Hay obras que intimidan por su tamaño, y este uno de los casos. Sin embargo lo que más temor me produjo al enfrentarme a ella, no fue tanto la dimensión, sino su acabamiento. Su pensamiento es una cima que fue alcanzada trabajosamente, partiendo desde las geométricas praderas cartesianas. Dos siglos de un peregrinar con pasos temerosos al principio, pero que sobre el final construyeron un edificio de una solidez desconcertante. Una montaña que se llamó idealismo y de la que él fue la cumbre.
No me animé a ingresar por la puerta principal a este gigantesco palacio de la razón todopoderosa. Temí quedar desamparado bajo las inmensas cúpulas de sus salones, sin duda desproporcionadas a mis posibilidades de entendimiento. Preferí entonces esa puerta un poco lateral llamada estética y desde allí comencé el intento de abrir una pequeña brecha en ese bloque monolítico. Después vinieron las obras en donde Hegel, desde su cátedra, se hace más accesible al profano. Seguí fielmente, como un alumno esforzado, sus Lecciones de filosofía de la Historia y luego la de su especular Historia de la filosofía. También recibí el apoyo de algunos textos, que fueron como posadas para un caminante, donde un baquiano nos explica el paisaje recién dejado trabajosamente atrás.
Algún día me decidiré por ir a conquistar el centro de su ciudadela, la Fenomenología del Espíritu. Compré un buen ejemplar hace algún tiempo que desde el estante de mi biblioteca me mira desafiante, cada vez que paso rumbo a la cocina. Tarde o temprano le llegará su hora, pero aún no me siento del todo irreverente para cometer esa osadía. Le temo al fracaso.
En Hegel lo primero que sobresale es el sistema, como en esos edificios que acusan la estructura que lo sostienen. En él, todo lo que le sale al encuentro se va trabajosamente reduciendo con un complejo dispositivo llamado dialéctica que es como una matriz donde todo encaja, aun a costa de forzar algo las piezas. Ya se sabe que hay un precio a pagar para que las cosas “cierren”, y el precio es alto si lo que se trata de cuadrar es el Universo. Hegel es a la filosofía lo que Bielsa al fútbol. Ambos corren el peligro que tiene los enamorados de los sistemas. Un disparo por sorpresa que lo haga tambalear, como aquel tiro libre sueco.
La criba de la dialéctica, pone al mundo bajo la monarquía de la razón. Triturados por ella, el hombre y Dios se confunden al punto de perder ambos su identidad. El resultado es un hombre agigantado y un Dios empequeñecido, ambos inservibles para la vida. Desde allí arranca la crítica a su sistema enarbolada en direcciones opuestas por Nietzsche y Kierkegaard. Mas allá de ello, es un hecho que toda la filosofía posterior a Hegel no ha podido eludir medirse con su sistema.
Sin osar confrontar con él, prefiero anotar que, además de instructivo, resulta edificante leerlo porque su fe en el hombre y en su libertad como agente creador no claudica jamás, y ella se impone regular y tozudamente por sobre la necesaria naturaleza. En tiempos en que con tanta culpa nos enfrentamos al mundo es reconfortante alguien que haya pensado que el hombre no era el problema sino la solución.
En sus páginas nunca deja de entreverse la conciencia de una victoria final de las fuerzas del Espíritu, y un sentido de la historia que camina inexorable y con paso sostenido hacia su apoteosis. Y enseña que este optimismo no fue tejido desde la comodidad de su cátedra, sino bajo la tenue luz de una vela, en una pobre habitación de servicio, donde el joven Wilhelm intentaba desasnar a los hijos de un oscuro noble suizo. Allí se forjó este antídoto, que si bien puede resultar excesivo, se levanta aún con una solidez conmovedora contra todas las fuerzas detractoras de la humanidad que recurrentemente apuestan a su fracaso.
sábado, 29 de noviembre de 2008
viernes, 28 de noviembre de 2008
sábado, 22 de noviembre de 2008
Chupate esta mandarina
Hay quienes viven opacados por una semejanza. Su destino queda truncado por el parecido a una realidad que convierte su existencia en un crepúsculo sin amanecer. Parecerse a alguien superior puede ser una fortuna, pero también una esclavitud. Sobre todo si la dimensión de la realidad referida es tal, que resulta aplastante. La comparación renueva insistente su proverbial antipatía.
¿Qué hubiera sido de la mandarina si no hubiera existido la naranja? Difícil saberlo. Méritos que determinen la superioridad de esta última no resultan evidentes. Al menos ninguno aparece para justificar que su fama sea tan apabullante. Fundamentalmente si pensamos que la derrotada no carece de virtudes, algunas de ellas excelentes. Pero de nada valen los argumentos en este mundo regido por la frialdad de las encuestas. De todos modos la historia frutal, como otras, está tejida con el amargo hilo de las excusas. Elaborarlas es el camino que al menos impide caer en el que Nietzsche definiera como el peor de los defectos: el resentimiento.
Para comenzar, hay una clara ventaja técnica que se manifiesta a la hora de la maniobra inicial. Basta el hiriente hincado de la uña pulgar para que la cáscara se desprenda sin dificultades de una pulpa a la que concedemos el defecto de su deshilachada apariencia. Sin embargo, esta no oculta lo que constituye su característica más singular, la sutil partición en insinuados gajos. Esta es una rareza práctica y didáctica al mismo tiempo. Como si Dios a la hora de crearla hubiera querido liberarnos de la siempre comprometida tarea de dividir y, al mismo tiempo, impulsarnos a compartir. Una fruta apostólica que parece señalarnos el único camino seguro hacia el Cielo.
Imagino a aquel desprevenido Marco Polo lusitano que, llegado a las orillas de la China, tomó por primera vez confiado entre sus manos esta naranja aboyada. Más allá de su forma, que habrá tomado por alguna deformación de la especie, fue sorprendido por un sabor de suavidad inesperada y leve. Pasado el jugo quedaron en su boca los cadáveres de múltiples semillas, dispuestas a ser escupidas describiendo parabólicas trayectorias hacia el suelo. Tendría algo de poeta aquel curioso comerciante ya que decidió nombrarla con un nombre que recordara su origen para siempre. Con buen humor asoció su color a los trajes de los dignísimos nobles de aquellas lejanías orientales.
Con todo, tanto esplendor tendría su revés, que descubrió cuando pasadas varias horas no podía quitar de sus manos el persistente perfume rancio de aquel fruto, que lo seguía como un perro faldero. Quizá haya sido esa insistencia la que la condenó para siempre a un papel secundario. Se sabe que el olfato es el más discriminador de los sentidos.
Sin embargo, intuyo que la razón más poderosa que explica su opaca realidad anida insospechada en un indómito carácter. Ella, estoy seguro, ocupó su lugar a la sombra de la famosa naranja y lo soporta con la tranquilidad que sólo acompaña a los que eligen su destino. Es reflejo de todos los que se resisten a ser avasallados y sufren las tropelías con orgullo.
El orgullo de jamás ser exprimida.
¿Qué hubiera sido de la mandarina si no hubiera existido la naranja? Difícil saberlo. Méritos que determinen la superioridad de esta última no resultan evidentes. Al menos ninguno aparece para justificar que su fama sea tan apabullante. Fundamentalmente si pensamos que la derrotada no carece de virtudes, algunas de ellas excelentes. Pero de nada valen los argumentos en este mundo regido por la frialdad de las encuestas. De todos modos la historia frutal, como otras, está tejida con el amargo hilo de las excusas. Elaborarlas es el camino que al menos impide caer en el que Nietzsche definiera como el peor de los defectos: el resentimiento.
Para comenzar, hay una clara ventaja técnica que se manifiesta a la hora de la maniobra inicial. Basta el hiriente hincado de la uña pulgar para que la cáscara se desprenda sin dificultades de una pulpa a la que concedemos el defecto de su deshilachada apariencia. Sin embargo, esta no oculta lo que constituye su característica más singular, la sutil partición en insinuados gajos. Esta es una rareza práctica y didáctica al mismo tiempo. Como si Dios a la hora de crearla hubiera querido liberarnos de la siempre comprometida tarea de dividir y, al mismo tiempo, impulsarnos a compartir. Una fruta apostólica que parece señalarnos el único camino seguro hacia el Cielo.
Imagino a aquel desprevenido Marco Polo lusitano que, llegado a las orillas de la China, tomó por primera vez confiado entre sus manos esta naranja aboyada. Más allá de su forma, que habrá tomado por alguna deformación de la especie, fue sorprendido por un sabor de suavidad inesperada y leve. Pasado el jugo quedaron en su boca los cadáveres de múltiples semillas, dispuestas a ser escupidas describiendo parabólicas trayectorias hacia el suelo. Tendría algo de poeta aquel curioso comerciante ya que decidió nombrarla con un nombre que recordara su origen para siempre. Con buen humor asoció su color a los trajes de los dignísimos nobles de aquellas lejanías orientales.
Con todo, tanto esplendor tendría su revés, que descubrió cuando pasadas varias horas no podía quitar de sus manos el persistente perfume rancio de aquel fruto, que lo seguía como un perro faldero. Quizá haya sido esa insistencia la que la condenó para siempre a un papel secundario. Se sabe que el olfato es el más discriminador de los sentidos.
Sin embargo, intuyo que la razón más poderosa que explica su opaca realidad anida insospechada en un indómito carácter. Ella, estoy seguro, ocupó su lugar a la sombra de la famosa naranja y lo soporta con la tranquilidad que sólo acompaña a los que eligen su destino. Es reflejo de todos los que se resisten a ser avasallados y sufren las tropelías con orgullo.
El orgullo de jamás ser exprimida.
domingo, 16 de noviembre de 2008
Banana Republic
En primer lugar está su diseño perfecto que se funda en la practicidad, demostrada en la extrema simpleza con que se consume. Mientras otras necesitan de trabajos quirúrgicos, que obligan al uso de utensilios múltiples para el retiro de sus despreciables coberturas, ella no pide más que una rudimentaria destreza manual. Un golpe seco que desnuque el cabo y un lento deslizarse de pétalos amarillos, bien circunscriptos por góticas nervaduras.
Su cobertura se retira sin dar posibilidad de duda. El límite entre contenido y continente tiene una separación cartesiana, que no deja espacios para grises. La sequedad proverbial aleja el peligro de algún líquido artero, presente en otros frutos de consistencia más obscena. Por último, la cáscara que, liberada de su oficio protector, guarda en su seno un humor sencillo y contundente, con la posibilidad de inverosímiles patinadas.
Es discreta. No deja rastros de su presencia, al contrario de aquellas delatoras que nos persiguen con las huellas de su aroma entre las uñas. La ausencia de carozo es algo que despierta la confianza de lo unívoco. Su interior no guarda el secreto de una descendencia que es el sueño de la eternidad de toda especie. En ausencia de semillas visibles, su reproducción permanece oculta en un casto misterio.
También es honesta. Los pecados de su interior se reflejan con un noble anochecer que se delata en la superficie de su blanca epidermis. No es como otras, en las que la cáscara nada nos dice de su interior, para sorprendernos luego muertas como tubérculos o con un agua insípida en lugar del esperado jugo. Ella, en cambio, espera paciente en una frutera arrumbada que su verdor ceda al fino amarillo y protesta su olvido con callada negrura.
A la hora de servirse, si se quiere esquivar el modo de nuestros antiguos primates, se presta al juego y es la alegría de los niños en improvisadas calesitas. Es generosa a la hora de los maridajes y acepta gustosa la compañía de la sencilla azúcar al azar espolvoreada, de la crema inmaculada o del más argentino dulce de leche. También puede cambiar sin esfuerzo su consistencia y ser humildemente pisoteada para convertirse en un néctar cercano a la olímpica ambrosía. O sucumbir a la atroz violencia de la licuadora para apagar una sed que no desdeña el nutrimiento.
Una vez un compañero de trabajo, en Italia, me contó una historia tremenda. La de un patógeno microorganismo escondido en el cabo que había provocado la enfermedad y posterior muerte de un pariente. Un ínfimo gusano ecuatorial habría resultado letal para este europeo altanero, que sucumbió a una añeja venganza tejida bajo un sol de perpendiculares rayos. Una reacción justificada en siglos de desprecio por la tierra en donde brotan los árboles que le dan vida y la cobijan bajo hojas grandes como techos.
De todos modos, nunca creí del todo aquella historia, la cual puse en seguida en el renglón de las calumnias a este noble fruto. Seguramente fue el producto de un resentimiento cítrico. Una más de las humillaciones que continuamente se despliegan hacia este dorado hijo de los trópicos. Como aquella que une su nombre a la frágil consistencia de las jóvenes y soleadas repúblicas que crecen vecinas a sus plantas. No le temo al escarnio, y me declaro orgulloso y feliz de compartir con ella una nación y también un destino. El de ser bananero.
Su cobertura se retira sin dar posibilidad de duda. El límite entre contenido y continente tiene una separación cartesiana, que no deja espacios para grises. La sequedad proverbial aleja el peligro de algún líquido artero, presente en otros frutos de consistencia más obscena. Por último, la cáscara que, liberada de su oficio protector, guarda en su seno un humor sencillo y contundente, con la posibilidad de inverosímiles patinadas.
Es discreta. No deja rastros de su presencia, al contrario de aquellas delatoras que nos persiguen con las huellas de su aroma entre las uñas. La ausencia de carozo es algo que despierta la confianza de lo unívoco. Su interior no guarda el secreto de una descendencia que es el sueño de la eternidad de toda especie. En ausencia de semillas visibles, su reproducción permanece oculta en un casto misterio.
También es honesta. Los pecados de su interior se reflejan con un noble anochecer que se delata en la superficie de su blanca epidermis. No es como otras, en las que la cáscara nada nos dice de su interior, para sorprendernos luego muertas como tubérculos o con un agua insípida en lugar del esperado jugo. Ella, en cambio, espera paciente en una frutera arrumbada que su verdor ceda al fino amarillo y protesta su olvido con callada negrura.
A la hora de servirse, si se quiere esquivar el modo de nuestros antiguos primates, se presta al juego y es la alegría de los niños en improvisadas calesitas. Es generosa a la hora de los maridajes y acepta gustosa la compañía de la sencilla azúcar al azar espolvoreada, de la crema inmaculada o del más argentino dulce de leche. También puede cambiar sin esfuerzo su consistencia y ser humildemente pisoteada para convertirse en un néctar cercano a la olímpica ambrosía. O sucumbir a la atroz violencia de la licuadora para apagar una sed que no desdeña el nutrimiento.
Una vez un compañero de trabajo, en Italia, me contó una historia tremenda. La de un patógeno microorganismo escondido en el cabo que había provocado la enfermedad y posterior muerte de un pariente. Un ínfimo gusano ecuatorial habría resultado letal para este europeo altanero, que sucumbió a una añeja venganza tejida bajo un sol de perpendiculares rayos. Una reacción justificada en siglos de desprecio por la tierra en donde brotan los árboles que le dan vida y la cobijan bajo hojas grandes como techos.
De todos modos, nunca creí del todo aquella historia, la cual puse en seguida en el renglón de las calumnias a este noble fruto. Seguramente fue el producto de un resentimiento cítrico. Una más de las humillaciones que continuamente se despliegan hacia este dorado hijo de los trópicos. Como aquella que une su nombre a la frágil consistencia de las jóvenes y soleadas repúblicas que crecen vecinas a sus plantas. No le temo al escarnio, y me declaro orgulloso y feliz de compartir con ella una nación y también un destino. El de ser bananero.
sábado, 8 de noviembre de 2008
Recorrido litúrgico
El colectivo nunca tarda más que unos pocos minutos. Hay que aguzar la vista para verlo llegar en el horizonte, por detrás del tráfico intenso de la avenida. Últimamente, algunos llevan coloridos números luminosos, que se divisan ya desde Corrientes. Confieso que me subyuga su puntillosa belleza y también agradezco su eficacia, que viene en ayuda de los que, como yo, son miopes.
Subo con las monedas previamente separadas en el bolsillo y saludo al colectivero, que generalmente responde entre sorprendido y agradecido de que alguien reconozca que la máquina tiene un humano conductor. La ocupación de los asientos es errática, y de acuerdo a la densidad decido si esperar para encontrar un lugar o comenzar con la oración de parado. Si así lo decido, lo más probable es que permanezca de pie hasta el final del viaje.
Lo primero es abrir el libro, ajado por el uso propio y ajeno (ya lo recibí así de mi madre) y buscar en “La palabra al día” si este corresponde a alguna festividad o señala alguna memoria obligatoria. Si quiero llegar a tiempo, debo comenzar antes de cruzar Santa Fe, y al llegar a la curva del Village tendré que haber concluido con la Salmodia. La antífona del cántico evangélico será frente al gótico de ingeniería, las preces frente al otro, minúsculo, de San Agustín. En el Caballito Blanco lo más probable es que ya haya terminado, pero siempre hay que dejar un margen para imprevistos. Todo consume de 15 a 20 minutos.
Se establece una particular sincronía entre el ritmo de la oración y el espacio recorrido, que resulta por demás sugestivo. Es de tipo casi inconsciente, ya que esta se elabora no tanto a partir del sentido de la vista, sino a partir de la simple transmisión del movimiento. El bamboleo a derecha e izquierda, las bruscas paradas, la luz que ilumina más fuerte al atravesar una plaza o la obligada detención en un insobornable semáforo son las marcas que entregan su cadencia al rezo.
Si el tráfico detiene su marcha, produce que un salmo sea saboreado con más intensidad, ya que mi sentido interno me anuncia que aún queda tiempo hasta la próxima curva. Si en cambio una onda verde irrumpe como una ráfaga, las estrofas se sucederán veloces. Se mezclan, con armonía inesperada, las añejas palabras escritas en los antiguos desiertos de la Tierra Prometida con el férreo damero de la geografía porteña. Me sorprende cómo la realidad de aquellos judíos es a menudo tan cercana a la nuestra.
Sucedió hace pocos días que, por alguna razón desconocida, el colectivo debió cambiar su recorrido. Fija la mirada en mi libro, los versos comenzaron a fluir con torpeza. Molesto por esa sensación, levanté la vista y sorprendido me encontré en una ciudad desconocida, como si de repente hubiera despertado en La Plata o en Madrid. La imprevista desconexión entre la lectura y el diario paisaje conocido que constituye el fondo donde la primera se despliega, me produjo una violenta sensación de extrañeza.
Ahora entiendo más aquello que una vez leí en el más oscuro de los libros: “el espacio es algo constituyente del mundo, ya caracterizado a su vez como un elemento estructural del ‘ser en el mundo’ es decir yo mismo”. Y, más adelante, en esas mismas páginas: “todos los ‘dondes’ son descubiertos e interpretados por el ‘ver en torno’, a través de las vías y caminos del cotidiano ‘andar en torno’, no señalados ni fijados midiendo ‘teoréticamente’ el espacio”. Heidegger irrumpe entre mis salmos, lo cual quizás redima su pasado nazi.
Es la última curva muy cerrada, que desde Las Heras dobla en Ocampo. Me apuro a guardar el libro en la mochila y manoteo el timbre mientras pronuncio el final, que ya conozco de memoria: “El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna”.
Amén.
Subo con las monedas previamente separadas en el bolsillo y saludo al colectivero, que generalmente responde entre sorprendido y agradecido de que alguien reconozca que la máquina tiene un humano conductor. La ocupación de los asientos es errática, y de acuerdo a la densidad decido si esperar para encontrar un lugar o comenzar con la oración de parado. Si así lo decido, lo más probable es que permanezca de pie hasta el final del viaje.
Lo primero es abrir el libro, ajado por el uso propio y ajeno (ya lo recibí así de mi madre) y buscar en “La palabra al día” si este corresponde a alguna festividad o señala alguna memoria obligatoria. Si quiero llegar a tiempo, debo comenzar antes de cruzar Santa Fe, y al llegar a la curva del Village tendré que haber concluido con la Salmodia. La antífona del cántico evangélico será frente al gótico de ingeniería, las preces frente al otro, minúsculo, de San Agustín. En el Caballito Blanco lo más probable es que ya haya terminado, pero siempre hay que dejar un margen para imprevistos. Todo consume de 15 a 20 minutos.
Se establece una particular sincronía entre el ritmo de la oración y el espacio recorrido, que resulta por demás sugestivo. Es de tipo casi inconsciente, ya que esta se elabora no tanto a partir del sentido de la vista, sino a partir de la simple transmisión del movimiento. El bamboleo a derecha e izquierda, las bruscas paradas, la luz que ilumina más fuerte al atravesar una plaza o la obligada detención en un insobornable semáforo son las marcas que entregan su cadencia al rezo.
Si el tráfico detiene su marcha, produce que un salmo sea saboreado con más intensidad, ya que mi sentido interno me anuncia que aún queda tiempo hasta la próxima curva. Si en cambio una onda verde irrumpe como una ráfaga, las estrofas se sucederán veloces. Se mezclan, con armonía inesperada, las añejas palabras escritas en los antiguos desiertos de la Tierra Prometida con el férreo damero de la geografía porteña. Me sorprende cómo la realidad de aquellos judíos es a menudo tan cercana a la nuestra.
Sucedió hace pocos días que, por alguna razón desconocida, el colectivo debió cambiar su recorrido. Fija la mirada en mi libro, los versos comenzaron a fluir con torpeza. Molesto por esa sensación, levanté la vista y sorprendido me encontré en una ciudad desconocida, como si de repente hubiera despertado en La Plata o en Madrid. La imprevista desconexión entre la lectura y el diario paisaje conocido que constituye el fondo donde la primera se despliega, me produjo una violenta sensación de extrañeza.
Ahora entiendo más aquello que una vez leí en el más oscuro de los libros: “el espacio es algo constituyente del mundo, ya caracterizado a su vez como un elemento estructural del ‘ser en el mundo’ es decir yo mismo”. Y, más adelante, en esas mismas páginas: “todos los ‘dondes’ son descubiertos e interpretados por el ‘ver en torno’, a través de las vías y caminos del cotidiano ‘andar en torno’, no señalados ni fijados midiendo ‘teoréticamente’ el espacio”. Heidegger irrumpe entre mis salmos, lo cual quizás redima su pasado nazi.
Es la última curva muy cerrada, que desde Las Heras dobla en Ocampo. Me apuro a guardar el libro en la mochila y manoteo el timbre mientras pronuncio el final, que ya conozco de memoria: “El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna”.
Amén.
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