De mi adolescencia en los 70, recuerdo una
constante preocupación por la cédula de identidad.
La extravié tempranamente y
me costó conseguir el duplicado en un trámite engorroso, de colas serpenteantes,
en el Departamento de Policía de la Avenida Belgrano. Obtenida la copia, era
tal el terror de un nuevo extravío, que mi madre me la fijaba al bolsillo con
un alfiler de gancho antes de salir. No obstante el mecanismo, mi mano tanteaba
cada tanto su plástica presencia. Algunos años después, comprendí qué de esta
obsesión se conectaba con la historia de aquellos años.
La cédula era mi identidad, y daba a los
demás la certeza de que yo era ese, y si era ese, evidentemente no era otro,
tal como consagra el antiguo principio que lleva su nombre. Me pregunto si su
inventor, Parménides, habrá imaginado que su principio tendría una vida tan
larga, y al mismo tiempo una encarnación tan prosaica como aquel resbaladizo
rectángulo de plástico.
Lo cierto es que el principio pergeñado por
el eleata es para el pensamiento como el punto de apoyo con el que soñaba Arquímedes
para su física. A partir de él, se construye toda aventura racional, tenga esta
la estrechez de una choza o la amplitud de una catedral. La rígida regla que
impide afirmar y negar simultáneamente lo mismo es la piedra angular de toda
ciencia. En su ausencia toda pretensión de razonar se derrumba inexorablemente,
para ser arrastrada por el cambiante río de Heráclito.
Es por eso que cuando la identidad es puesta
en duda, sentimos la presencia de un abismo literal. Vivimos a gusto y seguros
dentro del gran engranaje de la lógica, que damos por supuesto al punto de
ignorarlo. Sin embargo, al mínimo aviso de que este pudiera faltar, buscamos en
seguida algo que lo restablezca. Salimos en busca de la identidad perdida en un
acto reflejo, similar al que yo hacía para cerciorarme de que tenía mi cédula conmigo.
Probar salirse del mecanismo de la identidad
genera temor, pero al mismo tiempo abre una perspectiva tan inquietante como
estimulante. Abandonar las tranquilas playas de lo Mismo, para adentrarnos en
el mar de lo Otro. Allí donde las cosas no son iguales a sí mismas, y donde las
palabras dejan de referirse automáticamente a las cosas. La delgada línea de la
locura nos acecha cuando la identidad se diluye.
Esto es lo que propone con singular maestría
Abbas Kiarostami en sus últimas dos películas. Tuve el placer de ver ambas en
televisión, “Copia certificada”, el año pasado, y la deliciosa “Like someone in love”, hace unos pocos
días. Si alguien se atreve a jugar este juego sutil, seguramente no quedará
defraudado. Para hacerlo solo se necesita algo de paciencia, para entrar en el
sereno ritmo que este narrador propone para contar sus historias.
En ellas veremos cómo cada uno los personajes
cambia de rol sin que se produzca en ellos ningún signo que delate esta
metamorfosis. Es más, ni siquiera ellos mismo toman conciencia de estos
cambios, que se suceden con una fluidez inaudita, como una confusión nunca
advertida. Así, en una misma escena, los personajes se deslizan de una
identidad a otra, estableciendo entre ellos una complicidad que se asocia a la
de dos eximios bailarines que anticipan el movimiento del otro. Las identidades
múltiples corren en perfecto paralelismo, aunque simultáneamente, y este es el
milagro.
Al final, uno queda sumido en una especie de
perplejidad, y ve nacer en su interior una sonrisa delicada, al reconocer como
este hombre ha jugado con sus personajes y con nosotros. La identidad exige un
rigor que puede transformarse en un peso, y es de ese peso que, al menos por un
rato, somos liberados para encontrarnos al terminar más ligeros. Como cuando
llegaba a mi casa y desprendía el alfiler cancerbero para poner la cédula en mi
mesa de luz. Después, me entregaba al sueño, la más antigua manera de ser otro.
4 comentarios:
Cuando vi tu cédula casi muero de emoción. Se abrió en mi memoria un canal que creía olvidado. Recordé de pronto esos escritorios en yunta, esos de tapa-mesa pivotante. La última vez que vi tu documento, estaba allí, junto con unos recortes de la revista El Gráfico, cuyas fotos iban a servir para nuestra revista. Y un par de cassettes de Fausto Papetti, regalo de Gabriel, seguramente comprado por dos mangos en esas tiendas de libros y discos cerca de tribunales... Quien le habrá hecho creer que nos gustaba Fausto Papetti? Que tiempos aquellos. Apropósito, no recordas donde está mi cédula, esa que me saqué en el colegio, llevado de la mano por el Padre Alejandro? Gordo cincuentón
¿Y ahora me venís a decir que la cédula estaba en el escritorio, debajo de los recortes del Gráfico?.
Abrazo.
Que lindo texto, maestro Kiarostami, te vuela el cerebro. Buscando comentarios sobre Close Up llegue aqui. Y me hizo acordar a Miguelito Abuelo que decía:"Cuando mi nombre ya no exista, verás qué velocidad".
saludos
marcos
Gracias Marcos, y muy buena la cita de "Oye niño". La pérdida de identidad genera un abismo, y este: velocidad.
Saludos.
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