06 – EL MUNDO
Pau Vergós, San Agustín y santa Mónica escuchando un sermón de san Ambrosio.
De todas las formas posibles
de expresar el pensamiento, hay una que particularmente rechazo: el refrán.
El
refrán es una forma que tiende a clausurar y a condenarnos a la necesidad, es decir
quitarnos lo que es propio de la condición humana, la libertad. Por ejemplo:
“el que mal empieza, mal acaba”, no hay posibilidad de cambio, necesariamente
un mal principio nos condena ¿existe algo más tremendo que eso?, además de ser
enteramente falso. Otro: “piensa mal y acertarás”, terrible, no merece
comentarios, “al que madruga Dios lo ayuda” a mí nunca me gustó madrugar,
¿estaré condenado a vivir sin la ayuda de Dios?
Sin embargo, a pesar de mi
rechazo, no encontré otra manera mejor para empezar hoy que hacer uso de un
refrán, porque expresa demasiado bien el contenido de este libro sexto. Es el
que dice: “del dicho al hecho hay un gran trecho”, o mejor como dicen los
italianos “dal dire al fare c’e di mezzo
il mare”. Mejor porque es más poético y además porque “un trecho” es algo
que no da la idea de una distancia grande, pero en cambio “el mar” expresa algo
que se tiene que atravesar con esfuerzo. “200 años de que sirvió, haber cruzado
a nado la mar” dice una canción de Spinetta.
Esto da una idea de la
situación en que se encuentra Agustín, quien –recordemos– había terminado el
libro pasado con una frase liberadora, que escondía cierto júbilo: “En consecuencia, determiné permanecer
catecúmeno en la iglesia católica”. Parecía que, finalmente, se había
terminado el vagabundeo, la “errancia”, la existencia “errada”. Casi como que
daba ganas de terminar acá, poner el cartel “the end”, por fin estaba en la dirección correcta. Sin embargo faltaba
todavía, no “200 años”, pero sí un buen “trecho” por nadar. Dios, que al
parecer tanto había hecho para ganarse el corazón de Agustín, una vez que el
objetivo parece logrado, “lo manda al banco”, para decirlo en términos
futbolísticos.
Creo que todos hemos tenido en
nuestra vida espiritual alguna experiencia similar. Cuando hemos terminado un
retiro o alguna experiencia fuerte, quizás pensamos que habíamos llegado a
algún punto, y en general Dios nos muestra que siempre se está empezando. En
realidad, la pregunta sería si existe el progreso en la vida espiritual. Es
decir el “progreso” como lo entendemos en otros órdenes de la vida. El progreso
implica en general una mayor posesión de medios para controlar la vida: el
progreso económico, cultural o laboral siempre se entiende como un mayor poder,
sea que este venga a través del dinero del conocimiento o del dominio sobre
otras personas.
En la vida espiritual es
exactamente lo contrario, se trata de perder el control, no del des-control, pero
sí de dejar el control en manos de Otro. No existe entonces el pro-greso, sino
solo la posibilidad del re-greso, es decir un volver a donde partimos. “Nos hiciste Seños para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que
descance en Ti”. ¿Se acuerdan?, este el camino de las Confesiones y el de todo creyente.
Me acuerdo la primera vez que
fui a ver al padre Fernando, lo habíamos escuchado en un sermón de un Viernes Santo
y yo lo llamé en la semana. Hablamos largo rato y quedamos en empezar con una
dirección espiritual. Cuando ya me estaba yendo le pregunté por la frecuencia
que iban a tener nuestros encuentros y él me dijo que no íbamos a determinar
ninguna frecuencia. “Acá –me dijo–, vamos primero a escuchar, no vamos a
imponerle a Dios ningún ritmo, ningún esquema”. Su idea era nunca tomar le
delantera con respecto a Dios, porque existía el peligro de terminar encerrando
a Dios en nuestros esquemas o, como le gustaba decir a él, de “domesticarlo”.
Este me parece que también es
el tema del libro de hoy. San Agustín finalmente decide, y mucho le costó, “permanecer
catecúmeno”, empezar a caminar este camino, pero será Dios el que le imponga el
ritmo de ese caminar. No basta con la decisión, después de la decisión hay que
afrontar la existencia, resolver los problemas, superar obstáculos, en algún
sentido enfrentarse con el mundo.
Heidegger, cuando realiza su
análisis del “Dasein”, del ser-ahí,
es decir del hombre existente, sostiene que el ser del hombre se realiza en la
existencia “La esencia del ser-ahí descansa en su existencia” va a decir
Heidegger, es decir que lo esencial que el hombre es, se apoya y se revela en
su existencia. Por eso el ser-ahí se despliega en ser-en-el-mundo, en el
ser-con otros, en el ser-para-la muerte, etc. Ese es un poco el camino que va a
recorrer hoy Agustín. Llevar adelante el nuevo programa propuesto tiene que de
algún modo realizarse en su propia existencia y esa existencia se realiza en el
mundo, lo que implica la cultura de su
tiempo.
Veamos
cómo arranca. “¡Esperanza mía
desde la juventud! ¿Dónde estabas para mí o a qué lugar te habías
retirado?” (1) (I, 1). Como vemos hay acá de
entrada un contraste con el final del libro pasado. Agustín aparece nuevamente
perdido, casi desesperanzado, en el mismo lugar de siempre. “Mas yo caminaba por tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí,
y no te hallaba, ¡oh Dios de mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo
del mar , y desconfiaba y desesperaba de hallar la verdad” (2) (I, 1). Otra vez aparece la imagen
del mar en su doble papel de muerte y de salvación. Porque, si bien se
encontraba espiritualmente “en lo profundo del mar”, ese mismo mar le iba a
traer el auxilio invalorable, el de su madre.
“Ya había venido a mi lado la madre, fuerte
por su piedad, siguiéndome por mar y tierra, segura de ti en todos los
peligros; tanto, que hasta en las tormentas que padecieron en el mar era ella
quien animaba a los marineros -siendo así que suelen ser éstos quienes animan a
los navegantes desconocedores del mar cuando se turban-, prometiéndoles que
llegarían con felicidad al término de su viaje, porque así se lo habías
prometido tú en una visión” (3) (I,
1).
Mónica
nos es presentada nuevamente como esa mujer de carácter fuerte y de fe
inquebrantable, algo así como una super-mujer. Al mismo tiempo parece algo
cambiada, como si aquella separación forzada ocurrida en el libro anterior
hubiera sido de algún modo saludable para ella. Es el propio Agustín el que se
sorprende del cambio en el párrafo siguiente, “cuando le indiqué que ya no era maniqueo, aunque tampoco cristiano
católico, no saltó de alegría como quien oye algo inesperado, por estar ya
segura de aquella parte de mi miseria, en la que me lloraba delante de ti como
a un muerto que había de ser resucitado” (4) (I, 1). A través del dolor, Dios enseña a Mónica a confiar más
en Él y a aplacar sus urgencias, lo que demuestra con la calma “oriental” con que
recibe las buenas nuevas. “Ni se turbó su
corazón con inmoderada alegría al oír cuánto se había cumplido ya de lo que con
tantas lágrimas te suplicaba todos los días le concedieras, viéndome, si no en
posesión de la verdad, sí alejado de la falsedad. Antes bien, porque estaba
cierta de que le habías de dar lo que restaba -pues le habías prometido
concedérselo todo-, me respondió con mucho sosiego y con el corazón lleno de
confianza, que ella creía en Cristo que antes de salir de esta vida me había de
ver católico fiel” (5) (I, 1).
Mónica,
además, encontraría un aliado invalorable en Milán por quien “acudía con mayor solicitud a la iglesia para
quedar suspensa de los labios de Ambrosio, como de la fuente de agua viva
que salta hasta la vida eterna. Porque amaba ella a este varón como a un ángel
de Dios, pues conocía que por él había venido yo en aquel intermedio a dar en
aquella fluctuante indecisión” (6)
(I, 1). Podríamos decir que Dios, como un estratega eximio, pone sitio al
corazón de Agustín con estas dos fuerzas incontrastables, Ambrosio y Mónica, quienes,
con un movimiento de pinzas, acorralan a Agustín. No cabe duda de que Dios se
sirve de escuderos de lujo para su empresa.
El
capítulo segundo nos trae un pequeño relato sobre la relación que mantenían estos
dos “escuderos”, además de acercarnos a las costumbres de la época de aquella
iglesia primitiva donde todavía el paganismo permanecía arraigado. Agustín
relata la costumbre del culto a los muertos, de origen pagano, que había pasado
a la Iglesia, y que se mantenía muy viva en África. Esa costumbre de merendar
en las tumbas de los muertos derivaba muchas veces en excesos etílicos. La Iglesia,
que en un primer momento toleró esta práctica, como muchas otras heredadas del
paganismo, decidió cortar con ella y así lo dispuso Ambrosio para su iglesia y
más tarde Agustín debió afrontar idéntica situación, ya como obispo de Hipona,
con lo cual este pasaje tiene también algo de pedagógico para su grey. Mónica,
que en un primer momento podemos
imaginar molesta –todos sabemos cuánto cuesta cambiar las tradiciones
adquiridas–, finalmente se pliega obediente, ayudada entre otras cosas por el
gran predicamento que sobre ella tenía el Obispo.
Así
lo consigna el propio Agustín: “que tal
vez mi madre no hubiera cedido tan fácilmente de aquella costumbre –que era,
sin embargo, necesario cortar– si la hubiese prohibido otro a quien no amase
tanto como a Ambrosio; porque realmente le amaba sobremanera por mi salvación,
así como él a ella por la religiosidad y fervor con que frecuentaba la iglesia
con toda clase de obras buenas; de tal modo que cuando me encontraba con él
solía muchas veces prorrumpir en alabanzas de ella, felicitándome por tener tal
madre” (7) (II, 2).
Trayéndonos
una escena de singular intimidad, Agustín relata la mutua admiración que se
tenían estos dos santos, tan distintos por carácter, cultura y procedencia: el
gran sabio, figura política excluyente de su tiempo, de origen noble, y la
humilde mujer africana, impulsiva y llena de una fe sencilla pero
indestructible al mismo tiempo. En una sociedad como aquella, todavía rígida en
muchos aspectos, la Iglesia era un ámbito, quizás el único, capaz de producir
estos encuentros.
A
continuación, Agustín relatará algo de su propia relación con Ambrosio y la honda
impresión que este le causaba: “teniendo
al mismo Ambrosio por hombre feliz según el mundo, viéndole tan honrado de tan
altas potestades. Sólo su celibato me parecía trabajoso” (8) (III, 3). Con gran honestidad,
Agustín reconoce en la castidad uno de los escollos más difíciles a sortear en
ese momento. Evidentemente, era un tema central en su vida, y sorprende que a una
persona tan espiritual y elevada le costara tanto el tema del celibato, al
punto de considerarlo el único, el “solo” obstáculo. Gran humildad de este hombre de cultura
excelsa, como lo es Agustín, que se reconoce prisionero de pasiones bajas.
Sin
duda, la figura de Ambrosio se le impone no solamente por su posición social y
política, sino además por un particular modo de cultura que se despliega en una
interioridad en aquel tiempo inédita. “Cuando
éstos le dejaban libre, que era muy poco tiempo, dedicábase o a reparar las
fuerzas del cuerpo con el alimento necesario o las de su espíritu con la
lectura. Cuando leía, hacíalo pasando la vista por encima de las páginas,
penetrando su alma en el sentido sin decir palabra ni mover la lengua” (9) (III, 3). Este es un párrafo clave
para la historia del conocimiento, ya que constituye el primer testimonio de
este tipo de lectura. Durante toda la Antigüedad, la lectura era un quehacer
público. Es decir, se leía invariablemente en voz alta y el que leía era en
general un “lector”, esclavo especialmente entrenado para esta actividad. Esto
se daba por motivos prácticos: la escasez de textos hacía que se viera como una
manifestación de egoísmo la lectura personal. Otra causa es física, los textos
eran editados en rollos y el manejo de los mismos era complejo. La aparición
del libro, del “codex”, como lo conocemos hoy en día, fue revolucionaria y
precisamente se dio a partir del siglo IV.
Más
allá del contexto histórico de este pasaje, la impresión que causó en Agustín
esta forma de lectura fue reveladora. Podríamos decir que le abrió las puertas
de la interioridad de la que él fue maestro. De todos modos, la actitud de
Ambrosio genera admiración, pero al mismo tiempo una cierta distancia. “Muchas veces, estando yo presente –pues a
nadie se le prohibía entrar ni había costumbre de avisarle quién venía–, le vi
leer calladamente, y nunca de otro modo; y estando largo rato sentado en
silencio –porque ¿quién se atrevía a molestar a un hombre tan atento?” (10) (III, 3). Y. al mismo tiempo.
queda asentada en este párrafo la actitud abierta y llana de la persona que
deja que todo el mundo se acerque y que pone una sana distancia que se
establece solamente por la prestancia de su persona. Parece que Ambrosio nunca
llegó a sentir verdadero afecto por Agustín y sin duda no se dio cuenta del
valor del joven africano. Un poco como Menotti que tuvo a Maradona en el plantel
del 78 y lo dejó afuera de la lista. Esta distancia no fue recíproca, porque la
valoración que Agustín hará de Ambrosio será enorme y se prolongará a lo largo
de toda su vida.
A
pesar de la impresionante presencia de Ambrosio, las dudas asaltan a Agustín,
todavía demasiado apegado a la razón: “Por
eso retenía a mi corazón de todo asentimiento, temiendo dar en un precipicio;
mas con esta suspensión matábame yo mucho más, porque quería estar tan cierto
de las cosas que no veía como lo estaba de que dos y tres son cinco” (11) (IV, 6). Como tantas veces sucede
en las crisis de fe, se buscan certezas por las vías que la fe no puede dar, ya
que precisamente la fe es creer en la ausencia de esas certezas. Agustín, en
consecuencia, navega en la incertidumbre, aunque “Sin embargo, desde esta época empecé ya a dar preferencia a la doctrina
católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más modestia, y de ningún
modo falazmente, creer lo que no se demostraba” (12) (V, 7).
Sin
embargo, Dios empieza a hacer una lenta catequesis en el corazón de Agustín: “comenzaste, Señor, a tratar y componer poco
a poco mi corazón y me persuadiste –al considerar cuántas cosas creía que no
había visto ni a cuya formación había asistido, como son muchas de las que
cuentan los libros de los gentiles; cuántas relativas a los lugares y ciudades
que no había visto; cuántas referentes a los amigos, a los médicos y a otras
clases de hombres que, si no las creyéramos, no podríamos dar un paso en la
vida, y, sobre todo, cuán inconcusamente creía ser hijo de tales padres, cosa
que no podría saber sin dar fe a lo que me habían dicho” (13) (V, 7). Un razonamiento impecable
que alerta sobre cómo la fe está mas presente en nuestras vidas de lo que
nosotros estamos dispuestos a aceptar. Muchas veces exigimos una certeza para
creer en Dios que no exigimos a otras cosas de la vida, en las que creemos con
total naturalidad. En realidad, si lo pensamos bien, esta época en que vivimos
es una de las más crédulas, a pesar de existir una crisis de la fe, lo cual es
paradójico. La gente cree con pasmosa inocencia que por ejemplo si compra ese
auto va a obtener esa mujer espectacular y que si compra ese departamento (yo
me declaro responsable de esto), va a ser automáticamente feliz y va a sonreír
como el tipo del folleto. Y lo cree de verdad.
Agustín
avanza, entre dudas, en su nuevo trabajo de retórico en la corte de
Valentiniano II. “Pensaba yo en estas
cosas, y tú me asistías; suspiraba, y tú me oías; vacilaba, y tú me gobernabas;
marchaba por la senda ancha del siglo, y tú no me abandonabas” (14) (V, 8). Entre sus nuevas funciones
estaba la de realizar discursos en alabanza del emperador, tal cual corresponde
a una de las ramas de la retórica. Como se sabe, este arte comprendía tres géneros fundamentales: el judicial, el demostrativo
y el deliberativo, y, como dice Aristóteles, cada uno refiere al tiempo pasado,
presente y futuro respectivamente. A Agustín se le encarga una tarea
correspondiente al segundo, que es el que se encarga de la alabanza o el vituperio
de alguien o de algo. En este caso, tratándose del emperador, podemos imaginar
cuál de las dos vías era la recomendable.
“¡Qué miserable era yo entonces y cómo
obraste conmigo para que sintiese mi miseria en aquel día en que -como me
preparase a recitar las alabanzas del emperador, en las que había de mentir
mucho, y mintiendo había de ser favorecido de quienes lo sabían- respiraba
anheloso mi corazón con tales preocupaciones y se consumía con fiebres de
pensamientos insanos” (15) (VI, 9).
En ese contexto de preocupación mundana se produce el encuentro con el mendigo
que da inicio a la reflexión sobre la fama y, en definitiva, que lo pone frente
al sentido de su vida en ese momento: “porque
con todos nuestros empeños, cuales eran los que entonces me afligían, no hacía
más que arrastrar la carga de mi infelicidad, aguijoneado por mis apetitos,
aumentarla al arrastrarla, para al fin no conseguir otra cosa que una tranquila
alegría, en la que ya nos había adelantado aquel mendigo y a la que tal vez no
llegaríamos nosotros” (16) (VI, 9).
Una versión clásica del cuento del santiagueño que duerme la siesta abajo del
árbol.
La
otra vez me encontré con un señor muy poderoso económicamente que me confesó
que sufría de insomnio, igual que yo. Me comentó que una vez, llegando a su
casa tarde de noche y sabiendo que tenía que afrontar la dura prueba de
conciliar el sueño, espanto del insomne, había visto en la entrada de su casa
un linyera durmiendo y no había podido reprimir la envidia por el profundo y
tranquilo sueño de este.
Dejadas
atrás estas reflexiones, Agustín nos va a introducir en un paréntesis, una
especie de novela que se inserta en el relato de las Confesiones, a la manera de las novelas del Quijote. Se trata de la
historia de Alipio, amigo fiel aunque menor que Agustín, que era también de
Tagaste, aunque de una condición social muy superior, ya que pertenecía a “una de las primeras familias municipales”
(17) (VII, 11). La “novela de Alipio”
es una verdadera joya dentro de las Confesiones,
que nos permite descubrir muchos de los usos y costumbres de la época. Es como un
reservorio precioso de datos y de detalles, en el que lamentablemente no podremos
detenernos demasiado.
En
primer lugar, se cuenta la relación entre ambos amigos, una relación que tiene
todas las características del discipulado, tan típica de la época. En este caso,
además, teñida de algún dramatismo ya que por alguna razón, que no se nos dice,
existía un distanciamiento entre Agustín y el padre de Alipio. De todos modos,
el prestigio de Agustín era suficientemente grande en Cartago como para que el
hijo olvidara los rencores paternos y se acercara al círculo de alumnos de su
ilustre vecino, aunque con una actitud de cierta distancia, “pues pospuesta la voluntad del padre en esta
materia, había empezado a saludarme, viniendo a mi aula, donde me oía y luego
se iba” (18) (VII, 11).
El
relato cuenta que este joven se había obsesionado por una pasión que “habíale absorbido, arrastrándole tras la
locura de los juegos circenses” (19)
(VII, 11), cosa que, como ya vimos, era en Cartago verdadera “pasión de
multitudes” como decía un viejo relator de nuestro futbol. Este aspecto me
parece que de modo particular acerca nuestro tiempo a aquella cultura, que era
verdaderamente una “cultura de masas”, en sentido estricto. La gente asistía a
los juegos con un talante muy similar al que hoy se asiste a nuestros estadios,
a pesar de las diferencias de ambos espectáculos. Sin embargo, es de notar que
el acento no lo pone Agustín en el objeto del espectáculo, sino más bien en el
hecho de la pasión con que se asistía al mismo. Esto revela, en primer lugar,
hasta qué punto estaba inmerso en la cultura de su tiempo y cómo su moral era
todavía de raigambre clásica, en el sentido que hicimos alusión la vez pasada:
una moral que no sancionaba el objeto hacia donde la acción se dirigía, sino
sobre todo el modo con que esta acción era llevada a cabo.
Apartado
de un modo del todo involuntario por Agustín de esta pasión, Alipio recayó con
más fuerza en la misma estando en Roma, lugar donde lo había precedido para
estudiar la retórica de género judicial. El relato de esta recaída es una
página magistral de literatura y al mismo tiempo de honda profundidad
psicológica. En ella podemos presentir el poder que la cultura, expresada esta
vez por la masa vociferante, ejerce sobre una voluntad demasiado confiada en
sus medios. El detalle de cómo esta se filtra mediante la percepción del oído, cuando se le había negado la vista,
otorga a la escena un dramatismo muy especial. “Mas Alipio, habiendo cerrado las puertas de dos ojos, prohibió a su
alma salir de sí a ver tanta maldad. ¡Y pluguiera a Dios que hubiera cerrado
también los oídos! Porque en un lance de la lucha fue tan grande y vehemente la
gritería de la turba, que, vencido de la curiosidad y creyéndose
suficientemente fuerte para despreciar y vencer lo que viera, fuese lo que
fuese, abrió los ojos y fue herido en el alma con una herida más grave que la
que recibió el gladiador en el cuerpo” (20)
(VIII, 13). Alipio es como una persona que se siente muy segura por haber
cerrado con innumerables llaves la puerta, sin percatarse de haber dejado
abierta una ventana. Bergson exultaría ante este relato que muestra uno de los
aspectos que preocupan sus investigaciones sobre la percepción y la posibilidad
de reunir en una imagen estímulos de índole totalmente diferentes.
El
capítulo siguiente narrará otro episodio ocurrido también en Roma, lo que
podríamos encuadrar en un caso de inseguridad. Alipio es acusado por una
circunstancia del todo fortuita de un robo. Cuando estaba ya a punto de ser
acusado, la aparición de un conocido lo salva de una segura condena. Es un
episodio rico en detalles costumbristas que además Agustín utiliza para hacer
una reflexión sobre la justicia y sobre la necesidad de no apresurarse por más
que las evidencias parezcan incontestables. Enseñanzas que el propio Alipio
pondrá en práctica cuando, más adelante, “había
de ser dispensador de tu palabra y examinador de muchas causas de tu Iglesia”
(21) (IX, 15) como obispo de la
ciudad natal de ambos: Tagaste.
El
tercer capítulo, dedicado a la que dimos en llamar la “novela de Alipio”, se
centrará en su compromiso ético. “Hacía
en Roma de asesor del conde del erario de las tropas italianas, y hallábase en
este tiempo un senador poderosísimo, que tenía obligados a muchos con sus
beneficios, y a otros muchos sujetos con sus amenazas. Intentó éste hacer,
según la costumbre de su poderío, no sé qué cosa que estaba prohibida por las
leyes, y opúsosele Alipio” (22) (X,
16). Un caso de corrupción a la que Alipio se resiste con gran valentía,
termina con esta tríada cultural que comprende espectáculos, inseguridad y
corrupción, un menú completo de situaciones de ayer y también de “aquí y
ahora”.
“Así era entonces este amigo tan íntimamente
unido a mí, y que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que
habríamos de seguir” (23) (X, 16). Alipio, junto a Nebridio,
otro buen amigo “que había dejado su
patria, vecina de Cartago, y aun la misma Cartago, donde solía vivir muy frecuentemente-,
abandonada la magnífica finca rústica de su padre, y abandonada la casa y hasta
su madre” (24) (X, 17). Ambos serán
un sostén fundamental en este tramo difícil de la vida de Agustín. Atraído de
modo cada vez más insistente por Dios, traccionado por la oración de Mónica y
la palabra de Ambrosio, transitará este camino apoyado en la compañía fiel de
estos dos amigos, con quienes compartirá primeros las dudas y finalmente la
alegría de la conversión. Mientras tanto, los tres “Eran tres bocas hambrientas que mutuamente se comunicaban el hambre y
esperaban de ti que les dieses comida en el tiempo oportuno” (25) (X, 17).
Un
camino que tiene, como suelen tenerlos todos, altibajos, donde a la esperanza
de encontrar alguna certeza se sucede la desesperanza. Agustín, con su
acostumbrada y descarnada sinceridad, expresará
su desazón: “Ya tenía treinta años
y todavía me hallaba en el mismo lodazal, ávido de gozar de los bienes
presentes, que huían y me disipaban, en tanto que decía: "Mañana lo
averiguaré; la verdad aparecerá clara y la abrazaré. Fausto está para venir y
lo explicará todo. ¡Oh grandes varones de la Academia!; ¿es cierto que no
podemos comprender ninguna cosa con certeza para la dirección de la vida?” (26) (XI, 18).
A
esta sensación de vacío, no desprovista de una fina ironía hacia sí mismo y sus
anteriores pasos: “Fausto está para venir
y lo explicará todo”, se sumarán los escollos de la vida de todos los días,
las obligaciones que cumplir, podríamos decir “el stress de la vida antigua”,
que se parece mucho al de la moderna. “Mas
¿dónde y cuándo buscarla? Ambrosio no tiene tiempo libre y yo tampoco lo tengo
para leer. Y aunque lo tuviera, ¿dónde hallar los códices? ¿Y dónde o cuándo
podré comprarlos? ¿Quién podrá prestármelos?” (27) (XI, 18) y un poco más adelante: “Pero ¿cuándo saludar a los amigos poderosos, de cuyo favor tienes
necesidad? ¿Cuándo preparar las lecciones que compran los estudiantes? ¿Cuándo
reparar las fuerzas del espíritu con el abandono de los cuidados?”(28) (XI, 18).
Hay
una canción de Charly García que se llama “La canción del indeciso”, un título
que le cabe bien a este pasaje de la vida de San Agustín, donde se debate en
medio de una total incertidumbre. Por un lado, aparece la tentación de
abandonarlo todo: “Piérdase todo y dejemos todas estas cosas
vanas y vacías y démonos por entero a la sola investigación de la verdad. La
vida es miserable, y la muerte, incierta” (29) (XI, 19). Me acuerdo cuando veraneábamos en el Sur había un
amigo de los viejos que todos los años decía que estaba cansado y que quería
dejar el consultorio –era médico– y poner una hostería allí. El sueño bucólico
de la hostería, ¿quién no la tuvo alguna vez?
Pero
en otro momento aparece la voz de la razón con su dosis de conservadurismo: “Pero vayamos despacio, que también estas
cosas mundanas tienen su dulzura, y no pequeña, y no se ha de cortar con ellas
a las primeras, pues sería cosa fea tener que volver de nuevo a ellas” (30)
(XI, 19). Es el canto de las sirenas que llama a una vida que hoy
llamaríamos burguesa, prestigio académico, amigos influyentes, un trabajo
estable, tranquilidad económica, una familia: “Podré entonces casarme con una mujer que tenga algunos dineros, para
que no sea tan gravoso el gasto para mí, con lo que pondría fin a mis deseos.
Muchos grandes hombres, y muy dignos de ser imitados, se dieron al estudio no
obstante estar casados” (31) (XI,
19).
Resume
Agustín, con su natural poder de síntesis, la situación en que se encuentra: “Mientras yo decía esto, y alternaban estos
vientos, y zarandeaban de aquí para allí mi corazón, se pasaba el tiempo, y
tardaba en convertirme al Señor, y difería de día en
día vivir en ti, aunque no difería morir todos los días en mí.
Amando la vida feliz temíala donde se hallaba y buscábala huyendo de ella” (32) (XI, 20). La frase final expresa
de manera inmejorable el momento, ese movimiento contradictorio, profundamente
dialéctico que consiste en huir, por temor, de la felicidad que en realidad se
busca. Situación también muy común en estos días nuestros donde arrecia la
crisis del compromiso en muchos ámbitos de la vida.
Esta
tensión finalmente se va a encarnar de una manera muy concreta en la delicada
cuestión del matrimonio. Allí se van a entrecruzar problemas que atañen a
distintos órdenes y que abarcan problemáticas sociales, religiosas, morales y
sobre todo culturales. Por otro lado, me parece que la cuestión del matrimonio
tiene a lo largo de la historia esta función paradigmática, un espesor
simbólico que expresa la honda realidad que este problema esconde. Hoy tampoco
es la excepción y especialmente “aquí”, que mucho se discute sobre el tema.
Resumamos
un poco las fuerzas que se mueven alrededor de esta cuestión, en el caso que
nos ocupa, el de Agustín, viendo las posturas que adopta cada uno de los
interesados. En primer lugar, los amigos, que veían en el matrimonio el fin de
sus proyectos de crear una comunidad al estilo pitagórico: “Prohibíame Alipio de tomar mujer, diciéndome
repetidas veces que, si venía en ello, de ningún modo podríamos dedicarnos
juntos quieta y desahogadamente al amor de la sabiduría, como hacía mucho
tiempo lo deseábamos” (33) (XII, 21).
El celibato siempre ha sido, al menos en la teoría, un buen aliado del estudio,
basta pensar en cuántos grandes pensadores adoptaron ese camino, independientemente
de motivaciones religiosas: Spinoza, Nietzsche, Schopenhauer, entre otros.
Otra
posición, esta vez favorable, era la de Mónica, que pugnaba a favor de un
matrimonio bien arreglado, como correspondía a los usos y costumbres de la
época. “Instábaseme solícitamente a que
tomase esposa. Ya había hecho la petición, ya se me había concedido la demanda,
sobre todo siendo mi madre la que principalmente se movía en esto, esperando
que una vez casado sería regenerado por las aguas saludables del bautismo,
alegrándose de verme cada día más apto para éste y que se cumplían con mi fe
sus votos y tus promesas” (34)
(XIII, 23). Una vez más, Mónica parece caer en la trampa de querer acercar
los medios para ver cumplidos sus sueños. Su ansiedad la traiciona, como a
tantas madres, pero no al punto de engañarse ya que: “Veía, sí, algunas cosas vanas y fantásticas que formaba su espíritu,
preocupado grandemente con este asunto, y me lo contaba a mí no con la
seguridad con que solía cuando tú realmente le revelabas algo, sino despreciándolas”
(35) (XIII, 23).
Sobre
el final del capítulo, un párrafo que inquieta, porque de algún modo revela la
distancia entre la cultura de aquel entonces y la nuestra, a la que en otras
cosas hemos considerado relativamente próxima: “Con todo, insistíase en el matrimonio y habíase pedido ya la mano de
una niña que aún le faltaban dos años para ser núbil; pero como era del gusto,
había que esperar” (36) (XIII, 23).
El tiempo de espera era de un par de años, visto que la edad núbil era los doce
años. Por lo tanto, la niña tenía 10 y Agustín 30, una diferencia que hoy nos
resulta a todas luces escandalosa y que de todos modos revela que entre este
matrimonio y los nuestros hay diferencias que parecen ser algo más que
accidentales, dicho esto sin querer atacar en nada la creencia en el fundamento
natural del matrimonio.
Paralelamente
al proyecto matrimonial, corría el de la formación de la comunidad de estilo
pitagórico, que se vio reforzado con la llegada de un personaje clave en la
vida de Agustín: Romaniano. “Seríamos
como unos diez hombres los que habíamos de formar tal sociedad, algunos de
ellos. muy ricos, como Romaniano, nuestro conmunícipe, a quien algunos cuidados
graves de sus negocios le habían traído al Condado, muy amigo mío desde niño, y
uno de los que más instaban en este asunto, teniendo su parecer mucha autoridad
por ser su capital mucho mayor que el de los demás. Y habíamos convenido en que
todos los años se nombrarían dos que, como magistrados, nos procurasen todo lo
necesario, estando los demás quietos. Pero cuando se empezó a discutir si
vendrían en ello o no las mujeres que algunos tenían ya y otros las queríamos
tener, todo aquel proyecto tan bien formado se desvaneció entre las manos, se
hizo pedazos y fue desechado”
(37) (XIV, 24). Como vemos, la cuestión
del matrimonio fue, en definitiva, la que deshizo al menos momentáneamente el
proyecto, que por otra parte estaba destinado finalmente a triunfar. Pero no
nos adelantemos.
Antes
merece un paréntesis la llegada de Romaniano, quien fuera uno de los principales
sostenes económicos durante toda la vida de San Agustín. Casi con seguridad fue
él quien pagó sus estudios en Cartago a la muerte del padre y resulta muy
curiosa su aparición en Milán en este momento clave de la vida del Agustín.
Esta al parecer no fue del todo desinteresada ya que Romaniano estaba en Milán
por un juicio importante en su contra y se sirvió ciertamente de las
influencias que su vecino de Tagaste tenía en la corte de Valentiniano II. De
este modo pudo Agustín retribuir los muchos favores recibidos y también afirmar
las bases de una colaboración que se prolongaría por años en una forma de
activo mecenazgo.
El
avance de los planes matrimoniales iba a tener también su costado doloroso y
dramático. Una cuestión que sirve también para ver hasta qué punto los
condicionamientos sociales y culturales están activos en la vida. Se podrá sin
duda criticar, con el criterio de hoy, a Agustín, pero quizás lo que es más
significativo de esto es el hecho de que ciertas cuestiones son de tal modo
encubiertas por el contexto social que ni siquiera llegan a plantearse como
pregunta. Y esto es interesante: la posibilidad de ponerse ciertas preguntas
simplemente no se produce, permanecen opacadas por el mandato social.
Veamos
directamente el relato que hace Agustín: “Entre
tanto multiplicábanse mis pecados, y, arrancada de mi lado, como un impedimento
para el matrimonio, aquella con quien yo solía partir mi lecho, mi corazón,
sajado por aquella parte que le estaba pegado, me había quedado llagado y
manaba sangre. Ella, en cambio, vuelta al África, te hizo voto, Señor, de no
conocer otro varón, dejando en mi compañía al hijo natural que yo había tenido
con ella” (38) (XV, 25). La
separación de esta mujer era algo absolutamente razonable dentro de las leyes
de la época, que veían incompatible el matrimonio y el concubinato. La
posibilidad de casarse con la concubina era también imposibilitada en el caso
de pertenecer esta a otra condición social, cosa que evidentemente ocurría con
la compañera de Agustín. La Iglesia toleraba el concubinato previo al
matrimonio para los no bautizados. Además, se muestra en forma por demás
evidente, en la incontestable voluntad paterna, cuánto tenía esta sociedad de “romana”.
A nadie se le ocurre ni remotamente que la madre sea la que se debe hacer cargo
del hijo, que quedará al cuidado de Agustín y de Mónica.
“Mas yo, desgraciado, incapaz de imitar a
esta mujer, y no pudiendo sufrir la dilación de dos años que habían de pasar
hasta recibir por esposa a la que había pedido -porque no era yo amante del
matrimonio, sino esclavo de la sensualidad-, me procuré otra mujer, no
ciertamente en calidad de esposa, sino para sustentar y conducir íntegra o
aumentada la enfermedad de mi alma bajo la guarda de mi ininterrumpida
costumbre al estado del matrimonio” (39) (XV, 25). Agustín reconoce la
superioridad moral de esta mujer, que al igual que con el amigo muerto
tempranamente, no se nos dice su nombre, entendemos para darle un lugar
emblemático. La espera de los dos años hasta el matrimonio fue cubierta por
otra mujer, detalle que habla de hasta qué punto estaba sojuzgado por el deseo
carnal. Ni el dolor de la pérdida de su amada y compañera de más de 15 años, ni
el respeto de la nueva prometida impiden “procurarse” otra para su satisfacción
puramente sexual.
“Pero no por eso sanaba aquella herida mía
que se había hecho al arrancarme de la primera mujer, sino que después de un
ardor y dolor agudísimos comenzaba a corromperse, doliendo tanto más
desesperadamente cuanto más se iba enfriando” (40) (XV, 25). Queda claro que el amor y las necesidades físicas y
sociales eran como líneas paralelas que no llegaban jamás a tocarse.
Sin
embargo, el dolor por ese desprendimiento tendría otro destino que el del
matrimonio. El camino que Dios había preparado para Agustín, como vemos no exento de pruebas dolorosas y de desvíos, iba
a tener otro final, al que estas circunstancias misteriosamente parecen servir.
Agustín, con las perspectiva de los años pasado, deja cuenta de ello en la
oración final, con la que terminamos también nosotros.
“¡Oh caminos tortuosos! ¡Mal haya al
alma audaz que esperó, apartándose de ti, hallar algo mejor! Vueltas y más
vueltas, de espaldas, de lado y boca abajo, todo lo halla duro, porque sólo tú
eres su descanso. Mas luego te haces presente, y nos libras de nuestros
miserables errores, y nos pones en tu camino, y nos consuelas, y dices:
"Corred, yo os llevaré y os conduciré, y todavía allí yo os llevaré” (41) (XVI, 26).
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