Me llamó la atención el espesor del vidrio que separaba la boletería. También el hecho de que se dirigieran a nosotros por un micrófono que convertía la voz en una especie de chatarra. La poquísima gente que había no daba la sensación de que el monto de la recaudación justificara tan refinado dispositivo de seguridad. El precio de las entradas resulta ser totalmente simbólico. Cualquier carnet inverosímil reduce su costo drásticamente.
Siguiendo el plan establecido, dejamos a los niños en La era del hielo 3 y nosotros presurosos nos movimos solo unos metros para deleitarnos con una de Kim Ki Duk. Comprendo que el cine coreano no despierte la sed de multitudes, pero con todo había más gente en la nuestra que en la de nuestros hijos. Y esto a pesar del esfuerzo de marketing en "La cajita feliz” previamente consumida. Entre las dos películas no sumaban veinte personas.

A pesar de que la sala estaba desierta me pareció chica, lo mismo que la pantalla. Quizás sea que nuestro televisor, de generosa retaguardia, se agrandó. Con las luces apagadas empezaron los avisos. El más largo era el que presentaba la nueva modalidad PPV de Cablevisión que permite alquilar películas directamente desde la cama. Sin duda estamos en presencia de un suicidio.
Finalmente empezó la película. Dos de las pocas personas que estaban en la sala vinieron a sentarse cerca nuestro en la misma fila. No se querrían sentir solas. El cine de Kim Ki Duk se caracteriza por el silencio de los personajes, algunos de ellos envueltos en un severo mutismo. No hay problema: la pareja de ancianas próxima a nuestra ubicación parecía decidida a remediar este inconveniente con comentarios constantes. Más que comentarios, verdaderos subrayados de la imagen. Por ejemplo, cuando aparecía un perro la señora le decía a su vecina: “Mirá, un perro”.
Pocas filas más adelante otra espectadora roncaba sonoramente ya desde los títulos en preciosa caligrafía oriental. En una escena en que una coreana duerme plácidamente no sabíamos si el sonido provenía de la pantalla o de la fila de adelante. Mientras tanto, nuestras vecinas recibían llamadas y se informaban sobre las mismas: “Era Beto”. Realizamos algunos actos intimidatorios: movimientos violentos en la butaca, resoplidos, chistidos y hasta un “Señora, por favor”. Todo en vano. En el fondo, pienso que no les faltaba razón: había menos gente en el cine que en el living de su casa.
Mientras volvíamos caminando a casa, me acordaba de Proust cuando miraba los coches a caballo en el Bois de Boulogne con la conciencia de estar viendo algo que definitivamente termina. Es difícil que vuelva a ir al cine sin que me acompañe esta sensación de un mundo que se pierde. Además, extrañé el control remoto.