07 – LA METAFÍSICA
Philippe de Champaigne, San Agustín.
Hay un libro de Heidegger que compré una vez porque me
gustó el título, pero que nunca leí. El título es Acerca del evento y hoy quería empezar hablando de lo que es un
evento.
Nosotros le damos a esta palabra un uso un poco desviado, pero no del todo inexacto, porque nos referimos a algo grande, cuando en realidad un evento es algo que sucede en forma poco ordinaria, precisamente “eventual”. Es decir, el tamaño de lo que sucede no es condición necesaria para el “evento”, pero es verdad que lo grande sucede solo en forma eventual.
Nosotros le damos a esta palabra un uso un poco desviado, pero no del todo inexacto, porque nos referimos a algo grande, cuando en realidad un evento es algo que sucede en forma poco ordinaria, precisamente “eventual”. Es decir, el tamaño de lo que sucede no es condición necesaria para el “evento”, pero es verdad que lo grande sucede solo en forma eventual.
Hay varios tipos de eventos, por ejemplo, el viaje que
acabamos de hacer con María fue un evento, un verdadero evento, porque nos
sucede poco, pero fue un evento programado, sobre todo por mí. Por supuesto que
fuimos al encuentro de cosas nuevas, para eso uno viaja, pero eran de alguna
manera sorpresas esperadas, al menos muchas de ellas. No es a este tipo de
evento al que hoy me quería referir.
Yo soy una persona tremendamente rutinaria. Hace muchos
años que hago más o menos las mismas cosas, me levanto y voy al estudio en el
mismo colectivo, hasta la hora de volver a casa. Generalmente en el colectivo
leo, y me ocurre que tengo tan incorporado el tiempo del viaje y el movimiento
del recorrido que si en algún momento levanto la vista de la lectura sé
exactamente en qué punto estoy del trayecto. Sucedió una vez que por algún
motivo hubo un desvío que no percibí y, cuando detuve la lectura y miré por la
ventana, me encontré en una ciudad totalmente extraña, aunque estaba a media
cuadra de siempre. Eso fue un evento, pequeñísimo, pero que sin embargo me
produjo una sensación muy fuerte, por lo inesperado. Es a ese tipo de evento,
que rompe con lo consabido, al que me quiero referir, porque es este tipo de
evento el que da lugar a la metafísica, que es el tema de hoy.
Heidegger llama, con mucha justeza, a las cosas que nos
rodean cotidianamente “ser-a-la-mano”. Es decir, lo que nos queda a la mano: el
despertador, el cepillo de dientes, el colectivo, todo lo que compone ese
pequeño universo en el que nos movemos de un modo casi inconsciente está formado por cosas que tienen esta
característica de “ser-a-la-mano”. Es como si fuéramos directores de una
orquesta que se mueve obediente al arbitrio de nuestros gestos. Son esos seres
manipulables, domesticados que con su existir mecánico nos mantienen en un
plano natural, es decir “físico” (que es como los griegos llaman a lo natural)
y nos impiden ir más allá de él para ingresar en la “meta-física!. Esa región
donde aparecen las preguntas inquietantes, por ejemplo ¿por qué existe algo
antes que nada?, o ¿por qué existo yo parado en la parada del colectivo?.
Preguntas que solo el evento, que rompe el velo de lo que ocurre
cotidianamente, nos permite hacer. Todos de algún modo estamos a merced del
evento.
Y esto es lo que vamos a tratar de hacer hoy, dejar un
poco atrás ese mundo a la mano y entrar con Agustín en el terreno de la
metafísica. Si recuerdan en el libro anterior habíamos visto a Agustín muy preocupado
por cuestiones prácticas: si debía hablar delante del emperador, si iban a
constituir una hermandad con sus amigos, si finalmente se iba a casar y otras
por el estilo. En este libro, en cambio, Agustín va a dejar atrás todas estas
preocupaciones y va a enfrentar las preguntas fundamentales que se refieren a
la metafísica, a lo que está detrás de ese mundo, que tanto lo preocupaba la
otra vez. Hay aquí un detenerse, aislarse de todo y enfrentar lo que realmente
es fundamental, y eso es lo que les propongo tratar de hacer también nosotros.
Para encarar el libro de hoy vamos a tener que utilizar
una metodología distinta a la de siempre, porque el texto así lo exige. San
Agustín, que ya nos tiene acostumbrados a su andar algo errático, de discursos
superpuestos, en este caso lleva esta forma al extremo. En este caso no hay un
sucederse de situaciones que ordenen la lectura, sino que vamos a asistir al
fluir del pensamiento de una forma directa. Algo que me remite lejanamente a
Joyce.
El pensamiento, más en este caso, es como un arroyo de
esos poderosos que bajan de la montaña, tiene caídas, remolinos, retrocesos,
súbitas detenciones. Es probable que si alguno intenta nadar en este texto se
ahogue. Por eso lo que me parece mejor es hacer un poco de “rafting”, es decir tratar
de construir un bote y lanzarnos al agua. Puede ser que el bote en algún caso
se dé vuelta, puede ser que haya que empezar de nuevo, pero confío en que no
nos ahoguemos. Hay además una ventaja, es tanta la riqueza de este río que
siempre descender por él va a ser una experiencia nueva y maravillosa. Yo al
menos hace años que practico este deporte y nunca me canso.
El libro empieza con una frase que nos ubica en una
coordenada temporal: “Ya era muerta mi adolescencia mala y nefanda
y entraba en la juventud, siendo cuanto mayor en edad tanto más torpe en
vanidad” (1) (I, 1). Recordemos
que en la Antigüedad se consideraban siete edades y que la juventud empezaba a
los 28 y terminaba a los 50. Desde aquí va a empezar el razonamiento y vemos
una primera nota, lo que impide que el pensamiento de Agustín avance no es su
falta de capacidad, sino su “vanidad”. Es una clave importante a tener en
cuenta: Agustín –recordemos– no es un pensador puramente especulativo, en su
pensar concurre su vida, su moral y, por lo tanto, es esta falta moral, la
vanidad, lo que impide progresar al pensamiento.
Hecha esta breve introducción, Agustín nos va primero a
declarar lo que él sabe. Es decir la estructura del bote que vamos a intentar
construir. Hay dos cosas que él sabe y las sabe de una forma que no deja dudas.
Son certezas firmes, que son la base a partir de la cual comienza la
arquitectura de su razonamiento. La primera es “Cierto que no te concebía, Dios mío, en figura de cuerpo humano desde
que comencé a entender algo de la sabiduría” (2) (I, 1). Una afirmación que lo aleja decididamente del paganismo
griego, de esos dioses super-humanos y también del maniqueísmo que creía en
esta especie de antropomorfismo divino. A veces me imagino el horror teológico
que le hubiera causado a Agustín entrar a la Capilla Sixtina y ver a ese Dios
barbudo que pintó Miguel Ángel. Dios no es una extensión potenciada del hombre,
una proyección humana, como muchas veces nosotros también tendemos a pensar.
Segunda
cuestión fundamental, Agustín va a definir positivamente algunas notas de Dios.
Y lo va a hacer con toda seguridad: “esforzábame por concebirte como el sumo, y
el único, y verdadero Dios; y con toda mi alma te creía incorruptible,
inviolable e inconmutable, porque sin saber de dónde ni cómo, veía claramente y
tenía por cierto que lo corruptible es peor que lo que no lo es, y que lo que
puede ser violado ha de ser pospuesto sin vacilación a lo que no puede serlo, y
que lo que no sufre mutación alguna es mejor que lo que puede sufrirla” (3) (I, 1). Muy bien, de acá partimos:
Dios no es una extensión humana y es incorruptible, inviolable e inconmutable.
Esto es lo que Agustín sabe y lo sabe desde siempre, de modo que no tiene dudas
sobre esto.
A
partir de estas dos cosas aparece un tercer elemento. Podríamos decir que
Agustín sabe qué es Dios, cuáles son sus características, sus notas, pero
todavía no sabe “cómo” es Dios. Y la respuesta a esta pregunta es la que lo
deja perplejo, porque es incapaz de imaginarlo sin pensar en algo concreto,
material. Aunque pudiera imaginar la materia más sutil y fina del universo, él
solo podía verlo de alguna forma material: “me
viera precisado al menos a concebirle como algo corpóreo que se extiende por
los espacios sea infuso en el mundo, sea difuso fuera del mundo y por el
infinito. Porque a cuanto privaba yo de tales espacios parecíame que era nada,
absolutamente nada” (4) (I, 1).
Más
adelante, pondrá el ejemplo muy gráfico de la esponja para dar una idea de su
idea de Dios y su modo de estar en el mundo. “E imaginábala yo inmensa, no cuanto ella era realmente –que esto no lo
podía saber–, sino cuanto me placía, aunque limitada por todas partes; y a ti,
Señor, como a un ser que la rodeaba y penetraba por todas partes, aunque
infinito en todas las direcciones, como si hubiese un mar único en todas partes
e infinito en todas direcciones, extendido por la inmensidad, el cual tuviese
dentro de sí una gran esponja, bien que limitada, la cual estuviera llena en
todas sus partes de ese mar inmenso” (5)
(IV, 7).
Esta
visión de Dios Agustín la considera ya errónea en ese entonces y, sin embargo,
no consigue salir de ella, está como atrapado. “Clamaba violentamente mi corazón contra todas estas imaginaciones mías
y me esforzaba por ahuyentar como con un golpe de mano aquel enjambre de
inmundicia que revoloteaba en torno a mi mente, y que apenas disperso, en un
abrir y cerrar de ojos, volvía a formarse de nuevo para caer en tropel sobre mi
vista y nublarla” (6) (I, 1). Está
atrapado por una especie de dispersión, por buscar a Dios en el mundo de las
cosas exteriores: la dispersión para Agustín guarda siempre una relación con el
pecado.
Sin
embargo, esta visión de alguna manera la rechazaba su mente y eso lo da a
entender con este ejemplo que tiene algo de humorístico: “Porque si fuera de ese modo, la parte mayor de la tierra tendría mayor
parte de ti, y menor la menor. Y de tal modo estarían todas las cosas llenas de
ti, que el cuerpo del elefante ocuparía tanto más de tu Ser que el cuerpo del
pajarillo, cuanto aquél es más grande que éste y ocupa un lugar mayor” (7) (I, 2).
Esta
visión que a nosotros nos puede parecer una cuestión muy teórica, tiene a mi
juicio una gran actualidad. Esta idea de que Dios está presente como formando
parte directamente de las cosas es la que está en la base de una especie de
sacralización de la naturaleza que está muy presente en nuestra cultura de hoy.
No digo que llegamos a la “vaca sagrada”, pero sí que todo esta especie de
invasión del Oriente que estamos sufriendo hoy en día tiene mucho de esto. El
discurso que habla de la naturaleza, de la energía de lo viviente como
realidades sacralizadas tiene mucho de esto.
A
partir de haber definido la situación, Agustín va a enfrentar el problema
central del libro, que es el del mal. Tenemos por una parte a Dios, con todas
las notas que ya dijimos y tenemos por otro lado el mal. Los sujetos de la metafísica clásica son tres: el Hombre,
el Mundo y Dios, independientemente de los roles que cada uno tenga, de las
notas y características, existe una realidad que es el mal. Es decir, visto que
el mal existe, parece que en la Creación algo debió haber salido mal. Esta es
la pregunta que inquieta a Agustín, cómo compatibilizar a ese Dios omnipotente
con el mal. Pregunta metafísica por excelencia.
A
esta pregunta Agustín la va a encarar desde cuatro lados distintos: primero la
relación entre el mal y Dios, después con el hombre, tercero con la materia y
por último con el destino. A esta cuádruple pregunta Agustín va a dar una
respuesta negativa, es decir lo que el mal “no es”. Para intentar una respuesta
positiva va a necesitar un auxilio extra, pero ya llegaremos a eso.
Empecemos
por la primera, Dios y el mal. En
este sentido Agustín va a desbaratar la tesis maniquea, que sostenía que el mal
y Dios son fuerzas enfrentadas y en un cierto sentido equiparables. Un dualismo,
en definitiva. Para desarmar esta teoría Agustín apelará a un razonamiento de
tipo lógico que toma prestado de un gran amigo al que ya conocimos y que el
propio Agustín define como “encarnizado escrutador de las más difíciles
cuestiones: “el argumento que desde
antiguo, estando aún en Cartago, solía proponer Nebridio, y que todos los que
le oímos entonces quedamos impresionados. "¿Qué podía hacer contra
ti-decía-aquella no sé qué raza de tinieblas que los maniqueos suelen oponer
como una masa contraria a ti, si tú no hubieras querido pelear contra
ella?" Porque si respondían que te podía dañar en algo, ya era violable y
corruptible; y si decían que no te podía dañar en nada no había razón para que pelearas” (8) (II, 3).
Es
decir, la omnipotencia, como todas las “notas” de Dios, es absoluta, no conoce
grados. Y esta omnipotencia –recordemos– es una de las cosas que Agustín creía
sin sombra de dudas. No se puede ser un poco omnipotente. Por lo tanto, si Dios
es omnipotente, no puede ser derrotado por otra potencia en caso de entrar en
lucha con ella, porque automáticamente dejaría de serlo. Y si lo es, ¿cuál es la
necesidad de esa confrontación? El principio se demuestra absurdo en ambos
casos.
Esta
también es una cuestión que se hace presente a menudo en nuestra vida. Muchas
veces actuamos como si creyéramos en un Dios que tiene que hacer algo para
enfrentar el mal, como si fuera una fuerza a oponer a otra. Dudamos de su
omnipotencia. ¿Quién no se ha preguntado alguna vez, ante una manifestación
patente del mal, por qué Dios no hace algo? No existe, nos dice Agustín, este
doble principio, No existe realmente un “Mal” que se opone a un “Bien”. Dios es
la única realidad que existe en modo absoluto, es “Él” que Es el que Existe por excelencia.
Segunda cuestión: el hombre y el mal.
Consideremos antes de entrar en esta cuestión que cuando Agustín habla del mal con
relación al hombre piensa no en el mal cósmico, sino en el mal que el propio
hombre es capaz de hacer. Él lo llama con más precisión “iniquidad”, para
distinguirlo del otro mal “cósmico”. El primero es en realidad el verdadero
mal, ya que es el tipo de mal que es capaz de perder al hombre. El otro no
depende del hombre, que puede solamente padecerlo, pero no ser actor de la
maldad. En este punto, Agustín va a dar una definición importante, que reafirma
la libertad humana, enfrentando una vez más al maniqueísmo que creía que el
hombre no era responsable del mal. Agustín desarma este argumento con un
razonamiento lleno de sentido común y como tal arrollador. “Porque levantábame hacia tu luz el ver tan
claro que tenía voluntad como que vivía; y así, cuando quería o no quería
alguna cosa, estaba certísimo de que era yo y no otro el que quería o no quería;
y ya casi, casi me convencía de que allí estaba la causa del pecado; y en
cuanto a lo que hacía contra voluntad, veía que más era padecer que obrar” (9) (III, 5).
Y,
sin embargo, si esto era cierto, si el hombre es libre de sus actos y por lo
tanto responsable, la cuestión de fondo queda sin resolver. “Pero de nuevo decía: "¿Quién me ha
hecho a mí? ¿Acaso no ha sido Dios, que es no sólo bueno, sino la misma bondad?
¿De dónde, pues, me ha venido el querer el mal y no querer el bien? ¿Es acaso
para que yo sufra las penas merecidas? ¿Quién depositó esto en mí y sembró en
mi alma esta semilla de amargura, siendo hechura exclusiva de mi dulcísimo
Dios?” (10) (I, 1).
Este
segundo es un planteo que otra vez tiene mucha relación con nuestra época, que
es –como se dice comúnmente– la de un hombre que vive disculpado. El padre
Fernando siempre decía que hoy era difícil hablar del pecado en una sociedad
donde la culpa ha sido desterrada. La culpa es siempre de otros, de la
sociedad, o de la madre en el caso que optemos por el psicoanálisis. ¿Quién no
ha escuchado la afirmación “volvería a hacer todo lo mismo, no me arrepiento de
nada”? La culpa es la luz de alarma que nos permite reconocer nuestras faltas y
así intentar pedir perdón primero y tratar de mejorar después. La culpa es como
el dolor que anuncia, o mejor denuncia, al órgano enfermo. Sin el dolor y sin
la culpa no hay medicina posible. Entonces “feliz culpa” (dentro de ciertos
límites claro está) como se reza en Semana Santa.
Tercera cuestión: “¿De dónde viene el mal? ¿Acaso la materia
de donde las sacó era mala y la formó y ordenó, sí, mas dejando en ella algo
que no convirtiese en bien? ¿Y por qué esto? ¿Acaso siendo omnipotente era, sin
embargo, impotente para convertirla y mudarla toda, de modo que no quedase en
ella nada de mal? Finalmente, ¿por qué quiso servirse de esta materia para
hacer algo y no más bien usar de su omnipotencia para destruirla totalmente? ¿O
podía ella existir contra su voluntad?” (11) (V, 7).
Era
una teoría muy difundida en aquel tiempo que la Creación había salido “mal” por
un defecto de la materia. Dios era perfecto y omnipotente, pero la materia con
la cual estaba hecho el mundo era defectuosa y este defecto original era el que
se había trasladado al universo. Esta teoría tiene relación con la anterior, ya
que intenta “disculpar” al hombre, mientras que la verdad revelada es que el
mal entró al mundo a través de la humanidad, representada en la figura de Adán.
Mas allá del misterio que envuelve la forma en que esto ocurrió, esta creencia
mantiene la relación entre la libre voluntad humana y la dialéctica del pecado
y la redención.
También
esta visión de la materia como culpable tiene su encarnación en nuestra cultura,
en otra vertiente de la filosofía de signo oriental que es muy propia de estos
días. Esta propone una forma de vida que intenta separarse de la materia para buscar
un camino espiritual que apunta a la
evasión de las condiciones de este mundo. Condena de la materia que puede extenderse
también a una condena de la historia que
impulsa a desentenderse del mundo. Una corriente que en Occidente tuvo como su
más importante representante a la filosofía de Schopenhauer, que llamaba a
salirse de la rueda de las causas en donde él veía la acción devastadora y
ciega de la voluntad.
Nada
más lejos de esta postura que nuestra fe, que precisamente cree en un Dios que
se encarna para entrar en la Historia. Y nada más lejos del talante de San
Agustín, que fue siempre un hombre metido apasionadamente en el barro de la
Historia. A esta teoría Agustín la va a desmontar una vez más recurriendo al
argumento de la omnipotencia divina. “Porque
no sería omnipotente si no pudiera crear algún bien sin ayuda de aquella
materia que él no había creado”(12)
(V, 7).
El
último argumento que enfrenta
Agustín con respecto al problema del mal es el que se refiere al destino,
representado en el modo de la astrología. Ya hablamos en otra ocasión de la
importancia que la astrología tenía en el mundo antiguo y de cómo el mismo
Agustín había en cierto momento de su vida practicado esa ciencia o
pseudo-ciencia. El tema lo encarará haciendo el cuento de Fermín, que no deja
de ser una historia humorística que de alguna manera es una especia de remanso
en este libro.
“Y decía haber oído contar a su padre que, estando
embarazada la madre del mismo Fermín, sucedió hallarse también encinta una
criada de aquel amigo de su padre, la cual no pudo ocultarse al amo, que
cuidaba con exquisita diligencia de conocer hasta los partos de sus perras.
Y sucedió que, contando con el
mayor cuidado los días, horas y minutos, aquél los de la esposa y éste los de
la esclava, vinieron las dos a parir al mismo tiempo, viéndose así obligados a
hacer hasta en sus pormenores las mismas constelaciones a los dos nacidos, el
uno al hijo y el otro al siervo.
Porque habiendo comenzado el
parto, ambos se comunicaron lo que pasaba en la casa de cada uno y dispusieron
nuncios que enviarse mutuamente para que tan pronto como terminara el parto se
lo comunicase el uno al otro, lo que fácilmente habían podido ejecutar para
comunicárselo al momento como reyes en su reino. Y así –decía–, los dos que
habían sido enviados por cada uno vinieron a encontrarse tan igualmente
equidistantes de sus respectivas casas, que ninguno de ellos podía notar
diversa posición de las estrellas ni diferentes partículas de tiempo. Y, sin
embargo, Fermín, nacido en un espléndido palacio entre los suyos, corría por
los más felices caminos del siglo, crecía en riquezas y era ensalzado con
honores, en tanto que el siervo, no habiendo podido sacudir el yugo de su
condición, tenía que servir a señores, según contaba él mismo, que lo conocía” (13) (VI, 8).
A
esta pequeña historia Agustín agregará después un argumento suyo clásico en contra de la adivinación, el de los
gemelos, que tendrá una gran difusión en la Edad Media. Con el rechazo de este
último problema del mal, Agustín reafirma la libertad del hombre cuyo destino
no está escrito en ninguna parte, no está predeterminado, sino que se
desarrolla en la vida en la interacción de su libertad con la misteriosa acción
de Dios.
San
Agustín, otra vez, reafirma la libertad humana y esto tiene también su
importancia desde el punto de vista metafísico. Muchos de los sistemas de la
metafísica, tanto de la Antigüedad como del mundo moderno, en el afán de hacer
“cuadrar” el esquema, de cerrar eso que a todas luces no funciona, esa abertura
por donde el mal se ha “colado”, optan por cercenar la libertad del hombre.
Algunos de las más fantásticas metafísicas, como la de Schopenhauer o la de Spinoza,
caen en esa trampa del determinismo. San Agustín, en cambio, se sostiene en la
contradicción que plantea la omnipotencia y la libertad.
En
fin, superados estos cuatro puntos, que enfrentan en forma negativa el
problema, lo que el mal “no es”, llegamos a un punto muerto. No es una fuerza
activa que se enfrenta a Dios, no es algo que obliga al hombre, no es algo que
está en la materia y tampoco es algo que está predeterminado. Así, Agustín se
encuentra en un punto muerto en el desarrollo de su pensamiento, que lo deja
sumido en una cierto abatimiento. “Puestas,
pues, a salvo estas verdades y fortificadas de modo inconcuso en mi alma,
buscaba lleno de ardor de dónde venía el mal. Y ¡qué tormentos de parto eran
aquellos de mi corazón!, ¡qué gemidos, Dios mío! Allí estaban tus oídos y yo no
lo sabía. Y como en silencio te buscara yo fuertemente, grandes eran las voces
que elevaban hacia tu misericordia las tácitas contriciones de mi alma” (14) (VII, 11).
De
esta situación saldrá, siempre con la ayuda divina, mediante un auxilio
inesperado, que le vendrá precisamente de de la filosofía. “Y primeramente, queriendo tú
mostrarme cuánto resistes a los soberbios y das tu gracia a los
humildes y con cuánta misericordia tuya ha sido mostrada a los
hombres la senda de la humildad, por haberse hecho carne tu Verbo y haber
habitado entre los hombres, me procuraste, por medio de un hombre hinchado con
monstruosísima soberbia, ciertos libros de los platónicos, traducidos del griego al latín” (15) (IX, 13).
Todos
los estudiosos hoy en día coinciden en que con estos “ciertos libros de los platónicos” Agustín se refiere a las Eneidas de Plotino, el máximo referente
de la escuela hoy conocida como neoplatónica (en época de San Agustín no
existía el “neo”), que representa el punto de llegada del pensamiento especulativo
acerca de Dios. Formulado en un lenguaje místico, se podría decir es lo más
lejos que fue capaz de decir el pensamiento antiguo sin el auxilio de la
revelación. La escuela neoplatónica surgió en esa verdadera caldera del
pensamiento que fue Alejandría, en el siglo III, y se nutre como es de esperar
de la filosofía platónica, pero incluye también contactos con el judaísmo.
En
estos libros, a los que San Agustín se refiere con cierto desprecio –como ya
nos tiene acostumbrados– para dejar en claro la superioridad de las Escrituras,
él encontrará, no las respuestas, pero sí la vía de acceso para ponerse en
camino hacia la Verdad. En primer lugar, Agustín se va a ocupar de diferenciar
bien estos libros de la verdaderas Escrituras, utilizando un método muy
singular y preciso. En una sucesión de párrafos, construidos en forma bastante
similar, dice que es lo que encontró de verdad en esta filosofía y, a
continuación, cuáles verdades no estaban allí, ya que solo las Escrituras, y
por ende la fe, las pueden alcanzar.
Con
este sistema Agustín deja claro lo que va a ser una posición constante en su
pensamiento en cuanto a la relación entre filosofía y fe. Para él estas nunca
se oponen, como la modernidad se ha encargado de señalar, sino que se integran,
se suman, estando siempre la filosofía por debajo de la fe. La fe, en vez de
obturar a la razón, concurre para hacer mejor a la filosofía, siguiendo el
principio del “creo para entender”.
Despejado
este punto, lo que Agustín va a encontrar en la filosofía de Plotino es, sobre
todo, un camino, el camino de la interioridad, que lo alejará de la dispersión
del mundo exterior y al mismo tiempo le sacará definitivamente esa concepción
de Dios atada a alguna materia. Este es el gran servicio que la filosofía le
hará, la de enfocarlo y concentrarlo en la vía de la interioridad, la famosa “intentio” o tensión interior. “Y, amonestado de aquí a volver a mí mismo,
entré en mi interior guiado por ti; y púdelo hacer porque tú te hiciste mi
ayuda. Entré y vi con el ojo de mi alma, comoquiera que él fuese, sobre el
mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, una luz inconmutable, no esta vulgar y
visible a toda carne ni otra cuasi del mismo género, aunque más grande, como si
ésta brillase más y más claramente y lo llenase todo con su grandeza. No era
esto aquella luz, sino cosa distinta, muy distinta de todas éstas.
Ni estaba sobre mi mente como
está el aceite sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino estaba sobre mí,
por haberme hecho, y yo debajo, por ser hechura suya. Quien conoce la verdad,
conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la eternidad. La Caridad es quien la
conoce” (16) (X, 16).
Agustín
deja así la que él mismo llama la “región
de la desemejanza”, expresión que muestra lo que significaba vivir perdido,
disperso entre las cosas que no se asemejan a Dios, para pasar a vivir en la
“semejanza” que es la que se establece a través de la vida interior. Este es el
cambio, la conversión en sentido laico, que produce en Agustín la lectura de
Plotino y sus seguidores, que indicaban este camino. De Dios emanaba la
creación a partir de las Hipóstasis plotinianas, Uno, Nous, Alma, Materia, y el
hombre debía recorrer ese mismo camino en sentido contrario.
A
través de esta nueva situación, de este nuevo hallazgo de la interioridad,
Agustín va a volver a mirar el mundo, pero con una mirada totalmente renovada,
repleta de un nuevo optimismo. “Y miré las demás cosas que están por bajo de
ti, y vi que ni son en absoluto ni absolutamente no son. Son ciertamente,
porque proceden de ti; mas no son, porque no son lo que eres tú, y sólo es
verdaderamente lo que permanece inconmutable” (17) (XI, 17). Y más adelante: “También se me dio a entender que son buenas
las cosas que se corrompen, las cuales no podrían corromperse si fuesen
sumamente buenas, como tampoco lo podrían si no fuesen buenas; porque si fueran
sumamente buenas, serían incorruptibles, y si no fuesen buenas, no habría en
ellas. qué corromperse” (18) (XII,
18). El mundo se presenta ahora a sus ojos como una bondad que se
manifiesta en distintos grados de perfección, siendo lo bueno el único
principio existente.
“Y ciertamente para
ti, Señor, no existe absolutamente el mal; y no sólo para ti, pero ni aun para
la universidad de tu creación, porque nada hay de fuera que irrumpa y corrompa
el orden que tú le impusiste. Mas en cuanto a sus partes, hay algunas cosas
tenidas por malas porque no convienen a otras; pero como estas mismas convienen
a otras, son asimismo buenas; y ciertamente en orden a sí todas son buenas”
(19) (XIII, 19). El mal así no sería
algo realmente existente, sino más bien una carencia, una ausencia del bien,
que de algún modo sucede para que podamos apreciar las bondades de la creación.
Así se ha dicho que el universo que plantea san Agustín es un universo musical,
en donde el mal tendría el lugar del silencio, que de todos modos resulta
necesario para escuchar la música.
Con
esta nueva disposición, Agustín reordenará la posición de Dios con respecto a
la creación: “Y miré las otras cosas y vi
que te son deudoras, porque son; y que en ti están todas las finitas, aunque de
diferente modo, no como en un lugar, sino por razón de sostenerlas todas tú,
con la mano de la verdad, y que todas son verdaderas en cuanto son, y que la
falsedad no es otra cosa que tener por ser lo que no es” (20) (XV, 21). Y también la relación
del hombre con las cosas: “E indagué qué
cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera sustancia, sino la perversidad de
una voluntad que se aparta de la suma sustancia, que eres tú, ¡oh Dios!, y se
inclina a las cosas ínfimas, y arroja sus intimidades, y se hincha por de fuera” (21) (XVI, 22).
Una
vez adquirida estas nuevas certezas, aparece en Agustín la necesidad de aferrarse a estas intuiciones que
recodemos no le vinieron de la fe, sino de la filosofía. “Y buscaba yo el medio de
adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; ni había de hallarla
sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres Cristo Jesús”
(22) (XVIII, 24).
En
un primer momento, Agustín reconoce la luz que fue para él la lectura de
Plotino, que despeja su mente para poder acercarse a Dios. “Pero entonces, leídos aquellos libros de los
platónicos, después que, amonestado por ellos a buscar la verdad incorpórea”
(23) (XX, 23).
Pero
al mismo tiempo se da cuenta que la filosofía, si bien es de gran ayuda, no
alcanza para mantenerse en el camino. Hace falta algo más: “Así, pues, cogí avidísimamente las
venerables Escrituras de tu Espíritu, y con preferencia a todos, al apóstol
Pablo. Y perecieron todas aquellas cuestiones en las cuales me pareció algún
tiempo que se contradecía a sí mismo y que el texto de sus discursos no
concordaba con los testimonios de la Ley y de los Profetas, y apareció uno a
mis ojos el rostro de los castos oráculos y aprendí a alegrarme con temblor”
(24) (XXI, 27). Agustín establecerá
desde aquí esa alianza que mantendrá siempre a lo largo de su vida con los
textos de Pablo, quien será para él de ahora en mas “el apóstol” sin más
aclaraciones.
Así
apoyado en estos dos pilares, filosofía y fe, Agustín se encontrará en
condiciones de dar el paso definitivo a la conversión, un camino que ahora sabe
debe hacerse a través de la nueva vía descubierta de la interioridad. “Todas estas cosas se me entraban por las
entrañas por modos maravillosos cuando leía al menor de tus
apóstoles y consideraba tus obras, y me sentía espantado, fuera de
mí” (25) (XXI, 27).
Sin
embargo, no será él por sí solo que llegue a destino, sino será Dios el que en
definitiva lo atraiga hacia Él. Como hemos repetido ya muchas veces, para San
Agustín, como para San Pablo, solo por la acción del Espíritu somos capaces de
exclamar que Dios es el Señor, que “grande es el Señor y muy digno de alabanza”,
como comenzaban las Confesiones. Pero
este será el tema del libro que viene.
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