Me pregunto por qué detesté, desde el primer fotograma
hasta el último, La grande belleza.
Sobre todo me lo pregunto porque soy de los que le dan importancia a la
crítica, tanto especializada como no, y trato de no hacer de mis gustos un
absoluto. Confieso que fui a verla con gran ilusión, entre otras cosas porque
su argumento trataba de la ciudad en el mundo que más amo, después de la mía.
Se me ocurre que las obras maestras, para resultar
tales, tienen que tener un cierto grado de inconsciencia. Esa es la que les
otorga esa proverbial liviandad que las eleva. Ni Mozart ni Brunelleschi ni
Velázquez estaban al tanto, mientras la producían, de la grandeza de su obra. Claro
que hay excepciones, por ejemplo: Wagner, pero a estas les cabe, como es
sabido, la tarea de confirmar la regla.
Así ocurre con Fellini, cuyas películas tienen siempre
ese aire circense que las vuelve encantadoras. Aquí, el gran Federico es citado reiterada y
explícitamente, pero con una gravedad
que resulta ajena, ya hasta contraria a lo que el adjetivo “felliniano” expresa.
Todo aquí me pareció construido con una pretendida grandeza, tan excesiva como
falsa. Una escena me basta para ilustrarlo. Una jirafa en las ruinas de una
terma romana sirve para expresar una idea tan común como la voluntad de
desaparecer. Es como la filarmónica de Berlín tocando un tema de la Mona Giménez.
He leído también que a este modo de narrar se lo
considera barroco, pero es una apreciación que solo se admite de quien de ese
estilo no ha comprendido más que su exterior. Una incomprensión que es la misma
que cobija el tono despectivo que está en el origen del término, surgido
tardíamente. El Barroco es ciertamente un estilo recargado, pero que está al
servicio de una idea concreta, más aun, de una fe. Su esencia obedece a los
fines propagandísticos de la Contrarreforma y no es, como en este caso, un mero
onanismo decorativo.
Pero el disgusto va más allá de cuestiones de forma, a
pesar de que esta es, en el juicio estético, fundamental. Más me molestó su
manifiesto –y celebrado– anhelo de provocación, cuando en realidad es una obra
reaccionaria. Tanto la parodia de Marina
Abramovic como la escena de la pequeña pintora abstracta, son un guiño a la
platea más conservadora. Esto es subrayado por la visita a la luz de las velas
de las antigüedades romanas. Escena idéntica a la que relata Goethe en su Viaggio in Italia, que por ese entonces
se encontraba bajo el riguroso influjo neoclásico de Winckelmann.
Sucede, en general, que las posiciones estéticas
conservadoras van acompañadas de un correlato moral del mismo signo. Y no es
que tenga nada en contra de las posiciones conservadoras, solo me molesta
cuando estas vienen disfrazadas de provocación. La condena al estilo de vida de
la alta sociedad romana de la era Berlusconi está suficientemente desprovista
de matices como para no convocar a la cómplice indignación del público. Para
criticar el exceso de botox no parece
necesario asumir demasiados riesgos. Hasta el fugaz vecino que encarna la perfecta
imagen del corrupto responde, en una obviedad del guión, al nombre de Moneta. Un nombre que entre nosotros
adquiere un realismo insospechado, gracias a Raúl.
Sin embargo la indignación llegaría sobre el final
cuando el relato deriva hacia un terreno religioso. Este último plato es
servido por intermedio de una crítica a la Iglesia que, más que a la
institución eclesiástica, ofende a la inteligencia. Y no es que la Iglesia, a
la que pertenezco y amo, no pueda ser criticada. Sino que recurrir al trillado
esquema que contrapone el opulento cardenal a la monja santa no pasa de ser un maniqueísmo
grosero. El planteo finalmente se resuelve en una sincrética conexión entre
visión contemplativa y Naturaleza, con la bizarra escena de los flamencos. A este punto ya había cruzado la delgada
línea que divide la desilusión del mal humor.
Ni siquiera Roma, con todo su esplendor, me pudo
salvar del naufragio. Una Roma que además me resultó en algunas escenas tan
impactante como extraña. Quizás todo se explica si uno piensa en el nombre del
director. Después de todo un Sorrentino no es más que un raviol presuntuoso y la
grandeza de Roma se expresa mejor en un sencillo plato de spaghetti
alla carbonara.
8 comentarios:
La ví y pienso lo mismo que vos. Agregaría que me indignó particularmente la concesión comercial al "product placement". Es penoso tratar de parecer Fellini si no se tiene el talento de Federico.
Saludos, Opi.
Rob me alegra la coincidencia. Encontré demasiada gente que le encantó esta película, al punto que empezaba dudar de mi juicio.
Abrazo.
a mi me gustó mucho, como a tanta gente. Me pareció una crítica aguda a muchas cosas de la modernidad romana, italiana, y universal, o por lo menos occidental, llena de vacío (valga la contradicción) y de mentira. A la banalidad, al arte (la escena de la chiquita que "pinta" el lienzo, filmada desde arriba, me gustó especialmente; y el personaje que después de haber vivido intensamente en este mundo hueco, se da cuenta y ensaya una crítica mordaz, me pareció muy bueno. Acaso soy un "sencillo" para ver cine (ojalá lo fuera para otras cosas, más importantes), no lo descarto... Un abrazo, Gabo.
lamento aparecer como Agustín, pero soy Gabo, creeme...
Ya me parecía que no era Tin.
Es verdad que le gustó a "tanta gente", pero sobre todo a la crítica especializada, que poco tiene de mirada "sencilla". En fin, sólo pretendí exponer algunas razones por las cuales me había disgustado tanto a mi. Por que sobre gustos, hay que escribir.
Saludos.
a mi tambien me gusto y mucho pero despues de lo que escribis me quedo pensando ...
Mary, me parece que lo bueno del arte es que mas allá de los gustos nos haga pensar ¿no?.
Saludos.
No la he visto y ahora tengo curiosidad. Pero por lo que dices, demasiadas "especies" en un mismo "plato".
Buena Pascua.
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