Sólo en un segundo momento pude entrar más en contacto con su obra, gracias a comprender que esta sensación es intencional. Kierkegaard es de aquellos que no quiere que nos sintamos cómodos. Para ello impregna su estilo de ironía, que es siempre un arte para el que se necesita un oído entrenado. Después, está el gusto por la poesía que aparece siempre algo disonante con el resto del texto, ejemplos elaborados con esmero de orfebre, que tiene un aire de mitología, sin perder un cierto candor infantil que descoloca. A esto también se agrega su gusto por el disfraz y el extremo perspectivismo que impone a su obra construida con una aparente fragilidad, que mucho tiene de estratégica.

De todos modos, más allá de lo apuntado, hay una razón más profunda que produce esa distancia primera con sus textos. Supongo que se trata de una especie de miopía invertida a la que padezco en la vida real. Es decir, la imposibilidad de ver con nitidez lo que está demasiado cerca. Kierkegaard hace que su filosofía no sea un objeto lejano, sino todo lo contrario, algo adyacente a su propia vida, tanto que no admite diferencias con la misma. Es un existencialista en el sentido más cerrado del término. Su angustia, que es el motor de sus ideas, se aprovisiona directamente tanto de su frustrado amor por Regina como de la pesada sombra paterna. Su subjetividad es absoluta, no es un yo impersonal, sino un individuo concreto el destinatario de su obra.
Esta arma minúscula, que consiste en no apartarse de sí mismo es la que utiliza en modo certero para acercarse a Hegel. Un rival al que no teme, pese a su estatura de cíclope. Lo imagino caminar hacia él con un aire similar al del joven David que escondía en el cuenco de su mano los guijarros que eran su carta de victoria. Así, nuestro héroe danés se presenta multiforme y dispara desde la inhallable ubicuidad de sus seudónimos. Ellos son ciertamente la crítica más feroz al totalitarismo de la razón, que toma distancia para abarcar el Universo, pero es estéril a la hora de enfrentar al individuo que padece angustiado. Sabía, cómo Ulises, que a ciertos enemigos sólo se los combate con la astucia.
La filosofía de este hombre notable no utiliza la razón, sino la fe entendida como paradoja, para entretejer sus ideas, que deliberadamente no constituyen un sistema, sino una trinchera donde se agazapa el individuo rescatado de la masa informe. Aquí es necesario sostenerse en la dureza de lo provisorio, y andar el camino que permita “llegar a ser cristiano”, modelo del hombre que supera toda generalidad, incluso la moral, para enfrentar a Dios, como lo hizo Abraham. Quizás fue esta obsesión por el individuo y la falta de un verdadero sentido eclesial lo que da a su obra su grandeza, pero, al mismo tiempo, es lo que la reviste de la aridez que padece todo existencialismo. De todos modos, conmueve la vida de quien jamás quiso huir de sí mismo y permanecer en el único lugar donde no existe el amparo. Aunque esta actitud produzca temor y, también, temblor.