Toda gran obra ofrece una multiplicidad de ángulos para ser analizada. Esta no es la excepción, por el contrario, rezuma de sentido y desarrolla una vastísima cantidad de temas. Los celos, el adulterio, la impotencia, la seguridad, el sexo, el policial, pero sobre todo uno: el poder, en versión macro y microfísica. Una sobrecarga bien barroca que, por otro lado, es el estilo que gobierna el relato también en lo formal.
Pero a ninguno de estos temas, de por sí interesantes, es a lo que quisiera referirme, sino más bien al entramado que los sostiene. Aquello que transforma la obra en un sagaz ensayo sobre los límites de la realidad y su siempre sospechosa proximidad con el mundo onírico. Una sombra de Calderón de la Barca que sobrevuela insistente sobre la trama.
Una primera línea de fuga, en un mundo que se muestra en un principio particularmente sólido, la traza el personaje de Kidman, quien confiesa a su marido (in marihuana veritas) un adulterio virtual. Este se crea y se consuma solamente en su mente, pero ella declara que, de haber podido, lo hubiera sacrificado todo, matrimonio, hija y espléndido departamento con vista al Central Park inclusive.
La otra línea la traza el personaje de Cruise, médico exitoso y seguro de sí mismo, como solo un médico puede llegar a serlo. Éste, aturdido por las contundentes confesiones de su esposa, se lanza a la voracidad de la noche neoyorquina a vivir experiencias muy próximas a una infidelidad que, de todos modos y por su propia impotencia, nunca llegan a concretarse.

A partir de allí comienza el sutil juego de espejos, ya que la historia de la mujer, que nunca estuvo siquiera cerca de suceder, se corporiza en un modo real en la mente del marido Y el errático transitar de Cruise tiene su correlato onírico en los sueños atribulados de Kidman. Reflejos deformados y simetrías quebradas, oposiciones y paralelismos, fiestas blancas y también de las más negras. Un contrapunto subrayado con maestría, ya que lo que ocurre en la realidad tiene en las imágenes la consistencia del sueño, mientras que lo que ocurre en la mente tiene la inconfundible nitidez de lo real.
Lo que surge entonces es la duda. El juicio trastabilla y nos delata la ineludible potencia que ejercen sobre nosotros los actos posibles, aun a veces más que los efectivamente actuados.
La pregunta de fondo es sobre la verdadera consistencia que tiene lo real.
Cuando terminó la película, con un final de una contundencia avasallante, apagué y miré caviloso a mi mujer que a mi lado soñaba quién sabe qué sueño. Luego recordé una vieja oración que decía:
“Oh Cristo tu no tienes
la lóbrega mirada de la muerte
tus ojos no se cierran;
son agua limpia donde puedo verme.”
Quizás esa sea la respuesta.