Las curvas siempre fueron para mí un misterio, será por eso que el Barroco es mi pasión. Cuando esos caprichosos meneos de la línea se pudieron reducir al rigor matemático, debe haber sido uno de los grandes momentos de la humanidad. Una violenta sensación de dominio habrá asaltado a aquellos hombres, cuyo sudor goteaba desde una peluca blanca. El Universo parecía ceder al control de funciones algebraicas. Unas fórmulas que describían, con una precisión de relojero, lo que unos años antes parecía un capricho de los dioses.
El Renacimiento marcó el inicio en el dominio del espacio rectilíneo. Fue como la NASA, pero aplicada a un “cortile”. Recordemos que la perspectiva tuvo también su inaudita máquina de precisión, que construyera Filippo Bruenelleschi. El mundo se pobló de cuadrados y círculo perfectos en una simple sinfonía florentina. Pero ese cielo duró poco, como sucede con todo lo estrictamente celestial en este valle de lágrimas. Tan solo dos siglos después, esas rigideces euclidianas se vieron convulsionadas por la aparición de los más sensuales contorneos. La curva es lo humano que irrumpe con fuerza telúrica.
Las curvas se agrupan en familias. Las hay bastardas, imposibles de clasificar, como esos hijos del azar, y las hay nobles, cuyo rastro surge como una certera línea de sangre. Son aquellas que responden a una fórmula conocida, y como las grandes estirpes, surcan la historia, indiferentes a los avatares del tiempo. Están las modestas parábolas, las resistentes catenarias, las incesantes espirales, las orgullosas hipérboles, las imprevisibles serpentinas y el lento caracol de Pascal.
De todos modos, mis preferidas siempre han sido las asíntotas. Ellas son más que una curva, una tendencia. Un esfuerzo infinito por alcanzar una perfección esquiva. Es criatura, y su constante acercamiento a lo absoluto puede ser elevado a ley del universo. Nos recuerda los límites a los que vivimos sometidos, pero también los cielos a los que estamos destinados.
El transitar de la asíntota es lento acercarse al extremo, sin jamás tocarlo. En sentido negativo nos recuerda que también es imposible la perfección del mal. Esos personajes siniestros que nos presentan los diarios, y que parecen concentrar todo lo malo, son una construcción teórica que tiene fines diversos. Alguien que atraiga como un imán todas las críticas es funcional a quienes detentan el poder. Lo es también a quienes se oponen al mismo, resulta cómodo que existan sujetos a quienes se puede embestir sin recibir los daños de un contragolpe.
Pero a unos y otros, y para todos los demás, las asíntotas recuerdan que siempre queda un resquicio por donde puede penetrar el pensamiento. Claro que esto requiere de un esfuerzo sostenido. Las perfecciones construidas, tanto en el bien como en el mal, suelen ser fruto de la pereza. Pero como en todo hay excepciones que no merecen ni siquiera de ese esfuerzo. Nuestra realidad es más benévola y produce villanos que permiten hurgar en ese espacio que se estrecha incesante contra el límite.
Penetrarlo es siempre un aprendizaje: el de reconocer nuestra asíntota condición humana y argentina.
viernes, 25 de abril de 2008
lunes, 21 de abril de 2008
domingo, 20 de abril de 2008
sábado, 19 de abril de 2008
viernes, 18 de abril de 2008
Yo miento
La mentira es muchas veces un lugar inevitable. Cuando se dice que algo se terminará en un lapso de tiempo, se sabe que se hará en más. Pero la única manera de que se cumpla el plazo real es declarar uno virtual. Además, visto que todos mienten, el que dice la verdad queda afuera del mercado. Es una convención y un hecho consumado. La novia dice que entrará a la iglesia a la 20.00 horas, y todos sabemos que, con suerte, lo hará 20.30.
El político, sabe que de las promesas que hace, solo es posible cumplir una mínima parte. Todos lo sabemos y reducimos su discurso promisorio aplicándole un riguroso índice de veracidad que diezma sus ofertas. Si promete lo que puede cumplir, es arrasado antes de empezar. La inviabilidad de la verdad en la política es además forzada por lo medios. Paradójicamente, lo que debía aportar transparencia, finalmente ha terminado por opacar la realidad. La mentira es en este caso, además, urdida con esmero, estudiada con técnicas refinadas y monitoreadas con encuestas, a su vez, poco creíbles.
Todo arte tiene su manifestación suprema y en el caso de la mentira se llama publicidad. Este es el reino de la perfecta falacia, donde se estimulan y se conceden todo tipo de desbordes. Un auto y una modelo de piernas larguísimas; un celular y la libertad; una galleta al desayuno y una familia feliz. La mentira no es más que una coincidencia que se da por segura, cuando en realidad tiene una probabilidad próxima a lo imposible. Lo increíble es que estas afinidades, tan burdamente planteadas, funcionan. Terminamos por creerlo todo, en una señal de inocencia acabada. Queremos ser engañados.
La mentira se ha esparcido y es, a mi juicio, el azote imparable de nuestros días. Un general romano no mentía, ejercía su poder desnudo de encanto. Al noble medieval le bastaba su sangre y su tierra. Al humanista, la superioridad de su nueva ciencia. La mentira es el precio que pagamos hoy por tener una sociedad más igualitaria. Esta crece como la soja, es un yuyo resistente y rentable. Habrá que aplicarle retenciones.
Nietzsche con su martillo implacable definió la verdad como “esa clase de error”, es decir un tipo muy especial de mentira, en un mundo que carece de un fundamento. La verdad era, en su concepción, un acto de voluntad: “tener por verdadero”. Una mentira escogida. Lo cierto parece ser que la verdad necesita como aliada a la voluntad, ya sea para ser inventada o descubierta. No hay verdad sin pasión por la misma. Hay que poner en funcionamiento un detector de verdades, que busque las cosas desprovistas de toda apariencia intencionada.
Un ejemplo: viernes 9 p.m. concurrimos a la parrilla de siempre con mi mujer. Colita de cuadril, chorizo, papas fritas, ensalada, y un vino discreto sobre un sincero mantel de papel. Silencio sin incomodidades, diálogo si algo nos aqueja o si queremos compartir una alegría. No hay nada que esconder. La calma de aceptarnos como somos. Un momento de verdad, pequeño pero reconfortante.
La suprema verdad del bife.
El político, sabe que de las promesas que hace, solo es posible cumplir una mínima parte. Todos lo sabemos y reducimos su discurso promisorio aplicándole un riguroso índice de veracidad que diezma sus ofertas. Si promete lo que puede cumplir, es arrasado antes de empezar. La inviabilidad de la verdad en la política es además forzada por lo medios. Paradójicamente, lo que debía aportar transparencia, finalmente ha terminado por opacar la realidad. La mentira es en este caso, además, urdida con esmero, estudiada con técnicas refinadas y monitoreadas con encuestas, a su vez, poco creíbles.
Todo arte tiene su manifestación suprema y en el caso de la mentira se llama publicidad. Este es el reino de la perfecta falacia, donde se estimulan y se conceden todo tipo de desbordes. Un auto y una modelo de piernas larguísimas; un celular y la libertad; una galleta al desayuno y una familia feliz. La mentira no es más que una coincidencia que se da por segura, cuando en realidad tiene una probabilidad próxima a lo imposible. Lo increíble es que estas afinidades, tan burdamente planteadas, funcionan. Terminamos por creerlo todo, en una señal de inocencia acabada. Queremos ser engañados.
La mentira se ha esparcido y es, a mi juicio, el azote imparable de nuestros días. Un general romano no mentía, ejercía su poder desnudo de encanto. Al noble medieval le bastaba su sangre y su tierra. Al humanista, la superioridad de su nueva ciencia. La mentira es el precio que pagamos hoy por tener una sociedad más igualitaria. Esta crece como la soja, es un yuyo resistente y rentable. Habrá que aplicarle retenciones.
Nietzsche con su martillo implacable definió la verdad como “esa clase de error”, es decir un tipo muy especial de mentira, en un mundo que carece de un fundamento. La verdad era, en su concepción, un acto de voluntad: “tener por verdadero”. Una mentira escogida. Lo cierto parece ser que la verdad necesita como aliada a la voluntad, ya sea para ser inventada o descubierta. No hay verdad sin pasión por la misma. Hay que poner en funcionamiento un detector de verdades, que busque las cosas desprovistas de toda apariencia intencionada.
Un ejemplo: viernes 9 p.m. concurrimos a la parrilla de siempre con mi mujer. Colita de cuadril, chorizo, papas fritas, ensalada, y un vino discreto sobre un sincero mantel de papel. Silencio sin incomodidades, diálogo si algo nos aqueja o si queremos compartir una alegría. No hay nada que esconder. La calma de aceptarnos como somos. Un momento de verdad, pequeño pero reconfortante.
La suprema verdad del bife.
jueves, 17 de abril de 2008
jueves, 10 de abril de 2008
La verdad que...
La verdad que cada vez que escucho una entrevista, verifico que aproximadamente el 90% de las respuestas comienzan diciendo “la verdad que”. Esto es totalmente independiente de quien sea el preguntado: deportistas en general, actores, escritores o ministros. Esto tampoco obedece a la educación recibida ni al desempeño en sus profesiones. Es una puerta de ingreso ineludible a una respuesta.
La verdad que no quisiera hacerme pasar por psicólogo, pero escuché mucho sobre el acto fallido y poco sobre este tipo de muletillas universales. Creo que sería interesante hacer un estudio por países, para descifrar como empiezan sus respuestas. Por ejemplo los americanos arrancan con “you know” lo que generalmente se traduce como “tu sabes”. No se si en otros países de habla inglesa ocurre lo mismo, pero estudiar las diferencias quizás descubra viejos traumas enterrados en el inconsciente colectivo internacional.
La verdad que sería también útil saber que es, para ellos, lo que uno sabe cuando el otro afirma que “tú sabes”. Tampoco se como se dice en inglés el socrático “solo sé que no sé nada”, pero no hay duda que sería una respuesta impactante. De todos modos me parece cierto que en esta actitud de reafirmar lo que “tú sabes” se busca en definitiva encontrar un acuerdo. Una forma de dar por sentado que ambos “saben” lo mismo. Quizás de esto dependa la democracia de los Estados Unidos.
La verdad que otra es la historia que esconde nuestra introducción. Creo que afirmar que “la verdad que”, esconde algo de inseguridad. Ella declara una opción, como decir: “te podría decir muchas mentiras pero elijo la verdad”. Una heroica renuncia al verso, verdadera pasión argentina. Será también que necesitamos un reaseguro de verdad, visto que nos hemos mentido tanto.
La verdad que tenemos un problema con la verdad. Es decir, todos lo tienen, pero cada uno lo tiene de un modo específico. El nuestro se basa en la creencia de que la verdad es una especie de promedio. Esto nos lleva a una escalada de exageraciones, que termina por arruinar todo. Inflamos las cosas para intentar un equilibrio, en cuyo centro imaginamos que flota inerte la verdad. El error es metafísico. La verdad nunca proviene de la mentira, ni el bien del mal.
La verdad que Jesús calló cuando Pilato le preguntó “qué es la vedad”. Sin embargo creo que el problema es que la pregunta fue mal formulada. Si hubiera preguntado “quién es la verdad”, Jesús le hubiera tranquilamente respondido “Yo”. La verdad, a mi juicio, tiene mas que ver con Alguien que con algo. Como señala Heiddegger, la importancia está siempre en las preguntas.
La verdad que la verdad es una aventura difícil.
La verdad que no quisiera hacerme pasar por psicólogo, pero escuché mucho sobre el acto fallido y poco sobre este tipo de muletillas universales. Creo que sería interesante hacer un estudio por países, para descifrar como empiezan sus respuestas. Por ejemplo los americanos arrancan con “you know” lo que generalmente se traduce como “tu sabes”. No se si en otros países de habla inglesa ocurre lo mismo, pero estudiar las diferencias quizás descubra viejos traumas enterrados en el inconsciente colectivo internacional.
La verdad que sería también útil saber que es, para ellos, lo que uno sabe cuando el otro afirma que “tú sabes”. Tampoco se como se dice en inglés el socrático “solo sé que no sé nada”, pero no hay duda que sería una respuesta impactante. De todos modos me parece cierto que en esta actitud de reafirmar lo que “tú sabes” se busca en definitiva encontrar un acuerdo. Una forma de dar por sentado que ambos “saben” lo mismo. Quizás de esto dependa la democracia de los Estados Unidos.
La verdad que otra es la historia que esconde nuestra introducción. Creo que afirmar que “la verdad que”, esconde algo de inseguridad. Ella declara una opción, como decir: “te podría decir muchas mentiras pero elijo la verdad”. Una heroica renuncia al verso, verdadera pasión argentina. Será también que necesitamos un reaseguro de verdad, visto que nos hemos mentido tanto.
La verdad que tenemos un problema con la verdad. Es decir, todos lo tienen, pero cada uno lo tiene de un modo específico. El nuestro se basa en la creencia de que la verdad es una especie de promedio. Esto nos lleva a una escalada de exageraciones, que termina por arruinar todo. Inflamos las cosas para intentar un equilibrio, en cuyo centro imaginamos que flota inerte la verdad. El error es metafísico. La verdad nunca proviene de la mentira, ni el bien del mal.
La verdad que Jesús calló cuando Pilato le preguntó “qué es la vedad”. Sin embargo creo que el problema es que la pregunta fue mal formulada. Si hubiera preguntado “quién es la verdad”, Jesús le hubiera tranquilamente respondido “Yo”. La verdad, a mi juicio, tiene mas que ver con Alguien que con algo. Como señala Heiddegger, la importancia está siempre en las preguntas.
La verdad que la verdad es una aventura difícil.
martes, 8 de abril de 2008
Batifilósofo
Sócrates fue el primero en intentar convertir el obrar humano en una ciencia. Su interés no fue metafísico, es decir el conocer lo que por detrás rige el Universo. Su preocupación se centró en el comportamiento de los hombres, a quienes acechaba con sus preguntas serpenteando entre los pórticos de Atenas. Su filosofía es más bien una ética, y su escuela ha tenido seguidores en todos aquellos que se preguntaron alguna vez por el acontecer concreto de sus vidas. De estos los hay canónicos y también los hay inesperados, como el que casualmente me encontré hace unos días en televisión.
Era en uno de esos programas en los que se repasa una vida, con el afán de que la emoción traicione a todos, de ambos lados de la pantalla. El entrevistado es sometido a una especie de recorrido sentimental en el que no faltan familiares, amigos de la escuela, éxitos conseguidos a una edad por todos inesperada y consagraciones que son la justificación de su presencia. Todo transcurre en general de acuerdo a un guión bastante previsible, pero cada tanto aparece un socrático encubierto, y se rompen los esquemas.
Ante las palabras tiernas, pero exigentes, de una madre, el huésped responde que nada va agregar a ellas, por una simple razón: “Todo lo que diga será desmerecer lo apenas dicho”. Con su seca retórica enuncia los límites del logos. Aún más, delata que la palabra, en general necesaria para aclarar la realidad, puede ocultarla en modo lamentable. “No aclares que oscurece” dice el saber popular. No intentes agregar palabras a la verdad que se manifiesta luminosa, porque la degradarás instantáneamente. Primera lección que desvanece la posibilidad de las primeras lágrimas.
Luego es el turno de los amigos, un golpe seguro. Allí están, marcados por el reloj de los años. Son seguramente lo que hubiera sido el invitado, de no ser quien es ahora. Este declara sin anestesia: “yo a esta gente nunca le dí un peso”. El aporte generoso hubiera corroído indefectiblemente la amistad, porque la deuda de gratitud contraída la hubiera viciado. La igualdad es condición saludable para el desarrollo de los afectos, la generosidad una virtud a usar con cierto tacto. Menos mal que, por si habían quedado dudas, Mastercard nos recuerda en la tanda la diferencia entre valor y precio. No serán los amigos entonces quienes lo hagan recurrir a la caja de Carilina que permanece intacta.
Por último, llega el repaso de los logros obtenidos, que son realmente impresionantes. Hay momentos célebres y otros olvidados. El compacto es fulminante y estremece a cualquiera, sin embargo la confesión llega impertérrita: “Yo nunca me lo propuse, simplemente se fue dando”. La preparación para el éxito, que parece ser necesaria desde la infancia, la claridad de objetivos, la agresividad como estilo para llegar a la cumbre, todo se cae ante estas escuetas palabras. Cómo es posible construir un mito en estas condiciones. No hay lugar para la construcción del héroe así planteado. La montaña mitológica sucumbe nuevamente ante la invencible llanura socrática. Las lágrimas quedan para los fabricantes de ídolos, tal la profecía del salmista.
Me olvidaba, el programa: “Estudio futbol” en ESPN, con la conducción, siempre al límite del bochorno, de Alejandro Fantino (hay repeticiones totalmente aleatorias en cuanto a horarios se refiere).
El invitado: Gabriel Omar Batistuta. Lástima ese palo contra los holandeses en el ’94. Una pena.
Era en uno de esos programas en los que se repasa una vida, con el afán de que la emoción traicione a todos, de ambos lados de la pantalla. El entrevistado es sometido a una especie de recorrido sentimental en el que no faltan familiares, amigos de la escuela, éxitos conseguidos a una edad por todos inesperada y consagraciones que son la justificación de su presencia. Todo transcurre en general de acuerdo a un guión bastante previsible, pero cada tanto aparece un socrático encubierto, y se rompen los esquemas.
Ante las palabras tiernas, pero exigentes, de una madre, el huésped responde que nada va agregar a ellas, por una simple razón: “Todo lo que diga será desmerecer lo apenas dicho”. Con su seca retórica enuncia los límites del logos. Aún más, delata que la palabra, en general necesaria para aclarar la realidad, puede ocultarla en modo lamentable. “No aclares que oscurece” dice el saber popular. No intentes agregar palabras a la verdad que se manifiesta luminosa, porque la degradarás instantáneamente. Primera lección que desvanece la posibilidad de las primeras lágrimas.
Luego es el turno de los amigos, un golpe seguro. Allí están, marcados por el reloj de los años. Son seguramente lo que hubiera sido el invitado, de no ser quien es ahora. Este declara sin anestesia: “yo a esta gente nunca le dí un peso”. El aporte generoso hubiera corroído indefectiblemente la amistad, porque la deuda de gratitud contraída la hubiera viciado. La igualdad es condición saludable para el desarrollo de los afectos, la generosidad una virtud a usar con cierto tacto. Menos mal que, por si habían quedado dudas, Mastercard nos recuerda en la tanda la diferencia entre valor y precio. No serán los amigos entonces quienes lo hagan recurrir a la caja de Carilina que permanece intacta.
Por último, llega el repaso de los logros obtenidos, que son realmente impresionantes. Hay momentos célebres y otros olvidados. El compacto es fulminante y estremece a cualquiera, sin embargo la confesión llega impertérrita: “Yo nunca me lo propuse, simplemente se fue dando”. La preparación para el éxito, que parece ser necesaria desde la infancia, la claridad de objetivos, la agresividad como estilo para llegar a la cumbre, todo se cae ante estas escuetas palabras. Cómo es posible construir un mito en estas condiciones. No hay lugar para la construcción del héroe así planteado. La montaña mitológica sucumbe nuevamente ante la invencible llanura socrática. Las lágrimas quedan para los fabricantes de ídolos, tal la profecía del salmista.
Me olvidaba, el programa: “Estudio futbol” en ESPN, con la conducción, siempre al límite del bochorno, de Alejandro Fantino (hay repeticiones totalmente aleatorias en cuanto a horarios se refiere).
El invitado: Gabriel Omar Batistuta. Lástima ese palo contra los holandeses en el ’94. Una pena.
lunes, 7 de abril de 2008
El eterno oficialista
Tengo una debilidad, soy oficialista. Esta no es una posición estratégica, lo soy por naturaleza. Tampoco es el producto de una fina ponderación de la realidad, menos aún del cálculo, lo soy esencialmente. Una manera que, como toda esencia, no reconoce grados, los cuales, como enseñara el sobrio profesor estagirita, constituyen un privilegio de lo accidental. No lo soy ni en más ni en menos, no reconozco circunstancias. Y aclaro que de mi posición impertérrita tampoco obtengo beneficio alguno, la conveniencia es ajena a lo sustancial.
Tengo de todos modos mis razones para serlo, porque mi condición procede de una libre elección. No me quiero escudar en el escondrijo que otorga la necesidad. Estas razones tienen que ver con mi carácter, en donde predomina una cautela que se podría confundir con cobardía. También las hay que se apoyan en una estética que me hace apreciar el sutil devenir de los sucesos. Disfruto las tendencias que se descubren lentamente y las pendientes cansinas. Lo confieso, lo abrupto me da miedo.
Descreo también de las teorías que privilegian el cambio por sí mismo. Señalar que cambiar es una ineludible mejoría es una afirmación por lo menos liviana. Así lo prueba a cada rato nuestra historia, personal y nacional. Sólo los resultados confirman el acierto de una nueva dirección. El único cambio con resultado de éxito asegurado es el que nos encamina a Dios, y tiene un nombre específico: conversión. Y su eficacia se basa no en la acción, sino en su Destino.
Confieso, con espanto, que hubiera estado del lado de los que condenaron al Señor. Hubiera acompañado los titubeos de los Luises y el tímido Cabildo del 22 de mayo. Me hubiera quedado en casa el 17 de octubre y también el 16 de junio. La única vez que fui a la Plaza fue para apoyar la guerra de Malvinas y todavía me avergüenzo. Nunca más volví. Las cacerolas de mi casa están planas como espejos y nunca conocieron el rítmico golpetear de la protesta.
Tampoco es que todas las virtudes estén del lado de las revoluciones. Perseverar plantea una dificultad que muchas veces reclama, al menos, la honestidad de soportar nuestros errores. También es cierto, a mi favor, que las triunfantes asonadas, pronto retrotrajeron las cosas a situaciones muchas veces peores que las que motivaron sus acciones. Desconfío más del bronce de los héroes que del silencio de los mártires.
Hoy está de moda la queja, aun de aquellos que deberían encabezar la lista de agraciados del destino. Es la era del reclamo fácil que, a veces altisonante, hace perder la proporción de nuestros males. Se llama a la participación para oponerse a los oscuros poderes que nos oprimen, y que no son otros que aquellos que nosotros mismos elegimos. Motivos nunca faltan, pero estos pueden ser en ocasiones la usina de un resentimiento mezquino.
Yo considero las dificultades que trae el ejercicio del poder y las respeto. Considero también los límites de quienes están a cargo y los miro más con pena que con odio. Estar desprovisto de poder es también un privilegio que pocas veces paladeamos. Por algo, cuando Dios decidió venir entre nosotros, eligió hacerlo en la pobreza, entre otras cosas para no cercenar su libertad. Permanezco abrazado a los fríos atributos de un oficialismo genérico, con la firme esperanza de que lentamente se puedan corregir sus evidentes calamidades. No cuenten conmigo para apurar el paso.
Tengo de todos modos mis razones para serlo, porque mi condición procede de una libre elección. No me quiero escudar en el escondrijo que otorga la necesidad. Estas razones tienen que ver con mi carácter, en donde predomina una cautela que se podría confundir con cobardía. También las hay que se apoyan en una estética que me hace apreciar el sutil devenir de los sucesos. Disfruto las tendencias que se descubren lentamente y las pendientes cansinas. Lo confieso, lo abrupto me da miedo.
Descreo también de las teorías que privilegian el cambio por sí mismo. Señalar que cambiar es una ineludible mejoría es una afirmación por lo menos liviana. Así lo prueba a cada rato nuestra historia, personal y nacional. Sólo los resultados confirman el acierto de una nueva dirección. El único cambio con resultado de éxito asegurado es el que nos encamina a Dios, y tiene un nombre específico: conversión. Y su eficacia se basa no en la acción, sino en su Destino.
Confieso, con espanto, que hubiera estado del lado de los que condenaron al Señor. Hubiera acompañado los titubeos de los Luises y el tímido Cabildo del 22 de mayo. Me hubiera quedado en casa el 17 de octubre y también el 16 de junio. La única vez que fui a la Plaza fue para apoyar la guerra de Malvinas y todavía me avergüenzo. Nunca más volví. Las cacerolas de mi casa están planas como espejos y nunca conocieron el rítmico golpetear de la protesta.
Tampoco es que todas las virtudes estén del lado de las revoluciones. Perseverar plantea una dificultad que muchas veces reclama, al menos, la honestidad de soportar nuestros errores. También es cierto, a mi favor, que las triunfantes asonadas, pronto retrotrajeron las cosas a situaciones muchas veces peores que las que motivaron sus acciones. Desconfío más del bronce de los héroes que del silencio de los mártires.
Hoy está de moda la queja, aun de aquellos que deberían encabezar la lista de agraciados del destino. Es la era del reclamo fácil que, a veces altisonante, hace perder la proporción de nuestros males. Se llama a la participación para oponerse a los oscuros poderes que nos oprimen, y que no son otros que aquellos que nosotros mismos elegimos. Motivos nunca faltan, pero estos pueden ser en ocasiones la usina de un resentimiento mezquino.
Yo considero las dificultades que trae el ejercicio del poder y las respeto. Considero también los límites de quienes están a cargo y los miro más con pena que con odio. Estar desprovisto de poder es también un privilegio que pocas veces paladeamos. Por algo, cuando Dios decidió venir entre nosotros, eligió hacerlo en la pobreza, entre otras cosas para no cercenar su libertad. Permanezco abrazado a los fríos atributos de un oficialismo genérico, con la firme esperanza de que lentamente se puedan corregir sus evidentes calamidades. No cuenten conmigo para apurar el paso.
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