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sábado, 29 de mayo de 2010

Jaspers Johns

Yo quiero a mi bandera
Planchadita, planchadita, planchadita

Sumo


Una de las claves de la pintura es la elección del motivo. Al menos lo fue durante siglos en los cuales la pintura fue la encargada de reproducir la realidad. Lo hizo con fines celebratorios, conmemorativos y en muchos casos pedagógicos. Los objetos fueron primero religiosos, luego civiles, por último naturales. La Madonna primero, luego el señor del lugar, mas tarde el paisaje. Cimabue, Tiziano, Cezanne, por hacer nombres.

Cuando apareció un instrumento capaz de cumplir con esta función con mayor exactitud, la pintura lentamente se fue corriendo hacia la abstracción. Con la desaparición del objeto a representar,se replegó sobre sí misma. La pintura fue así solamente pintura. Forma, color, Kandinsky, Mondriaan.

La representación y la abstracción se configuran en dos polos, pero entre ellos se libera un territorio fértil de posiciones intermedias. La representación objetiva de algo que tuviera más contenido simbólico que real fue uno de ellos.

Una bandera es una bandera, pero es siempre más que una bandera: es lo que ella representa. Su función no es tanto ser ella misma, sino más bien significar otra cosa. Su origen tiene, como tantas realidades, una raíz militar: la distinción en el campo de batalla. Perder las banderas era perder la batalla, en su faz simbólica y en su faz práctica. Sin la bandera la confusión reina.


También la bandera significó una descendencia, una casa, una sangre, en definitiva. Y próximo a esta idea y por extensión de la misma, un feudo, una comunidad y también una ciudad, un territorio. La bandera es una marca, una señal que indica una última instancia, una pasión de pertenencia. Los hombres sin banderas seríamos seres errantes y distantes sumidos en una tétrica apatía.

Las banderas de Jaspers Johns no flamean orgullosas al viento, sino que permanecen rígidas sin que un pliegue evidencie que las habita el aire, que es huella del espíritu. Su secreto está en la densidad de su materia, fundida en la cera del incausto, con un esfuerzo que se muestra arduo. De cerca no ocultan la violencia de sus grumos y su color permite ver en transparencia su corazón compuesto de vestigios de diarios hechos jirones.

La bandera es entonces una voz que se impone a otras voces. Las unifica en un discurso que las somete hasta reducirlo todo a susurros. Las banderas de Jaspers Johns están lejos de ser una tenue alegoría de la patria, son una maquinaria que se impone a la realidad inspirando incluso temor. Ellas enseñan a desconfiar de las otras que pasean su orgullo ondulante desde un mástil. Desenmascaran a las que habitan “alta en el cielo” en el país de elevadas águilas, y nos invitan a ensayar un vuelo rastrero para gustar la imperfecta belleza que la realidad tiene vista de cerca.

Son las otras banderas terrenales.

sábado, 9 de mayo de 2009

A propósito de Mondriaan

Un gran hombre es alguien que crea algo, y son pocos. Uno muy grande es el que sigue creando, después de haber creado. El que no se instala en el territorio ya conseguido, sino que, cómo el Ulises de Dante, le quema el ansia de partir. De estos hay muy pocos, y por nombrar algunos queridos diré Foucault, Buonarotti, Spinetta. Incluso hay quienes lo hicieron aun a costa de un fracaso rotundo. Caso emblemático, Giorgio De Chirico, que abandonó sus celebrados paisajes oníricos para retroceder a un estilo incomprensible.

Pero, además, hay una clase de hombres extremadamente raros, que son capaces de crear contra ellos mismos. Demoler los cimientos en donde ellos mismos están parados. Un crear que no olvida lo hecho, sino que lo destruye. Y no porque lo desprecie, sino movidos por una idea superior que exige un sacrificio extremo. San Pablo, Nietzsche y, claro, Mondriaan. A estos de estatura enorme me atrevo a llamarlos héroes.

Muchas veces me he preguntado cuánta es la deuda que el artista tiene con la técnica. Sobre todo con la consideración del contemporáneo, que está obligado a juzgar sin el reaseguro que otorga el tiempo. Brunelleschi fue admirado por sus vecinos florentinos, no por inventar el Renacimiento, sino por cerrar ese inmenso cráter abierto en su catedral, que los ponía en ridículo. Lo mismo los pintores, que hacían el milagro de duplicar la realidad, y los escultores que transformaban en carne el mármol. Los artistas eran capaces de hacer lo que los hombres comunes no podían. La admiración era un movimiento natural del espíritu, el mismo que nos asalta cuando vemos el gol de Maradona a los ingleses. Esa pregunta que surge del asombro: ¿cómo lo hizo?


Piet Mondriaan era un buen pintor de paisajes holandeses. Retrataba con un estilo no muy propio, pero valorado, molinos, árboles y la humedad de sus países bajos. Después fue a Francia y se dejó influenciar por el naciente cubismo. Fueron épocas de colores apagados y un mundo fragmentado en un espejo roto. Mientras tanto, buscaba un sustento para su pintura que estuviera más allá de las cosas.

Regresó a su tierra y tuvo un acercamiento a esa mixtura llamada teosofía. También amigos ardientes que compartían su inquietud, capaces de convertir una diagonal en un escándalo. Una revista mítica, la fascinación por la música que esconde la aritmética y una idea peregrina que enuncia así: “el arte es una propuesta de representar lo Universal, según un criterio de belleza, que considera a esta como algo que no se manifiesta en la apariencia exterior de las cosas, sino que constituye la esencia del arte, en la medida en que la verdad lo es de la filosofía”. Pero un enunciado no es, ni remotamente, un cuadro.


Un día, después de un largo camino, pero también de repente como suele suceder lo extraordinario, nació el primer Mondriaan. Esa mañana, porque de mañana tuvo que ser, él acabó con su propio arte, es decir, en sentido griego, con su propia técnica. En un instante se despojó de la coraza del don de pintar y se mostró desnudo. Y lo hizo de un modo radical y extremo, como solo ese tipo de hombres es capaz. Abandonó para siempre la idea de representar el mundo, para crear uno nuevo, más sutil.

Todos podían pintar ese cuadro y al mismo tiempo ya nadie podría hacerlo jamás.

martes, 8 de abril de 2008

Batifilósofo

Sócrates fue el primero en intentar convertir el obrar humano en una ciencia. Su interés no fue metafísico, es decir el conocer lo que por detrás rige el Universo. Su preocupación se centró en el comportamiento de los hombres, a quienes acechaba con sus preguntas serpenteando entre los pórticos de Atenas. Su filosofía es más bien una ética, y su escuela ha tenido seguidores en todos aquellos que se preguntaron alguna vez por el acontecer concreto de sus vidas. De estos los hay canónicos y también los hay inesperados, como el que casualmente me encontré hace unos días en televisión.

Era en uno de esos programas en los que se repasa una vida, con el afán de que la emoción traicione a todos, de ambos lados de la pantalla. El entrevistado es sometido a una especie de recorrido sentimental en el que no faltan familiares, amigos de la escuela, éxitos conseguidos a una edad por todos inesperada y consagraciones que son la justificación de su presencia. Todo transcurre en general de acuerdo a un guión bastante previsible, pero cada tanto aparece un socrático encubierto, y se rompen los esquemas.


Ante las palabras tiernas, pero exigentes, de una madre, el huésped responde que nada va agregar a ellas, por una simple razón: “Todo lo que diga será desmerecer lo apenas dicho”. Con su seca retórica enuncia los límites del logos. Aún más, delata que la palabra, en general necesaria para aclarar la realidad, puede ocultarla en modo lamentable. “No aclares que oscurece” dice el saber popular. No intentes agregar palabras a la verdad que se manifiesta luminosa, porque la degradarás instantáneamente. Primera lección que desvanece la posibilidad de las primeras lágrimas.

Luego es el turno de los amigos, un golpe seguro. Allí están, marcados por el reloj de los años. Son seguramente lo que hubiera sido el invitado, de no ser quien es ahora. Este declara sin anestesia: “yo a esta gente nunca le dí un peso”. El aporte generoso hubiera corroído indefectiblemente la amistad, porque la deuda de gratitud contraída la hubiera viciado. La igualdad es condición saludable para el desarrollo de los afectos, la generosidad una virtud a usar con cierto tacto. Menos mal que, por si habían quedado dudas, Mastercard nos recuerda en la tanda la diferencia entre valor y precio. No serán los amigos entonces quienes lo hagan recurrir a la caja de Carilina que permanece intacta.

Por último, llega el repaso de los logros obtenidos, que son realmente impresionantes. Hay momentos célebres y otros olvidados. El compacto es fulminante y estremece a cualquiera, sin embargo la confesión llega impertérrita: “Yo nunca me lo propuse, simplemente se fue dando”. La preparación para el éxito, que parece ser necesaria desde la infancia, la claridad de objetivos, la agresividad como estilo para llegar a la cumbre, todo se cae ante estas escuetas palabras. Cómo es posible construir un mito en estas condiciones. No hay lugar para la construcción del héroe así planteado. La montaña mitológica sucumbe nuevamente ante la invencible llanura socrática. Las lágrimas quedan para los fabricantes de ídolos, tal la profecía del salmista.

Me olvidaba, el programa: “Estudio futbol” en ESPN, con la conducción, siempre al límite del bochorno, de Alejandro Fantino (hay repeticiones totalmente aleatorias en cuanto a horarios se refiere).

El invitado: Gabriel Omar Batistuta. Lástima ese palo contra los holandeses en el ’94. Una pena.

lunes, 12 de noviembre de 2007

3 Sargentos

Al estudio Mazzinghi-Sánchez



Se mudó. Se cansó de ver su casa maltratada por la arrogancia de los ignorantes. Una terraza justo donde estaba la claraboya que inundaba de luz el espacio de sus cuadros. Cuánta vibración había sentido mientras imaginaba ese lugar junto al joven arquitecto, aun sin fama, y todavía indeciso si dedicarse a la pintura. Y todo por construir una pretenciosa terraza, para poner dos reposeras de caña y una sombrilla, y soñar con el Caribe. Las terrazas son los lugares en donde se sueña lo que no se es.

Se fue a la lejana Buenos Aires, a un pasaje de sonido triple y aire militar. ¿Quiénes serán esos tres? me pregunto luego de visitar su casa. Conozco el cojudo granadero que con su arrojo salvó medio continente, recuerdo a Pepper y su temprana psicodelia, viene a mi mente al severo árbitro de la primera división. Un cuarto se complica... Un pasaje de sabor algo europeo en su quebrado andar. Al caer la tarde, me comentan, transitan por su vereda desigual algunas cansinas prostitutas. Reminiscencias de los antiguos cabarulos de 25 de Mayo. Un pequeño tajo en la nuca de la ciudad, entre Catalinas y sus torres que anuncian lo que no seremos nunca y las ruinas de Harrods que recuerdan lo que alguna vez fuimos.

Al piso se llega por una ríspida escalera de contorsiones abruptas. Su interior me sorprende como un pote de crema chantilly visto por dentro. Su dulzor se mitiga con unas rodajas de ácida naranja, color de los ‘70. Una pared inquieta con su proximidad muda sugiere proyecciones. Las medianeras ayudan a pensar. Me aseguran que por la tarde un árbol trina de alegría vespertina. Todo es muy blanco, porque este es el color de lo que empieza.

Onzenfant, o alguna partícula de su espíritu, se mudó a Buenos Aires. Mira con una sonrisa cómplice a sus nuevos inquilinos, que intentan recorrer el camino del gran maestro que fuera su amigo. Y les desea suerte. Yo también lo hago.


(Buenos Aires, noviembre de 2005)

martes, 6 de noviembre de 2007

Mariano y yo

Suite en cuatro tiempos

1/ Allegro

Conocí a Mariano cuando compartía el primer Tiempo Nuevo con Bernardo, quien usaba unos anteojos gigantes que cubrían su feo rostro. Eran los años del Proceso y ese era casi el único programa periodístico que existía. Tengo el recuerdo de una escenografía a media luz, en tonos broncíneos más propios de una “boite” que de un programa político. Se me ocurre que todavía eran resabios de una estética en blanco y negro que miraba al color con desconfianza, como poco adecuado a la sobriedad de los temas a tratar. Eran una pareja bien aceitada, Bernie hacía la parte del incisivo y Mariano analizaba al final y sacaba las conclusiones apoyándose gallardamente en algún clásico. Por supuesto que Mariano siempre repartía ecuánimemente un poco de razón a cada uno de los invitados de turno, tal cual su estilo con el que continúa imperturbable hasta nuestros días. Sospecho que la razón para él sea como el lemon-pie que se sirve en su casa a la hora de los postres, en el comedor de Barrio Parque que todos conocimos cuando lo visitó Mirtha, aquella noche. Se reparte en partes iguales entre los comensales y sería seguramente de muy mal gusto si se lo comiera todo uno solo. Incluso podría resultar indigesto. Así piensa Mariano en la salud de sus convidados, mientras distribuye calmo porciones de verdad entre el comisario Patti y Shocklender.

2/ Adagio

Una vez salí con la hija de Mariano. Se llamaba Jacinta, pero ese nombre exótico no escondía ninguna rara belleza. Fue hace mucho y no me acuerdo nada, con lo cual pienso que me aburrí. Pero de algo estoy seguro: ella se aburrió más. En esa época que calculo a inicios de los '80 yo pesaba 50 kg, tenía unos rulos al estilo Walter Pico, y permanecía mucho tiempo callado confiando que mi aire taciturno podía resultar interesante. No lo era y las mujeres solían pensar que era un boludo mudo, lo cual era cierto. Nunca más la vi, aunque si vi su nombre en alguna revista, en donde decoraba con osadía calculada algún loft destinado seguramente a algún polista y su compañera modelo provista regularmente de minúsculo caniche. Ni siquiera lamenté demasiado que cuando se despidió, no me mirara firme a los ojos y me dijera "hasta el jueves" como hacía su papá desde la tele.

3/ Allegro con brío

Cuando volví de mi exilio europeo ya Bernardo y Mariano se habían separado irreconciliablemente y Bernie había abandonado las gafas, lo cual fue un claro error estético. Había que tomar partido por alguno y yo milité decididamente en las huestes del doctor. Las razones no eran políticas, ya que ambos prodigaban loas al sistema, sino de método. Bernardo era un gran machacador de consignas y armaba el programa en función de slogans que repetían invitados previamente seleccionados. Mariano mantenía su fórmula de dos campanas y apostaba todo a sus medidas conclusiones, tan bien equilibradas como los frisos del Partenón. Muchos le criticaban que "no se jugaba" como el valiente dragoniante Bernardo, que despanzurraba teléfonos en cámara, para explicarnos su ácida teoría del Estado. Pero a mí no me importaba. Siempre preferí pensar por mí mismo a que otros lo hagan por mí. Aunque sospecho que Mariano las conclusiones ya las traía de la casa, no le quito valor al disimulo. Como dice Cerati, "todo lo profundo ama el disfraz". Pero bueno, lo único que los argentinos no soportan es la falta de huevos y el pobre Mariano sufre esa ausencia y recibe críticas despiadadas de izquierda y de derecha. Yo, que nunca me destaqué por la valentía, me solidarizo con él en ese aspecto.

4/ Scherzo

Llegamos al último movimiento, con Bernardo que masculla su derrota desde el cable, con sus camisas diagonales y sus profesores gallegos que lo consuelan con su ética de bolsillo. Una vez escuché en una entrevista que Bernardo quería poner en su tumba un epitafio que dijera "ayudó a pensar". No entiendo por que la gente pretende ser recordada por lo que no hizo. En esa tónica, el de Grondona podría ser "garra y corazón". Pero aún no es tiempo de epitafios, Mariano sigue en pie, aunque algo maltrecho. Muchos le endilgan su supervivencia camaleónica como un pecado, pero hacer ese juicio en la Argentina me parece algo injusto. Además me simpatizan los cambios y las cabriolas del pensar y creo que la coherencia es una virtud sobrevalorada, producto de su desaparición, al menos en estos pagos. Sin duda su papel actual es algo triste, escondido detrás de su equipo de jóvenes periodistas reclutados en alguna mesa de saldos y sentaditos en pupitres lo que resalta la cátedra de nuestro ilustre profesor televisivo. Evidentemente agotado, cedió por primera vez en su larga trayectoria a la tentación de jugarse. Lo hizo por Menem y le salió mal. Un error imperdonable producto del cansancio que por un instante le hizo olvidar su esencia y su historia de hábil Odiseo. Mariano: no seré yo quien te condene, aunque alguna hipocresía se esconda detrás de tus angostas gafas.


(Buenos Aires, julio de 2003)

sábado, 27 de octubre de 2007

Kuitca

Ayer fui a ver a Kuitca. Confieso que desconocía la existencia de este artista, hasta que vi en el vecino MALBA su nombre en una gigantografía que pegaron en la entrada. Lo primero que pensé cuando leí su nombre fue, por semejanza, en Silvia Kutica, ochentosa actriz de telenovelas, a la que hace poco vi en una maravillosa película en el canal “Volver”, junto al ex-tenista Jorge Martínez (antes de que se operara la nariz). Totalmente impreparado y en estado de perfecta virginidad me dirigí entonces al museo donde me anunciaron que la muestra comenzaba su recorrido en el piso superior.

El primer piso visitado cronológicamente, que en realidad era el segundo espacialmente, me puso en un estado que fue evolucionando de la sorpresa hasta la abierta sorna, pasando por la indignación. Con mi acompañante nos mirábamos con cara de ¿qué es esto?, haciendo gestos manifiestos de nuestra incomprensión, como ser el de mover los extremos de la boca hacia abajo, junto con la reunión de los dedos de la mano que apuntan insistentemente hacia el mentón. Superado el primer desconcierto que reducía progresivamente el tiempo de permanencia en cada sala, nos dirigimos hacia el piso inferior.

Una primera sorpresa, en sentido contrario a la hasta ahora experimentada, la obtuvimos cuando observamos lo que desde el balcón del nivel anterior parecía un mural abstracto, como una mancha de blanco sobre fondo negro. Llegados hasta allí descubrimos que esta no era otra cosa que un inmenso mapa lleno de informaciones blancas, que parecían brillar en la noche como estrellas. La mayor densidad del blanco indicaba la presencia de ciudades, como si estuvieran estas iluminadas. Lo interesante es que este efecto se creaba por la mecánica trascripción sobre el fondo oscuro de un normal mapa de ruta, de esos que se compran en una estación de servicio. Un elemento inerte y puramente funcional se transformaba así en algo fuertemente expresivo, con un procedimiento simple. Menos es más, recordé de mis épocas de estudiante.

De allí pasamos a la sección de los teatros. Innumerables trabajos que consistían en la misma vista de distintos teatros, observados desde el escenario. Desde lejos parecían inequívocamente teatros, desde cerca, no eran más que manchas sugestivas. Todas las salas estaban vacías pero eran ineludiblemente llamativas, había súbitas rupturas de colores, deformaciones, intencionadas o casuales, esfumados que envolvían las plateas en espesos vapores. Los había grandes o miniaturas, realizados con técnicas para mí desconcertantes. Me vino a la mente una vieja canción de Paul Simon que se intitulaba “60 maneras de ser tu amante” o algo así.

Sucesivamente, la sala donde se encuentran las ocho gigantescas “tapas” de CD que contienen una imaginaria, y por analogía también supuestamente enorme, Tetralogía wagneriana. Son tapas “hiperreales”, con lista de cantantes y sello discográfico, pero obviamente vacías de música. Pensé en la infinidad de salas teatrales anteriormente vistas y en esta reproducción inútil que evoca la reproducción musical. Pensé en la “obra de arte total” que Wagner soñara y para la cual construyera un teatro específico para su representación, ahora reducida a una cajita de 13 x13 cm que pretende retener la totalidad de un universo. Pienso que quizás un tamaño más lógico para la tetralogía sea el que propone Kuitca, aproximadamente 3 metros por 3. Una múltiple cantidad de metáforas vinieron a mi mente. La tapa de Sigfried es bellísima. El nombre “Sigfried” se encuentra violentamente deformado, como si un ventarrón lo hubiera agarrado, como si la misma música lo hubiera traspasado. La música de Wagner, se sabe, despeina. A esta altura ya estaba emocionado.

Pero hay más. ¿Querés ver más?! Cuando bajé la escalera mecánica, observé el gigantesco mural que está en la triple altura del museo, al que antes no había prestado atención. Ni siquiera pensé que formaba parte de la muestra. Parecía a lo lejos hecho de granito gris, pero al verlo de costado, su excesivo espesor me hizo dudar. Más de cerca el misterio se devela. Son colchones. Pequeños y muelles colchones, alrededor de 40, puestos alineados formando un extenso mural. El misterio no acaba aquí, los colchones conservan las manchas propias de un uso sostenido. Humedades, excrecencias acumuladas están allí presentes sin disimulo, y era eso precisamente lo que le daba ese noble aspecto pétreo a la distancia. Están labrados por el tiempo, esculpidos por la presión de sucesivos cuerpos anónimos que han dejado allí sus huellas. Sobre esto y ya más de cerca se observa que se encuentran impresos unos pedestres mapas de ruta, esta vez en colores. Como dice una canción del infaltable Spinetta, “Nena tu cabeza va a estallar”. La mía estaba a punto de hacerlo.

La cama es un lugar. El lugar en donde pasamos la mayor cantidad de nuestras horas, aquí en la tierra. Es un reducto mínimo, cargado de sentido y de potentísima carga vital. En la cama se duerme, se sueña, se procrea, se enferma, se ve la tele, ocasionalmente se come, se convive, etc. Un microcosmos. Sobre ella el mapa. La representación quizás más fría del espacio. Un macrocosmos teóricamente representado con líneas y números, pero innegablemente bello. ¿Quién no ha sido subyugado alguna vez por la belleza de un mapa? Los colchones contienen un espacio del mundo elegido al parecer azarosamente. Un colchón con nombres de ciudades que parecen de Croacia, continúa en una roja carretera que nos deja en algún lugar del Altiplano. Soñar es un modo de viajar y quizás la única manera de unir un pedazo de Bolivia con otro de los Balcanes sea el sueño. Y acá paro.

Por último, ya al final, están las mesas. De nuevo nada es lo que parece. Son discos de un metro de diámetro colgados de la pared. Hay como 10 y si bien parecen pinturas abstractas, observados convenientemente se descubre que en ellos hay inscripciones, anotaciones al paso, dibujitos, manchas, chorreaduras de grasa y tantas otras cosas. El procedimiento es simple: una mesa forrada en el taller que se deja como lugar para imprimir el paso del tiempo, la vida cotidiana que deja su rastro descuidado.

Lo curioso aquí es el problema de hasta dónde la obra queda librada al mero caso y hasta cuándo se la controla. Este no es un acto fortuito que se recorta de la realidad, pero tampoco es del todo intencional, y en ese gris difuso se juega el concepto. Muchas veces leyendo una crítica uno se pregunta cuántas de esas cosas dichas, habrá realmente pensado el artista. Ahora, esta pregunta posterior se traslada al propio proceso de la obra. Y algo más. ¿Cuándo se decide que está terminada? ¿Cómo se encierra el caso en la retícula del tiempo? Debajo de las mesas hay fechas. Algunas se “formaron” en un día, otras llevaron meses, como una geología humana. Quizás el acto creativo se reduzca, en este caso, solamente a esto: decir basta. Y yo también me hago eco de la interrupción.

Salgo contento a tomar el colectivo. Una experiencia bastante intensa para media hora de visita. El arte re-significa la realidad. Desde hoy mi colchón ya no será simplemente un colchón. Ya no podré jamás mirar un mapa como un mapa. Las mesas que no hablan y cuentan historias, me parecerán mudas.

Llego a mi casa y mi mujer me dice que Verónica, mi hija de dos años, se hizo pis en nuestra cama. No la reto, quizás sea una artista.


(Estudio C&T, en Palacio Alcorta, Buenos Aires, junio de 2003)

martes, 23 de octubre de 2007

El sacrificio de Nito

Los griegos, amigos inseparables de Grondona, tenían una costumbre sana y terrible al mismo tiempo. Cuando les venía la mala realizaban a los dioses un sacrificio expiatorio. Un rito consistente en una montaña de leña, algunas libaciones de buen vino mediterráneo, imprecaciones masculladas a las divinidades y por supuesto: una víctima. En este último requisito, residía toda la responsabilidad del éxito del sacrificio. Debía ser pura, sin mancha, y cumplir innumerables premisas que aseguraran el suceso de aquel terrible acto. El valor de la víctima era entonces simétrico a la gravedad del problema enfrentado, hasta llegar al sacrificio humano, cuando era necesario dar vuelta una situación realmente complicada. Así la tierna Ifigenia fue entregada a Poseidón para permitir que zarpe la armada aquea hacia Troya. Así, a los mellizos hijos de Atamas se los estuvo a punto de matar para revertir una cosecha desastrosa, cosa que impidió "in extremis" la rauda aparición volante del borrego de los vellos dorados. Y así también, aunque lejos de Grecia, hubo de ser entregado al cuchillo el joven Isaac, para mensurar la fe de su padre.
Cada día más me asiste la certeza de que la malaria Argentina necesita de un sacrificio expiatorio para poner fin a sus desventuras. Sobran los sacerdotes dispuestos a llevarlo a cabo, rebalsan los voluntarios para amontonar las maderas de nuestros bosques, tenemos excelentes vinos para las libaciones y no nos falta imaginación para improvisar algunas oraciones. Todo eso teníamos, pero nos faltaba una víctima. Una perfecta ofrenda que sea representativa de nuestros males. ¿Cómo elegir uno entre tantos candidatos? ¿Quién será de ellos el más puro hijo de puta? Menem, Alfonsín, Duhalde, Moyano, Moreau... Sacrificar uno sería una injusticia hacia el resto. Una afrenta que los dioses no admitirían. De repente, esta mañana encontré la víctima perfecta. Fue cuando lo escuché pronunciar un enérgico discurso delante de una turba de ahorristas resignados. En él viven todos los personajes de la política nacional, sus voces, sus gestos y hasta sus máscaras. Así lo ha demostrado por años desde el escenario de innumerables “bodeviles” porteños, haciendo estallar la risa de una platea, sin mayores exigencias, que mansamente acepta una de las formas más estúpidas del humor: la imitación.
Lo siento Nito (Artaza), y que los dioses te admitan en las alturas del Olimpo. Allí quizás diviertas a sus moradores, imitando la tronante voz de Zeus, los mohines algo afeminados de Apolo o el andar bamboleante de Dionisio. Y los argentinos superaremos, gracias a una víctima tan prefecta, esta hora desolada de esperanza.


(Buenos Aires, enero de 2003)

viernes, 19 de octubre de 2007

Gracias Lole

Estoy indignado. Y este es un sentimiento que creo es saludable compartir con alguien, lo comparta o no. Confieso que yo también tenía mis esperanzas en la candidatura del Lole. Pensaba que era una posibilidad de librarse de un nuevo "sultanato". Un renacer, más honesto, con alguna gente nueva, sin pasar necesariamente por la anarquía. En fin no pudo ser... Seguramente el prudente Lole no quiso ser manipuleado por las maquinaciones de "Tachuela" e ir contra el “Turco”, quien fuera su mentor político. Los peronistas perdonan casi todo, menos las deslealtades. Esto se parece cada vez más a un capítulo de “Pokemón”. Los malos son decididamente muy malos y no se entiende un carajo.
De todas maneras no es esta la causa de mi señalada indignación. Mi bronca no proviene del desencanto. No se le puede obligar a nadie a hacer algo contra su voluntad. Y menos ser presidente, función que reclama mucha convicción. Mi calentura se dirige hacia esas personas que permanecieron en silencio tantos años, y que ahora resurgen para referirse con desprecio a lo que fue la carrera deportiva del Lole. Comentarios como, "y que querés siempre fue cagón", "Nunca se pegó una piña", "Eterno segundo", y otros de ese calibre, sinceramente me rebelan. Sobretodo si tenemos en cuenta cuántos "grandes" campeones del automovilismo nacional lo sucedieron en la F1: Popy Larrauri, Mazzacane, Tuerito y el colorado Zunino. Nombres que ya nadie recuerda.
País ingrato este, y quizás en eso radique parte de sus desgracias. Yo no puedo ni quiero olvidarme los madrugones para seguir por TV, rigurosamente en blanco y negro, al Lole desde los más lejanos autódromos del orbe. El llanto del relator de canal 7 cuando se venía la bandera a cuadros y ningún genio maligno podía arrebatarle la victoria. Las lecturas de la revista "Corsa", cuyo contenido resultó para mí siempre impenetrable. Palabras que, leídas por alguien a quien la mecánica siempre le pareció una ciencia oculta, evocaban metáforas de la naturaleza: “árbol del hebas”, “cigüeñal”, o bien insinuaciones algo eróticas, para aquellos años de censura, como las “polleritas”. Una ninfa con polleritas que corre por un bosque de árboles del hebas, perseguida por una bandada de cigüeñales... En fin, cómo no recordar ese artículo de la revista “Época”, que mi abuelo recibía semanalmente desde Italia, titulado "Il gringo sul cavallino" y que celebraba la entrada de nuestra estrella en la casa de “Maranello”. Y qué decir de un Boca/River que se jugó de mañana, ya que por la tarde corría el Lole para ganar un campeonato que las oscuras maquinaciones que ese tullido maldito de Frank Williams le negó.

El recuerdo de la ingratitud de aquellos años quizás fue lo que en definitiva decidió su destino, y el nuestro. ¿Cómo ser presidente de un pueblo que al primer traspié le recordaría cómo se quedó sin nafta a metros de la llegada? Yo lo banco ahora, como entonces. Le agradezco que haya despertado en mí un pasión por un deporte que ahora me produce un aburrimiento insoportable. Una súbita pasión fierrera, que tuvo su nombre, y que desapareció sin dejar rastros, en el mismo momento en que él abandonara las pistas para siempre. Mi secreta esperanza era que hiciera renacer en todos la pasión por la patria. No será así, al menos por ahora.


(Buenos Aires, julio de 2002)