Trato de ensamblar una extendida y ancestral familia cordobesa y también de adivinar qué instrumento toca cada uno de un visible grupo de músicos. Hay otro pasajero que lejanamente se parece a Nito Mestre, pero no es de los músicos, y viaja con su mujer y un par de hijos pequeños. Estamos más viejos, es cierto, pero agradezco haber superado la época de viajar con niños.
Con las escalas se va creando un clima de fraternidad casi invisible. Será que nos une un miedo que cada uno guarda, mejor o peor escondido. La inquietud de no estar sostenidos por Gea supongo es ancestral y algo freudiana. Nunca vi Lost, pero es imposible evitar la referencia y elegir a quienes nos acercaríamos en caso de caer en una isla, por cierto paradisíaca.
Matamos el tiempo visitando free shops donde deambula gente adormilada sin el menor ánimo de comprar. Difícil imaginar un espacio mas gélido que un free shop. Me llama la atención cómo en él han perdido protagonismo los cigarrillos que, cuando yo fumaba, eran las verdaderas estrellas del lugar. Los pobres han sufrido una especie de genocidio y están desterrados en un ángulo invisible, repletos de culpa. También me parece que las bebidas alcohólicas se han retraído, seguramente por solidaridad con sus antiguos compañeros de juerga.
Las verdaderas vedettes del lugar ahora son los perfumes, demasiado superficiales para dañarnos. Hay muchísima variedad y sobre todo un profuso derroche de ingenio desplegado en los envases y en las cajas. Tanta empeño de packagin me hace dudar de que ocurra lo mismo con el interior. El olfato es, en mi caso, un sentido extremadamente limitado.

Ya en el avión todo me parece más chico que la última vez, y no sólo me refiero a los asientos. Será que yo me haya agrandado. Las sospechas se confirman al llegar la escueta comida. Nos animamos cuando vemos avanzar a la azafata con algo en las manos que parecen alfajores. Son los auriculares para las pantallas individuales, sin duda el mayor adelanto tecnológico desde Jorge Newbery a la fecha. Nuestro error de apreciación desnuda nuestra gris existencia de cabotaje, denunciada hace tiempo por José Luis Chilavert.
Me pregunto cuándo dejaron de ser lindas las azafatas. O si alguna vez lo fueron. Quien sabe su belleza es uno de los tantos mitos que sostienen aún la inminente ruina global de las compañías aéreas. Recuerdo una película de Palito Ortega que se llamaba “Amor en el aire”, una especie de horrible comedia musical. Pero la rubia azafata en blanco y negro me resultaba fascinante los Sábados de Superacción.
Trato de acomodarme para dormir contento de que mi asiento esté del lado del pasillo. El Google Earth mató a las ventanillas, por que las vistas aéreas han perdido definitivamente su encanto. Este lado permite mayor movilidad y hasta sacar las piernas al pasillo para permitir una modesta elongación.
El vino blanco que pedí con la comida es una ayuda considerable para el sueño. Aunque me arrepiento de no haberme animado al wiskhy, paralizado por el miedo a tener que pagarlo. Con él me sentiría más seguro.