Lo primero que me sugiere la breve pero muy intensa muestra de Ron Mueck en Fundación Proa tiene que ver con el barroco. Con Bernini, para ser más preciso.
Este decía que uno de los propósitos de su arte era
causar “mirabilia”, es decir el estupor
ante lo que resulta maravilloso. Y esto es precisamente lo que esta muestra
causa, merced a su prodigiosa técnica. Supongo que es un sentimiento similar al
que asaltaba a los florentinos cuando veían crecer en el espacio la cúpula del
Brunelleschi, o a los romanos del seicento
cuando miraban sostenerse en el vacío el obelisco de la Fontana
dei quattro fiumi, en Piazza Navona.
Esta es quizás la más antigua razón del arte, cuando
en los albores de Grecia no se había aún distinguido de la técnica. Un sentimiento
primario, que por su espontaneidad resulta absolutamente válido, y que nos
lleva a preguntarnos con sana inocencia infantil: “¿cómo lo hizo?”. Una de las
cosas que resultan más gratas de la visita a esta muestra es precisamente la de
producir un genuino retorno al territorio de la infancia, cuando las cosas nos
sorprendían de verdad. Aconsejo vivamente, de ser posible, concurrir acompañado
de niños.
Mucho del arte moderno y contemporáneo obliga a un
arduo trabajo intelectual para poder gozar de él. La ausencia de una verdadera
técnica para producirlo deja su posibilidad de realización, al menos
hipotéticamente, al alcance de todos. Esta condición, que se despacha con un
mero “esto lo hace cualquiera”, si bien no lo desprestigia, impide ese asombro
tan genuino al que hacíamos referencia anteriormente. Y si bien este asombro no
basta para validar el arte, su ausencia se extraña. Es la alegría de volver a
sorprenderse, cuando pocas cosas hoy lo hacen.
El hiperrealismo es sin duda una proeza técnica
asombrosa, pero tiene una ventaja con respecto a cualquier otra expresión:
conoce certeramente su límite. Cualquier otro estilo tiene que buscar el suyo,
este en cambio sabe perfectamente que se encuentra en la perfección. Todo
artista duda antes de dar por terminada
su obra, el hiperrealista no. Por supuesto que una cosa es saber dónde queda la
meta y otra muy distinta es alcanzarla. Cómo se logra es lo que da cuenta el
imperdible y también maravilloso documental que acompaña las nueve obras en
exposición. Su visión resulta obligatoria.
Pero claro está que la obra de Mueck es mucho más que
un prodigio técnico. Es también, y fundamentalmente, una reflexión sobre la
medida, otro de los grandes problemas griegos. Las medidas de las perfectas
figuras de Mueck, pequeñas o gigantes, nunca son las nuestras. Su presencia nos
redimensiona, y nos hace perder las referencias más elementales. Las obras
ponen en crisis el espacio, y dentro de él a nosotros, con el sencillo pero
eficaz recurso de modificar la escala. Estamos tan acostumbrados a ser como
quería Protágoras, medida de todas las cosas, que el súbito cambio de
proporciones que propone Mueck, nos pone en un sano estado de alerta espacial.
Este estado es potenciado además por lo que las
figuras representan. Estamos dispuestos a aceptar un cierto gigantismo cuando
se trata de héroes, pero nos resulta inquietante cuando las dimensiones están
al servicio de personajes tan triviales como encantadores. Ellos son
exactamente como nosotros que los miramos, tienen cuerpos nada esculturales y
actitudes que reúsan toda pose. Su belleza se nutre de una verdad conmovedora,
esa que rehúsa los retoques del bisturí o del incruento photoshop.
Por último, las obras no solamente interactúan a partir
de sus dimensiones, sino que su presencia se hace viva por otros recursos, que
me atrevería a llamar poéticos.. Pequeños gestos, como el suave toque de los
dos ancianos bajo la sombrilla son de una locuacidad estremecedora. O también,
en sentido opuesto, esa enérgica presión entre las manos de la joven pareja,
que manifiesta una tensión tan contenida como dramática. Por último, para completar
la referencia a las tres obras fechadas en 2013, la absorta mirada de la señora
que parece ignorar a su pequeño hijo. Miradas siempre desencontradas, que
atraviesan el espacio y nos encuentran, interpelándonos.
Para Kant, lo sublime era aquello que por sus
dimensiones nos subyugaba. Al definirlo, se valía de ejemplos extraídos de la
naturaleza: el mar embravecido, un glaciar, una catarata. Todas cosas que por
otro lado él jamás había visto. Quizás
le hubiera sorprendido saber que el sentimiento de lo sublime podía ser creado
en un estrecho taller, en las afueras de Londres. Y disfrutado a orillas del
Riachuelo.
2 comentarios:
siempe tan reflexivo Opi! Me gusto leer tu apreciacion sobre Mueck con tantos puntos para reflexionar.
Asi me quedo
Y que hermosa familia
Saludos
Gracias, es sólo una parte (4), los restantes 3 fueron otro día, creo que sólo para que no le siguiera "rompiendo" mas la paciencia con Mueck. Por suerte después me aradecieron.
Saludos
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