Un oportuno resfrío de mi madre me abrió ayer, inesperadamente, las puertas de nuestro remozado Primer Coliseo. Siempre tuve con el Colón una relación esporádica que depende de defecciones ajenas, de las cuales me beneficio, ayudado por mi condición de vecino del teatro. Hacia allí parto, entonces, siempre con renovada ilusión, a recorrer las pocas cuadras que me separan del maravilloso edificio, siguiendo los pasos de mis abuelos que durante años recorrieron idéntico camino, ya que vivo donde ellos lo hicieron y heredé de ellos la pasión por la lírica.
Un amigo, también amante de la ópera, me dijo una vez que disfrutaba mucho de los segundos que anteceden al inicio de la música. Desde ese día reparo siempre en ese momento. Es viernes y muchos de lo que asisten llegan apurados, trayendo quizás el peso de una semana difícil. Todo el rumor de esas cabezas en donde parece todavía sonar un teléfono o el eco de una discusión encendida, se acalla para dejar espacio a la música que ya se apronta desde el foso. Momento de humanismo sublime, los hombres se callan por un instante, los argumentos ceden, la música empieza. El silencio del Colón tiene además una textura especial, que se asemeja al terciopelo que cubre sus butacas y al espeso telón que luce magnífico. Su consistencia se revela con la interrupción de algunas toses, que son como pequeñas nubecillas en un cielo diáfano.
Finalmente el espacio creado por ese intenso silencio comienza a ser llenado por la música. Mozart la hace brotar, como si una fuente sonora hubiera surgido en el medio de la sala. La obertura, que al parecer fue escrita la noche misma antes del estreno en Praga y ejecutada sin ensayos previos, luce una jovialidad envidiable. Esa juventud que tienen las cosas que no sufrieron retoques, ni aun mientras fueron creadas.
La acción empieza con el famosísimo “io non voglio piu servir, voglio fare il gentiluom”, el monólogo de Leporello. Son las primeras palabras pronunciadas e imagino cuánto habrán impactado ante la decaída nobleza de Bohemia. El personaje de Leporello, el singular criado de Don Juan, es el medio a través del cual da Ponte y Mozart introducen en la obra su crítica social, siempre mordaz y efectiva. Leporello, una especie de Sancho Panza musical, lleva prolija cuenta de los excesos de su amo, y no deja de amonestarlo por su comportamiento con filosas sentencias. Funciona como una conciencia, a la que de todos modos es fácil acallar. Las diferencias no son tantas que impidan intercambiar con facilidad sus roles. Señal inconfundible de que lo que hace a un señor no es tanto la sangre, sino el traje que lleva.
Las mujeres de este Don Juan son representativas de tres tipos bien definidos del género. Anna es la amante culposa, cuya resistencia a la seducción de Don Juan, que quizás no fue todo lo enérgica que su conciencia le reclama, produce la muerte de su padre, el anciano Commendatore. Anna transita la obra movida por el deseo de venganza, que no alcanza a ocultar la oscura pasión que a pesar de todo parece sentir por el asesino de su padre. Las negativas a los continuos ofrecimientos de matrimonio de su impecable novio, Ottavio, parecen ratificar esta hipótesis.
En segundo lugar está Elvira, la eterna enamorada de Don Juan, que destila un ardiente rencor contra el Caballero, al que está siempre dispuesta a perdonar. La ceguera de su pasión le impide, entre otras cosas, reconocer a su amado, al punto de confundirlo con su grotesco siervo. Ella también es una conciencia débil y fácil de sobornar, eficaz para señala el peligro que Don Juan representa para los demás, pero totalmente indefensa para contener ese peligro cuando se vuelve hacia ella. Su impotencia la convierte en un personaje entrañable, como siempre ocurre con aquellos que se descubren frágiles bajo un barniz de intolerancia.
Por último está Zerlina, despreocupada fuerza natural, que se diferencia de la compleja psicología de las anteriores damas. Con la misma facilidad que cede a los encantos de Don Juan, pretende luego el perdón de su esposo, el rústico Masetto. Su espíritu carece de conciencia y por lo tanto de culpa, pero no está desprovisto de cálculo. Don Juan representa de algún modo para ella el acceso a un mundo inalcanzable y la posibilidad de huir de la chatura y el rigor de la vida campesina. Sin embargo cuando el mundo añorado se revela inconsistente, regresa a los brazos de su antigua vida, sin huellas de resentimiento. En ella se encarnan las virtudes de la vida pastoril tan celebrados al caer el siglo XVIII.
Los tres personajes femeninos entretejen la historia, que fluye continua y vibrante, sostenida por una música que parece brotar de una fuente inextinguible. El relato se sucede con la particular respiración que le dan los recitativos, que sirven para recobrar el aliento, del público y de los cantantes. No sé qué sucedería sin estas pausas terapéuticas. Sin embargo toda esta vital algarabía va cubriéndose de un pesar que poco a poco va ganado la escena y por igual la partitura. Esta seriedad, que prepara el desenlace moral, jamás es lúgubre y nunca pierde su originaria brillantez.
Será el Commendatore, el padre de Anna asesinado en el primer acto, el encargado, ahora encarnado en la pétrea figura de su estatua, de poner límite a tanto desenfreno. Don Juan ha sumado mientras tanto a su irrefrenable líbido, y arrastrado por esta, otros pecados, como la gula y sobre todo la indolencia ante la muerte y los muertos. Esto último parece un límite insuperable incluso para espíritus libérrimos como los de Mozart y da Ponte. La condena es a un infierno bastante realista, aunque el juicio haya estado a cargo de una estatua. Hay tiempo todavía para dar a la historia un final pedagógico, a cargo de los restantes personajes, que a pesar del desenlace, no parecen haber perdido el buen humor.
Quizás este sea también el mensaje de Mozart, más allá del que trae el título completo de la obra: “Il dissoluto punito, ossia il Don Giovanni”.
15 comentarios:
Estoy hace un rato buscando la cita pero no hay caso, no la encuentro. Borges decía algo así como que los instantes que preceden a los momentos de goce son más felices que el goce mismo. Siempre me acuerdo de esto, como vos de lo dicho por tu amigo.
¡No había pensado en la conveniencia de ser vecino del Teatro! Siempre a mano, claro.
Lindísimos los dibujos de las tres mujeres y me gusta la letra que dice: Anna, Elvira y Zelina. Letra de arquitecto.
Saludos!
Muy interesante el texto, sólo he ido al Colón a ver ballet. El elenco estable es brillante.
Opi, ¿sabés que hay un libro de Christian Jacq sobre la vida de Mozart? Lamentablemente eran 3 tomos y solo consegui el 1°.
Estrella: me suena la frase, pero la dijo Borges u otro? No recuerdo quién lo dijo.
Saludos
Si Estrella mi letra delata mi edad, aquella en que a los planos se escribían a mano y se enseñaba caligrafía en la facultad. Espero la cita.
Angie no sabía lo del libro y ahora que lo pienso nunca leí una biografía de Mozart. Poa ahora me contento con la música que no es poco.
Saludos
Está muy bien la explicación que haces de los personajes femeninos. Se deben entender en la mentalidad de la época.
Los montajes en los que la obra se representa como si sucediera en la actualidad son incoherentes.
Herida: Sí, hay varios más. Se podría llenar una biblioteca con las biografías de Mozart.
(Había una muy buena, a principios de los 80, con Mozart y la tapa en blanco y negro con una partitura, que mi madre se olvidó en un taxi)
Viste, que, con respecto a lo que vos decís, Mozart no corregía sus partituras, sentía que Dios se las dictaba.
Magda, el problema de la transposición del tiempo es un tema complejo. Don Juan es un clásico y en cierto modo parecería adecuado para intentarlo, ya que el tipo humano que representa es en alguna medida eterno.
En este caso la escenografía era en algún sentido atemporal y a mi juicio acertada, no así el vestuario que de un dudoso siglo XIX y Don Juan parecía el Zorro.
Angie, visto el resultado parece muy probable que en realidad haya sido dictada por Dios.
Saludos
"Don Juan parecía el Zorro" jajajaja
Con respecto a Mozart, coincido con vos y el dictado divino.
Saludos
Opi, tenés el don de embellecer lo que ves y contagiar el deseo de saber más.
La òpera me resultaba ajena, pero gracias a mi amigo Mariano pude aprender a disfrutar del género y fue quien me regaló 'La flauta mágica' de Mozart. Un bendecido por Dios, sin duda.
Es que esa es una de las propiedades de la belleza: despertarnos sed.
Después de escribir el post me pasé el fin de semana leyendo sobre el Don Juan, los ensayos de Ortega, (que son brillantes como siempre) y también el Don Juan de Moliere que es batante distinto del original de Tirso de Molina y mas aún del mas popular de Zorrilla.
En fin Mozart es como una ola de belleza expansiva que invita a surfear.
Saludos
Una maravilla de obra, una de las tantas cumbres de un genio cuyo arte parece fluir de modo tan natural como la respiración.
Y un lujo tu poética recensión, prueba de que el poder de lo que alguien creó hace generaciones sigue completamente vivo hoy, inspirando y rindiendo a través de nuestra sensibilidad nuevos frutos.
Quería un relato del regreso en auto. Escuché el cuento por Elo y no podía parar de reírme. Yo fui al Colón el domingo a la mañana en una obra gratuita, cuarteto de cuerdas. Estuvo muy bueno.
Un abrazo.
KUN
El relato del regreso merece otro post que relate cómo vivir una experiencia similar al rally Paris-Dakar en sólo 8 cuadras.
Saludos.
Me olvidé de decirte ayer:
Feliz día del amigo blogger!
Saludos
lo lei dos veces y el post me disparaba siempre cosas distintas que fui vaga al expresar
No se nada de opera~ (ni del romanico en Italia :)
Mary mas importante que "saber" de ópera y de románico, es disfrutarlo y de eso creo que sabés mucho.
Saludos
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