No me animé a ingresar por la puerta principal a este gigantesco palacio de la razón todopoderosa. Temí quedar desamparado bajo las inmensas cúpulas de sus salones, sin duda desproporcionadas a mis posibilidades de entendimiento. Preferí entonces esa puerta un poco lateral llamada estética y desde allí comencé el intento de abrir una pequeña brecha en ese bloque monolítico. Después vinieron las obras en donde Hegel, desde su cátedra, se hace más accesible al profano. Seguí fielmente, como un alumno esforzado, sus Lecciones de filosofía de la Historia y luego la de su especular Historia de la filosofía. También recibí el apoyo de algunos textos, que fueron como posadas para un caminante, donde un baquiano nos explica el paisaje recién dejado trabajosamente atrás.
Algún día me decidiré por ir a conquistar el centro de su ciudadela, la Fenomenología del Espíritu. Compré un buen ejemplar hace algún tiempo que desde el estante de mi biblioteca me mira desafiante, cada vez que paso rumbo a la cocina. Tarde o temprano le llegará su hora, pero aún no me siento del todo irreverente para cometer esa osadía. Le temo al fracaso.

En Hegel lo primero que sobresale es el sistema, como en esos edificios que acusan la estructura que lo sostienen. En él, todo lo que le sale al encuentro se va trabajosamente reduciendo con un complejo dispositivo llamado dialéctica que es como una matriz donde todo encaja, aun a costa de forzar algo las piezas. Ya se sabe que hay un precio a pagar para que las cosas “cierren”, y el precio es alto si lo que se trata de cuadrar es el Universo. Hegel es a la filosofía lo que Bielsa al fútbol. Ambos corren el peligro que tiene los enamorados de los sistemas. Un disparo por sorpresa que lo haga tambalear, como aquel tiro libre sueco.
La criba de la dialéctica, pone al mundo bajo la monarquía de la razón. Triturados por ella, el hombre y Dios se confunden al punto de perder ambos su identidad. El resultado es un hombre agigantado y un Dios empequeñecido, ambos inservibles para la vida. Desde allí arranca la crítica a su sistema enarbolada en direcciones opuestas por Nietzsche y Kierkegaard. Mas allá de ello, es un hecho que toda la filosofía posterior a Hegel no ha podido eludir medirse con su sistema.
Sin osar confrontar con él, prefiero anotar que, además de instructivo, resulta edificante leerlo porque su fe en el hombre y en su libertad como agente creador no claudica jamás, y ella se impone regular y tozudamente por sobre la necesaria naturaleza. En tiempos en que con tanta culpa nos enfrentamos al mundo es reconfortante alguien que haya pensado que el hombre no era el problema sino la solución.
En sus páginas nunca deja de entreverse la conciencia de una victoria final de las fuerzas del Espíritu, y un sentido de la historia que camina inexorable y con paso sostenido hacia su apoteosis. Y enseña que este optimismo no fue tejido desde la comodidad de su cátedra, sino bajo la tenue luz de una vela, en una pobre habitación de servicio, donde el joven Wilhelm intentaba desasnar a los hijos de un oscuro noble suizo. Allí se forjó este antídoto, que si bien puede resultar excesivo, se levanta aún con una solidez conmovedora contra todas las fuerzas detractoras de la humanidad que recurrentemente apuestan a su fracaso.