Gran
parte de la metafísica busca penetrar el misterio de la sincronización entre el
mundo exterior y el interior.
Distintas teorías han querido resolver este
enigma, intentando explicar en qué modo lo que sucede dentro de nuestro cerebro
coordina tan bien con el mundo que ocurre fuera de nosotros Hay quienes han
optado por decir que en realidad todo sucede dentro de nuestra cabeza, y que el
mundo es una ilusión proyectado por nuestro ingenioso órgano. Otros han buscado
la razón en un orden exterior al que nuestra inteligencia accede y se somete, por
simple simpatía con lo creado. Leibniz imaginó un incansable relojero que ponía
en sintonía estas dos realidades, mientras que Spinoza planteó la total
identidad de ambas y la existencia de una única interioridad, a la que llamó
Dios. Pero, más allá de toda metafísica, comprobamos a diario que ambos mundos
permanecen ligados por un hilo cuya sutileza espanta.
No
es que pretenda resolver este ancestral misterio, solamente apunto a poner la
atención en cómo estas dos realidades, hombre
y mundo, se encuentran, y conviven. Y
a pesar de la pureza de los sistemas que la razón teje, tenemos la precepción
de que esta es una convivencia errática, llena de digresiones y tropiezos
inesperados. Una relación bastante azarosa regida al parecer más por el
capricho del acontecimiento que por la fría razón especuladora. Esta es la
profunda sensación que tuve al ver en televisión, hace algunos días, la
película “Margaret”, de Kenneth Lonergan, que a mi juicio plantea este tema de
un modo excepcional.
Después
de que la vi, me dediqué a leer algunas críticas para poder compartir mi
entusiasmo, pero –para mi sorpresa– estas eran por lo general malas. Se
criticaba la extensión (dos horas y media), los problemas que había
efectivamente tenido su realización (que como una profecía auto cumplida se
manifestaban en la película) y también el hecho de ser “pretensiosa” (adjetivo con
el que, por lo general, se suele despachar todo intento poético). Decía Kant
que el juicio estético busca la anuencia de los otros, pero cuando esta falta,
es bueno recordar que a veces también se puede disfrutar en soledad.
La
historia es por demás sencilla: cuenta cómo la vida de una adolecente
neoyorquina se ve conmocionada cuando participa en un accidente mortal en una
esquina del West Side. En realidad, no trata tanto de los problemas de la
protagonista (excepcionalmente interpretada por Anna Paquin), sino de la
incongruencia que existe entre sus estados de ánimo y lo que la rodea: madre,
padre, deudos de la víctima, abogados, policías, amigos, profesores y, en
sentido lato, toda la Gran Manzana. La sutil desconexión entre ambos mundos,
que están contiguos, pero que al mismo tiempo permanecen desconectados, genera
una tensión siempre latente que se manifiesta en escenas sucesivas, aunque
ellas mismas mal amalgamadas, como si existieran deficiencias de montaje, que
al parecer en realidad existieron. Aunque conviene recordar que solo las
grandes obras son capaces de convertir los inconvenientes en aciertos
mayúsculos.
Quizás
la modernidad, en cuanto al arte se refiere, consista primordialmente en pasar
del ámbito del representar al de la presentación. Es un empeño especialmente
difícil el pretender que las obras no sean representaciones de cosas, o
situaciones, sino que sean ellas mismas cosas. Esta ausencia de la mediación resulta
aun más ardua cuando no se recurre a la abstracción, que puede ser un atajo,
sino que se logra sin abandonar una conexión con lo real. Esta identidad es
rara, y hay que celebrarla cuando se la encuentra.
No
se trata de una película que cuenta la historia de una adolescente y su
incomunicación con el mundo, sino que es la obra en sí misma, sobre todo desde
su “forma” en sentido platónico, la que pone de manifiesto la incomunicación. Las
digresiones que se toma el relato, los largos diálogos que siempre parecen
darse entre personas que no se escuchan, la cámara que se va de paseo por los
cielos de una ciudad que se convierte en un personaje como otros, todo habla,
sin decirlo, de ese grieta que divide al hombre
y al mundo . Todo en esta historia
contribuye a subrayar, con sus desfasajes, la idea de que la vida es algo que
gira ligeramente dislocado de su eje.
Sin
embargo, en el final, uno de los más emotivos que he visto en mucho tiempo, esa
incomprensión fundante parece romperse, gracias a la única fórmula que existe
para superar los abismos que nos separan: saltar en brazos de otro. Las más
elaboradas elucubraciones metafísicas se deshacen en un abrazo.
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