En la Biblia también se hace presente esta tendencia, que exalta la vida nómade y pastoril de los patriarcas y mira con recelo a la ciudad, lugar del lucro y del negocio. Israel vivió asfixiada por la presencia de dos gigantes, Egipto y Babilonia, pero sobre todo fue esta última la que en el imaginario judío concentró la maldición de la gran ciudad. Así se despacha Isaías contra ella: “pronunciarás este proverbio contra el rey de Babilonia, y dirás: ¡Cómo paró el opresor, cómo acabó la ciudad codiciosa de oro!” (Is. 14,4).
Pareciera que esta ancestral tendencia aflora con nueva fuerza en estos días, donde sobre la ciudad recae la vieja acusación. Ella es presentada como el lugar donde los valores padecen arrasados por la ambición, provista de una insalubridad más ética que material. Frente a este panorama se alza la campaña, orgullosa de sus tradiciones y de su tiempo, que transcurre denso, escandido por el trinar de los pájaros.

Sin embargo, esta visión no se condice, en la mayoría de los casos, con la realidad. Las torres son uno entre tantos negocios posibles, y no se diferencian demasiado de los otros. La construcción tiene además algunas ventajas interesantes. Por ejemplo, la de ser una prolífica fuente de trabajo y una actividad que distribuye el ingreso con un dinamismo insuperable. La comparación en este aspecto con el sacralizado campo es tan antipática como evidente.
Otro punto que comparte con cualquier actividad comercial es su afán de lucro, aunque en este caso sea siempre calificado de desmedido. Conviene recordar que en una torre de envergadura, como en cualquier otro negocio, la ganancia, y también la pérdida, suele ser proporcional al riesgo. De todos modos, la particular economía de nuestro país hace que este aspecto sea la mayoría de las veces un mito. El gran porcentaje de las torres se construye hoy en día a partir de la figura del fideicomiso, con lo cual el gigante empresario inmobiliario que llena sus bolsillos hasta el hartazgo es una figura que se evapora detrás de un universo atomizado de ahorristas.
Un último y saludable aspecto es el del volumen del negocio. A partir de él se genera la posibilidad de viabilizar la inversión hacia zonas despreciadas de la ciudad. También su misma visibilidad morfológica se traslada al campo impositivo y al de la seguridad laboral. La torre se convierte así en una eficaz manera de combatir la informalidad.
Quizás sea aún posible introducir, como una cunea en la férrea condena de Babilonia, el elogio de Jerusalén.
“Bendice, alma mía, al Dios, rey grande,
porque Jerusalén con zafiros y esmeraldas
será reedificada,
con piedras preciosas sus muros
y con oro puro sus torres y sus almenas”
(Tb 13, 10-15.117-19).