A la salida del colegio secundario, en donde nunca encontré dificultades, afronté el primer fracaso de mi vida de estudiante. A pesar de aprobar el examen, no quedé dentro del número restricto para ingresar en la Facultad de Arquitectura de la UBA. Me había preparado con dedicación, pero matemática y física, las materias de examen, nunca fueron mi fuerte. Saber que uno y solo uno es el resultado correcto produce en mí un desaliento devastador. La falta de fe en la exactitud bloquea mi razón.
Al año siguiente, el ingreso, pese a mantener el cupo, cambió las materias por otras más afines con la profesión y la posibilidad de cursarlas en la facultad. Partía entonces todas las tardes, después de trabajar de cadete, en el 33, que tomaba en el mercado de Retiro. La parada estaba al lado del puesto de pescado y la espera, por lo común larga, se hacía bajo la inerte mirada de plateados cardúmenes encerrados en canastos de plástico blanco.

Mi recuerdo se asocia al calor y también al gentío que se arremolinaba alrededor de la estación. Envidiaba sin excepción a todos aquellos transeúntes porque, a pesar de su movimiento errático, los imaginaba con un destino seguro. Mi vida, en cambio, la percibía como un mar repleto de dudas. Temía naufragar y jamás poder iniciar un camino para el que me sentía fuertemente destinado.
En esos momentos aparecía recortada, entre otros cientos de líneas multicolores, la escorada figura del 33. En su frente traía escrito su destino, que yo leía como si fuera una promesa: “Ciudad Universitaria”. Y al lado enunciaba un origen de sabor algo mítico “Monte Chingolo”, que interpretaba como un nuevo Sinaí. La línea estaba provista de coches desvencijados y crujientes, conducidos por pilotos temerarios. Superado el primer tramo del viaje, entre camiones adustos, el recorrido entraba en un paisaje totalmente inesperado. La ciudad se diluía de repente, se atravesaban unas vías olvidadas y, entre árboles generosos de sombra, aparecía en un reflejo dorado la geometría fluvial de la Dársena Norte.
Desde la altura de la ventanilla, que impedía ver el borde de la calzada, el colectivo parecía navegar sobre el espejo marrón del río, transformándose en una improvisada embarcación. Tan seguro estaba de mi ilusión que si hubiera mirado hacia atrás me hubiera extrañado no ver la espumosa estela bifurcándose entre los adoquines. Barcazas de casco herrumbroso parecían saludar bamboleándose a nuestro paso y algunos marineros salían a cubierta. Tan rasante era nuestro paso que podía ver sus caras, sacudiéndose la siesta.
El efecto duraba solo unos minutos, ya que a poco andar se ingresaba a la costanera y el río majestuoso se alejaba hasta perderse en el horizonte oriental. El andar del colectivo retomaba su fisonomía terrestre, pero esa fugaz travesía retemplaba mi carácter. El 33 me contagiaba su atrevido heroísmo de hipotético anfibio.