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domingo, 31 de julio de 2011

Blind Melon

En el sistema solar de las frutas, al melón le corresponde el lugar de Júpiter. Por su perfecta redondez y también por su tamaño, solamente superado por la oblonga sandía, que a mi juicio es un astro caído de otra galaxia. Es el melón un planeta de tersura perfecta, que se manifiesta en general con un frágil amarillo que hace equilibrio para no deslizarse hacia el territorio inmaduro del verde o bien caer a un precipicio pasado de naranja.

Viene al mundo con un andar rastrero, guarecido entre las hojas gigantes de su planta. Allí, echado por tierra, mira los otros frutos mecerse aéreos entre las ramas y seguramente piensa que difícilmente exista un árbol capaz de sostenerlo. Su origen se remonta a los pantanos del Nilo, en donde creció al ras de aquellos limos iniciales, entre gatos sagrados y momias de ojos pintados. Su perfume endulzaba la siesta de los faraones y también la fatiga del esclavo judío, en las tardes de aquel imperio somnoliento de siglos.

Su redonda estructura guarda celosa desde entonces su secreto hecho casi exclusivamente de agua. Su sabor es tan tenue que solo se descubre con argucias. En primer lugar, el tacto, mediante un ligera presión de los pulgares en el ápice de ambos hemisferios. Si estos son blandos como la mollera de un recién nacido, el destino será prometedor. Después se procede a oler su superficie pegando bien las narices, como quien besara una sagrada frente. Por último, el oído, agitándolo con fuerza y esperando algún sonido que delate su madurez, aunque creo que esto último sea una verificación inútil. El melón es un fruto mudo.


La incertidumbre del gusto es una constante de las frutas, por eso enfrentarlas siempre resulta una aventura. Sobre el costado de la ruta donde antaño se vendían he visto a la gente actuando como ciegos antes de concretar su compra. Solo unas horas más tarde se vería la eficacia de aquellos ritos, cuando ante el preciso paso del cuchillo, abriera sus entrañas, dispuestas a hacer frente al calor de un agobiante verano. Porque, más allá de su gusto, el melón es siempre una esperanza de genuina frescura.

Muchos son los matrimonios que han sellado las frutas, pero no cabe duda de que el del melón es de los más singulares. No se sabe con certeza quién fue el que le presentó a su fiel cónyuge, el jamón, pero todo parece indicar que tal encuentro se produjo en Italia. Allí sus vidas se unieron para siempre y transitan desde entonces con una indisolubilidad que es ejemplo de católica ortodoxia. Una historia de amor que, como tantas otras, rompió los estrechos límites de la península para convertirse en patrimonio de la humanidad: Paolo e Francesca, Romeo e Giulietta, prosciutto e melone.

El mentado matrimonio separó al melón de sus compañeras y partió para siempre hacia el inicio del menú, dejando a las frutas olvidadas en las últimas páginas, entre flanes y ambrosías. Lo recuerdo servido en mi adolescencia en ecuánimes medialunas, con el jamón recostado como un noble romano sobre el húmedo lecho frutal. Había que cortarlo con pericia sin alejarse demasiado de su finísima piel, para evitar el derroche; pero tampoco muy cerca, porque la proximidad de la cáscara era segura promesa de dolor de panza. Finalizado el trabajo, quedaban las cáscaras como los restos dispersos del casco de una antigua nave, sorprendida en la tierra seca de una fuente de loza. Siempre veía partir hacia la cocina su esqueleto, con un dejo de nostalgia.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Strawberry fields

Esta es la historia de un periplo que algunos podrán interpretar como una decadencia. Pero el camino que desciende de lo exclusivo hasta lo masivo puede también ser leído como un ascenso. Abandonar la comprensión de unos pocos para sumergirse en los cálidos mares del favor popular es una opción vital. De las soledades que coronan un postre a la promiscuidad de una ensalada de frutas. Un destino que se vive agolpado entre naranjas pedestres y duraznos recortados de una lata de almíbar. Dicen que fueron las consecuencias de las leyes del mercado y de osadas modificaciones genéticas, pero yo prefiero pensar que se trató de la libre elección de una estirpe.

La frutilla fue un tiempo la hija mimada entre las frutas. Sobre todo en estas tierras donde el castizo fresa fue cambiado por el cariñoso diminutivo que ostenta. Fruta pequeña que parece destinada a no crecer jamás, como esos adolescentes que se resisten a la adultez. Pero como ocurre a veces con esos niños que, a pesar de ser mal educados, milagrosamente no resultan malcriados, sospecho que la frutilla ha olvidado su pasado de reina y vive feliz una existencia plebeya.

Cuando yo era chico todo lo que rodeaba a la frutilla tenía un halo de exclusividad. Empezando por esas pequeñas cajas de laterales de madera clara que eran su envase. Especies de cunas donde dormían un sueño apacible en las banquinas de las rutas. Allí se vendían a un precio elevado, garabateado con tiza sobre un cartón violeta.

En mi infancia las frutillas entraban en casa solamente cuando había visitas. Eran distintas de las de ahora, de menor tamaño y de un color intenso y más oscuro. Las actuales parecen haber desarrollado su actual físico a base de gimnasia y anabólicos. Su musculatura es más redondeada, pero su sabor muchas veces esconde una insipidez acuática. La frutilla se hizo grande y se volvió pálida con algunos trazos amarillos, como si el color no tuviera la fuerza de cubrir su ahora extensa superficie.


Su origen tiene la nobleza de los aristocráticos Alpes y un pasado romano que pervive en el nombre de su planta: fragaria. Fue así bautizada en honor del intenso olor que emanaba de los valles silvestres donde crecía ilimitada. Después llegó a nuestras tierras y se adaptó sin problemas a nuestra pampa rastrera, encontrando particular fortuna en Coronda, a orillas del Paraná. Allí abandonó para siempre el altanero nombre de fresa, para vestirse del más humilde frutilla.

No es una fruta para comer sola, pero es una compañera eficaz de muchos dulces. Su llave es su acotada acidez, fundamental a la hora de contener el dulzor excesivo de los postres que sin su ayuda resbalarían hacia el empalago. La combinación con crema es un ejemplo de matrimonio perfecto y con champagne, los resabios de una vida de lujo. De allí también proviene su fama afrodisíaca y el sueño de una noche de glamour impecable. Pero su nombre también evoca el dolor de una caída y las huellas de raspones hechos en las desiguales veredas de la vida. Una conexión que nos recuerda la efímera consistencia del lujo.

Sin embargo la frutilla por sobre todas las cosas encarna la idea de un final perfecto. La posibilidad de coronar la empresa de vivir con ese detalle último que la complete. Si la vida fuera una torta en donde se suceden capas crocantes de dolor con otras cargadas de la promesa de un dulce porvenir. Si a toda nuestra historia se la pudiera cubrir con la misericordiosa blancura del merengue. Aun así será una historia incompleta.

Solo el sueño de la frutilla sobre la torta será la señal de que la vida puede ser consumada.

sábado, 25 de julio de 2009

Actinidia deliciosa

Hasta que tuve unos, digamos, veinte años, pensé que el mundo de las frutas estaba clausurado a lo nuevo. Las fruteras no eran portadoras de sorpresas y obedecían dóciles al cambio de las estaciones. Manzanas y naranjas, y a veces alguna mandarina para pasar el invierno; uvas, duraznos y peras para refrescar el verano. La banana una constante que no conocía ocasos. Eso parecía ser todo.

Pero un día apareció la novedad e irrumpió con la insolencia propia de su naturaleza. Lo nuevo trae aparejado un ineludible efecto desestabilizador que se abate sobre la comodidad de lo conocido. Lo extraño no puede causar otra cosa que extrañeza. Como la aparición de los españoles de Cortés, con sus armaduras de chapa, que causaron un desconcierto fatal en los de confundidos súbditos de Moctezuma. La novedad enciende los temores más recónditos en los espíritus conservadores.

Su aspecto resultaba sospechoso, sobre todo por que aquello no parecía una fruta. Era más bien el torso de un pequeño pájaro descuartizado con esmero para que no quedaran rastros de extremidades pretéritas. Y de allí extrajo su nombre, kiwi, que es más un sobrenombre que imita el nombre de un ave exótica. Incluso hoy, que ya es un habitante familiar a la hora del postre, me parece percibir cuando lo agarro, un latido en la palma de mi mano incrédula, como un temblor que recuerda un ancestral pasado de pájaro.


Romper años de monotonía era un desafío complejo. Me imagino la desconfianza de las restantes habitantes de la frutera por este nuevo intruso peludo de color incierto. Créanlo o no, hay racismo entre las frutas. Sin embargo, las reticencias quedaron atrás el día que alguien lo liberó de su envoltorio velloso y para sorpresa de todos apareció ese verde que parece iluminado como si una fuente de luz estuviera en su interior. Quién sabe, el asombro pudo trocarse en la malsana envidia de una mandarina celosa. Una cosa está clara, tuvo que hacerse bien de abajo el kiwi.

Lo nuevo trae también aparejado dificultades técnicas, propias de todo aquello que no está domesticado con la cultura, que es hija del hábito. Todavía hoy el modo de comerlo no presenta una tendencia definida. Pelarlo es un problema, ya que su cáscara es sorprendentemente fina, más de lo que su aspereza podría sugerir, y la lubricación excesiva que produce su jugo dificulta la maniobra. Hay amplias posibilidades de resbalones entre los dedos, salpicaduras y el más temido bote a tierra. Yo aplico el sistema, que podríamos llamar “tipo palta”, de un violento corte ecuatorial, para luego proceder a la extracción de la pulpa a punta de cuchara. Es un método violento y poco elegante, pero efectivo. Lo aconsejo.

Su procedencia nos acerca a un país insulso que lleva la novedad en su nombre y que es conocido sobre todo por sus gigantescos y primitivos hombres de negro completo. Sin embargo, su origen real está, parece, a los pies del Himalaya, y esto fortalece su leyenda, ya que nunca es fácil crecer bajo la mirada de un gigante. Se lo llamó “yang-tao” que significa con extrema simpleza denotativa: uva china. Su nombre oficial, Actinidia deliciosa, le da la prestancia que siempre regala el latín. En él se encierra la promesa que trae lo nuevo, en cuanto somos capaces de vencer los temores que su llegada nos produce. La delicia que enuncia, pocas veces defrauda.

sábado, 6 de junio de 2009

Dame un limón

“Al cielo se va por la puerta de servicio”, me dijo una vez un sacerdote. Desde ese día, cada vez que en un plano tuve que dibujar una “puerta de servicio”, me vi sorprendido por una especie de sacro respeto. Como si fuera el único poseedor del secreto de la inmortalidad. No los batientes lujosos que introducen en un marmóreo hall, sino esas escuetas puertas por las que se embocan pasillos tapizados de azulejos. Ese es el camino seguro al paraíso.

El servicio es el destino de los que están llamados a brillar a la sombra de otros. La soledad los perjudica. Es en función de los demás que adquieren sentido. Poniendo en relieve las virtudes de quienes lo acompañan. El destino del limón esta prendado de salvación.


Sea para regar las espesa aridez de las frituras, el jugo es la bendición de una argentina milanesa o de una fiesta de rabas. Exprimido con fuerza después de ser asegurado con los dientes apretados de un tenedor. O bien en la rodaja elegante que muerde el fino cristal que encierra un gin-tonic. En la cáscara derrapada que reemplaza la aceituna de un Martini, o “clarito”, como se lo conoce en nuestros amables copetines porteños. También en la lubricación que hace más digerible la proverbial sequedad de la pechuga. O en el gajo que, metáfora de una luna menguante, apaga el fuego de un tequila asesino. Lo imagino sereno, decorando el té puntual de una señora inglesa, que en pequeños sorbos añora su patria desde una lejana colonia. O aristocrático “lemon-pie” que se destaca en el borde de una mesa, ante tanta repostería bañada con patriótico dulce de leche. El limón es ingrediente por naturaleza.

Hay quienes no se pueden abordar solos. Un carácter demasiado fuerte los domina y se vuelven irascibles. El encuentro desnudo con un limón arrancará seguro lágrimas. Solo se acepta su presencia suavizados, diluidos en un mar de agua que los convierta en limonada. Antiguo aliado contra las más fervientes sedes, en meriendas anteriores a la invasión de las gaseosas burbujeantes de marketing. Limonadas prístinas que apagaban la portuguesa ansia que sostenía al atribulado Pereira.



Nacido en la lejana Asia, fue conocido tarde en Europa. A ella lo trajeron como estandarte los árabes y llenaron España con su perfume de flores de azahares blancos. Gladiador contra violentos resfríos, es benéfico componente de remedios saludables y portador de vitaminas invencibles. Fue cicatrizante en la Edad Media de las heridas del cuerpo, rasgado por filosas espadas de Toledo. Su agria consistencia es fatal a las toxinas.

Yo le tengo especial bronca a la versión enana que viene de Brasil, que se da aires de una vida exótica, húmeda de “caipirinhas”. Me gustan los que son bien amarillos de forma ovalada con las puntas turgentes. Cortarlo en melancólicos gajos o en circulares rodajas, e invitarlo luego a mejorar el mundo. Quisiera tener su espíritu servicial, ser ladero de las cosas, para que estas se presenten más sabrosas. También poder recurrir a sus servicios cuando me aqueja el tedio. Y pedirle a la vida que me de un limón, para rociar sobre la realidad, si esta se volviera insípida a mis ojos.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Peras al olmo

En todas las familias reales hay siempre una princesa alocada. Ellas producen escándalos que quitan el sueño a los reyes, pero al mismo tiempo aproximan la plebe a los castillos. El pueblo raso siempre ha adorado estos personajes libertarios que jaquearon con sus deslices los blasones más ilustres. Indómitas a las rigideces de la etiqueta y al tedioso proceder de los rituales de la corte, recuerdan a todos lo humano que se esconde detrás de un soberano. Da la impresión de que sin ellas las dinastías morirían asfixiadas en su propio almidón.

Protagonistas de infidelidades clamorosas o de intrigas urdidas con sublime arte femenino, fueron siempre moneda de cambio para sellar alianzas. Prendas otorgadas para llamar a la paz a señores díscolos con esponsales tan majestuosos como improbables. Contrapunto ineludible, un hilo de aire fresco que se cuela por los corredores de la inexpugnable fortaleza. En el palacio de la manzana siempre brota una pera de espontánea alegría.


Su similitud hace su hermandad reconocible. Empezando por la piel de idéntica sustancia, solo diferenciada por el accidente del color. Ese amarillo suave que es una promesa de frescura. Ambas se consumen siguiendo un idéntico rito que puede ir desde el paciente cuchillo hasta el salvaje tarascón que tritura su masa entre los dientes. Pero, se sabe, las diferencias tienen por madre lo símil y en esa sutil desigualdad se construye una personalidad avasallante. Empezando por su forma esbelta, que revela una femineidad sinuosa que desmerece el aspecto de su parienta. Siguiendo por su jugo, que entrega generosa hasta que desciende por su homónimo accidente hasta bañar el pecho. Por último, el sabor de un dulzor anegado en agua fresca, que se deleita siempre con algo de júbilo.

Ella promete un deseo para ser cumplido sin complejos, más superficial, pero de una intensidad liberadora. Una pasión destinada a morir pronto, que dejará huellas tenues, no como aquella que produjo para siempre la condena del Edén. Nadie la toma tan en serio y pronto recibe el perdón de los pecados juveniles y de los descalabros que tiene la inmadurez como atenuante. Es una compañera deliciosa, pero de esas con las que es difícil establecer uniones duraderas. Son pocos los que en el invierno se acuerdan de las peras.

Su recuerdo está íntimamente ligado al verano y a su desparpajo. Se podría decir que, en comparación con la manzana, es una pésima estudiante. Vive obsesionada por el sonido del mar y gusta ser presentada en mesas de jardín, para servir de postre de almuerzos frugales a base de finas tajadas de fiambre. Sobre todo en mediodías soleados, en donde su cáscara parece brillar con luz propia. Creo que es necesario, para apreciarla, tener una cierta dosis de informalidad y algo de desenfado estival. Es una fruta orgullosa de ser estacional.

La vida sería muy pesada si sólo existieran las manzanas. Dios quiso darnos las peras para recordarnos que quiere hijos alegres. Los espíritus tristes son como los olmos, imposible pedirles que produzcan peras.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La gran manzana

Muchas veces me he preguntado si una manzana no fue un precio algo bajo por el Paraíso. Quién sabe cómo ella se convirtió en el importe para el mayor de los deseos: querer ser como dioses. Quizás haya sido el intenso color de su piel fina, o su forma rotonda, que en sus extremos adquiere sinuosidades de reminiscencias femeninas. Lo que parece descartable es que este privilegio provenga de su sabor, que siempre me pareció por debajo de su fama.

Es verdad que la antigüedad suele ser un factor decisivo a la hora de las soberanías. Y en este caso poseemos un dato mensurable que tiene la frialdad que los números otorgan, lacónicos, como una sentencia inapelable. Es difícil que algo pueda ostentar un cultivo tan ancestral, que se calcula en unos 15.000 años. Épocas hundidas en el primer albor de lo humano, en las orillas de los simios. Su origen se supone en el áspero Cáucaso, pero pronto hay noticias suyas en los inundados verdores del Nilo. Los años son una fuente segura de prestigio.


Sin embargo, no solo el tiempo entreteje el poder. Los reyes siempre han buscado un origen antiguo, pero también enmarañar sus raíces entre divinidades que desbordaran la cronología. La augusta manzana pronto se entremezcló entre los dioses paganos y fue el premio de la famosa disputa de las mujeres olímpicas. En una improbable versión dorada fue el trofeo que recibiera Paris por actuar de juez en aquella frívola disputa femenina. El fallo en favor de Afrodita fue la causa remota de la desgracia de su estirpe, que se perfeccionó mas tarde con el rapto de Elena.

A pesar de sus impresionantes pergaminos, la manzana se presenta humilde, con ese tipo de modestia que solo poseen los que están íntimamente seguros de la valía de su estirpe. Aparece siempre lista para ser consumida sin rodeos, provista de una cáscara comestible, que paradojalmente es la que sostiene su fama. Esta fina piel reivindica la profundidad que esconde siempre la epidermis. Separarla es una tarea que requiere de pericia y pulso firme a la hora del cuchillo, y es también un acto vejatorio. Una manzana pelada pierde toda su fascinación, como un príncipe al que hubieran desnudado unos rabiosos jacobinos de alacena.


Como sucede con las cosas que se nutren en demasía de su aspecto bello, la manzana es una fruta propensa a las traiciones. Aquellas de un rojo parejo y oscuro pueden ser decepcionantes a la hora suprema del alimento. A pesar de tener menor reputación, prefiero esas bastardas verdes, cuya acidez parece sacudir de una siesta a las adormiladas papilas. De todos modos, señal última de nobleza, ninguna de las innumerables variedades podrá ser jamás consumida hasta el final, ya que el centro siempre se resiste tercamente, prefiriendo un destino de tacho de basura al de nuestras recónditas entrañas. La realeza prefiere el olvido a ser devorada totalmente por las muchedumbres famélicas.

La manzana cuenta desde siempre la historia del deseo que, lejos de ser espontáneo, es una lenta construcción humana. Ella es ese objeto que promete conquistar un mundo, pero que, una vez mordido, nos revelará implacable la severa realidad de nuestros límites. Espejo que alumbra quiénes somos, con toda la luz de la manzana.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Chupate esta mandarina

Hay quienes viven opacados por una semejanza. Su destino queda truncado por el parecido a una realidad que convierte su existencia en un crepúsculo sin amanecer. Parecerse a alguien superior puede ser una fortuna, pero también una esclavitud. Sobre todo si la dimensión de la realidad referida es tal, que resulta aplastante. La comparación renueva insistente su proverbial antipatía.


¿Qué hubiera sido de la mandarina si no hubiera existido la naranja? Difícil saberlo. Méritos que determinen la superioridad de esta última no resultan evidentes. Al menos ninguno aparece para justificar que su fama sea tan apabullante. Fundamentalmente si pensamos que la derrotada no carece de virtudes, algunas de ellas excelentes. Pero de nada valen los argumentos en este mundo regido por la frialdad de las encuestas. De todos modos la historia frutal, como otras, está tejida con el amargo hilo de las excusas. Elaborarlas es el camino que al menos impide caer en el que Nietzsche definiera como el peor de los defectos: el resentimiento.


Para comenzar, hay una clara ventaja técnica que se manifiesta a la hora de la maniobra inicial. Basta el hiriente hincado de la uña pulgar para que la cáscara se desprenda sin dificultades de una pulpa a la que concedemos el defecto de su deshilachada apariencia. Sin embargo, esta no oculta lo que constituye su característica más singular, la sutil partición en insinuados gajos. Esta es una rareza práctica y didáctica al mismo tiempo. Como si Dios a la hora de crearla hubiera querido liberarnos de la siempre comprometida tarea de dividir y, al mismo tiempo, impulsarnos a compartir. Una fruta apostólica que parece señalarnos el único camino seguro hacia el Cielo.


Imagino a aquel desprevenido Marco Polo lusitano que, llegado a las orillas de la China, tomó por primera vez confiado entre sus manos esta naranja aboyada. Más allá de su forma, que habrá tomado por alguna deformación de la especie, fue sorprendido por un sabor de suavidad inesperada y leve. Pasado el jugo quedaron en su boca los cadáveres de múltiples semillas, dispuestas a ser escupidas describiendo parabólicas trayectorias hacia el suelo. Tendría algo de poeta aquel curioso comerciante ya que decidió nombrarla con un nombre que recordara su origen para siempre. Con buen humor asoció su color a los trajes de los dignísimos nobles de aquellas lejanías orientales.


Con todo, tanto esplendor tendría su revés, que descubrió cuando pasadas varias horas no podía quitar de sus manos el persistente perfume rancio de aquel fruto, que lo seguía como un perro faldero. Quizá haya sido esa insistencia la que la condenó para siempre a un papel secundario. Se sabe que el olfato es el más discriminador de los sentidos.


Sin embargo, intuyo que la razón más poderosa que explica su opaca realidad anida insospechada en un indómito carácter. Ella, estoy seguro, ocupó su lugar a la sombra de la famosa naranja y lo soporta con la tranquilidad que sólo acompaña a los que eligen su destino. Es reflejo de todos los que se resisten a ser avasallados y sufren las tropelías con orgullo.


El orgullo de jamás ser exprimida.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Banana Republic

En primer lugar está su diseño perfecto que se funda en la practicidad, demostrada en la extrema simpleza con que se consume. Mientras otras necesitan de trabajos quirúrgicos, que obligan al uso de utensilios múltiples para el retiro de sus despreciables coberturas, ella no pide más que una rudimentaria destreza manual. Un golpe seco que desnuque el cabo y un lento deslizarse de pétalos amarillos, bien circunscriptos por góticas nervaduras.


Su cobertura se retira sin dar posibilidad de duda. El límite entre contenido y continente tiene una separación cartesiana, que no deja espacios para grises. La sequedad proverbial aleja el peligro de algún líquido artero, presente en otros frutos de consistencia más obscena. Por último, la cáscara que, liberada de su oficio protector, guarda en su seno un humor sencillo y contundente, con la posibilidad de inverosímiles patinadas.


Es discreta. No deja rastros de su presencia, al contrario de aquellas delatoras que nos persiguen con las huellas de su aroma entre las uñas. La ausencia de carozo es algo que despierta la confianza de lo unívoco. Su interior no guarda el secreto de una descendencia que es el sueño de la eternidad de toda especie. En ausencia de semillas visibles, su reproducción permanece oculta en un casto misterio.


También es honesta. Los pecados de su interior se reflejan con un noble anochecer que se delata en la superficie de su blanca epidermis. No es como otras, en las que la cáscara nada nos dice de su interior, para sorprendernos luego muertas como tubérculos o con un agua insípida en lugar del esperado jugo. Ella, en cambio, espera paciente en una frutera arrumbada que su verdor ceda al fino amarillo y protesta su olvido con callada negrura.


A la hora de servirse, si se quiere esquivar el modo de nuestros antiguos primates, se presta al juego y es la alegría de los niños en improvisadas calesitas. Es generosa a la hora de los maridajes y acepta gustosa la compañía de la sencilla azúcar al azar espolvoreada, de la crema inmaculada o del más argentino dulce de leche. También puede cambiar sin esfuerzo su consistencia y ser humildemente pisoteada para convertirse en un néctar cercano a la olímpica ambrosía. O sucumbir a la atroz violencia de la licuadora para apagar una sed que no desdeña el nutrimiento.
Una vez un compañero de trabajo, en Italia, me contó una historia tremenda. La de un patógeno microorganismo escondido en el cabo que había provocado la enfermedad y posterior muerte de un pariente. Un ínfimo gusano ecuatorial habría resultado letal para este europeo altanero, que sucumbió a una añeja venganza tejida bajo un sol de perpendiculares rayos. Una reacción justificada en siglos de desprecio por la tierra en donde brotan los árboles que le dan vida y la cobijan bajo hojas grandes como techos.


De todos modos, nunca creí del todo aquella historia, la cual puse en seguida en el renglón de las calumnias a este noble fruto. Seguramente fue el producto de un resentimiento cítrico. Una más de las humillaciones que continuamente se despliegan hacia este dorado hijo de los trópicos. Como aquella que une su nombre a la frágil consistencia de las jóvenes y soleadas repúblicas que crecen vecinas a sus plantas. No le temo al escarnio, y me declaro orgulloso y feliz de compartir con ella una nación y también un destino. El de ser bananero.