00 / Introducción
Estos
encuentros tienen un objetivo sencillo, que se expresa muy bien en el flyer que mandamos y que diseñó Cate. Se
trata de hacer una especie de juego de transparencias entre Borges y cada uno
de los filósofos de los cuales nos ocuparemos.
Un juego de doble entrada que permita, por un lado, ver al poeta a
través de los filósofos, para poder disfrutar más de su obra y, por el otro,
intentar comprender algo de estos últimos a través de la obra de Borges.
Más
allá de este primer objetivo, les propongo para reflexionar un subtema, como
una especie de fondo, sobre el cual se irá desplegando el argumento
principal. Es el que aparece en el
título, quizás algo pomposo, que elegí para presentar este ciclo. Se trata de
la periferia, entendida como un posible lugar de encuentro. Un tema que, además,
está en el centro de la reflexión de este tiempo, gracias sobre todo al papa
Francisco, que por eso aparece en esta imagen.
En
fin, con estas intenciones comenzamos a recorrer el camino, empezando por
nuestro primer filósofo: Heráclito. Todas las charlas tendrán un esquema
similar, una primera parte dedicada a situar en el tiempo y en el espacio al
pensador que nos ocupa, una intermedia donde trataremos de conocer algo de su pensamiento y una última
dedicada a confrontarlo con una obra de Borges. Para ver como resulta y adónde
nos lleva este camino, no tenemos más remedio que ponernos en marcha.
01/ Vida
El
primer pensamiento de la metafísica se puede sintetizar en esta frase: “El ente
es”, que traducida a nuestro lenguaje corriente sería “Las cosas son”. A partir
de esta primera y original afirmación se despliega toda la metafísica
occidental. En ella se perciben dos elementos distintos, las cosas y el hecho
que sean, el Ente y el Ser. A partir de
esa dualidad, el pensamiento puede, entonces, inclinarse sobre cada una de esas
vertientes. Si lo hace hacia el lado del Ente, tendrá un cariz técnico; si en
vez la balanza se vuelca hacia el Ser, el resultado será más próximo a lo
especulativo o, si prefieren, hacia lo contemplativo.
Probemos
ahora a plasmar esta idea en una perspectiva histórica. Para esto nos
remitiremos a Heidegger, el gran pensador del siglo pasado, que tenía una
visión muy ajustada de este problema, sobre la que basó su filosofía. Para él, el
pensamiento desde Platón inicia un lento pero sostenido proceso en el cual se
dirige siempre con mayor persistencia hacia “el ente”, propiciando el famoso
“olvido del ser”. El fruto de este descender de la metafísica del Ser al Ente
es lo que, en definitiva, tiene por resultado la sociedad actual en la que
vivimos, bajo el imperio de la técnica.
Una visión de la historia que, por otra parte, coincide con la desarrollada,
desde otra perspectiva, por Adorno y Horkheimer en La dialéctica de la Ilustración, que culmina en los campos de
exterminio.
Pero,
como toda historia, la filosofía tiene también una prehistoria, encarnada por aquellos
pensadores que, anteriores a Sócrates, se llamaron genéricamente “presocráticos”.
Estos, muy diversos entre sí, mantienen en común la pertenencia a una especie
de edad dorada, un Edén del pensamiento. Muchos pensadores se han dirigido a
los presocráticos con la convicción de encontrar allí la fuente de un
pensamiento que tiene la fuerza de lo original. Nietzsche, en su feroz crítica
al platonismo, fue uno de ellos. Heidegger identificó esta etapa con un pensar
originario, pre-metafísico, donde el pensador y lo que debe ser pensado, el
Ser, convivían en una proximidad inaudita.
Antes
de entrar a considerar los puntos salientes de estos llamados presocráticos,
cabe una breve reflexión sobre su aparición. Una aparición que es precedida,
curiosamente, por una realidad política, la polis. Esta nueva realidad, que
sucede a la sociedad feudal basada en la economía agrícola, y el cambio por
otra, comercial, más abierta y más igualitaria, es la que preparó el escenario
para la aparición de la filosofía. No deja, todavía hoy, de conmover el
observar por primera vez sobre la tierra el pensamiento en su carácter
puramente especulativo. El hombre, a partir de allí, empieza a preguntarse por
la constitución de lo que lo rodea, y esto comienza a producirse en un
determinado lugar del planeta y en un relativamente breve espacio de tiempo. El
hombre abandona las oscuridades de la magia y el mito, y empieza a hacer un uso
sistemático de su inteligencia. Se pregunta por lo que lo rodea, por el cosmos
diverso e infinito que lo enfrenta, pero que al mismo tiempo se presenta ordenado,
provisto de una cierta “justeza”, ajustado a ciertas normas precisas. Ese
desplegarse del cosmos, sin duda, obedece a algo unificado, a un “Uno” que guía
el andar del Uni-verso y, por lo tanto, las primeras preguntas se dirigirán a
ver ¿qué es “eso” (materia, fuerza, idea) que unifica el andar del Cosmos?
Una
primera característica de estos pensadores, entre los que se encuentra
Heráclito, es su modo de
expresión, no discursiva, sino enigmática y poética. Los primeros pasos del
pensar racional se dieron en clave de poesía. Este modo de expresarse, en
muchos casos enigmático, que, además, ha llegado a nosotros en un modo
fragmentado, le da a estas sentencias un determinado peso, que resiste mejor el
paso del tiempo. Las sentencias de los pensadores presocráticos se presentan a
nosotros sumidos por el prestigio de los siglos y por el respeto que nos impone
su carácter enigmático.
Ponerse
en comunicación con Heráclito es intentar una comunicación con alguien que habla por teléfono con mala señal.
Nos llega su voz entrecortada, vestigios de poemas, piezas de un rompecabezas
del cual tenemos que imaginar su forma definitiva. Es importante distinguir
entre esta forma y la otra en que nos llegan los otros textos de la Antigüedad,
que es una forma “digestiva”, después de una larga digestión que reúne
fragmentos y pedazos sueltos. Así sucede con Homero, por ejemplo, y también con
la Escritura. En ese caso nos llegan los fragmentos duros, textuales, sin
ensamblar, tarea que nos queda a nosotros y a todos los lectores de Heráclito a
lo largo de la historia, entre ellos, Borges. Los fragmentos de Heráclito son
reunidos, ya que estaban dispersos en varios textos de autores posteriores. En
una tarea enorme se reunieron y clasificaron alrededor de 130, trabajo
realizado por el filólogo Herrmann Diels. Siempre hay un alemán, Dios los tenga
en su Gloria, pronto a realizar estas tareas ciclópeas.
A esto se suma el modo de expresión poética, que es también un muy fuerte punto de contacto entre Heráclito y Borges. Es Heráclito un filósofo que se expresa como un poeta y es Borges un poeta que tiene la caladura de un filósofo. Sobre este juego de espejos que atraviesa el tiempo jugará Borges mucho de su relación con su antecesor griego, a quien, como veremos, se siente particularmente próximo, al punto de confundirse con él. Heráclito no es para Borges un lejano personaje que se presenta desde lo profundo de la historia, sino que es alguien que, a través de su pensamiento, se actualiza.
Otro
punto de contacto entre ambos personajes es su condición geográfica.
Heráclito
nació en el 535 a. C. en Éfeso,
ciudad de la Jonia fundada en el siglo XI a. C., actualmente desaparecida, pero cercana para nosotros.
Los destinatarios de las cartas
de Pablo nos resultan tan cercanos que las ciudades de esas comunidades parecen
barrios próximos. Pero hubo un Éfeso pre-paulino, una ciudad muy antigua
fundada por colonos atenienses, aunque también hay una versión que atribuye su
fundación a las amazonas, lo cual es seguramente más interesante.
Una conexión
subsiste entre la Éfeso de Heráclito y la de Pablo, y corresponde a la diosa
Artemisa. A ella estaba dedicado el mayor templo que protegía la ciudad, donde, entre otras cosas,
Heráclito depositó sus escritos. Pablo, según se cuenta en los Hechos de los
Apóstoles (XIX, 23), sufrió la rebelión del pueblo de Éfeso, provocada
justamente por los adscriptos al culto, que veían con la nueva fe puesto en
peligro su prestigio y su negocio. Estos ganaron la calle al grito de “Grande
es Diana de los Efesios”.
El
pensamiento de Heráclito, entonces, llega a nosotros en un estado fragmentario,
similar al estado en que se nos presenta hoy el antes portentoso templo de
Artemisa.
Pero a esta situación
le tenemos que sumar una dificultad adicional, que es su oscuridad. Heráclito
pasó a la historia con el mote del “el Oscuro”, con el que lo conocieron
incluso aquellos que tuvieron contacto directo con su obra. Esta oscuridad,
reconocida y sufrida por todos los que se acercan a su obra, es fruto de
variadas interpretaciones que intentan aclararla.
Una
explicación posible se basa en su origen social, ya que se da por cierto su estirpe
noble, que se reflejaría en un pensamiento aristocrático. Heráclito, al parecer,
nunca estuvo interesado en divulgar su pensamiento entre las masas, sino más
bien todo lo contrario, habría preferido mantenerlo protegido detrás de un
barniz de oscuridad. También hay quienes piensan que en realidad habría
pertenecido a una especie de familia sacerdotal y que su modo de expresarse estaría
impregnado de un cierto aire oracular.
Arsitóteles,
en cambio, sostiene que la oscuridad de Heráclito se debe a un problema de
escritura, más exactamente de puntuación, y a la dificultad de saber cuándo empieza
y termina cada frase. Sócrates, por el contrario, pronunció sobre su pensamiento
la famosa sentencia que dice que “las
cosas que he entendido son excelentes y creo que también las que no he
entendido, si bien se necesita un buceador de Delos, para no ahogarse en él”.
Más
allá de su pensamiento, su vida parece haber sido la de un personaje difícil,
de fuerte carácter. Así, con aire retraído lo representa Rafael en el célebre
fresco de las stanze vaticanas.
La relación con sus conciudadanos
de Éfeso fue áspera, ya que los criticaba con dureza, y los llenaba de
diatribas y ofensas por su modo de vivir y de gobernar la ciudad. También tuvo
fama de misántropo, se retiró joven al templo de Diana en su ciudad y luego se
convirtió en anacoreta. Su actitud se parece a la de los cínicos a los que
precedió en un par de siglos. Su desdén no solamente se dirigía a sus
contemporáneos, sino también a las grandes glorias de la cultura griega
arcaica, como Pitágoras y Homero, de quien dijo que “debía ser expulsado de los certámenes y apalearlo”. Y fue este su
carácter que lo llevó finalmente a la
tumba, ya que, en discordancia con sus médicos, rechazó las terapias propuestos
por estos hasta la muerte.
02/ Pensamiento
Para
tratar de llegar a esa pretérita edad dorada del pensamiento, y de un
pensamiento particularmente oscuro y difícil como el de Heráclito, me pareció
oportuno convocar a un guía. Así como Dante tuvo a Virgilio para atravesar los
oscuros valles del Infierno y la montaña del Purgatorio, nosotros también
tendremos uno: Hegel.
Como es
sabido, Hegel es el último gran pensador que propone un gran sistema completo
para explicar el Universo. Su obra abarca todas las ramas de la Filosofía: Lógica,
Ética, Estética, Metafísica, y también la misma Historia de la Filosofía,
recopiladas a partir de sus lecciones dictadas en Berlín. En ella nos basaremos
para intentar acercarnos a Heráclito, un pensador que resulta bastante afín a
su sistema. Esta cercanía hace que las lecciones sobre Heráclito sean
particularmente claras y relativamente sencillas de abordar, cosa que no sucede
con otros pensadores menos aptos a ser asimilados al sistema hegeliano.
Hegel
describe al personaje con evidente simpatía, dentro de su estilo serio y
moderado. Va a referirse fundamentalmente a tres aspectos de su pensamiento: uno que se refiere a la Epistemología,
otro a la Metafísica y un último que se refiere a la Ética.
Vamos
con el primero, que se refiere a la pregunta sobre las posibilidades del
conocimiento. Hegel coloca a Heráclito en una situación particular con respecto
a sus contemporáneos e inmediatos predecesores. Heráclito es para Hegel el
primer filósofo que capta la “idea”, y en ese sentido es el primer metafísico. Esta
posición lo diferencia de la figura que en general se opone a su pensamiento:
Parménides. Así, en el umbral de la Filosofía, precisamente señalado por
Heidegger en el inicio de Ser y Tiempo,
aparece esta dicotomía entre el pensar de Parménides y el de Heráclito.
Para
entender esta diferencia tendremos que referirnos brevemente a la filosofía de
Kant, referente ineludible cuando se aborda el problema epistemológico.
Dentro de este esquema, Hegel
destaca que la figura de Parménides corresponde al entendimiento y la de Heráclito
a la razón. El entendimiento era para Hegel (y para Kant) el primer estadio del
pensamiento, donde la información que traen los sentidos a la mente recibe una
primera clasificación. En este primer
escalón del proceso del conocimiento la mente solo ejecuta una acción simple,
juzga lo real individual. Juicios del tipo “ahora es de noche” o “ahora es de
día”, por poner un ejemplo. Este modo de juzgar la realidad, entiende Hegel, corresponde
al principio de identidad proclamado célebremente por Parménides en su famosa
frase: “El Ser es y el no Ser no es”. Este principio, de orden lógico, impone
al pensamiento una regla fundamental para permitir su avance, y este es el
entendimiento. Hegel magistralmente realiza esta comparación entre nuestro
propio camino del pensar y el camino del pensar de la Historia de la Filosofía,
como si toda esa Historia fuera la de una sola cabeza pensante.
Si
Parménides corresponde al entendimiento, Heráclito –siempre para Hegel–
corresponde a la razón. Esta es para Hegel (y para Kant) la capacidad de
realizar juicios universales, que son como proyecciones del entendimiento. Con
la razón, que se ubica en un estrato superior de la mente, intentamos alcanzar
los objetos que incluso están fuera de nuestra experiencia, como los objetos
clásicos de la metafísica: el Hombre, el Mundo y Dios. Para Kant, la validez, o
el poder de alcanzar la verdad a través de la razón era nulo, pero este
problema excede la cuestión que aquí queremos tratar. Lo importante por el momento es saber que
Hegel coloca a Heráclito en este nivel, como el primer verdadero metafísico,
capaz de formular un juicio sobre el Ser, un juicio universal. Este el primer
aspecto que nos ubica frente a la envergadura de este pensador temprano.
El
segundo aspecto que resalta Hegel es, precisamente, esa formulación de
Heráclito sobre el Ser, sobre cómo es el Ser.
Esta se expresa en la frase por la cual todos conocen a
Heráclito: “nadie se baña dos veces en el
mismo río”. Esta traducción simplificada del fragmento original consigue
dar una primera idea del pensamiento de Heráclito. Antes de entrar a desmenuzar
el fragmento, señalamos que este nos coloca en una nueva situación frente al
Mundo. Heráclito nos va a presentar al Mundo con un carácter fluyente, móvil,
cambiante. Y esta me parece ya una condición, por lo menos, interesante.
Para
vivir nosotros necesitamos movernos en el nivel del entendimiento, que
mencionamos antes, y es natural que así sea, pero quizás hacemos un uso
excesivo de esta necesidad. Todos tendemos demasiado a fijar las cosas, por
nuestra comodidad, por la comodidad del entendimiento. Nuestra tendencia a
fijar, no solo se aplica a los objetos, sino lo que es algo más grave, a las
personas y también a nosotros mismos. Tendemos a pensar en nosotros y en los
otros como entidades fijas, que “son” de una determinada manera. Las cosas, las
personas “son así”. Pensar como Heráclito es acordarse de que las cosas nos son
fijas “de verdad” o “en sí”, sino que nosotros las fijamos por un tema
práctico, tenemos que hacerlo para operar con ellas, pero la realidad profunda
es otra. La realidad profunda, lo que está detrás de las cosas, la realidad
metafísica fluye como el río de Heráclito.
Hoy
está de moda la referencia al fluido, sobre todo por los libros de Zygmunt
Bauman que hacen referencia a la condición fluida de nuestro tiempo, la
“modernidad líquida”, pero la afirmación de Heráclito tiene otro aspecto mucho
más hondo, ya que no es una reflexión sobre una nota temporal de la cultura,
una aseveración en definitiva superficial, sino que se refiere a la
constitución del Ser, al modo en que la realidad “es” en sentido fundamental.
Tampoco la afirmación de Heráclito tiene que ver, como muchas veces se la
interpreta livianamente, con el relativismo. No se pueden hacer juicios sobre
nada porque todo cambia.
No
es esto lo que entiende Heráclito, como enseguida veremos.
Podemos
extraer más de este fragmento, más que la idea del fluir dialéctico. La versión
común del fragmento fija demasiado nuestra atención en el río que pasa. Sin
embargo, hay otro fragmento que se refiere al río, que nos da una nueva pista:
“en los mismos ríos entramos y no
entramos, pues somos y no somos los mismos”. Es decir que lo que cambia no
es solo el rio, sino también los bañistas. El fragmento parece hacer referencia
a un “paso” doble. No nos bañamos en el mismo río por que el río pasa, pero
también porque nosotros también “pasamos”. Este doble pasar nos hace perder la
referencia y, por lo tanto, anula la diferencia temporal, o al menos la
capacidad de percibirla. Solo percibimos el paso en el tiempo y en el espacio
si tomamos un punto fijo. Cuando nosotros estamos quietos vemos lo que se
mueve, ahora si todo se mueve sobreviene la quietud. Si se mueve el río y
también nosotros que entramos al río, la referencia se pierde y el tiempo no se
percibe. El fluir del tiempo se hace imperceptible.
El
Mundo, podemos decir en esta visión de Heráclito, se reduce al contacto de dos
realidades temporales, la del río y la del bañista, y se reduce al
acontecimiento de ese encuentro instantáneo. El Mundo es, así, como quería
Deleuze, una serie infinita de esos contactos, una realidad superficial, un
mapa donde se entrecruzan las cosas. No existe lo profundo y lo superficial con
las connotaciones que nosotros les damos a esos términos. No hay un mundo que
en la superficie refleja otro profundo de mayor densidad. Frente a eso se
levanta un mundo sin espesor, hay sólo superficie. Y este es, sin duda, el
mundo de Borges, un mundo que no tiene espesor, o que tiene el fino espesor de
la literatura. Borges viaja y nos hace viajar por ese universo fantástico donde
hay múltiples conexiones en red.
Por
último, el tercer aspecto que ilumina Hegel de Heráclito es el que podríamos
llamar ético. Una vez
descubierta la envergadura metafísica de nuestro pensador, y luego de describir
cuál era su concepción, nos queda ver qué hacemos con ella en la vida práctica.
A pesar de que Heráclito no quiere discípulos, y se propone solamente despertar
a quien lo escucha, su pensamiento tiene un costado ético.
Heráclito,
en otro fragmento célebre, postulará la teoría conocida como de la “unidad de
los contrarios”. Es decir, el cambio de este Universo fluyente no es un cambio
sin sentido, sino un cambio que, a pesar de su apariencia cambiante, tiende a
la unidad. Este principio remite a la dialéctica, y es por eso que Hegel entra
en tan perfecta sintonía con Heráclito, ya que, como es sabido, todo el sistema
hegeliano gira alrededor de la dialéctica.
La
unidad de los contrarios que propone Heráclito como motor del Universo presenta
una realidad en permanente conflicto, donde nada es estable. Todas las cosas no
se dan como unidades separadas, sino que tienden a su contrario. No existen,
por poner un ejemplo, ni el calor ni el frío como realidades absolutas, sino
que los cuerpos van perdiendo o ganado temperatura constantemente. O para poner
un ejemplo existencial, todo vivir es, en definitiva, un morir, un encaminarse
hacia la muerte. Toda esta tensión entre contarios que sostiene el Mundo en su
existir, sin embargo, plantea Heráclito, tiende hacia una recóndita unidad. No
es una lucha sin sentido, sino que, misteriosamente, esa lucha se dirige hacia
una unidad que la recoge, que él llamó, genéricamente, “logos”, término de un
alcance difuso, que excede nuestro propósito.
Este
logos, o logos común, como también lo llama, tiene su alcance ético y político.
Para él hay dos clases de hombres: los dormidos, que fugan hacia su mundo, y
los despiertos, que buscan, a partir de la introspección personal, el camino
del “logos” común. Según su visión el Ser personal es al mismo tiempo el Ser
del universo. Por lo tanto, el camino de búsqueda personal desemboca en una
meta común, en algún sentido social. Es
curiosa esta visión y, sobre todo, muy contrapuesta a la nuestra, ya que
imbuidos de un espíritu romántico solemos identificar la búsqueda de la verdad
con un camino personal exclusivamente. El hombre “verdadero” es aquel que no
sigue a los demás, el que se aleja de las tendencias y que realiza su búsqueda en
solitario.
Esta
es también la visión de Heidegger que denuncia la existencia inauténtica,
aquella que vive sometida a las “habladurías” y a los dictados del “Uno”. En
oposición a él, Heráclito propone la verdad como un camino común, donde la opinión
de todos es seguramente más cercana a lo verdadero que la forjada
individualmente. Su punto de vista puede ser útil en tiempos de excesivo
individualismo, y puede servir para prestar oídos el sentir común, no para
someterse totalmente, pero sí para incorporarlo al campo de nuestra reflexión.
Finalmente,
para cerrar el tema, conviene advertir que ese “logos común” que propone
Heráclito debe ser alcanzado a través de un camino, de una elaboración personal,
una unidad buscada a través de la disidencia. Advertencia muy útil en los
tiempos que corren, donde ese “sentir común” es cualquier cosa menos una
construcción inocente. El “Uno” es una construcción totalmente intencionada y
una construcción de dominio que atiende a intereses, la mayor de las veces
ocultos por inconfesables. El famoso titular de los diarios encabezado por una
anónima primera persona del plural (“dicen”, “sostienen”, “advierten”), es una
muestra de ello, que ni siquiera se preocupa mucho de ocultar su intención
manipuladora. La “industria cultural”
que señala Adorno con acierto, no cabe duda que es una realidad y que es
precisamente una industria.
03 / Obra
Concluimos
así con la presentación de Heráclito y nos queda entonces exponer la
vinculación con Borges, de la
que ya hemos adelantado algunos aspectos: su condición periférica, su manera de
abordar el tiempo, su condición de poetas.
Heráclito aparece seguido en la obra
de Borges, en algunos de sus ensayos y también en los poemas. Nos referiremos a
dos poemas que tiene el mismo título “Heráclito”, pero recomiendo la lectura de
otros:
a) “El hacedor”, en La cifra.
b) “Son los ríos”, en Los conjurados.
c) “Cosmogonía”, en La
rosa profunda.
En todo
ellos, Borges utiliza la imagen de Heráclito y del río como símbolo del tiempo.
A la cita del río de Heráclito Borges la llama “mi cita predilecta”.
a) “El hacedor”, en La cifra.
Borges
utiliza esta imagen como imagen típica, como lo hace, por ejemplo, con el
espejo, el tigre o el cuchillo. Él no teme la repetición, sino que, al
contrario, parece que este tipo de repeticiones tipológicas (y topológicas) es
lo que estructura su obra como una totalidad, que es la manera como Borges
entiende su obra, como algo entero y no una suma de partes. El poeta, entonces,
trabaja a partir de la cita reiterada por intensidad y no por extensión como el
filósofo. Intenta concentrar el pensamiento en unas pocas imágenes. Por ejemplo, en su libro Heráclito, Heidegger, curiosamente, no hace ninguna referencia al
fragmento del río. Una ausencia que seguramente sea voluntaria y tenga como
propósito abrir el pensamiento hacia nuevos territorios. Esta es una diferencia
esencial entre el modo en que piensa el filósofo y el poeta.
Vamos
a concentrarnos ahora en los dos poemas
homónimos de Borges a los que hacíamos referencia. Resulta, en primera
instancia, curioso el hecho de que ambos poemas tengan el mismo título. Pienso
que si alguien le pone el mismo nombre a dos cosas distintas, de alguna manera nos
quiere decir que se trata en el fondo de la misma cosa y así podemos leer estos
dos poemas. Un mismo poema que tiene dos modos distintos, pero complementarios.
El primero podríamos decir que tiene una sustancia más filosófica mientras que
el segundo tiene un tono existencial.
En
el primer poema vamos a atender
primero a la estructura, que presenta tres partes bien definidas.
En la primera,
que abarca los cuatro segmentos iniciales, vemos con qué justeza Borges
presenta uno de los temas centrales de la filosofía de Heráclito, utilizando
una figura que podría haber usado perfectamente el propio griego. Hay un
evidente juego de espejos: el filósofo que se expresa por medio de la poesía y
el poeta que escribe una reflexión filosófica. Podríamos decir que en este
juego las identidades de ambos se confunden y este es el juego que juegan ambos,
Borges y Heráclito.
Por
otro lado, Borges va a hablar en la imagen de esa relación especular que anula
el tiempo, pero lo interesante es que la misma forma de la poesía es la que va
a reforzar esta idea. Lo genial en Borges es que forma y contenido se suman
para darse más fuerza, potenciándose mutuamente. Es decir, Borges habla de esta
relación especular, pero también desde la forma especular que tiene el texto:
segundo, primero, segundo, primero. Esta repetición, que se asemeja a un reloj (tic-tac, tic-tac), contiene
siempre la misma palabra, que, a su vez es una referencia temporal, el
crepúsculo, que es el momento del día para desarrollar la teoría del tiempo de
Heráclito, que Borges hace suya.
¿Por
qué el crepúsculo? Sin duda porque ese momento del día aparece como el mismo
momento, es especular. El día se separa abruptamente de la noche, al punto de
que cuando queremos expresar dos realidades totalmente contrapuestas decimos
“son el día y la noche”.
Mientras
tanto, el crepúsculo que sigue a la mañana y el que precede a la noche se
confunden, se parecen al punto que una imagen de alguno de estos aparece
totalmente indiferenciada. El
crepúsculo, fuera de toda referencia, es el mismo para el amanecer (primero)
que para el atardecer (segundo).
Una
vez establecido este esquema, Borges coloca sutilmente las referencias a la
noche (sueño, purificación, olvido) y al
día (alba, mañana). Luego, casi con descuido, introduce fantasmalmente
(sigiloso) al personaje del poema, que nosotros ya conocemos por el título (el
griego). Es un notable hallazgo la palabra elegida para introducir a Heráclito:
“zozobra”. En primer lugar, por su sentido, porque el pensar cuando es profundo
siempre produce “zozobra”, no es un pensar tranquilo o descuidado, sino que al
afrontar los abismos del Ser, se produce este sentimiento. En segundo lugar,
porque la “zozobra” también se refiere al agua, desde el mismo sonido de la
palabra, preparando la metáfora del río, típica de Heráclito.
Es
en el segundo momento, entonces, luego de la introducción, cuando vemos
irrumpir el río, con toda su fuerza como si se hubieran abierto las compuertas.
Advirtamos cómo este fluir está señalado con la elección de las breves palabras
que se suceden, como agolpándose unas tras otras. Es un verdadero río de
palabras, un río que puede ser cualquier río y al que se le da un espesor
sagrado (Ganges). Por último, un río poderoso que arrastra la historia, sea
esta imaginada (mitologías) o bien real (espadas), da lo mismo ya que no hay
distinción posible entre ambas.
Esta
confusión entre lo ficticio y lo real prepara a su vez el tercer y último
momento, que podríamos llamar existencial, ya que la metáfora del río se
personaliza en un sujeto que puede ser Borges o Heráclito o también nosotros
que leemos el poema. El río y el hombre se funden en una sola realidad, el río
arrastra al hombre hasta convertirlo él también en río. Un final oscuro, como
Heráclito, el Oscuro, ya que el río parece surgir de un lugar sombrío (sueño,
sótano, sombra). Quizás también una mención a la propia ceguera del poeta. Son
Borges y Heráclito los que se funden en el río del tiempo, un tiempo que borrar
toda diferencia.
Veamos ahora el segundo poema en el que se nos presenta una versión más existencial de Heráclito.
Borges
comienza el poema con algunos datos certeros, casi biográficos: Heráclito (aquí
se lo nombra de entrada), Éfeso, los álamos, el río, pero en seguida esos mismo
datos son puestos en duda. El personaje de Heráclito comienza a derivar hacia
regiones más cercanas a lo fantástico, empieza a perder encarnación. En primer
lugar, por su propia condición, ya que nos viene presentado como un autómata
(sin voluntad), que desconoce el nombre del río de su ciudad.
Desconoce el nombre y la
dirección del río porque ese río es el tiempo, del que no sabemos qué es (su
nombre), solo que corre. Después, por la presencia extemporánea de Jano, deidad
romana, como él mismo explicará más adelante. Jano, con su mirada bifronte al
pasado y al futuro, es también una representación del tiempo. Por último, por
una especie de visión profética de su propia obra. La edición del clasicista
escocés John Burnet es una de las más famosas y consultadas, entre otros, por
el mismo Borges.
Esta
segunda versión del Heráclito de Borges va perdiendo espesor, sometida a una severa dieta, hasta que alcance la
suficiente inconsistencia para poder ser transformada en literatura. Es un
personaje sin tiempo (ni ayer ni ahora) que ni siquiera se expresa en su lengua
original, quizás porque se expresa en todas, se universaliza. Es allí, cuando
ya no tiene espesor, que el poema está listo para producir la fusión con el
propio Borges. Este sí conoce perfectamente sus coordenadas geográficas
actuales (Red Cedar) y
existenciales (Buenos Aires), es el que crea ese artificio que es Heráclito (el
personaje y el poema). Toda la realidad se resuelve en una sucesión de rostros,
porque la realidad no es “real”, sino que existe nada más que en quien la piensa,
o la sueña, como en “Las ruinas circulares”.
El
final es abrupto y misterioso, queda abierto a las más disímiles
interpretaciones. ¿Qué o quién es el que falta? Difícil saberlo con precisión.
De todas las posibilidades, me gusta la que piensa que en esa sucesión de
imágenes, de rostros que el río arrastra, ese que falta es el nuestro. El de
todos los lectores que afrontan el poema. El río de Borges y de Heráclito, el
tiempo que se diluye y permite el encuentro entre ambos, también hace posible a
nosotros participar de ese encuentro. Siempre que seamos capaces de arrojarnos
al agua.
1 comentario:
Muy interesante la poesía de Borges y su relación con los filósofos que tanto le gustaban.
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