(Alma de diamante, Luis Alberto Spinetta)
Veo mil sombras en los álamos
no crees volver atrás
no sabes olvidar.
Oh! cielo
tus pies están aquí
bordeando la ladera.
Ya viene la lluvia
las cosas caen sin desengaño
niños oh, niños
no queden en la calle
nunca te dejaré
nunca ya, nunca ya.
Ya viene la lluvia
las cosas caen sin desengaño
niños oh, niños
no mueran, no mueran,
no mueran en la calle.
Nunca te dejaré
nunca ya, nunca ya.
Hay cosas que no sé olvidar. Cuando era chico íbamos de vacaciones al Sur. Veranos que en algún momento parecía que no iban a terminar nunca, al igual que los días de aquellas latitudes, días de longitud inaudita que se resisten al anochecer, estirando hasta el límite el ocaso. El final, después de un mes, nos sorprendía siempre inesperado, como si un despertador agudo e implacable nos arrancara de un paraíso, que soñábamos a resguardo del tiempo.
Sin embargo, nada permanece tan vivo en mi memoria como el viaje con que todo empezaba. Un aire de aventura invadía los días previos a la partida que se cargaban de una progresiva ansiedad. Se zarpaba después de la siesta que prudentemente tomaban los pilotos de aquella travesía, mi padre y mi hermano Gabriel. Ellos se agigantaban a mis ojos, como si fueran conquistadores pretéritos de yelmo y espada. Los últimos aprestos se apuraban en la vereda de la tarde y el viaje comenzaba solemne con el rezo del rosario. Mientras mi padre desgranaba avemarías, haciendo pasar los dedos por la perfecta circunferencia del volante, aparecían indiferentes las primeras vacas en la ventanilla.
El camino era el viejo, por Bahía Blanca, y en atravesar la aburrida pampa bonaerense se consumían las últimas horas de luz, que se apagaba resignada sobre el perfil de la Sierras de la Ventana. La noche corría entera hasta atravesar el desierto, cuyo paisaje se convertía sólo en el locuaz sucederse de los carteles verdes que jalonaban la ruta. Pasábamos por Médanos, referencia incomprensible a un mar ausente, y después se atravesaba a oscuras el rumor del río Colorado, para ingresar en el prodigio geométrico de una recta que llegaba desde allí hasta Choele Choel, donde había una isla que jamás vi. De las últimas horas de la noche, donde ya me ganaba el sueño, sólo me llegan como los sonidos de una canción de cuna, algunos nombres musicales: Chelforó, Chimpay, Chinchinales, Villa Regina.
El amanecer coincidía con el verde despertar del valle del Río Negro. Allí es cuando aparecían, majestuosos como un pórtico de un templo vegetal, los álamos. Allí fue cuando yo también vi por vez primera, mil sombras que se filtraban en los álamos. Allí estaban de pie, custodiando los frutales del severo viento patagónico. Allí un aire solemne pero alegre se mezclaba, nunca supe bien por qué, con una indecible nostalgia que provenía de los árboles. Una sensación ambigua que se reprodujo exacta cuando escuché la canción y supe que otro también había visto mil sombras en los álamos. En esa música descubrí intacta aquella emoción, como calcada de mi alma.
Sobre los álamos estaba también un cielo de una luz diáfana, como sólo la Patagonia produce. Y debajo de ese cielo, el recto perfil de la meseta cortada por los hielos ancestrales, servía de apoyo perfecto para sus pies celestes. El auto cortaba las sombras como si fueran los durmientes de un tren incorpóreo y el viaje continuaba con rumbo a un mediodía pletórico de lagos verdes y montañas azules.
A medida que dejábamos atrás el Valle, la experiencia de los álamos se compactaba en mi memoria hasta adquirir el espesor de un instante. Un instante de esos que duran para siempre. Aunque llegue la lluvia y con ella los desengaños de las cosas. Y aunque la vida se inquiete con el temor por esos niños que mueren en la calle. Niños como el que yo dejé de ser entonces, mientras pasaba la sombra de los álamos, irremediablemente.
La promesa, de todos modos, se ha cumplido: nunca nos dejaste, y de eso pongo a los álamos y su música por testigo. Ellos que guardan los frutos cuando nacen y nos acompañan graves en la paz del cementerio.