En Tagaste, provincia de la Numidia,
a tres días de las calendas de febrero,
año MCXXIV a.u.c.
Amado hijo Agustín, te saluda tu padre.
Finalmente, en el ocaso de mis días, he cedido.
Ayer mismo han venido a casa los sacerdotes de nuestro vecino templo cristiano. Me han practicado un rito del bautismo menos solemne del habitual, visto las limitaciones que impone mi salud. De todos modos, han bañado profusamente mi cabeza y se encendieron muchas velas. Aún hoy permanece en las paredes del vestíbulo el olor de la cera quemada y también algunas manchas decoran las losas del piso, como rastros de espesas lágrimas.
Los ritos cristianos son algo parcos, pero tienen ese tipo de belleza particular que asegura la austeridad. Tu madre ha llorado durante toda la ceremonia, pero su llanto, esta vez, fue impulsado por una calma alegría. Observaba desde el peristilo con sus ojos dulcísimos, levemente reclinada sobre una columna donde apoyaba su emoción. Su tenacidad ha ganado la partida, y yo me alegro de haber cedido a sus ruegos.

Durante los días previos, ha venido a casa un sacerdote para cerciorarse de mi voluntad. A él fue quien expuse los reparos que tuve durante años y que hicieron que no me decidiera a dar antes este paso. Razones que han obedecido más a mi posición en la cuidad que a una animosidad sustancial hacia esta religión. Siempre pensé que un funcionario debía quedar arraigado en las antiguas usanzas. Sin importar cuánto se creyera en los viejos ritos, estos de algún modo conectan con la dignidad que proviene de lo ancestral. El cristianismo, más allá de las verdades que proclama, es todavía propio de gente de baja extracción y aun de esclavos.
Cuando estos obstáculos cayeron, visto que mi salud me obligó al retiro de la vida pública, fue que comencé a pensar en recibir el bautismo. Movido también por la certeza de que finalmente daría a mi esposa una postrera compensación por mis yerros. Por otro lado, soy de la idea que la religión, cualquiera esta fuera, en definitiva ayuda a la virtud. El sacerdote escuchó todas mis argumentaciones, con un silencio ejemplar, y concluyó que, más que encontrar un impedimento, veía en ellas la mano paciente de Dios. Se supone que Él vendrá en auxilio de mis perplejidades y entibiará mi natural frialdad.
Lo cierto es que me he sentido ganado por una extraña paz desde esta mañana. Tu madre insiste en que es la presencia del Espíritu de Dios, y yo asiento sin querer contradecirla. También noto que me invade una serenidad propicia para recorrer mis días pasados, ahora que estos parecen acercarse, con el andar ligero de Mercurio, hacia su término.
Si algún día tus ocupaciones te permiten bajar hasta aquí desde Madaura, verás en qué se ha convertido esta casa, ahora de cristianos. Pero no hay en esto apuro, entiendo que la dedicación a los estudios debe ser tu obligación primera, y es también mi deseo que así sea.
Que sigas bien.