sábado, 27 de noviembre de 2010

Gin tonic existencial

Para ver bailar voy a un club
mientras muerdo el limón
de un gin tonic usado …
en tu cadera.


(Andrés Calamaro)



El verano empieza para mí con el primer gin-tonic. Cuando en alguno de los primeros días de calor nace un determinado tipo de sed distinta de las otras. Es una sed aplicada, intensa pero en un cierto sentido concentrada, muy distinta de aquella indiferenciada que se calma con cerveza. El inicio del verano indica también el ocaso de ese sol otoñal llamado whisky. Las bebidas son estacionales.

No creo que el gin-tonic sea un cocktail, al menos seguro no lo es la versión rastrera y popular en que generalmente se lo consume. La versión que al menos yo practico está lejos de refinamientos absurdos. Solo se trata de mezclar con decisión los cuatro elementos que lo componen sin demasiados recaudos. Se trata de hacerlo (y de beberlo) con una simpleza similar a la que uno vive.


Por orden de aparición se empieza por el gin, lo más valioso pero a mi juicio en este caso no lo más importante. Una mediocre versión nacional basta y sobra para prepara un excelente gin-tonic. Todo lo demás es marketing. Un gin de alto precio en el momento en que se sirve puede servir como ostentación, pero recién mostrará su calidad al día siguiente y solo si se superó la cantidad aconsejada. La presencia del gin debe sentirse constante pero levemente en el fondo del trago. Como la conciencia, debe estar presente, pero no al punto de ahogarnos con la culpa.

Después viene el limón que oficia de accidente. Es decir, lo que sin ser esencial le entrega al trago su individualidad y también alegría. Yo prefiero cortarlo en gajos, exprimirlos y después tirarlo deformado en el vaso. Poner una rodaja en el borde del vaso constituye una frivolidad. Los accidentes deben servir a la esencia y no ostentar demasiado su presencia.


El tercer elemento en cuestión es el hielo, el cuerpo sólido, la materia. Siempre pensé que ningún elemento define tanto el estatus social como el hielo. Hay hielos grandes y de una dureza pétrea que se expresan con formas adustas como si hubieran sido recién arrancados de un majestuoso glaciar. En mi casa, en cambio, los hielos son pequeños, de una geometría obvia y entregan su frío demasiado rápido. Con el hielo siempre vivo en una permanente sensación de escasez, que es por otro lado el destino de todo lo material.

Por último llegan las circunstancias que rodean a la existencia. Se puede hacer todo bien y sin embargo en circunstancias adversas los mejores proyectos naufragan irremediablemente. El agua tónica es impredecible y siempre amenaza con que la falta de gas termine por arruinarlo todo. Abrir la botella y escuchar el sonido de su aire comprimido es un momento de máxima tensión. Hay botellas que exhalan un aliento que tiene la consistencia de lo último. El tono del gin-tonic radica misteriosamente en su elemento incorpóreo.

Finalmente, no queda otra cosa que disfrutarlo, mejor si servido en un sincero vaso de ancho generoso. Y esperar su quirúrgico paso por la garganta, que nos ilusiona por un instante con la idea de que la sed puede ser definitivamente curada, como en un nuevo Siloé.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Post Heidegger

Hace como diez años me decidí a leer Ser y tiempo. Fue como escalar el Everest en remera y zapatillas. Una empresa imposible condenada al fracaso desde el principio, pero contra todo pronóstico llegué a la cima de sus 470 páginas de la edición Del Fondo, con traducción hermética de Gaos . Fue una cumbre vacía, no pude alcanzar desde ella ningún horizonte y tampoco pude extraer demasiado de tan arduo recorrido. Decir que no entendí nada es decir poco.

Me consolé pensando que el alpinismo es siempre un esfuerzo inútil, se trata en suma de subir para después bajar. Sin embargo, lo que ha sido fructífero, y confío lo seguirá siendo, es el recuerdo de ese viaje. Los esfuerzos suelen ser valorados postreramente. Con los años he rodeado esa montaña infinidad de veces, acompañado de guías diversos, que me han abierto la mirada hacia esas alturas por donde alguna vez anduve. El poder decir “yo estuve allí” fue sin duda motivo de orgullo y también fue reconfortante volver sobre esas páginas subrayadas con esmero y algunas veces con rabia, contra las severas limitaciones de mi entendimiento.

Lo primero que se experimenta con la lectura de Heidegger es su densidad. Su consistencia es como la de una sopa espesa cuyo sabor nos rechaza, pero que bebemos con la intuición de que será nutritiva. La dificultad del lenguaje constituye un verdadero rompecabezas para los traductores, que aún discuten sobre la elección de los términos adecuados de su término clave: Dasein. Queda la sospecha de si todo no podría haberse dicho de manera más fácil. Si, como decía Ortega, la claridad es la cortesía del filósofo, Heidegger es ciertamente un maleducado.


Superada esta primera y no menor dificultad, se crece en la certeza de estar frente una sustancia de riqueza incomparable. El texto comienza solemne con la célebre denuncia del olvido del Ser. Hemos olvidado lo fundamental, nos amonesta Heidegger, y nos hemos perdido definitivamente. Para intentar el regreso es necesario desplazar nada menos que al sujeto entronizado por Descartes. El hombre y el mundo ya no son dos realidades enfrentadas, sino una sola única realidad indisolublemente entrelazada. Como los mobiles de Calder, el hombre de Heidegger llega al mundo como si sobre su cabeza llevara una de estas esculturas. El mundo está frente a él, pero conectado de manera que de algún modo reproduce sus movimientos, formando hombre y mundo una unidad tentacular.

Cómo el hombre se presenta ante este mundo que lo condiciona y al que él mismo condiciona es el desafío que enfrentamos. Cómo hacerlo sin caer en la trampa de la tecnología que pretende dominarlo y sin huir hacia una existencia inauténtica, sometidos a los mandatos del Uno. Cómo, en definitiva, aceptar nuestra finitud y nuestro destino de “ser para la muerte”.

La filosofía de Heidegger, al menos la del primero, porque hay varios sucesivos, nos sumerge en un mar de peligros desde donde es necesario emerger a una vida auténtica. Un mar extremadamente rico de peces donde muchos han pescado y seguirán haciéndolo. El hombre que resulta de esta experiencia es en su tarea imponente, aunque adolece de la sequedad que ofrece todo existencialismo. El esfuerzo de vivir bajo su imperio se asemeja al necesario para emprender con su lectura.

El pensamiento de Heidegger representa quizás la cumbre de lo que la filosofía puede alcanzar sin el auxilio de la trascendencia. Es mucho, pero al mismo tiempo, es definitivamente poco.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Strawberry fields

Esta es la historia de un periplo que algunos podrán interpretar como una decadencia. Pero el camino que desciende de lo exclusivo hasta lo masivo puede también ser leído como un ascenso. Abandonar la comprensión de unos pocos para sumergirse en los cálidos mares del favor popular es una opción vital. De las soledades que coronan un postre a la promiscuidad de una ensalada de frutas. Un destino que se vive agolpado entre naranjas pedestres y duraznos recortados de una lata de almíbar. Dicen que fueron las consecuencias de las leyes del mercado y de osadas modificaciones genéticas, pero yo prefiero pensar que se trató de la libre elección de una estirpe.

La frutilla fue un tiempo la hija mimada entre las frutas. Sobre todo en estas tierras donde el castizo fresa fue cambiado por el cariñoso diminutivo que ostenta. Fruta pequeña que parece destinada a no crecer jamás, como esos adolescentes que se resisten a la adultez. Pero como ocurre a veces con esos niños que, a pesar de ser mal educados, milagrosamente no resultan malcriados, sospecho que la frutilla ha olvidado su pasado de reina y vive feliz una existencia plebeya.

Cuando yo era chico todo lo que rodeaba a la frutilla tenía un halo de exclusividad. Empezando por esas pequeñas cajas de laterales de madera clara que eran su envase. Especies de cunas donde dormían un sueño apacible en las banquinas de las rutas. Allí se vendían a un precio elevado, garabateado con tiza sobre un cartón violeta.

En mi infancia las frutillas entraban en casa solamente cuando había visitas. Eran distintas de las de ahora, de menor tamaño y de un color intenso y más oscuro. Las actuales parecen haber desarrollado su actual físico a base de gimnasia y anabólicos. Su musculatura es más redondeada, pero su sabor muchas veces esconde una insipidez acuática. La frutilla se hizo grande y se volvió pálida con algunos trazos amarillos, como si el color no tuviera la fuerza de cubrir su ahora extensa superficie.


Su origen tiene la nobleza de los aristocráticos Alpes y un pasado romano que pervive en el nombre de su planta: fragaria. Fue así bautizada en honor del intenso olor que emanaba de los valles silvestres donde crecía ilimitada. Después llegó a nuestras tierras y se adaptó sin problemas a nuestra pampa rastrera, encontrando particular fortuna en Coronda, a orillas del Paraná. Allí abandonó para siempre el altanero nombre de fresa, para vestirse del más humilde frutilla.

No es una fruta para comer sola, pero es una compañera eficaz de muchos dulces. Su llave es su acotada acidez, fundamental a la hora de contener el dulzor excesivo de los postres que sin su ayuda resbalarían hacia el empalago. La combinación con crema es un ejemplo de matrimonio perfecto y con champagne, los resabios de una vida de lujo. De allí también proviene su fama afrodisíaca y el sueño de una noche de glamour impecable. Pero su nombre también evoca el dolor de una caída y las huellas de raspones hechos en las desiguales veredas de la vida. Una conexión que nos recuerda la efímera consistencia del lujo.

Sin embargo la frutilla por sobre todas las cosas encarna la idea de un final perfecto. La posibilidad de coronar la empresa de vivir con ese detalle último que la complete. Si la vida fuera una torta en donde se suceden capas crocantes de dolor con otras cargadas de la promesa de un dulce porvenir. Si a toda nuestra historia se la pudiera cubrir con la misericordiosa blancura del merengue. Aun así será una historia incompleta.

Solo el sueño de la frutilla sobre la torta será la señal de que la vida puede ser consumada.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Actor’s power

Es conocida la sentencia de Platón referida a los poetas, que se extendía por añadidura al teatro y a sus actores. No había lugar para ellos en su República. En su esquema de verdad, el actor era quien encarnaba el engaño del poeta, provocando una desviación inadmisible en el camino de las ideas. No hay duda de que Platón era un fascista y el título de su libro La República, donde propone estas severas purgas, parece una ironía.

Los griegos inventaron muchas cosas, pero el teatro es sin duda su invento más genuino. Una genialidad exclusiva y en cierto modo inexplicable, más allá de las geniales intuiciones que Nietzcshe despliega en El nacimiento de la tragedia. A través del teatro se proponían los poetas educar al pueblo, relatando sus mitos y las proezas de sus héroes. Pero la complejidad de esos relatos podía llevar a conclusiones aventuradas. De ahí el enojo platónico que pretendía disciplinar a sus ciudadanos sin dejar lugar a interpretaciones.

Los actores, encargados de llevar adelante los dramas, eran seres enigmáticos. Su identidad permanecía oculta detrás de una máscara. Llevaban una vida oculta que les permitía luego asumir distintos roles, incluso durante el transcurso de la misma obra. Su existencia escondida era opuesta a la ostentosa visibilidad de los atletas. Basta recordar las odas que les dedicaba Píndaro a las proezas olímpicas de estos últimos. Por supuesto que Platón les daba una calurosa bienvenida a su exclusiva República. El atleta equivalía a la verdad y el actor a la mentira.

Hoy no existen estas diferencias y tanto actores como deportistas conviven en la genérica categoría de “famosos”. De ellos sabemos todo, lo que ellos nos hacen saber (ahora vía Twiter) y lo que otros inventan sobre ellos. De algún modo reflejan algo que supuestamente los otros quisieran ser. Sin embargo, esa extrema visibilidad genera también dudas. ¿Cuándo un actor deja de actuar? es una pregunta legítima.


Una pregunta que se vuelve profunda a partir de un fenómeno a mi juicio insólito que se ha presentado en estos días entre nosotros. Se trata del actor puesto como figura capacitada para la interpretación de la realidad política. Veo con sorpresa que, de una nutrida tribuna convocada para reflexionar sobre la orfandad que nos aqueja, la mitad son actores. No queda del todo claro si son ciudadanos de profesión actores o bien actores que actúan de ciudadanos. Ellos lloran profusamente, declaman con voz enérgica y finalmente pronuncian anatemas. Quién los ha imbuido de este poder es una incógnita.

Una respuesta podría ser que justamente los actores reemplazan a otros que deberían estar ahí. Esa en definitiva es su función ancestral. Sin llegar a los extremos platónicos, su sentencia no deja de ser en algún sentido lógica. El actor es supremo cuando el engaño lo es.

Más adelante, en su última libro Las leyes, Platón atenúa su rigor: “Ahora bien, hijos descendientes de las débiles Musas, mostrad primero a los magistrados vuestras canciones que nosotros las compararemos con las nuestras y, en caso de que sea evidente que dicen lo mismo o mejor lo que nosotros decimos, os permitiremos hacer una representación, pero si no, amigos, nunca podríamos dejaros”.

Parece que, para el filósofo, solo se puede ser actor a condición de ser oficialista.