Y sin embargo supo de un esplendor efímero, pero de una brillantez que nunca tuvieron sus vecinos. Pareció un acierto haber separado su suerte de los descendientes de David. Un reino propio, una libertad merecida y la posibilidad de hacer las cosas a su manera. Fueron doscientos años de una prosperidad algo grosera, pero indudable, durante la cual creyeron que todo era posible. Finalmente, pensaban que sus esfuerzos habían sido coronados y la satisfecha felicidad de aquellos días era la rúbrica que Dios ponía a sus acciones.

Qué necesidad había entonces de adorarlo lejos de casa. Sufrir la humillación de visitar el templo de Salomón, donde eran mirados con envidia. Ya nada tenían que ver con los judíos, sólo un historia lejana de desgracias compartidas, en años de vagar por el desierto. Fabricarían un santuario a su medida, para adorar desde sus propias alturas. También sus montes eran sagrados, un nuevo Sión nacería en Garizím. Allí adorarían a Dios, pero con algunas reducciones, una palabra recortada y un culto más ligero. Después de todo, convenía que Yahvé y Baal se parecieran un poco. Quién sabe si ambos no serían el mismo dios con distinto nombre.
Ese sueño tuvo un día su final. No importa que este fuera anunciado por quienes señalaban el desvío. Nadie tenía ánimo para escuchar los oscuros anuncios de Oseas. La fortuna cerraba los oídos y convertía a los profetas en amargos agoreros movidos por el resentimiento. Irrumpió una mañana el enemigo en aquella fortaleza frágil, que sólo el orgullo había hecho creer inexpugnable. Todo terminó en un instante, fueron deportados, mezclados, humillados y por todos despreciados, condenados a una soledad suprema.
Cuántas veces fui yo una pequeña Samaría. Cada vez que creí poder confiar sólo en mis fuerzas. Cuando olvidé de dónde provienen mis escasos méritos y, confundido, los tomé por propios. Cuando como criatura olvidé haber sido creado. Tantas veces que intenté hacer que Dios tuviera mi medida y tantas otras que creí que mis razones tenían más sustento que su inescrutable voluntad. Y también cuando dudo e intento diluir a Dios en mil ideas, convertirlo en una abstracción que me lo haga manejable.
Samaría es, en definitiva, ese lugar que se llama pecado. Cuando soy despertado de mi propia estupidez, que por pura altivez llamo soberbia, entonces me doy cuenta de que estoy en Samaría. Sin embargo, no pierdo la esperanza, se que Él estará junto al pozo y, sonriendo levemente, me pedirá que llene mi cántaro para darle de beber, aunque yo sea el sediento.