Para ver bailar voy a un club
mientras muerdo el limón
de un gin tonic usado …
en tu cadera.
(Andrés Calamaro)
El verano empieza para mí con el primer gin-tonic. Cuando en alguno de los primeros días de calor nace un determinado tipo de sed distinta de las otras. Es una sed aplicada, intensa pero en un cierto sentido concentrada, muy distinta de aquella indiferenciada que se calma con cerveza. El inicio del verano indica también el ocaso de ese sol otoñal llamado whisky. Las bebidas son estacionales.
No creo que el gin-tonic sea un cocktail, al menos seguro no lo es la versión rastrera y popular en que generalmente se lo consume. La versión que al menos yo practico está lejos de refinamientos absurdos. Solo se trata de mezclar con decisión los cuatro elementos que lo componen sin demasiados recaudos. Se trata de hacerlo (y de beberlo) con una simpleza similar a la que uno vive.

Por orden de aparición se empieza por el gin, lo más valioso pero a mi juicio en este caso no lo más importante. Una mediocre versión nacional basta y sobra para prepara un excelente gin-tonic. Todo lo demás es marketing. Un gin de alto precio en el momento en que se sirve puede servir como ostentación, pero recién mostrará su calidad al día siguiente y solo si se superó la cantidad aconsejada. La presencia del gin debe sentirse constante pero levemente en el fondo del trago. Como la conciencia, debe estar presente, pero no al punto de ahogarnos con la culpa.
Después viene el limón que oficia de accidente. Es decir, lo que sin ser esencial le entrega al trago su individualidad y también alegría. Yo prefiero cortarlo en gajos, exprimirlos y después tirarlo deformado en el vaso. Poner una rodaja en el borde del vaso constituye una frivolidad. Los accidentes deben servir a la esencia y no ostentar demasiado su presencia.

El tercer elemento en cuestión es el hielo, el cuerpo sólido, la materia. Siempre pensé que ningún elemento define tanto el estatus social como el hielo. Hay hielos grandes y de una dureza pétrea que se expresan con formas adustas como si hubieran sido recién arrancados de un majestuoso glaciar. En mi casa, en cambio, los hielos son pequeños, de una geometría obvia y entregan su frío demasiado rápido. Con el hielo siempre vivo en una permanente sensación de escasez, que es por otro lado el destino de todo lo material.
Por último llegan las circunstancias que rodean a la existencia. Se puede hacer todo bien y sin embargo en circunstancias adversas los mejores proyectos naufragan irremediablemente. El agua tónica es impredecible y siempre amenaza con que la falta de gas termine por arruinarlo todo. Abrir la botella y escuchar el sonido de su aire comprimido es un momento de máxima tensión. Hay botellas que exhalan un aliento que tiene la consistencia de lo último. El tono del gin-tonic radica misteriosamente en su elemento incorpóreo.
Finalmente, no queda otra cosa que disfrutarlo, mejor si servido en un sincero vaso de ancho generoso. Y esperar su quirúrgico paso por la garganta, que nos ilusiona por un instante con la idea de que la sed puede ser definitivamente curada, como en un nuevo Siloé.