martes, 9 de octubre de 2007

Epitafio

A Cristina Corti



Fui criado bajo el abrigo de la certeza de la “ley natural”. Una comprensión del Universo que no me atrevo a considerar falsa y que tiene la virtud de ser inequívocamente tranquilizadora. Todo allí tenía su lugar preciso, el mismo que Dios imprimió con sello indeleble. Para vivir bastaba entonces con amoldarse mansamente a sus designios seguros. Dios ordena y organiza, como el amable relojero de Leibniz, que sincroniza, con acabada maestría, la conciencia y el mundo. Se estaba bien allí, cómodo y arropado por los designios firmes de las leyes de la Naturaleza.



Pero un día, algo me despertó de mi reposo. Irrevocable pérdida de la inocencia. Me vi “yecto” a la incertidumbre de vivir, desamparado. Algo ocurrió, y ya todo fue distinto. Rehacer el sentido nuevamente. Un largo camino que probablemente me traiga, repleto de fatiga, al exacto punto desde donde partí aquella mañana o aquella tarde. Ya no lo recuerdo. Quizás sea el despertar el hecho más extraño del día. Debería ser un acontecimiento suficiente para que todo el día anduviéramos aturdidos y cavilosos. Zafar de ese “antipasto” de la muerte que es el sueño. Me sucede a menudo, que tomo conciencia de haber despertado, después de un rato. Así también ocurre con otros despertares, que no competen al sueño. Por eso, muchos años después, cuando ya me encontraba enmarañado entre mis pensamientos, tratando de ordenar el escenario en el que había sido súbitamente arrojado, aquella mañana o aquella tarde, recordé el momento preciso. Si bien se me escapa la hora, estoy seguro del lugar: fue en Bariloche. ¿Dónde si no?, lugar por su belleza destinado a ser revelador. Recuerdo sí, el alegre tintineo de lo hielos dentro del vaso que sostenías en la mano. Y si pudiera aclarar en mi memoria el dato temporal, sabría exactamente si el vaso contenía wiskhy o gin-tonic. La frase fue seguramente pronunciada a raíz de algo sin importancia. Como sucede, a veces, con las cosas importantes. Fue lanzada al azar, sin prever las consecuencias insospechadas que esas palabras estaban destinadas a provocar en mi joven espíritu. La frase que rompería para siempre el frágil equilibrio de mi mundo llega todavía hasta mí trayendo, límpido, el inconfundible timbre agudo de tu voz. Como un mandato, como un incentivo a abandonar las tranquilas playas en donde yacía adormecido. Buscar reemplazar un orden roto para siempre, por otro más complejo e inestable. Si la fama, improbable, me concediera el honor de colocar en mi tumba un epitafio, lo inscribiría, como desafío al más “natural” de los eventos que la vida nos tiene preparados: ¡CULTURAL, OPETE!


(Buenos Aires, abril 2002)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Aprendi mucho