Un matrimonio está al frente de la nave, conformando un tándem aceitado. Se conocen y comparten una historia oscura que los une. Entre Claudio y Gertrudis no se sabe del todo quién es el que gobierna. A veces parece que ella, poseedora de una verba vigorosa y con sus recurrentes crisis de maternidad culposa. Motivos para la culpa abundan.
Otras parece que es él, con sus furias mal disimuladas y sus arrebatos de ira que recorren los helados pasillos de Elsinor. El poder circula entre estos cónyuges como una savia que embriaga. El camino a la corona ha sido arduo y siempre hay esqueletos en los armarios, pero mientras el cetro esté en sus manos hay poco que temer. Qué te pasa, Dinamarca.
El poder se ejerce, para eso está. Se lo ejerce a partir de ministros poderosos y dispuestos a ejecutar las órdenes de sus mandatarios con celo ejemplar. Hombres de confianza antigua o nueva, no importa. Sospecho que Polonio, el gran chambelán, ha tenido algún cargo en la administración anterior por cómo sobreactúa su fidelidad. Es adicto al nepotismo y su fuerza está en conocer los puntos débiles de la pareja reinante. Tiene sangre fría, pero casi pierde la cabeza por culpa de las excentricidades de Ofelia. Ocupado de vigilarlo todo, se olvidó de lo que tenía más próximo, su propia hija. Por suerte está Laertes, ese chico sí que tiene futuro.

Después están los personajes menores que administran el menudeo, funcionarios de turno, dispuestos a la tareas sucias, entre las que sobresalen el espionaje y el apriete. Rosencrantz y Guildestern son los torpes encargados de vigilar a Hamlet y sacarlo del medio, con elegancia.
El príncipe es esquivo y navega entre la locura voluntaria y la incompetencia manifiesta. Es hábil para la denuncia, para la que elabora ardides brillantes y contundentes. Pero todos saben que no tiene condiciones para el gobierno. Se rodea de viejos camaradas pero entre todos forman una unidad despareja. Un rejunte. Horacio, Bernardo, Francesco, Marcelo son los guardianes del castillo y desde sus murallas se alimentan de rumores y fantasmas. Hamlet tiene cierta tendencia a creer esas historias y a veces se comporta como un alucinado. Su actitud termina por desconcertar a aliados y a enemigos. Ser o no ser.
El final de este encuentro se resuelve en una masacre. La sangre puede ser un símbolo, pero también una advertencia. Los cadáveres también pueden ser cadáveres políticos. Que se vayan todos.
Sin embargo, hay un epílogo inquietante. Un príncipe extranjero aparece para empezar de nuevo. Alguien ajeno a la contienda, que no pertenece a esta raza infecta que gobierna. Alguien que encarna una esperanza, un sueño para renacer.
Pero yo no creo en Fortinbrás.