Para todo en arteBA hay necesidad de una segunda mirada. Por qué están las obras y también las personas que las rodean, que son como extensiones encarnadas de ellas. Hay una multitud de seres asexuados, chicas que parecen señoras, y señoras que se esfuerzan, con éxito relativo, por parecer adolescentes. Todos se saludan con una efusividad de inmigrantes separados por un océano de años, a pesar de haberse visto quizás esa misma mañana. Hay una profusión de anteojos raros y una variedad de peinados sorprendentes. Es difícil distinguir entre galeristas, artistas y el público, aunque este último se reconoce en general por la mirada absorta y una tendencia a rascarse la cabeza.

Obras hay de todo tipo y muchas comparten una existencia de límites inciertos. Es difícil saber realmente dónde terminan, y si el soporte donde se apoyan forma parte de la misma, o es simplemente una mesa ratona propiedad de la galería. También nos asalta la duda a la hora de evaluar si de una obra realmente se trata. ¿El operario que cambia una lamparita, cumple un abnegado servicio o forma parte de una instalación de un genial artista? Se corre siempre el riesgo de mirar con aire de interés un matafuego, que corresponde a la fría normativa contra incendio.
Pero, claro, no todo es así, porque dentro de ese mar de sentidos ambiguos también habita el arte. El ambiente no es todo. Están los artistas que visitamos hace años y que nos deleitan reiteradamente como Sarah Grilo, o el, por otros motivos, detestado Ferrari. Hay ausentes sin aviso: Blas Castagna y Ranieri. Y además descubrimientos. Este año fueron las salvajes guitarras de Mariana Guerrero, los alegres personajes de Milo Lockett, que es como un Paul Kleé con gigantismo, y las sutiles metáforas de bronce de Noemí Gerstein. Y, si todo falla, siempre hay un Berni que te salva cualquier tarde.
ArteBa también es un negocio donde compiten artistas que exhiben su triunfo con impiadosos círculos fluorescentes. Hay sponsors infaltables con stands rutilantes e instalaciones de consagrados por el marketing, como los apáticos colchones de Marta. También hay de lo otro, como el fantástico dinosaurio testiano. Por último, el señor que desde un escritorio desvencijado lee en voz alta El capital, como para dar una puñalada a la frivolidad circundante.
Una reflexión sobre los límites se vuelve ineludible. Aquí se cumple rigurosa una ley indefectible que dice que la desaparición de estos no facilita, sino que hace más arduo, el camino de la originalidad. La fatiga que cuesta lo nuevo, cuando el pasado ha sido arrasado, es lo que a primera vista sobresale. De todos modos, la pregunta que nace es la de si el arte es solamente un vehículo para suscitar la reflexión y si es posible sin el sustento de una obra que no solamente haga pensar, sino también que nos convoque con el viejo artilugio de lo bello. La pregunta se hace más inquietante si se visita el sector de arte joven. Pienso que hoy es realmente difícil ser joven.
Sólo una certeza nos acompaña al terminar el recorrido y es que, Dios mediante, volveremos el año próximo.