedad todavía forjada por lo masculino. No se necesita ser Freud para descubrir en el hombre, en cuanto género, esa pretensión de ser semilla antes que tierra que acoge. Hay mucho que aprender de la receptividad femenina. Me viene en mente el título de una película coreana que vi hace poco: “La mujer es el futuro del hombre”.

También, quién sabe, haya en todo esto una forma de desliz teológico. Jesús se entregó por nosotros, al menos yo no dudo de eso. Y el verdadero amor es el que se expresa en el acto de “dar” la vida. Sin embargo, eso fue el cúlmine de una acción primera y fundamental por parte de Dios. Recibir la condición humana. Sólo da el que es primero capaz de recibir. Verdad para Dios, lo es también para nosotros, sus creaturas.

Este es el aspecto que a mi juicio ilumina este amable jilguero. Una sutil reflexión sobre la delicadeza suprema que encierra el recibir. No hay promesas sobre heroísmos, ni ofrecimientos de acciones valerosas que demuestren el amor. Sólo hay aquí un pedido humilde, un deseo que abre y cierra como en un círculo la poesía: ser capaz de recibir.

Lo que se quiere recibir en primer lugar, resulta curioso, es el silencio. Es decir algo que de alguna manera es un vacío, pero que también es el misterio que encierra toda persona. La elocuencia de lo que aún no ha sido formulado y que alberga una ilusión que sueña el infinito. Ilusión que aparece al principio y al final, para demostrar su sentido abarcador y circular. Ella nace del hecho que la aceptación nunca es pasiva, como si el otro fuera un destino irrevocable. El amor es siempre creativo y rechaza la necesidad como programa.

Luego se nos recuerda que el amor siempre es encarnado. Porque el hombre es una realidad que aúna cuerpo y alma en forma indivisible. Para demostrarlo está el sucederse de imágenes de amplitud geográfica. Árbol estival repleto de hojas, cuerpo de ondulantes dunas y manos tibias de selva. También una vaga referencia oriental en la mención del lugar de donde nace el sol, y una sorprendente y concreta precisión de pertenencia guaraní.


Y por último: el jilguero. A pesar de las durezas del existir, de los soldados caídos y de las rosas muertas. El silencio inicial se ha convertido, por arte del amor, en una realidad musical y colorida de la cual es figura elocuente este sencillo pájaro argentino. Entre sus notas está aquella que cuenta de su persistencia en seguir cantando aun en cautiverio. Para él, el corazón amado nunca es jaula, como aparece a los demás. Sólo allí se siente libre.

domingo, 15 de febrero de 2009

Herido por vivir

("Mondo di cromo", Luis Alberto Spinetta)


Empieza
comienza con la luna
y sigue con tu pie.

Regresa
tus huesos se están yendo
sin ver nunca la luz.

En el almizcle de los días
la luz optó por alumbrarte
y a la vez conoció tu amor sin retorno.

Camina
o compra las estrellas
para sobrevivir.

Arriba
tu cuerpo escucha todo
herido por vivir, herido, herido por vivir.

Y ese dulzor evanescente
se irá perdiendo entre tus nombres
te hará pensar
qué solo estás.
Decime dónde, dónde, dónde
puedo darte mi alma... descansa.

En el estío de este mundo
te esperan todas las ventanas
y a la vez volverás al sol sin retorno.




Salmo 56:
“Me refugio a las sombras de tus alas,
mientras pasa la calamidad”.

Refugiarse puede ser una tentación, cuando las nubes aparecen en ese horizonte.
Cuando en el mundo aparece, como en estos días, una voluntad de detención. Sin embargo, esta no puede ser más que una solución transitoria. La vida exige el movimiento y la quietud es un signo inconfundible de muerte. Ponerse en movimiento exige una decisión inicial, frecuentemente la más ardua. A veces todo consiste en empezar.

Este empezar tiene desde el inicio una indicación precisa que es todo un programa. “Empieza por la luna y sigue por tus pies”. Una sana combinación de poesía y realismo, con preeminencia de la primera. La luna impulsa el andar de los pies y a veces eleva su andar por sobre las rispideces del desaliento.


Seguramente pronto vendrán las dudas. La idea de un andar lineal sin contramarchas se revela prontamente un espejismo. Siempre acecha la sospecha de una vida inútil, que sólo se reduzca a la materialidad de unos huesos que se pierden en las sombras. Nuestros huesos. La desesperanza es un enemigo tenaz.

El caminar esforzado puede perderse en distracciones. Encandilado por el vano brillo de las estrellas, podemos torcer el rumbo hacia ese tipo de existencia que Heiddegger llama con precisión “inauténtica”. Un vivir aturdidos para, nada más, sobrevivir.

Existir es un recorrido al que nos impulsa un imperativo. Una fuerza remota nos ordena asumir nuestra existencia. Debemos ponernos en movimiento, a riesgo de perecer. Será, seguro, un andar no exento de riesgos y del que difícilmente salgamos ilesos. La duda, entonces, es morir quietos o quedar heridos en el camino. Heridos por vivir.

Pero hay algo más, que la música señala con notable eficacia. Otra perspectiva aparece entre las breves estrofas imperativas. No todo se reduce al trajinar en el “almizcle de los días”. El existencialismo es siempre un techo demasiado bajo para el hombre. Su esfuerzo se revela siempre desmedido. Es necesario ir más allá de nosotros mismos. Abrir una ventana hacia esa luz que optó por alumbrarte. La luz de quien te ama con un amor que no puede ser devuelto. Dios irrumpe. No te detengas, pero sí descansa. En Él.

El salmista concluye más adelante, una vez abandonado el refugio y tal vez, contemplando sus heridas, canta:



“Mi corazón está firme,
Voy a cantar y a tocar,
Despierta gloria mía,
Despertad, cítara y arpa
despertaré a la aurora”.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Mi elemento

("Un mañana", Luis Alberto Spinetta)

Tan sólo estando así contigo
veo mi elemento
tan sólo estando así contigo
yo veo mi elemento
veo en el silencio
veo en el silencio, amor
veo mi elemento, amor

Y se desvive el alba entre los árboles
rotos de luz y sombra
tan sólo estando así contigo
veo mi elemento
veo en el silencio amor
veo mi elemento amor

Y para escapar de su sueño
lo que yo hago es subirme
en un fuego que pase
¡y el resplandor
se habrá marchado ya de mi piel
cuando en cenizas se torne el cristal
oh, que fantástico viaje!

Y como arena corre el día
día que sigue a noche
día que sigue a noche púrpura
y en mi retina yo separo
el agua del cielo tenue

Y tan sólo estando aquí contigo
yo veo mi elemento
veo mi elemento
veo en el silencio amor
veo mi elemento amor


La metafísica tuvo inicio en el Asia Menor en una orilla de Grecia. Preguntarse por lo que había más allá de las cosas fue una actitud de provincia. Quizás los bordes sean propicios para iniciar ciertas profundidades. Allí se ensayaron diferentes respuestas, buscando una común razón, que en última instancia sostuviera la cambiante realidad. Primero, Tales afirmó que era el agua ese principio; luego, Heráclito apostó al cambiante fuego; más tarde, Anaximandro propuso al aire y, por último, Jenófanes apuntó a la sólida tierra. Todos argumentaron tozudamente que el ente consistía en el despliegue de esa unidad primigenia que permanecía por detrás de la apariencia.

Empédocles fue político, poeta y algo mago. Tuvo un prestigio enorme entre sus contemporáneos que lo consideraron un profeta. Nació en Agrigento, en la soleada Sicilia, y vivió iluminado bajo el más azul de los cielos. Su pensamiento se conecta, sin embargo, más con los jonios del Asia Menor que con los vecinos monjes pitagóricos, seducidos por esas sirenas que son para la razón los números. Animado por una ardiente sed metafísica buscó él también la respuesta a la pregunta sobre la razón del Universo.

El enigma para él se resolvió no en una sola sustancia, como pretendían sus predecesores de Oriente, sino en una mezcla equilibrada de esos principios. Una mixtura bien dosificada de agua, fuego, aire y tierra que una potencia, el amor, ligaba y una maldición, llamada odio, pretendía disociar. El mundo dejó de tener un único solista en el origen para convertirse en una sinfonía que necesitaba de un acuerdo para existir. Maravillosa intuición de equilibrios sutiles que, presentes en toda la naturaleza, lo estaban también en ese pequeño cosmos llamado hombre. A esas cuatro raíces iniciales que entrelazadas conforman la realidad las llamó elementos.


Ver mi elemento se convierte, entonces, en una búsqueda similar a la emprendida por aquellos griegos. Ver, en definitiva, de qué estoy hecho y también cómo me relaciono con el mundo que me rodea, expresado por las bellas imágenes que propone la poesía. Un desfilar de cosas que no son “mi elemento”, pero que están allí cómo secretos testigos de mi existir. Un camino que arranca al amanecer y culmina en el ocaso de los días que nos fueron regalados. Dos condiciones aparecen necesarias para emprender la tarea: hacer silencio y estar en buena compañía.

Cuentan que Empédocles murió arrojándose en el cráter del Etna, quizás desesperado por ver que su complejo elemento no podía escapar a la aridez de la materia. Las respuestas de la ciencia pueden llevar a la desesperación. El hombre, sin embargo, posee otras dimensiones que lo impulsan a lugares inciertos, pero que al mismo tiempo se reconocen provistos de una realidad contundente. Movidos por esta fuerza, podemos intentar asomarnos al misterio de lo que somos. Quizás nuestro elemento sea precisamente el Amor. En eso se funda la Esperanza.

domingo, 31 de agosto de 2008

No quiere decir

("Un mañana", Luis Alberto Spinetta)

Aunque el sol te abrigue
no quiere decir que no tengas más frío
y si la luna se cubre
no quiere decir
que no tengas su luz
cada día es la mañana desnuda
y tu corazón tiene prisa
y si el mundo se oculta
no quiere decir
que no puedas volar

mientras el cielo brille amor
por ti yo esperaré
oye sólo la distancia amor
y por ti yo esperaré
Una vida lejana se escucha pedir por su amor sin destino
y si la noche la calla
no quiere decir
que se apague su sed
si en un sueño la buscas
no quiere decir
que ella no esté a tu lado
y si sus manos se escapan
no quiere decir
que no tengas tu piel
va en mis alas el reclamo, amor
va desde mi corazón.

cada tanto la palabra adiós
retoma el amanecer
cada vez que la pronuncias, amor
después yo debo renacer.





"¿Nunca los desanimó la ambigüedad de toda palabra, que aun cuando sea directa y actual, apenas pronunciada se aleja, se adultera y apela a la interpretación? ¿El mundo futuro no sería la posibilidad de reencontrar el sentido primero de las palabras, que es también su sentido último?".

Estas preguntas de Emmanuel Levinas desnudan el destino ineludible del lenguaje a ser interpretado. La posibilidad de un sentido primero (y último) se da en un “mundo futuro” que para el filósofo es un sinónimo de trascendencia. Acá, mientras tanto estamos condenados a la hermenéutica.

Las palabras tienen oculta una voluntad. No sólo dicen, también quieren decir. Están, por esta suerte de intención, libradas al arbitrio de la interpretación. Así, el lenguaje se desdobla en infinitos pliegues de sentido donde se somete, dócil, al endeble territorio del equívoco. Es necesario aclarar tanto lo que se quiere decir como lo que no se quiere, y muchas veces resulta más arduo remontar esta última pendiente que su opuesta afirmativa.

El origen de esta preponderancia de lo negativo radica en una de esas estructuras de nuestro pensar, que Kant definió como categorías. La famosa tabla, que tan orgulloso tenía al prolijo pensador de Königsberg, fue reducida más tarde a una sola. El autor de esta severa dieta epistemológica fue Schopenhauer, que simplificó de un plumazo el intrincado sistema, para quedarse sólo con la causalidad. Mediante esta formidable herramienta, según él, nosotros representamos en nuestra mente el caos de un Universo, regido por una Voluntad aturdida.

Sin embargo, la causalidad, como toda fuerza, debe ser conducida para obtener de ella los réditos esperados. Sucede que, lanzada fuera de sus límites, puede terminar por conducirnos a los pantanos del error. Establecer temerarias cadenas de causas y efectos, a partir de suposiciones frágiles y veloces es, esta vez sí con certeza, “causa” de desajustes. Es la enfermedad de la causalidad necesaria, aplicada en medio de un mar de contingencia.



Este es el reclamo que viaja en las alas de esta poesía, y que vuela desde el lugar más seguro que el poeta puede ofrecer: su corazón. Aquí no son sólo las palabras las que dicen, sino que todo el cosmos es el que se presta a ser interpretado como un lenguaje. Sol, luna, mundo, cielo, día y noche son los que, en contacto con nosotros, nos hablan, y está en nosotros buscar, sin apresuramientos, lo que nos quieren decir.

Hay un llamado a la calma, a poner un freno a nuestras interpretaciones y un signo de pregunta a nuestras conclusiones. No clausurar el sentido sobre los sucesos que observamos, ya que estos no quieren decir necesariamente eso que nosotros deducimos, sino que guardan una potencialidad a la que debemos estar abiertos, para extraer de ellos su significado más profundo. A no apurarnos, entonces, en nuestras lecturas, rompamos las férreas cadenas de la causalidad y hagamos lugar al evento.

sábado, 14 de junio de 2008

Todos estos años de gente

("La la la", Luis Alberto Spinetta)

En el extremo de la calle
la florista se emborracha con Legui
y la ciudad la mambea un instante
y la devuelve en su silla.

Todos estos años de gente,
todos estos años de gente.

Frente a los vidrios de un banco
un anciano desfallece sin nombre
los pordioseros lo reclaman
desde un pozo en el aire de Ezeiza.

Todos estos años de gente,
todos estos años de gente.

Hay un tinglado inconcluso
donde moran dos bolitas ilegales pero limpios
y entre las lluvias y los falcon
ya no viven ni adentro ni afuera.

Todos estos años de gente,
todos estos años de gente.



El tiempo es aritmética, simple sucesión de elementos idénticos. Cuando se lo enfrenta en su esencia, nos asalta una angustia irremediable. Lo que inquieta es la desnuda percepción de su fluir. Esa maldita gota que cae rítmica y que nos clausura el sueño. Quizás sea el comprender que estamos hechos irremediablemente de esa sustancia que no puede fijar nuestra conciencia. El futuro que todavía no es, el pasado que ya fue y el presente que no podemos asir, como señalara en forma temprana San Agustín. Mas tarde, Kant se aventurará sobre esta vía para sentenciar que el tiempo no sólo transcurre en nuestro interior, sino que sólo es como forma de nuestra sensibilidad.

Será por eso que para medirlo nos servimos a menudo del espacio. El lento transitar de las agujas nos regala la tranquilidad de todo mecanismo. Lo mismo el sol, reloj de un Universo que intuimos en buenas manos. Cuando el tiempo se vuelca en geometrías, se hace manejable. El espacio es una materia conquistable y el movimiento es también aliado nuestro. El tiempo que transcurre en un viaje se soporta mejor que el que se consume esperando en una esquina.


También el tiempo se puede contar sirviéndose de hombres que dividen la historia en edades. Cortarlo con eventos humanos siempre ha sido un recurso para establecer geografías que enfrenten su escurridiza inmaterialidad. Se clavan como estacas nacimientos, muertes o batallas; gobiernos, revoluciones y nuevos gobiernos peores que los que propiciaron aquellas asonadas. Sirve también contar a partir de los mundiales, en su siclo cuaternario, hecho de triunfos y desazones inolvidables.

Los años de gente sin embargo apuntan a dejar el tiempo en su estado primigenio.
No es un partirlo en sucesos notables, sino un percibirlo en su sucederse sin anécdotas. Un tiempo transitado por gente olvidada. Personajes urbanos que cruzamos a diario y que dibujan el tiempo en su discurrir cansino, desprovisto de accidentes. La florista, el anciano y los bolitas componen una trinidad de exiliados. Se encuentran a la intemperie en el silencio que adquieren los que nos saben sordos. Todos carecen de un lugar en donde estar y, arrojados al costado de todo territorio, se convierten en metáfora perfecta del tiempo. Desde allí nos cuestionan como los granos de arena que se amontonan antes de escurrirse por la hendija de vidrio.

Aprender a mirarlos es un camino tan arduo como adquirir la conciencia de Heráclito, que lloraba al pensar en el río que se escurría entre sus piernas. El tiempo no pasa solo, sino que arrastra en su corriente a la gente olvidada. No son sólo años, no son todos los años: el tiempo se encarna.

Son todos esos años de gente.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Spinetta en La Trastienda

(Hay más fotos: clickear abajo)
































viernes, 21 de diciembre de 2007

lunes, 10 de diciembre de 2007

Canción de Bajo Belgrano

("Bajo Belgrano", Luis Alberto Spinetta)

La mañana
lanza llamas
desde su herida, débilmente,
caleidoscopio de ciudad y vos tan sólo, tu ropa está vacía…
tan lejos del hogar estás
que todo sueño duele más
y ya no hay forma de recomenzar.

Los gorriones
se suben a todo armiño luminoso,
tango de caras
organillero distinto,
sentado en la avenida
y ya nadie te escucha nunca.

Desolado el hombre perdido
entre camionetas quemadas,
en aserrín habrán marcado su mirada
como a una huella
y esta siempre se diluye
como ojos, barro, cielos, todo...

Bajo Belgrano, amor ascendente,
es ella quien te busca donde vos no estás
y es que toda tu canción persistirá
siempre, siempre, y hasta en el turbio río...

Horizonte,
litera de casas,
perpetuo remolido
y medida distante
y vos estás tan sólo,
loco, iridiscente,
tu ropa está vacía...
y ya nadie te escucha nunca.

Todos dicen que quizá el amor vuelva un día
si es que este muro se logra derribar.



San Martín es el padre de la Patria. La encarnación de quien cumple su destino en forma acabada. Imagen del profesional que sabe lo que hace, cuáles son los medios que debe utilizar para alcanzar sus objetivos y que, una vez logrados, se retira impoluto de la escena. Belgrano, en cambio resulta de una coyuntura opuesta. Educado para la paz de los escritorios, terminó en los campos de batalla, llevando adelante una tarea enorme que no sentía y para la que no estaba preparado. Es el héroe abnegado que se somete a las circunstancias. Su mitología se apoya más en la creación simbólica que en lo concretamente realizado. La historia con su pretensión de ciencia, prefiere lo real a lo ideal. Es una historia de hechos y por lo tanto ha ubicado en el primer lugar a San Martín y resignado a Belgrano en el segundo.

De todos modos hay una reparación hecha a favor de este último, que llega desde un lugar inesperado. Justicia toponímica. Los héroes nombran lugares, y con frecuencia estos terminan por escribir una nueva historia a veces no desprovista de reivindicaciones. Hay nombres que adquieren una dimensión más grande que los que le dieron nombre. Nadie duda que es más conocida “la” General Paz que “el” general Paz. Algo de esto sucede entre los dos próceres antes comparados. Belgrano es avenida y San
Martín apenas calle. Se podrá traer a colación “Libertador” pero este es un término demasiado vago y pocos se acuerdan que recuerda a don José. Pasando de la línea a la superficie, San Martín tiene los borrosos contornos de un suburbio, Belgrano es un barrio que se siente país.

Como todo país, Belgrano tiene una intolerable aristocracia de barrio y además distintas regiones, con climas y gentes bien distintas. Sus provincias tienen identificaciones de letras que refieren a las frías zonificaciones del Código u otras que hacen referencia a su geografía y a su historia. Está el de las casonas con pretendido aire británico, el de la nueva opulencia de odiadas torres, el moderno “Las Cañitas” con olor a bosta de pura sangre, o la abrupta geografía de las barrancas que recuerdan un río antiguo que emigró mas allá de la autopista. También tiene una historia pequeña pero gloriosa, cuando asolaban los rifleros y Avellaneda salvó la patria, entre las lechugas y calabazas de sus quintas.

Yo me siento un extraño en todas sus provincias, me pierdo entre sus avenidas de sustantivos comunes como Juramento o Congreso y esa de los Incas, que nunca supe qué tenían que hacer allí entre españolísimos virreyes. Además, el túnel de Libertador y su cruce demasiado tangente a las vías me provoca una instantánea pérdida de la orientación. Si Belgrano es un país como pretende, para mí es uno de los más extraños, una Cólquide sin oveja dorada. Como si la “Filcar” donde busco sus calles fuera un antiguo mapa de pergamino gastado.

Pero todo continente tiene su patio trasero. Un pequeño arrabal olvidado, un fleco deshilachado, que se desprende de la vistosa tela. Siempre hay una parte del vestido, por más pretencioso que este sea, que se arrastra contra el suelo. Es en esta lonja, llamada con desdén altanero “bajo” Belgrano, en donde se posa la mirada tierna del poeta. Una mirada que eleva lo mirado con un “amor ascendente” que redime. No es la oda que celebra lo ya enaltecido, sino aquella que pone su atención en lo rastrero para rescatarlo de su condición. Una descripción enumera arquetipos, que aparecen nítidos bajo el siempre revelador sol matutino. Todo lo señalado tiene la marca de lo inútil, de lo que nadie escucha, de lo arrumbado como en una gigantesca baulera urbana.

Pero todo no se acaba en esta dura visión que proponen estos versos. La fuerza de estos radica en la confusión que se produce entre el objeto evocado y el sujeto evocador. La distancia entre estas dos realidades se anula para dar lugar a aquel ser-en-el-mundo que fraguara el pensamiento de Heidegger. El barrio y su habitante se confunden en una simbiosis perfecta y comparten su destino de seres condenados a unas orillas áridas, que tienen del agua solo el recuerdo del “turbio río”.

A las referencias a los objetos se suma el fantasma de las ropas vacías de un hombre que camina tan desolado como las cosas que encuentra a su paso. Es la queja de todo existencialismo y su sentimiento de extrañeza frente al mundo donde fue arrojado. Un mundo que es su barrio y un barrio que es él mismo. Bajo Belgrano se convierte así en una experiencia existencial, pero también en el lugar desde donde partir siempre para comenzar de nuevo. Recomenzar.

El final trae la superación de todo existencialismo, que consiste inexorablemente en una trascendencia. Con la llegada del amor que rompe el encierro, el hombre puedes superar sus circunstancias. De todos modos, esta llegada debe contar, para hacerse efectiva, con la colaboración del hombre-barrio. Llega la hora de derribar los muros. Manos a la obra.

viernes, 7 de diciembre de 2007

La miel en tu ventana

("Estrelicia", Luis Alberto Spinetta)

No deja de tentarme en las mañanas
La miel que deja el sol en tu ventana.

El sol no sabe donde voy,
el sol no dice “yo te amo”.

No deja de tentarme en las mañanas
tanta luz…


Tentar, es intentar desviar. Lo contrario de la vocación, que es un llamado a conducirnos recto hacia nuestro propio destino. La vocación es una voz que busca la claridad, un grito que quiere vencer nuestra habilidad de “mejor sordo”. La tentación, en cambio, es súbdola, desliza su secreto en la oscuridad, susurra sus sugestiones en recónditos rincones de la conciencia. La vocación apunta a lo más alto del humano espíritu, mientras la tentación vaga por el pantano de los sentidos. Sin embargo, ambas tienen en común la insistencia. El Bien llama y el Mal tienta. Los dos son incansables en su labor, que se inicia cada mañana en todas las ventanas.

El hombre es un ser-histórico. Todo conocimiento, según Dilthey, para dejar de ser parcial, debe ser visto bajo una perspectiva histórica. Así, la vocación de ayer puede transformarse en la tentación de mañana. Sin duda el sol fue alguna vez vocación, llamado al hombre a salir de los dominios nocturnos de la luna. De aquel mundo aún impenetrable a la razón, donde la diosa blanca desplegaba sus rigores mágicos y sus sangrientas brujerías. La irrupción de las deidades solares fue el llamado que despertó al hombre de aquella pesadilla. Con su luz entraron en la historia las ciencias y aquella aventura presuntuosa del pensar, que se llamó filosofía. El imprudente Helios y el divino Apolo, el fenicio Baal y el persa Mitra, Horus con su cabeza de halcón y el impronunciable Huitzilopochtli americano. Desde el Invicto Sol con que Aureliano aterrorizó a Roma próxima a su ocaso, hasta el Febo cuyos rayos iluminaron el histórico convento. Todos ellos son los nombres de este llamado a vivir bajo el diáfano imperio de la luz y dejar atrás las tinieblas.

Pero un día, Dios habló y su voz llamó a silencio a todos los dioses. Si bien las deidades solares abrieron al hombre la posibilidad de conocer el Universo, y a pesar del espléndido ropaje de la mitología, pronto aparecieron las limitaciones que son comunes a los ídolos. El mutismo de sus pétreos rostros, la desierta soledad de sus templos, la frialdad glacial de sus altares. Finalmente, resonó la Palabra que había sido en un principio. Un Dios locuaz que dice: “Yo te amo”, y que “sabe a donde vas”. Un llamado personal de quien es el Autor de la luz. Y ante esta nueva realidad revelada, el sol devino en tentación. Una miel que amenaza con dejar pringados en su engañosa realidad a los desprevenidos que se acerquen. Se sabe, difícil será apagar el hambre con el dulce fruto de la colmena.

Ayer fue la posibilidad de vivir bajo la luminosa pero siempre estrecha luz de la Razón. Tentación de comprenderlo todo, encerrando lo infinito en un sistema provisto por una mente caduca. Una luz que despreciaba lo inevitable de esa sombra llamada Misterio, indispensable a cualquier comprensión.

Hoy, el símbolo de lo razonable se convierte en lo saludable. El sol se “toma” como un elixir energizante. Al llegar la primavera se le ofrecen en las plazas los cuerpos de un blancor indefenso, para que él imprima su signo. El nombre del demonio es Ozono. Tentación de huir hacia la despreocupación de una Naturaleza inocente, que desconozca nuestra íntima esencia y nuestro último destino.

Ser tentado, de todas formas, es condición del ser humano. Un existencial. No dejará jamás de tentar la miel que deja el sol en la ventana. Sin embargo, advierte el poeta, este camino tiene sus límites, y también se avizora aridez. El sol no dice “yo te amo”.

martes, 4 de diciembre de 2007

Fuji

("Estrelicia", Luis Alberto Spinetta)

Has dejado noches,
noches del adiós,
La certeza de tus ojos,
cree que me voy...

Has dejado un cielo,
para amanecerlo a la vez, allí...

Cruzas solo puentes,
puentes entre ti...

Las flores y el silencio,
son cosas de tu amor...

Has dejado un río,
para atravesarlo a la vez, allí...

Y es que me espera,
y cobijo me dará...
entre sus manos,
hasta que luego venga Fuji,
con el mundo...

Y me hace las señales,
con las piernas
desde un punto de la calle desolada,
y es que puedo soportar,
esta distancia,
y es que te has impreso en mi,
como una luz.



Hay un “allá” y una “acá”. Y entre ellos, una distancia.

El hombre desde su “acá” intuye el allá, a veces próximo, otras tan lejano. Calcular esa distancia ha sido desde siempre tarea del humano cavilar, y también una cuestión de precedencias. Platón consideró como verdadero solo el “allá”, otorgándole a este, nuestro mundo sensible, fama de embustero. Nietzsche, al contrario, pensó que toda construcción más allá del “acá” era un remedio para cobardes. Spinoza, por su parte, evitó las primacías y anuló la distancia. “Allá” y “acá” pertenecen, según su primigenio panteísmo, a la misma Sustancia. Las cosas y Dios son la misma Cosa. Por último, los que contamos con el auxilio de la Fe, reconocemos en Jesucristo, Dios hecho hombre, el punto exacto donde ambas realidades misteriosamente se conjugan. Él es la llave que ayuda a “soportar esta distancia” y también el puente que nos hará posible, en el final, cruzarla.

Todos los grandes pensadores han calculado con precisión de geómetra esta distancia obteniendo los resultados más diversos. La diferencia del instrumental utilizado por cada uno, para realizar las mediciones, hacía previsible la disparidad que su intrincado álgebra arroja.

Un eco de todo esto resuena en las líneas de “Fuji”. Una medición realizada con el particular instrumental de la poesía. Inexacto, aproximado, equívoco, pero siempre fascinante y, a su manera, verdadero.

El “allá” se manifiesta en el “acá”. Un Dios que deja, con intencional descuido y sin estridencias, su rastro en lo creado. Un mensaje que descubre la intención que lo mueve, ya que las cosas se descubren como objetos de su amor. Un Dios autosuficiente, pero que se reconoce como destino y que nos espera para darnos cobijo entre sus manos. Estos son los frutos de una contemplación que termina bruscamente con una interrupción algo insolente. Todo esto ocurre hasta que llega Fuji, y para colmo, con el mundo.

Quién es Fuji, no lo sé. La ausencia de artículo parece suponer que es alguien y no algo. Su nombre me recuerda los benéficos espirales que encendíamos en verano para evitar los mosquitos, que quedaban abombados contra el cielorraso. También está la sagrada montaña del Japón, cuya imagen vi por primera vez en un capítulo de Meteoro. Un accidente de forma purísima, pero tan atiborrado de significados místicos que al final carece totalmente de sentido para un pedestre occidental. En cuanto a las películas, siempre preferí la alemana sobriedad de la Kodak. No se quién es Fuji, pero al menos se quién la acompaña. El mundo.

Más allá de conocer la identidad del sujeto, la enigmática aparición de ambos personajes tiene un efecto concreto. Este es el llamado a despertar a la realidad, el reclamo a volver la mirada desde el “allá” al “acá”. El paisaje cambia las bellezas naturales por la urbana calle desierta, y Fuji desde el fondo hace señales con sus piernas. Quién sabe nos esté invitando a ponernos, de una vez, en movimiento. Quizás Fuji sea un ángel, como aquel que interpelara a los rústicos Apóstoles de Galilea, que continuaban atónitos e impertérritos mirando al cielo.

La distancia entre el “allá” y el “acá” ha sido nuevamente restablecida. Sin embargo, la misma se hace soportable. Misteriosamente la inmaterial luz ha dejado su huella. Retomemos nuestros endebles instrumentos y volvamos a intentar una nueva medición.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Durazno sangrando

("Durazno sangrando", Luis Alberto Spinetta)


Temprano el durazno del árbol cayó…
Su piel era rosa dorada del sol…
Y al verse en la suerte de todo frutal…
A la orilla de un río su fe lo hizo llegar…
Dicen que en este valle
los duraznos son de los duendes…

Pasó cierto tiempo en el mismo lugar,
hasta que un buen día se puso a escuchar
una melodía muy triste del sur
que así le lloraba desde su interior:

–"Quien canta es tu carozo,
pues tu cuerpo al fin tiene un alma…

Y si tu ser estalla,
será un corazón el que sangre…

Y la canción que escuchas
tu cuerpo abrirá con el alba".

La brisa de enero a la orilla llegó,
la noche del tiempo sus horas cumplió…
Y al llegar el alba el carozo cantó,
partiendo al durazno que al río cayó…
Y el durazno partido,
ya sangrando está bajo el agua…



El agua siempre fue imagen de la vida en cuanto posibilidad; el árbol, en cambio, lo es en cuanto alegoría de una vida concreta. Para decirlo aristotélicamente, el agua es potencia y el árbol, acto. Uno es condición de posibilidad, el otro es un concreto existir en el tiempo. Ambos han tenido siempre una estrecha relación con la divinidad. La historia del hombre esta surcada de manantiales sagrados, habitada de deidades fluviales, y empapada de mitos oceánicos. Pero también la historia de la Salvación comienza con el fatídico árbol del Edén y culmina en el árbol de la Cruz. El agua y el árbol, ontológicamente, el ser y el existir.

El árbol es también un particular modo de existir. Una metáfora que hace hincapié en un universo de relaciones y también en un destino. Un sistema de dependencias recíprocas y cerradas que tienen el fruto como feliz culminación. El árbol que no da fruto es maldito, como la evangélica higuera, y el fruto que desprecia su planta merece el fuego, como el sarmiento de la parábola. Vivir como un árbol implica entonces reconocer una dependencia y una pertenencia, además de aceptar un sentido. Se vive desde algo y también para algo. Ser árbol es, en definitiva, un modo de ser hombre. Quizás el único modo digno de serlo.

En este caso, sin embargo, el poeta practica una escisión en la monolítica semántica del árbol. El fruto aparece como una realidad desprendida simplemente por el inevitable cumplirse de su suerte “frutal”. Una separación sin conflicto de una madre-árbol, no desprovista de aromas freudianos. El rosado y asoleado durazno adolescente cumple la inevitable ley de la vida que indica, en un determinado momento, comenzar a hacerse cargo de sí mismo, lejos de las cómodas seguridades arbóreas.

Luego del primer aturdimiento producido por el abrupto irrumpir en el valle, nuestro joven durazno permanece cierto tiempo estático. Observa un mundo habitado por duendes, que le es extraño. No parece, de todos modos, ser un durazno totalmente desprevenido, ya que sabemos que una fe lo asiste y lo empuja hasta la orilla del río. En esta privilegiada ubicación, en contacto con el agua vital, es donde recibe el mensaje que proviene desde su interior y que le comunica algo esencial. Es una canción triste, que parece llegarle de lejos, aunque proviene de su interior, señalando que a veces lo más íntimo es lo más lejano. El abandono del cálido árbol de la niñez es seguramente una experiencia no desprovista de dolor, y la canción llora. Vivir parece ser para el durazno el lento, y a veces arduo, transitar del árbol al agua. Rodar desde la causa eficiente, hacia la causa final.

Su cuerpo tiene un alma, su vida es algo más que lo que su apariencia indica. Tener un alma es una revelación a la que es imposible permanecer indiferente y es lo único que recibirá desde su carozo-conciencia. Con esta nueva y densa realidad sobre los hombros, la existencia del durazno se encamina a su hora. El doloroso encuentro con el agua, partido y sangrante, pero imagino feliz. Metáfora de una muerte frutal, que habiendo cumplido su destino, es también fructífera. Quizás el carozo arrastrado en la corriente sea árbol en otro valle. Pero prefiero, por el momento, detenerme en el encuentro definitivo con la divinidad cuyo ser hizo posible su existir.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Cisne

("Para los árboles", Luis Alberto Spinetta)

Hoy el viento se abrió,
quedó vacío el aire una vez más
y el manantial brotó
y nadie está aquí
y puedo ver que sólo estallan las hojas al brillar...
y se produce en eso tanta luz
que ni las piedras
ocultan su vida para mí
y parecen dormir
y puedo ver que sólo estallan las hojas al brillar...
y ya no hay nada que decir...

así refleja el cisne
así, el agua en sus alas
no hay nada que decir
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas, por fin...

En el valle y en el sol
hay una mancha que responde por tí...
Todo es uno y mil a la vez,
la condición de sentir casi todo sin decir...
Y ya no hay luna
ni dolor en mí...
Y la arboleda
susurra su canto desigual
y parece callar
y sin embargo
una visión atraviesa mi cuerpo...

Y ya no hay nada que decir,
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas...
no hay nada que decir
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas, por fin...



Un cisne me recuerda invariablemente una anécdota: el caballero Lohengrin llega a impartir su severa justicia en una nave que, curiosamente, utiliza como plumífero motor fuera de borda un cisne. El héroe atraviesa en su ligera embarcación algún río del “interland” germano. Luego de haber llevado adelante su objetivo con impecable perfección, él mismo es obligado a revelar su origen por la indomable curiosidad de su reciente conquistada esposa, Elsa de Brabant. Roto el secreto, cual moderno espía de la KGB, no le queda otro camino que emprender la ruta del regreso entre los Caballeros del Sacro Grial, para lo cual se dispone a utilizar el mismo medio que en su triunfal aparición. Quiso el destino que una noche, hace ya muchos años, al llegar este crucial momento, en una representación del drama wagneriano en el Colón, el encargado de accionar el mecanismo anticipó el movimiento, dejando al Caballero literalmente “de a pie”. Sin poder refrenar un violento impulso humorístico, el tenor que aquella noche hacía la parte de Lohengrin miró divertido a la platea del teatro colmado y preguntó sonriente: ¿A qué hora sale el próximo cisne?

El joven Nietzsche descubrió que en la belleza conviven dos principios antagónicos, que con maestría llamó “apolíneo” y “dionisíaco”, de acuerdo a las distintas divinidades griegas, de donde mana su concepto. Simplificando brutalmente, a lo dionisíaco pertenece el componente sensual y vital que toda belleza lleva, mientras que la parte de Apolo se refiere al costado intelectivo, en cierto sentido más espiritual. Es a esta última que creo se refiere este poema, que tiene en la imagen del cisne la más perfecta trascripción al mundo animal de esta idea de lo apolíneo.

Un cisne, con largo cuello interrogante, deslizándose calmo en las aguas de un lago, también él, perfectamente calmo, arrullado por el canto de los árboles e iluminado con algo de luz sobrenatural, representa el paradigma de una sensación estética que invita a la callada contemplación. Frente a un espectáculo similar, suficiente e intencionadamente edulcorado como para ser real, parece inevitable el terminarse de las palabras. El silencio del humano decir, sin embargo, parece ser más bien el estado necesario para escuchar el mensaje que toda belleza trae. Este, recordemos, no es un cisne reflejado, sino reflejante. Si el agua es la Vida y el cisne la Belleza, la belleza no es otra cosa que el reflejo amplificado de la vida. Un reflejo ciertamente potente, que hace que, mirándolas bien, hasta las piedras parezcan animadas con la pesada respiración del durmiente.

El cisne aparece repentino, brota desde una manantial inesperado, en un claro del viento, en un vacío del aire, en un estallido de luz. El cisne es una visión. El espíritu no se nutre solo de frías teologías, también está el abrupto camino de los místicos. Puede ser que quizás no necesitemos alejarnos demasiado, quién sabe los cisnes estén expectantes a la vuelta de la esquina. Quizás seamos incapaces de verlos, de descubrirlos detrás de ese aspecto ordinario con que a veces la realidad nos engaña. O tal vez el que sea necesario descubrir es el cisne que habita olvidado en la intimidad de nuestro espíritu. Un cisne potencial. ¿Acaso el “patito feo” no escondía detrás de su vulgar apariencia un espléndido ejemplar de cisne?

A propósito: ¿a qué hora sale el próximo?

domingo, 25 de noviembre de 2007

Quedándote o yéndote

("Kamikaze", Luis Alberto Spinetta)

Y deberás plantar
y ver así a la flor nacer
y deberás crear
si quieres ver a tu tierra en paz
el sol empuja con su luz
el cielo brilla renovando la vida
y deberás amar
amar, amar hasta morir
y deberás crecer
sabiendo reír y llorar
la lluvia borra la maldad
y lava todas las heridas de tu alma
de tí saldrá la luz
tan sólo así serás feliz
y deberás luchar
si quieres descubrir la fe
la lluvia borra la maldad
y lava todas las heridas de tu alma
este agua lleva en sí
la fuerza del fuego
la voz que responde por tí
por mí...
y esto será siempre así
quedándote o yéndote.



El bautismo es uno de los siete sacramentos de la Iglesia Católica. En orden, el primero. La puerta que abre el universo de la vida cristiana. Lo que convierte nuestra existencia en una historia de amor con Dios, según las palabras de Juan Pablo II. Una posibilidad que queda a nuestro alcance con solo quererlo y que solo nosotros podemos malograr, con la única excusa de esa torpeza proverbial llamada pecado.

Tiene además una vieja historia que se conecta con las religiones más antiguas de la humanidad. Y también con los nuevos cultos. Siempre el hombre sintió la necesidad de lavarse antes de entrar en contacto con la divinidad. Una limpieza exterior que se relaciona, con simpleza, con la realidad interior. Rituales purificatorios que cabalgan la historia: las abluciones del sacerdote pagano, la inmersión en el sagrado Ganges, las prolijas limpiezas del fariseo, el llamado del postrer profeta a orillas del Jordán, y hasta la vulgar “pelopincho” en el círculo central del Monumental que sumerge Testigos de Jehová arengados por pastores de traje gris y castellano de sonido lusitano. Toda fe exige pulcritud, al menos al inicio.

Sin embargo, a pesar de las conexiones hay algo que distingue esencialmente el bautismo cristiano de cualquier otra de estas otras prácticas purificatorias. Su carácter definitivo. Su ser indeleble, que queda señalado con énfasis en el título y cierra la poesía, declarando, con su hermetismo circular, lo invariable. El amor de Dios está ya ganado, más allá de lo que hagamos. Nuestra condición filial es indestructible, incluso inmune a nosotros mismos. Somos hijos, aun a pesar nuestro.

Pero más allá de este destino inmodificable, instalados en esta categoría que no cambiará, aún nos queda existir. El bautismo inicia una relación y, por lo tanto, es el comienzo de una tarea, una construcción que impone ciertos deberes. Aquí se propone una lista de cinco: plantar, crear, amar, crecer y luchar. Todas ellas acciones positivas, porque emanan de la Gracia sacramental. Así, la vida que se nutre del bautismo solo puede ser luminosa. La relación con Dios genera el Bien en forma ineludible.

Además, como todos los restantes sacramentos, el bautismo tiene un signo sensible de esta Presencia, el agua, que por licencia poética en este caso es presentada en una de sus formas, la lluvia. Es un agua celestial. Esta tiene una particularidad específica, que es lavar las heridas del alma, y borrar la maldad, ambas figuras del pecado. Un agua que tiene algo más que cualquier otra, un “plus” de poder que vive escondido en su interior. Lleva en sí la fuerza del fuego. No solo limpia, además quema. Purifica.

Se trata, en definitiva, de asumir esta condición. Ser hijo, porque, asegura el poeta, tan solo así serás feliz.

Y esto será siempre así, quedándote o yéndote.