Ottaviano Neri, San Agustín llegando a Cartago.
Durante muchos años, más de veinte, tuvimos con María el
sueño de viajar a New York, sueño que, gracias a Dios, pudimos concretar hace un par
de años.
Tengo muy presente la imagen de la ciudad a medida que nos acercábamos a ella, toda la fuerza que se desprendía de esa ciudad tantas veces imaginada y ahora presente. Por otro lado, es una imagen muy utilizada, un cliché cinematográfico. ¿Cuántas películas recuerdan que empiezan con una panorámica de New York o de cualquier otra gran ciudad? Finalmente estaba allí frente a nosotros.
Tengo muy presente la imagen de la ciudad a medida que nos acercábamos a ella, toda la fuerza que se desprendía de esa ciudad tantas veces imaginada y ahora presente. Por otro lado, es una imagen muy utilizada, un cliché cinematográfico. ¿Cuántas películas recuerdan que empiezan con una panorámica de New York o de cualquier otra gran ciudad? Finalmente estaba allí frente a nosotros.
Me acordaba de esto cuando trataba de conectar con San
Agustín y con su, una vez más, abrupto inicio del libro 3, del que nos vamos a
ocupar hoy: “Llegué a Cartago, y por
todas partes crepitaba en torno mío un hervidero de amores impuros” (1) (I, 1). Sin duda, Agustín había
esperado mucho llegar a Cartago, pensemos que ese plan ya lo menciona en el
libro anterior: “en tanto se hacían los
preparativo necesarios para el viaje mas largo a Cartago” (2) (Libro II, III, 5) y, sin duda, su
encuentro con la gran ciudad lo golpea. Pensemos en ese joven provinciano, de
la pequeña Tagaste, lleno de talento y también de ambiciones que llega a esa
realidad “crepitante”. Incluso San Agustín hace, en el idioma original, un
eficaz juego de palabras entre Cartago y “sartago”, sartén en latín, aquí
traducido por “hervidero”. Agustín es echado en esa sartén.
Las ciudades son objetos extraños, ya lo veíamos los
otros años en nuestros viajes imaginarios. Son creaciones humanas cargados de sentido
y de historia. Las ciudades son más bien “alguien” que “algo”. Veamos un poco
qué era Cartago, qué podía significar para Agustín. Siempre se me ocurre pensar
en Cartago en relación con la otra gran ciudad de África, es decir Alejandría.
Ambas funcionan en mi imaginario como las caras de una moneda.
Alejandría, fundada por Alejandro Magno, era una ciudad
bendita, como parecen afirmar los augurios que sucedieron en su fundación. Era
la ciudad de la nueva cultura griega que hacía pie en el viejo Egipto, cuna de
la escuela filosófica y científica que lleva su nombre, orgullosa de su
impresionante biblioteca. Alejandría es –podríamos decir– la ciudad luz.
Cartago es su oscuro reverso. Más antigua, fundada por
los fenicios, parece una ciudad maldita, a comenzar por la dramática historia
de Dido, que recordamos en el primer encuentro. Como es sabido, la brillante
historia de Cartago tuvo la desgracia de encontrar a Roma en su camino, lo que
determinó su total destrucción al final de la tercera guerra púnica. Fue
reconstruida en tiempo de Augusto y creció nuevamente con inusitada fuerza. Los
romanos, durante las guerras púnicas, difundieron las historias más terribles
sobre la ciudad, pero algunas parecen que eran ciertas. Dominados por unos
dioses voraces y crueles, los cartagineses eran adictos a cultos sangrientos,
donde se destacaban los sacrificios humanos, especialmente los de niños. Si
bien estos ya no se practicaban, era sin duda una ciudad de excesos, que se
manifestaban en un fanatismo desorbitado por los juegos de gladiadores, el
teatro y todo tipo de diversión desenfrenada. Se cuenta que cuando cayó en
manos de los vándalos, estos esperaron que hubiera un espectáculo en la arena,
la más grande de África, para tomar la ciudad sin dificultad.
Agustín se vuelca a esta ciudad con todo el ímpetu de su espíritu
apasionado: “Todavía no amaba, pero amaba
el amar y con secreta indigencia me odiaba a mí mismo por verme
menos indigente. Buscaba qué amar amando el amar y odiaba la seguridad y la
senda sin peligros” (3) (I, 1). Esta frase recuerda la que leímos en el libro anterior: “¿Y qué era lo que me deleitaba, sino amar y
ser amado?” (4) (Libro II, II, 2). A Agustín lo mueve el amor a las
cosas, pero es un amor mal dirigido que lo deja insatisfecho, idea que se
expresa en ese odio a sí mismo por no ser aún peor, por no encontrarse todavía
mas indigente, es decir mas lejos de Dios.
Finalmente,
esa carrera desenfrenada parece encontrar un final: “Porque al fin fui amado, y llegué secretamente al vínculo del placer, y
me dejé atar alegre con ligaduras trabajosas, para ser luego azotado con las
varas candentes de hierro de los celos, sospechas, temores, iras y contiendas”
(4) (I, 1). El muchacho se enamoró y esto, al menos, parece haberlo calmado un
poco. En su concepción de lo “uno y lo disperso”, sin duda parece haber hecho
un paso adelante. Sin embargo, es un adelanto parcial, pues –como él mismo
expresa– comienzan otros problemas, que todos los enamorados alguna vez
sentimos.
En
el capítulo siguiente, Agustín nos va a develar otra de sus pasiones: “Arrebatábanme los espectáculos teatrales,
llenos de imágenes de mis miserias y de incentivos del fuego de mi pasión. Pero
¿qué será que el hombre quiera en ellos sentir dolor cuando contempla cosas
tristes y trágicas que en modo alguno quisiera padecer? Con todo, quiere el
espectador sentir dolor con ellas, y aun este dolor es su deleite” (5) (II, 2). Como en los otros aspectos
de la vida, Agustín se nos revela como un espectador apasionado, no es un frio crítico,
sino alguien que toma parte activamente en el drama. Pareciera que tiene dificultad
para distinguir lo representado de lo real y eso es lo que lo sorprende y hasta
lo enoja, ese “pathos” que es la esencia del teatro.
Sin
embargo, como ya nos tiene acostumbrado, San Agustín hace que estas agudas
reflexiones sobre el teatro no queden solo en ese plano, sino que se extiende
en una reflexión más trascendente sobre el sentido del dolor o, mejor dicho,
sobre el modo de sentir dolor. Sobre la posibilidad de amar el dolor y la
conveniencia de esta actitud: “Porque así
como no es posible que exista una benevolencia malévola, tampoco lo es que haya
alguien verdadera y sinceramente misericordioso que desee haya miserables para
tener de quien compadecerse. Hay, pues, algún dolor que merece aprobación,
ninguno que merezca ser amado” (6) (II, 3).
En
el capítulo 3, Agustín nos va a contar algo más de su vida de estudiante
“universitario” en la gran Cartago. Sus costumbres de abierto desprecio a la Iglesia,
que rayan lo sacrílego: “Tuve también la
osadía de apetecer ardientemente y negociar el modo de procurarme frutos de
muerte en la celebración de una de tus solemnidades y dentro de los muros de tu
iglesia” (7) (III, 5). Muchos
estudiosos de la obra de San Agustín concluyen que esta frase se refiere a
aquella amante nombrada al principio de este libro, que fuera la madre de
Adeodato y que con seguridad era cristiana.
También
sabemos de sus éxitos académicos, de su actitud como estudiante y de su
relación con los demás de su condición: “Y
ya había llegado a ser ‘el mayor’ de la escuela de retórica y gozábame de ello
soberbiamente y me hinchaban de orgullo. Con todo, tú sabes, Señor, que era
mucho más pacato que los demás y totalmente ajeno a las calaveradas de los
eversores -nombre siniestro y diabólico que ha logrado convertirse en
distintivo de urbanidad-, y entre los cuales vivía con impudente pudor por no
ser uno de tantos. Es verdad que andaba con ellos y me gozaba a veces con sus
amistades, pero siempre aborrecí sus hechos, esto es, las calaveradas con que
impudentemente sorprendían y ridiculizaban la candidez de los novatos, sin otro
fin que el de tener el gusto de burlarles y apacentar a costa ajena sus
malévolas alegrías” (8) (III, 6).
Agustín
no conoce la falsa modestia, era “el mayor”
y lo confiesa con la misma naturalidad que confiesa sus faltas. Después sigue
un párrafo alusivo a la calaña de sus compañeros, que parecen bastantes más
perversos que los “jóvenes pésimos”
de Tagaste con los que robaba peras. Hay también aquí un límite con respecto a
su conducta, un límite para mí muy significativo. Agustín era un pecador, pero
tenía el límite de no humillar al prójimo: el pecado del que se siente poderoso
ante el débil. Uno de los pecados más aborrecibles, en donde las “peras” son
cambiadas por seres humanos. Él peca porque quiere amar y ser amado, no por
sentirse poderoso.
En
cuanto a la materia del estudio, Agustín nos va a confesar un descubrimiento: “Mas, siguiendo el orden usado en la
enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyo
lenguaje casi todos admiran, aunque no así su fondo. Este libro contiene una
exhortación suya a la filosofía, y se llama el Hortensio” (9) (IV, 7). ¿Puede un libro cambiar
la vida de un hombre?, parece que sí o, ll menos parece ser lo que le ocurrió a
San Agustín, ya que: “Semejante libro
cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y
deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y
con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la
sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti” (10) (IV, 7).
Por
supuesto que Agustín conocía a Cicerón, una de las máximas figuras de la
retórica de todos los tiempos. Sorprende entonces el despreciativo “un cierto Cicerón”, que se emparenta con
“no sé qué Eneas” que utiliza en el
libro primero para referirse al personaje de Virgilio. Sin duda es el celo de
su nueva vida de convertido que lo impulsa a esa dureza con los paganos.
Recordemos que el que escribe es ya un miembro pleno de la Iglesia.
¿Pero
qué era semejante libro que cambió su vida? El Hortensio es un libro en el cual Cicerón confronta en un diálogo
imaginario con su gran predecesor en el mundo de la retórica, Quinto Hortensio,
cuyo lugar vino a ocupar en la escena romana el propio Cicerón. Es, para
entendernos, como que Messi escriba un libro sobre Maradona. La sustancia del
diálogo, del que hoy quedan fragmentos, no es tanto una cuestión técnica sobre
la retórica, sino la cuestión de una necesidad de la filosofía en la retórica.
Esta posición es la que sostiene Cicerón frente a su predecesor que consideraba
a la filosofía un estorbo. El libro, además, contenía un resumen de las teorías
y escuelas filosóficas, constituyendo un especie de manual. Cicerón, que era un
ecléctico en filosofía y también un escéptico, de todos modos logra despertar
en Agustín el amor a la sabiduría, que no es otra cosa que la filosofía,
produciendo lo que se conoce como su primera conversión. Así comienza: “amar, buscar, lograr, retener y abrazar
fuertemente no esta o aquella secta, sino la Sabiduría misma, estuviese
dondequiera. Sólo una cosa me resfriaba tan gran incendio, y era el no ver allí
escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de mi
Salvador, tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la
leche de mi madre y lo conservaba en lo más profundo del corazón; y así, cuanto
estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese,
no me arrebataba del todo” (11) (IV,
8).
Sin
embargo, razona a posteriori sobre la insuficiencia de este primer paso, por la
ausencia del nombre de Cristo, y al mismo tiempo expone el conflicto que en su
interior se desata entre la filosofía y la fe. La filosofía por más grande que
sea, no puede jamás apagar la sed de Dios que habita, por la fe, en el espíritu
de un creyente. Esta primacía de la fe, que con toda intención señala como
recibida de su madre, por sobre la filosofía es otra de las puntas salientes
del pensamiento de San Agustín.
Este
conflicto incluso se hace patente en el siguiente párrafo: “En vista de ello decidí aplicar mi ánimo a
las Santas Escrituras y ver qué tal eran. Mas he aquí que veo una cosa no hecha
para los soberbios ni clara para los pequeños, sino a la entrada baja y, en su
interior sublime y velada de misterios, y yo no era tal que pudiera entrar por
ella o doblar la cerviz a su paso por mí. Sin embargo, al fijar la atención en
ellas, no pensé entonces lo que ahora digo, sino simplemente me parecieron
indignas de parangonarse con la majestad de los escritos de Tulio. Mi hinchazón
recusaba su estilo y mi mente no penetraba su interior. Con todo, ellas eran
tales que habían de crecer con los pequeños; mas yo me desdeñaba de ser pequeño
y, hinchado de soberbia, me creía grande” (12) (V, 9).
El
intento de acercamiento a las Escrituras, seguramente fogoneado por la
insistencia materna, fracasa estrepitosamente porque es equivocado el abordaje.
No es el hombre el que debe interpelar a la Palabra, sino es ella la que debe
interpelarnos a nosotros. El que accede a la Palabra para “ver qué tal es”, se
cierra a esta posibilidad y, por lo tanto, a tomar contacto con lo que la
Palabra revela. Por otro lado, es lo que anuncia Jesús: “Te alabo, Padre, Señor
del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y
entendidos, y las has revelado a los pequeños” (Lc 10, 21).
De
todos modos, el encuentro con la filosofía, si bien lo pone en movimiento, lo
termina llevando a una playa equivocada, la playa maniquea. Ya algo hablamos de
ello en el primer encuentro. Los maniqueos, si bien están en el error, como
Agustín se va a esmerar en aclarar a continuación con dureza, no podemos dejar
de pensar que en un nivel humano hayan sido en definitiva un encuentro
benéfico. Pienso que, así como aquel amor de mujer del que hablaba en el primer
capítulo de hoy, si bien no fue “lícito”, lo arrancó del desenfreno en el que
vivía, los maniqueos trajeron también algún tipo de orden a su vida, de
contención, cómo se usa decir hoy en día.
Los
maniqueos eran una religión muy difundida, de las sectas más extendidas en
aquel entonces, y tenían una organización bastante compacta, que brindaba
algunos servicios y conexiones a sus miembros. Agustín –ya lo veremos– hará
bastante uso de esta especia de red de protección y ayuda de los maniqueos. Se
trataba, en general, de hombres cultivados, habitualmente benévolos y no
desprovistos de espíritu filantrópico, y en algún sentido los podemos asimilar
a los masones del siglo xix.
Sin
embargo, Agustín va a ser implacable con ellos, pero inspirado más en combatir
los errores de su doctrina que en una animosidad personal. De todas maneras,
como suele ocurrir, el lenguaje que utiliza es muy duro: “De este modo vine a dar con unos hombres que deliraban soberbiamente,
carnales y habladores en demasía, en cuya boca hay lazos diabólicos y una liga
viscosa hecha con las sílabas de tu nombre, del de nuestro Señor Jesucristo y
del de nuestro Paráclito y Consolador, el Espíritu Santo. Estos nombres no se
apartaban de sus bocas, pero sólo en el sonido y ruido de la boca, pues en lo
demás su corazón estaba vacío de toda verdad” (13) (VI, 10).
En
esta ruda introducción, Agustín señala el carácter sincrético de la doctrina
maniquea, del que ya hablamos, que utilizaba retazos de cristianismo y
elaboraba una doctrina que fundía credos de distinta proveniencia. Un tipo de
doctrina muy difundida hoy entre nosotros. En primer lugar, va a señalar el
carácter “textual” de la doctrina, que se basaba en muchos escritos, entre
ellos los Evangelios y las cartas paulinas, esos “voluminosos libros” que
señala el texto.
A
partir de este momento, Agustín expondrá lo que son las principales diferencias
con el maniqueísmo. Serán –para exponerlo brevemente y no entrar en cuestiones
excesivamente técnicas- fundamentalmente cuatro. Y son cuestiones que me parecen
también de mucha actualidad, ya que –como dijimos en nuestro primer encuentro–
el maniqueísmo travestido de otros nombres goza de muy buena salud entre
nosotros. La primera podríamos encuadrarla dentro de la categoría de idolatría,
la segunda de materialismo, la tercera aborda cuestiones referidas a la ética.
“Estos eran las bandejas en las que, estando
yo hambriento de ti, me servían en tu lugar el sol y la luna, obras tuyas
hermosas, pero al fin obras tuyas, no tú, y ni aun siquiera de las principales.
Porque más excelentes son tus obras espirituales que estas corporales, siquiera
lucidas y celestes. Pero yo tenía hambre y sed no de aquellas primeras, sino de
ti misma, ¡oh verdad, en quien no hay mudanza alguna ni obscuridad momentánea!”
(14) (VI, 10).
Los
maniqueos divinizaban los astros, fundamentalmente el sol y la luna, principios de la luz y las
tinieblas, que eran los que a su criterio estaban a la base del universo. Como
es conocido en el lenguaje común el maniqueísmo creía en este doble principio
actuante en la realidad. La cosmología maniquea estipulaba que en una edad
pretérita en el universo estaban ambos principios separados, que en la edad
actual se encontraba unidos y que al final de los tiempos esta separación se
volvería a producir. Ahora bien, este proceso se podía acelerar mediante
complejos mecanismo y ritos, que actuaban esta separación. En este proceso las
cosas mismas eran divinizadas y en esto constituía la idolatría que Agustín
condena, porque su sed se refería a la verdad misma, a Dios, y nos a los frutos
de la creación. Esta reflexión lo lleva a una de sus más famosas frases para
referirse a Dios y su relación con el hombre: “porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y
más elevado que lo más sumo mío” (15)
(VI, 11).
La
segunda cuestión que señala es la entidad del mal y también de Dios como algo
material: “Yo, ignorante de estas cosas,
perturbábame con ellas y, alejándome de la verdad, me parecía que iba hacia
ella, porque no sabía que el mal no es más que privación del bien hasta llegar
a la misma nada. Y ¿cómo la había yo de saber, si con la vista de los ojos no
alcanzaba a ver más que cuerpos y con la del alma no iba más allá de los
fantasmas?
Tampoco sabía que Dios fuera
espíritu y que no tenía miembros a lo largo ni a lo ancho, ni cantidad material
alguna” (16) (VII, 12).
El
planteo del mal, que Agustín toma de la filosofía neoplatónica, es uno de los
que más hondo y que más frutos prácticos nos pueden dar al momento de enfrentar
la realidad. El mal “no es” en sentido estricto, es una privación que
gradualmente va llevando a la nada: dirigirnos al mal es dirigirnos hacia la
nada. Lo único que existe en sentido radical es el bien, siendo el mal su
ausencia. Y esto no quiere decir que el mal no actúe en la realidad. ¿Quién puede
negarlo? El mal es como un agujero negro, un vacío que nos absorbe.
Parece
una cosa muy elevada y, sin embargo, esta idea es algo muy práctico. Tomar
conciencia de que el mal no tiene entidad puede tener aplicaciones
sorprendentes. No se trata de luchar contra algo, sino de llenar un vacío.
Había hace tiempo una publicidad de agua mineral donde se trataba de demostrar
las bondades de beber mucha agua. Era una publicidad muy simple, había un vaso
con un líquido, pongámosle aceite. Se empezaba a llenar el vaso con el agua
hasta que el aceite subía hasta el borde del vaso y se derramaba. Contundente. Así
también a veces sucede en la vida espiritual: no hace falta tanto esmerarse
para quitar de nosotros lo malo, basta hacer entrar en nosotros lo bueno, y eso
expulsa casi sin esfuerzo lo malo, porque lo malo no tiene entidad, se trata de
ocupar ese espacio vacío que es el mal.
Muchas
veces hablaba de esto con el padre Fernando, me ponía el ejemplo tapando la
lámpara con su mano: “¿Ves?, el mal no es nada, no tiene entidad, es sólo
privación. Ocupar el espacio del mal con el bien, el bien lo empuja lo hace
salir, porque no es nada”. También me decía: “hay un problema con el bien, y es
su excesiva discreción”. El mal se hace sentir, es ruidoso, molesto, el bien en
cambio es tan educado que pasa desapercibido. Por lo tanto hay que estar muy
atentos al bien, percibirlo y hacerlo crecer, como quien bate una clara de
huevo para que aumente su volumen, para que ocupe espacio y no deje entrar el
mal que es vacío. Hay que batir el bien.
Este
tema se conecta con otro que es la realidad de Dios como un ser totalmente espiritual,
cuya incomprensión por parte de los maniqueos alejaron a Agustín de la Verdad.
La imposibilidad de comprender la realidad fuera de la materia, por más etérea
que esta fuera, era una de las concepciones fundamentales del maniqueísmo, y el
mantener a Dios limitado a la materia era de alguna manera confinar la acción
de Dios. Y este planteo desemboca también en la imagen y semejanza entre
Creador y creatura.
La
tercera cuestión es de orden ético, a partir de la cual Agustín responde con
una doble respuesta a la teoría maniquea que rechazaba por razones éticas a
todas las figuras del Antiguo Testamento. La doble respuesta tiene una primera
parte, la utilizada para contrarrestar a los maniqueos, en la cual Agustín
defiende una ética de las costumbres. Sin embargo, en una segunda parte,
Agustín confinará esta primera teoría con la defensa de una existencia de una
justicia que se basa en un orden natural. Es una disquisición muy sutil que
merece un estudio muy detallado que nos excede en muchos sentidos.
“No conocía tampoco la verdadera justicia
interior, que juzga no por la costumbre, sino por la ley rectísima de Dios
omnipotente, según la cual se han de formar las costumbres de los países y
épocas conforme a los mismos países y tiempos; y siendo la misma en todas las
partes y tiempos, no varía según las latitudes y las épocas” (17) (VII, 13).
“¿Diremos por esto que la justicia es varia y
mudable? Lo que hay es que los tiempos que aquélla preside y rige no caminan
iguales porque son tiempos. Mas los hombres, cuya vida sobre la tierra es
breve, como no saben compaginar las causas de los siglos pasados y de las
gentes que no han visto ni experimentado con las que ahora ven y experimentan”
(18) (VII, 13).
A
partir de estas consideraciones, Agustín esboza una clasificación del pecado
dividiendo aquellos que atentan contra la naturaleza: “todos los pecados contra naturaleza, como fueron los de los sodomitas,
han de ser detestados y castigados siempre y en todo lugar” (19) (VIII, 15), y aquellos que atentan
contra las costumbres: “Respecto a los
pecados que son contra las costumbres humanas, también se han de evitar según
la diversidad de las costumbres, a fin de que el concierto mutuo entre pueblos
o naciones, firmado por la costumbre o la ley, no se quebrante por ningún
capricho de ciudadano o forastero, porque es indecorosa la parte que no se
acomoda al todo” (20) (VIII, 15).
Este
doble criterio para juzgar las acciones de los hombres introduce el tema de la
aplicación del orden natural como criterio de juicio y obliga a discernir con
cuidado las cosas que tienen su fuente en la ley divina y cuáles son las que
obedecen a las costumbres y están sujetas a los tiempos. Es un tema muy actual
en momentos de profundos cambios en las costumbres ante las cuales conviene
hacer una oposición que se base en este discernimiento. No todo obedece a una
ley inmutable, pero esta ley existe y es necesario defenderla. El acceso a la
comprensión del orden natural se ve muy obstaculizado por la ausencia de la fe.
Hasta qué punto es posible el acceso a la verdad sin fe es todo un tema,
comprender hasta qué punto estamos inmersos e influidos por la cultura es
necesario a la hora de juzgar y de ser comprensivos con quienes piensan
distinto.
Sobre
el final San Agustín nos regala, después de estos pasajes un poco arduos y algo
áridos, un par de capítulos lleno de humanidad, referidos a su madre. Esa madre
que parece haber estado presente en este período de desvaríos intelectuales: “Pero enviaste tu mano de lo alto y sacaste mi alma de este abismo de
tinieblas. Entre tanto, mi madre, fiel sierva tuya, llorábame ante ti mucho más
que las demás madres suelen llorar la muerte corporal de sus hijos” (21) (XI, 19).
A
continuación, nos va a relatar la historia del sueño de Mónica. Pensemos que
toda la Antigüedad es una época atravesada por el tema de la adivinación. No
podemos imaginar hasta qué punto esta costumbre impregnaba la realidad y en
este esquema la importancia de los
sueños era primordial. El sueño era una segura señal que conectaba con una
realidad desconocida, un hecho además muy presente también en la cultura judía.
Hoy en día ha reaparecido bajo otra forma, sobre todo con Freud, pero en un
sentido totalmente distinto. El sueño freudiano investiga la realidad del
inconsciente, el sueño antiguo apunta siempre a lo trascendente. El sueño,
además, se interpretaba con otras claves, que eran la posición relativa que los
personajes tenían durante el sueño: si eran situaciones en donde ejercían o
sufrían el poder de otro, era lo que definía el buen o mal augurio que el sueño
traía indefectiblemente.
Con estas premisas quizás podamos comprender
mejor el relato: “Viose, en efecto, estar
de pie sobre una regla de madera y a un joven resplandeciente, alegre y risueño
que venía hacia ella, toda triste y afligida. Este, como la preguntase la causa
de su tristeza y de sus lágrimas diarias, no por saberla, como ocurre
ordinariamente, sino para instruirla, y ella a su vez le respondiese que era mi
perdición lo que lloraba, le mandó y amonestó para su tranquilidad que
atendiese y viera cómo donde ella estaba allí estaba yo también. Lo cual, como
ella observase, me vio junto a ella de pie sobre la misma regla” (22) (XI, 19).
Llena
de alegría, le va a contar el sueño a su hijo, pero este le responde con
evidente superioridad: cosas de mujeres habrá pensado, de esa madre un poco
obsesionada que poco entendía las cosas, que evidentemente no tenía su cultura: “¿Y de dónde
también le vino que, contándome mi madre esta visión y queriéndola yo persuadir
de que significaba lo contrario y que no debía desesperar de que algún día
sería ella también lo que yo era al presente, al punto, sin vacilación alguna,
me respondió: ‘No me dijo: donde él está, allí estás tú, sino donde tú estás,
allí está él’?” (23) (XI, 20).
“Confieso, Señor, y muchas veces lo he dicho,
que, a lo que yo me acuerdo, me movió más esta respuesta de mi avispada madre,
por no haberse turbado con una explicación errónea tan verosímil y haber visto
lo que debía verse -y que yo ciertamente no había visto antes que ella me lo
dijese-, que el mismo sueño con el cual anunciaste a esta piadosa mujer con
mucho tiempo de antelación, a fin de consolarla en su inquietud presente, un
gozo que no había de realizarse sino mucho tiempo después” (24) (XI, 20).
Volvemos
a lo que dijimos sobre las cosas reveladas a los pequeños. Mónica seguramente
era una persona de baja extracción social y de poca instrucción. Su misma
condición de ferviente católica hace esta hipótesis verosímil. Sin embargo, era
una mujer inteligente, “avispada”
como dice Agustín, con ese tipo de inteligencia que tiene tanto de sentido
común y que mana además de un corazón sencillo que ve las cosas en su justa
dimensión, sin demasiados vericuetos. Y esta luz del corazón es la que Agustín
alaba, por encima de su propia inteligencia, que era mucha.
Terminamos
con la famosa anécdota con que cierra el capítulo, el bellísimo relato que
pinta de cuerpo entero a esta mujer ejemplo de cristiana tozudez. Conoció un
“cierto Obispo, educado en tu
Iglesia y ejercitado en tus Escrituras, a quien como ella rogase que se dignara
hablar conmigo, refutar mis errores, desengañarme de mis malas doctrinas y
enseñarme las buenas –hacía esto con cuantos hallaba idóneos–, negose él con
mucha prudencia, a lo que he podido ver después, contestándole que estaba
incapacitado para recibir ninguna enseñanza por estar muy fiero con la novedad
de la herejía maniquea y por haber puesto en apuros a muchos ignorantes con
algunas cuestioncillas, como ella misma le había indicado: ‘Dejadle
estar-dijo-y rogad únicamente por él al Señor; él mismo leyendo los libros de
ellos descubrirá el error y conocerá su gran impiedad’. Y al mismo tiempo le
contó cómo siendo él niño había sido entregado por su seducida madre a los
maniqueos, llegando no sólo a leer, sino a copiar casi todos sus escritos; y
cómo él mismo, sin necesidad de nadie que le arguyera ni convenciese, llegó a
conocer cuán digna de desprecio era aquella secta y cómo al fin la había
abandonado.
Mas como dicho esto no se
aquietara, sino que instase con mayores ruegos y más abundantes lágrimas a que
se viera conmigo y disputase sobre dicho asunto, él, cansado ya de su
importunidad, le dijo: ‘Vete en paz, mujer; ¡así Dios te dé vida! que no es
posible que perezca el hijo de tantas lágrimas’. Respuesta que ella recibió,
según me recordaba muchas veces en sus coloquios conmigo, como venida del cielo” (25) (XII,20).
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