(Kamikaze, Luis Alberto Spinetta)
Ah !... basta de pensar
alguien llora allí
se cayó del alerce
ah !... este sueño surcará
las ventanas y el baúl
de tu espejo interno
hablan de piel
hablan de qué sabrán
nadie de vos
nadie lo sabe ya
que todo sea como vos quieras...
ah !... los asnos y el perdón
qué omnipotencia cruel
me hiere como al sol
ah !... qué razón de ser
me habrá puesto piel
en la inmensidad
hablan de piel
hablan de qué sabrán
nadie de vos
nadie lo sabe ya
que todo sea como vos quieras...
La frase de Descartes “pienso luego existo” adoleció siempre de una traducción ambigua que nubla su sentido. Creo que si se hiciera una encuesta que preguntase por el sentido de este famoso enunciado que engendró la modernidad, ganaría la que interpreta el existir como algo que viene después del pensar. Sin embargo, el sentido cartesiano es bien otro y se refiere al nexo probatorio del hecho pensar con respecto al existir. Más propio del sentido,hubiera sido traducir: “pienso, por lo tanto, existo”.
Quizás el error provenga de un uso antiguo de “luego”, cuyo significado hoy se interpreta como adverbio de tiempo más que como conjunción ilativa, que es el modo en que está presente en la sentencia que volvió popular a Descartes. También es verdad que este último uso añejo conserva una impronta matemática que recuerda en lenguaje de los teoremas, que era el modo por el cual René quería explicarnos el Universo. Claro y distinto.
Lo cierto es que la interpretación errónea introduce un tema que es ajeno a Descartes. Un costado existencialista que pregunta sobre la relación entre el pensamiento y la vida. Una compleja cuestión de precedencias. Pienso y después vivo, o primero vivo y luego pienso. Este dilema es el que enfrenta el poeta y lo hace con una condena. Basta de pensar es su grito.
Pensar es una moneda de dos caras. Su denuncia es a una de ellas, la del pensamiento como mecanismo encubridor de la realidad. Cuando el pensar se convierte en un artilugio, una red que termina tejiendo una coraza que nos aleja de la vida, que nos impide ver lo que ocurre a nuestro alrededor. Alguien llora aquí, pero nadie parece darse cuenta. La razón puede volvernos sordos al dolor de los otros. Del nuestro se encargan los sentidos.
El hablar que menciona con insistencia es ese magma de palabras que cubre los hechos. Un hablar de asno que nos adormece y termina por atontarnos. Y también ese rumor de justificaciones que nuestra mente incesante genera sin descanso. Dice Heidegger: “Lo hablado ‘por’ el habla traza círculos cada vez más anchos y toma un carácter de autoridad. La cosa es así por que así se dice”.
Resuena aquí la omnipotencia cruel, que hiere como el sol. Un sol que ilumina, pero es también capaz de cegar. Basta de pensar es además basta de hablar, un grito de rebelión contra la tiranía a la que está sometido el movilero. Personaje estrella de nuestros días que está, siempre y en cualquier circunstancia, condenado a hablar.
Hay sobre el final una velada mención a alguien de quien nadie habla, un olvidado. Quizás sea necesario parar de pensar para escuchar a quien nos pensó. Una voz que, aun silenciada, no se resigna a callar del todo y vive como un susurro en nuestro interior. Un sueño que no se percibe mirando por la ventana, ni está guardado en el baúl de la memoria, sino que se mira con el espejo interior. Aquél que puso piel a la inmensidad.
El final puede que sea una oración. Que todo sea como vos quieras.
sábado, 27 de marzo de 2010
sábado, 20 de marzo de 2010
Carpaccio
En el universo de los nombres existen los parricidas. Aquellos que roban la fama a quienes los engendraron a la existencia nominal. Así sucede con el “carpaccio” que es, en el orden del reconocimiento, primero un plato típico de la comida italiana, y muy en segundo plano el fantástico pintor veneciano del Renacimiento. Basta recurrir a Google para corroborar cuánto la carne supera al artista.
Al parecer fue Cipriani el inventor del plato, destinado a una condesa anémica, clienta habitual del Harry’s Bar, ubicado bajo los pórticos de la Piazza San Marco. Satisfecha con la receta, la noble señora preguntó al mozo por el nombre del manjar. El profundo rojo de la carne cruda combinada con las finas escamas de queso parmesano le recordó a Harry la paleta del pintor de la cercana Scuola di San Giorgio degli Schiavoni. Inspirado, mandó al camarero con la lacónica respuesta: “carpaccio”. No se sabe si la señora curó su enfermedad, pero queda claro por qué Harry Cipriani construyó un imperio gastronómico.
El magnetismo de las pinturas de Vittore Carpaccio siempre me resultó arrollador. En ellas hay una tensa calma que late contrapuesta a la escena principal. Esta se desarrolla sobre sutiles fondos, abarrotados de detalles minúsculos, pero atractivos y nunca desprovistos de sentido. Este mundo, creación personalísima del artista, envuelve la obra con su silenciosa parsimonia. Su indiferencia inquieta porque denuncia que ese mundo transcurre insensible al particular drama humano que el cuadro representa.
De todas las obras del Carpaccio, mi preferida, por razones más afectivas que estrictamente pictóricas, es la “Visione di Sant’Agostino”. En ella se representa al santo en el momento en que recibe una premonición de la muerte de San Jerónimo. Resulta curioso que la pintura esté dentro de una serie encargada para recordar a este último, ausente en la tela. Una vez más el pintor nos traslada fuera de la obra y elige representar, no a la persona, sino el efecto que esta produce en los demás. Quizás el modo mas verdadero de que hablen de uno.
San Agustín y san Jerónimo intercambiaron una intensa comunicación epistolar y ambos se apoyaban en sus dudas. Eran años aquellos donde la exégesis y la teología se hacían a campo traviesa, sin referencias exteriores demasiado visibles. San Agustín sostiene en el aire la pluma y suspende su escritura. La noticia de la muerte de San Jerónimo lo ha dejado más solo en su tarea, aunque siempre cuenta con el auxilio de la Luz que llega desde la ventana. Esta es la íntima historia que se cuenta.
Sin embargo, una vez más aparece la prodigiosa mano del artista para retratar el mundo circundante. La perspectiva es central, pero la figura está ubicada en un costado y libera el amplio ambiente donde predomina el vacío. Una asimetría sugestiva y arriesgada para el 1502, año en que está fechada la obra. Los elementos finamente iluminados representan un espacio mental y también existencial. La mitra y el báculo apoyados con descuido hablan de actividades realizadas con afán; los rollos prolijamente apilados de una memoria que se muestra en acto con los libros abiertos sobre la mesa y el piso; el globo y el astrolabio al fondo denuncian una preocupación por la ciencia. Es verdad que el San Agustín que de allí emerge se parece más a Piccolo della Mirandola que a sí mismo, pero a quién importa eso.
Sólo el pequeño perro, de una raza más apropiada a una vedette que a un santo, parece comprender lo que en verdad sucede. La sorpresa con que mira al santo nos hace pensar en que esa detención lleva un tiempo prolongado. La calma tensión de una escena que sólo un perro parece capaz de percibir.
En cuanto al carpaccio comestible, siempre me resultó pesado. Si de comer carne cruda se trata, prefiero a su hermana magra: la bresaola.
Al parecer fue Cipriani el inventor del plato, destinado a una condesa anémica, clienta habitual del Harry’s Bar, ubicado bajo los pórticos de la Piazza San Marco. Satisfecha con la receta, la noble señora preguntó al mozo por el nombre del manjar. El profundo rojo de la carne cruda combinada con las finas escamas de queso parmesano le recordó a Harry la paleta del pintor de la cercana Scuola di San Giorgio degli Schiavoni. Inspirado, mandó al camarero con la lacónica respuesta: “carpaccio”. No se sabe si la señora curó su enfermedad, pero queda claro por qué Harry Cipriani construyó un imperio gastronómico.
El magnetismo de las pinturas de Vittore Carpaccio siempre me resultó arrollador. En ellas hay una tensa calma que late contrapuesta a la escena principal. Esta se desarrolla sobre sutiles fondos, abarrotados de detalles minúsculos, pero atractivos y nunca desprovistos de sentido. Este mundo, creación personalísima del artista, envuelve la obra con su silenciosa parsimonia. Su indiferencia inquieta porque denuncia que ese mundo transcurre insensible al particular drama humano que el cuadro representa.
De todas las obras del Carpaccio, mi preferida, por razones más afectivas que estrictamente pictóricas, es la “Visione di Sant’Agostino”. En ella se representa al santo en el momento en que recibe una premonición de la muerte de San Jerónimo. Resulta curioso que la pintura esté dentro de una serie encargada para recordar a este último, ausente en la tela. Una vez más el pintor nos traslada fuera de la obra y elige representar, no a la persona, sino el efecto que esta produce en los demás. Quizás el modo mas verdadero de que hablen de uno.
San Agustín y san Jerónimo intercambiaron una intensa comunicación epistolar y ambos se apoyaban en sus dudas. Eran años aquellos donde la exégesis y la teología se hacían a campo traviesa, sin referencias exteriores demasiado visibles. San Agustín sostiene en el aire la pluma y suspende su escritura. La noticia de la muerte de San Jerónimo lo ha dejado más solo en su tarea, aunque siempre cuenta con el auxilio de la Luz que llega desde la ventana. Esta es la íntima historia que se cuenta.
Sin embargo, una vez más aparece la prodigiosa mano del artista para retratar el mundo circundante. La perspectiva es central, pero la figura está ubicada en un costado y libera el amplio ambiente donde predomina el vacío. Una asimetría sugestiva y arriesgada para el 1502, año en que está fechada la obra. Los elementos finamente iluminados representan un espacio mental y también existencial. La mitra y el báculo apoyados con descuido hablan de actividades realizadas con afán; los rollos prolijamente apilados de una memoria que se muestra en acto con los libros abiertos sobre la mesa y el piso; el globo y el astrolabio al fondo denuncian una preocupación por la ciencia. Es verdad que el San Agustín que de allí emerge se parece más a Piccolo della Mirandola que a sí mismo, pero a quién importa eso.
Sólo el pequeño perro, de una raza más apropiada a una vedette que a un santo, parece comprender lo que en verdad sucede. La sorpresa con que mira al santo nos hace pensar en que esa detención lleva un tiempo prolongado. La calma tensión de una escena que sólo un perro parece capaz de percibir.
En cuanto al carpaccio comestible, siempre me resultó pesado. Si de comer carne cruda se trata, prefiero a su hermana magra: la bresaola.
domingo, 14 de marzo de 2010
Viajar
“Es extraña esta ciudad,
o yo estoy fuera de escala"
Soda Stereo
“Paseando por Roma”.
El extranjero, como lugar, produce necesariamente extrañeza. Esta debe mantenerse, porque es motor del viaje, pero al mismo tiempo no desbordarse, para que el objeto que vamos a encontrar no nos resulte incomprensible. A este dilema sutil me enfrenté semanas atrás cuando fui invitado a dar unas charlas para un heterogéneo grupo de viajeros. Tres generaciones de una familia que se encaminaba a Italia desde el verde corazón de La Horqueta.
Fue esta además una ocasión para repensar el sentido de los viajes. El desarrollo que el acto de viajar ha tenido a través de la historia y que tiene ahora, convertido en un fenómeno de masas. El hombre siempre viajó con una mirada distinta y cada edad es, también, un particular modo de viajar.
Herodoto, primero, con sus crónicas precisas que nos llegan desde la remota Antigüedad clásica para descubrirnos los suburbios de su mundo. Sus nueve libros componen una visión que se refleja siempre contra el telón de fondo de su propia cultura, la polis griega. Los otros, para Herodoto son interesantes, pero nunca dejan de ser otros, es decir, bárbaros.
La Edad Media nos trae un viajero excepcional. Perteneciente a una familia de comerciantes, Bocaccio se nutre de esa savia maravillosa que es la sobremesa. Acodado en las tabernas de Europa, recoge, para transformar luego con su dorada pluma, los cuentos que allí circulaban entre el estridente chocar de jarros repletos de bebida. La suya es una mirada de humanista y su objeto no puede ser otro que el hombre.
Otro contemporáneo suyo, Marco Polo, sostiene su notoriedad por haber alcanzado destinos que aún hoy permanecen remotos como planetas. Su exploración es la de un universo lejano, del que regresó empuñando una brújula, oliendo a pólvora y henchido de fideos. Su estilo es práctico y su ojo comercial infalible, como buen hijo de la Serenísma.
La era moderna nació tras la estela de un intrépido navegante, que ni siquiera conocía su destino. Retomando la ruta que fuera fatal para el Ulises de Dante, Colón es un viajero inconciente de su destino. Su travesía nos enseña que no siempre los viajes nos llevan a donde queríamos ir.
Goethe es el viajero ejemplar de los tiempos donde reina el sujeto. Sus relatos de viaje no son sólo la descripción de los objetos que encuentra, sino más bien el reflejo que este paisaje dibuja en su interior. Goethe es un viajero introspectivo y la geografía que describe es más la de su espíritu que la de Italia.
Me atrevo a decir que fueron los ingleses, esos artistas del tiempo libre, quienes popularizaron la costumbre de viajar, en el siglo XIX. Quienes recuerden esa joya del cine de James Ivory, “A room with a view”, tendrán una imagen acabada de este particular modo de viajar. Hay viajes que nos pueden cambiar para siempre.
Hoy como ayer, viajar es en definitiva siempre una búsqueda. De las cosas, de los hombres que hay detrás de esas cosas, y de Dios que está detrás de las cosas y de los hombres. Todo viaje verdadero es un viaje interior y la posibilidad de un encuentro que nos haga mejores.
domingo, 7 de marzo de 2010
La tregua
Las coincidencias son siempre algo que me inquieta, al punto de ponerme nervioso. Estar pensando en alguien y que esa persona aparezca a la vuelta de la esquina me produce una momentánea parálisis, cercana al miedo. Será quizás la sospecha de que el mundo está entretejido de fuerzas sutiles y casi imperceptibles, pero definitivamente extrañas. O quizás es la posibilidad de que nuestro pensamiento tenga implicancia en ellas lo que asusta. Es más tranquilizador pensar que Otro rige las cosas, entre otras cosas por que soy demasiado consciente de mi incompetencia.
Este verano me ocurrió uno de estos casos de asociación. Fue una de esas tardes cuya perfección sólo el que veranea en nuestra costa es capaz de percibir, porque sabe que es fugaz. El clima es frágil y cambiante, y un repentino virar del viento nos puede catapultar a una retirada de proporciones bíblicas.
Fue en aquellos primeros días del verano, suficientes para estar ya aclimatado, y aún demasiado tempranos como para permitirse pensar que su final flota en una tarde demasiado lejana. Cobijado a la sombra, levanté la vista de mi ocasional lectura y pude ver a mi mujer en su reposera tomando sol, más adelante el vagar errante de mis hijos por la orilla y, como telón de fondo, un mar azul poblado de alegres bañistas, categoría que siempre admiro a la distancia.
En ese momento apareció en mi mente una línea de “La tregua” de Sergio Renán. Alterio observa a la joven Picchio secándose con una toalla amarilla luego de haber sido sorprendida por un chaparrón y dice: “exactamente así es la felicidad”. Quizás la mía, y la de Martín Santomé, sea una idea de la felicidad un poco austera, tanto como la belleza de la Picchio y la de Miramar, pero la memoria es una sustancia errática que poco sabe de exactitudes.
Seguramente no hubiera sido capaz de recordar este recuerdo, de por sí insignificante, sino fuera porque esa misma noche me topé con la película en un rincón del cable. Allí volví a ver la misma escena y una vez más la película entera, en la que no pensaba hace mucho. La sorpresa, y el miedo que proporciona, vive agazapada en la conexión de dos series improbables.
Pero la memoria actúa también en forma consciente y dirigida. Es este el ámbito en el que hoy recuerdo aquella coincidencia estival, visto que hoy se entregarán los premios Oscar, con la competencia de una película argentina. “La tregua” perdió en aquella lejana noche de 1975, hecho que a pesar de no recordar contra quién lo hizo, me atrevo a considerar una injusticia. La angustia de esa oficina plomiza, que despierta sacudida con un amor improbable, merecía seguro mejor suerte. Y ese final seco y triste tiene algo imponente propio de tragedia griega.
Después recuerdo cuando ganó “La historia oficial”, pero dudo que muchos quieran volver a verla. No vi aún “El secreto de sus ojos”, pero sí “El mismo amor la misma lluvia” y “El hijo de la novia” y ambas me resultaron insoportables. Campanella no es mi tipo.
De todos modos le deseo la mejor de las suertes. Nada de lo argentino me es ajeno.
Este verano me ocurrió uno de estos casos de asociación. Fue una de esas tardes cuya perfección sólo el que veranea en nuestra costa es capaz de percibir, porque sabe que es fugaz. El clima es frágil y cambiante, y un repentino virar del viento nos puede catapultar a una retirada de proporciones bíblicas.
Fue en aquellos primeros días del verano, suficientes para estar ya aclimatado, y aún demasiado tempranos como para permitirse pensar que su final flota en una tarde demasiado lejana. Cobijado a la sombra, levanté la vista de mi ocasional lectura y pude ver a mi mujer en su reposera tomando sol, más adelante el vagar errante de mis hijos por la orilla y, como telón de fondo, un mar azul poblado de alegres bañistas, categoría que siempre admiro a la distancia.
En ese momento apareció en mi mente una línea de “La tregua” de Sergio Renán. Alterio observa a la joven Picchio secándose con una toalla amarilla luego de haber sido sorprendida por un chaparrón y dice: “exactamente así es la felicidad”. Quizás la mía, y la de Martín Santomé, sea una idea de la felicidad un poco austera, tanto como la belleza de la Picchio y la de Miramar, pero la memoria es una sustancia errática que poco sabe de exactitudes.
Seguramente no hubiera sido capaz de recordar este recuerdo, de por sí insignificante, sino fuera porque esa misma noche me topé con la película en un rincón del cable. Allí volví a ver la misma escena y una vez más la película entera, en la que no pensaba hace mucho. La sorpresa, y el miedo que proporciona, vive agazapada en la conexión de dos series improbables.
Pero la memoria actúa también en forma consciente y dirigida. Es este el ámbito en el que hoy recuerdo aquella coincidencia estival, visto que hoy se entregarán los premios Oscar, con la competencia de una película argentina. “La tregua” perdió en aquella lejana noche de 1975, hecho que a pesar de no recordar contra quién lo hizo, me atrevo a considerar una injusticia. La angustia de esa oficina plomiza, que despierta sacudida con un amor improbable, merecía seguro mejor suerte. Y ese final seco y triste tiene algo imponente propio de tragedia griega.
Después recuerdo cuando ganó “La historia oficial”, pero dudo que muchos quieran volver a verla. No vi aún “El secreto de sus ojos”, pero sí “El mismo amor la misma lluvia” y “El hijo de la novia” y ambas me resultaron insoportables. Campanella no es mi tipo.
De todos modos le deseo la mejor de las suertes. Nada de lo argentino me es ajeno.
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