El principal fin de este magnífico artefacto parece ser, entonces, el de prolongar la existencia de las cosas más allá de sus posibilidades. En ese sentido la deberíamos inscribir en la derecha de la pequeña polis de la cocina. La heladera es la representante de la más vieja alcurnia conservadora.
Esta línea no está exenta de los extremos del fundamentalismo. Ellos están representados por una especie de hermano mayor de posibilidades recargadas: el freezer. Este a veces es parte de la misma heladera, pero otras vive solitario una existencia lateral, algo olvidada. En él, el tiempo se dilata hasta límites insospechados y la conservación adquiere dimensiones que rayan con lo eterno. Existe el temor de encontrar, en la profundidad de su vientre de plata, prepizzas olvidadas hace décadas. El freezer no es apto para soluciones de último momento y sus efectos pueden ser revertidos sólo luego de un tiempo prudencial. Como todo extremismo, su pecado es el exceso.

La heladera, en cambio, en su mesurada frialdad, es más amable y reparte su frío en cantidades más humanas. Así, como Dios tiene sus mensajeros en los ángeles, esta deidad tiene también sus sagrados emisarios: los hielos. Estos se separan con estrépito de su molde, pero el mayor pulso se requiere para reponerlos. Imposible en mi caso lograr la operación sin que me denuncie un prolijo goteo que enuncia su trayectoria. Los hielos son el producto genuino de su vientre y emigran con su prisma de frío concentrado hasta lejanos vasos acalorados.
El culto de esta diosa fría sufre variaciones estacionales, hasta transformarse en mito cuando el verano arrecia. Allí las bebidas esperan apoyadas en el balcón de la puerta, como una promesa de alivio seguro. También tiene una vida locuaz desde su superficie, donde habitan imanes de deliveries improbables, junto a mensajes sin eficacia y alguna foto que nos recuerda otros veranos pretéritos.
Después de los autos, la heladera es el artefacto que tiene mayores significaciones de status. Su tamaño es símbolo de poderío sempiterno y sus formas son variadas. Desde aquella Siam de perfil redondeado, pasando por las de doble puerta verticales, las que escupen los hielos desde la puerta y algunas obscenas de frente vidriado que, como un aparato digestivo a futuro, muestra orgullosa sus alimentos.
Ésta como nadie cuenta la historia de sus propietarios. La infancia de gaseosas y la juventud tintineante de cerveza. Los momentos de opulencia que guardan quesos insólitos y especias raras, y también aquellos donde “solo queda un limón sin exprimir”. Por eso abrir la heladera de otro sin permiso es considerado un ultraje mayúsculo a la intimidad.
Sin sospechar sus significaciones ocultas, ella continúa su lucha por el perdurar de un mundo demasiado fugaz. En su interior duerme helado el sueño de Walt Disney. Despertar un día y haber vencido al tiempo.