Muchas veces había escuchado la música de Tannhäuser, teniendo solo una idea muy limitada de lo que sucedía en la historia. Bastaba la música. Este sábado me decidí a ingresar en el relato, aprovechando una tarde tranquila. Como quien parte para una expedición, tomé mis recaudos. Busqué en mi biblioteca una enciclopedia de la ópera donde encontré los lineamentos generales del acontecer de esta ópera y algunas coordenadas temporales de su gestación. Con esta preparación algo insuficiente, si quisiera ser serio, y munido del libreto en mi mano derecha, emprendí la aventura de adentrarme en el maravilloso mundo wagneriano, con un espíritu más de Disneyworld que de Bayreuth. Aclaro que a la insuficiencia de mis pertrechos se sumaba el hecho de que el libreto, además de la impenetrable trascripción alemana, contaba con la traducción en idioma inglés y francés, lenguas de las cuales poseo un conocimiento por demás rudimentario. Sin embargo, las aventuras transitadas con mapas demasiado explícitos pierden parte de su sabor. El sabor de lo incompleto. Partí, pues, dispuesto a dejarme sorprender, cosa que puntualmente sucedió durante esta historia de trovadores teutones, que disputan encarnizadamente sobre temas que, en principio, no parecen destinados a suscitar tanta violencia.
Heinrich Tannhäuser es un noble caballero de profesión trovador. Título que en el 1200 se confunde con el de poeta y se extiende hasta el de filósofo. Un pensador dispuesto a las disputas más bizantinas, expresadas en verso y música. Un payador, pero con argumentos de espesor propios de su tierra y de su linaje germano. Aunque en realidad dicho pueblo alcanzara la altura filosófica recién en el siglo XVIII, y no en el XIII. Pero, en fin, son licencias que se le permiten a Wagner, y se le disculpan, por ese afán de reinventar Alemania, que, si bien trajo consecuencias nefastas, no se puede dejar de admirar la magnitud de la tarea emprendida.
Allí esta nuestro héroe, al que le ocurre lo que ha muchos hombres, más superficiales, de nuestro presente. Es decir, no decide entre las dos versiones en que el amor se le presenta: la carne que arrebata o el espíritu que sosiega. Cuando se ubica en uno de los polos añora con ansia el que le falta. Modelo temprano de longevo adolescente posmoderno, que lo quiere todo al mismo tiempo. Imagen prefigurada de una enfermedad que en nuestra tierra se conoce con el nombre profano de “gataflorismo”. Lejos está este hombre de intentar una síntesis, que su espíritu de caballero romántico le niega. Imposible, para este fundamentalista de la trova, siquiera el intento de alguna síntesis salvadora, como hicieran los antiguos que reunían en el olimpo a Hera y Afrodita, en una convivencia borrascosa, pero posible. Este caballero, en cambio, pasará su existencia saltando del fuego a las brasas, sin poder jamás encontrar la paz, condenado por su totalitarismo. Diferencias de espíritu irreconciliables entre la Europa del Norte y la del mediterráneo, separadas por un abismo, similar al que separa el vino y la cerveza.
Ambas posibilidades del amor son en Wagner encarnadas en personajes concretos, para lo cual el maestro de Liepzig se sirve, como en otras ocasiones, de la fusión de viejas sagas germanas, condimentadas con algunos personajes históricos y una pizca de mitología. A veces pienso que si Wagner se hubiera dedicado a la cocina en vez de a la música, su especialidad hubieran sido los guisos. Guisos de sabor intenso, que hacen que el comensal sufra golpes de un calor inesperado y que dan ganas de terminar comiendo en cueros. Su música no es más que el olor que impregna el aire y que proviene de la ollas donde se cuecen a fuego lento sus historias formadas con restos y pedazos de procedencia dispar. Lo imagino revolviendo, despeinado, la espesa mezcla donde rompen burbujas grandes como cúpulas, disfrutando del olor que se desprende de la poderosa mezcla, con la conciencia cierta de que solo él es capaz de dominar los sabores que esconde.
Decía que las dos caras de la medalla veneradas por Tannhäuser tenían nombre propio. Una es nada menos que Venus, la Afrodita romana, representante exclusiva, y con los más amplios títulos, del amor erótico. La restante, que pertenece al reino de la existencia real e histórica, es Elisabeth, joven princesa húngara, fallecida joven, en olor de santidad, luego de desposar a un joven heredero de los condes de Turingia. Este último detalle de su matrimonio es dejado de lado por Wagner, que la convierte en hija del conde de Turingia, sin más detalles, sepultando de un plumazo su antecedente magiar, evidentemente propenso a impurezas de ADN.
La historia comienza con Tannhäuser en la montaña de Venus. Una caverna con algo de “night-club” de los años ’60, con mucho de vapores y psicodelia. Da la sensación de que pronto aparecerá alguien de la división de narcóticos, a poner fin al jolgorio. Hay mujeres ligeras de ropa y un poco de todo lo que ocurre en lugares de este tipo. A nuestro caballero le ocurre lo que a muchos que miran la señal de cable llamada, precisamente, Venus. Al principio puede ser interesante, pero terminan por aburrirse. Se queja con Venus que, al parecer, regentea el local y se entabla entre ambos una discusión fuerte, con mucho de resentimiento por ambas partes, que culmina abruptamente. Tannhäuser pronuncia el nombre de María y todo aquel mundo se desvanece en un instante, dando cuenta de su sustancia más psicológica que real.
La siguiente escena se ubica en el medio de un bosque. Las míticas forestas wagnerianas, lugares sacros de una nueva religión, pobladas de misterio, de fresnos venerables y de criaturas contrahechas y barbudas. Allí aparece arrojado Heinrich, de vuelta al mundo real, que tanto extrañaba, a plena luz del día. La naturaleza tiene la exhuberancia de sonidos que solo Wagner es capaz de otorgarle, pero pronto tanta paz se ve interrumpida por los antiguos amigotes de Tannhäuser que concurren a un nuevo certamen de poesía filosófica y “belcanto”. A pesar de las resistencias del recién devuelto a la realidad, el nombre de Elisabeth termina por decidirlo a participar en la competencia.
En el amplio y luminoso salón del castillo, contrafigura límpida del precedente “burdel” venéreo, se encuentran Tannhäuser y la más que pura Elisabeth. Hay cristalinas declaraciones de un amor tan etéreo que parece imposible, y hasta un poco insulso. Mientras tanto, el torneo canoro está a punto de comenzar, con presentador y público presente. Este antecesor medieval del Festival de San Remo, tiene su Pippo Baudo en la persona estelar del Conde de Turingia, que por su boca introduce pomposamente a los concursantes, que disertaran sobre el tema: la naturaleza del amor.
Los primeros excelsos trovadores se explayan en una visión del amor tan etérea que, cuando llega el turno de Tannhäuser, este ya se encuentra lleno de un hastío similar al que poco antes le invadía en la caverna de Venus. Con una arrogancia propia de su estirpe caballeresca, humilla a sus contrincantes, con la soberbia propia del que tiene de su lado el conocimiento que entrega la experiencia. La discusión se hace áspera y, en un acto propio de compadrito de arrabal, Heinrich termina por aconsejar a sus contrincantes que se den una vuelta por lo de Venus. Los caballeros ofendidos ya desenvainan, pero la angélica intervención de Elisabeth impide que se lleve a cabo el sacrificio. Invocando misericordia, finalmente logra que se le conceda al corrompedor de las costumbres unirse a los peregrinos que se encaminan a Roma, a pedir indulgencias para sus pecados.
Resulta por demás interesante la inversión realizada por Wagner, en donde lo espiritual aparece encarnado en la misma tierra, mientras que lo carnal queda relegado al mundo de las fantasías olímpicas. El pobre Heinrich es víctima de un mundo excesivamente dual y que, además, se presenta “dado vuelta”, en el sentido más porteño del término. Dejo para otra ocasión una lectura que explore la posibilidad de un Tannhäuser como experiencia alucinógena. De todas formas, esa exaltación de lo “Humano, demasiado humano”, sin duda hace pensar en la amistad, luego convertida en odio, entre Nietzsche y el compositor. Una relación que no sé si ya se había entablado en la época del Tannhäuser, prometo investigarlo. Pero, seguro, hay allí semillas de Superhombre.
Aquí podría darse por acabada la obra. Pero es sabido que Wagner inculca en su público vocación de maratón. No basta contar una historia, hay que decirlo todo. Su cocina es sabrosa pero pesada y exige estar a la mesa largo rato, por no hablar de las digestiones, que pueden llevar toda una vida. Coraje, yo por lo menos, intentaré ser breve. Tannhäuser vuelve de Roma. Fracaso total. El Papa lo recibe, pero no lo perdona. Antes bien, le dice que solo a través de un milagro podrá salvar su alma. Un milagro, por poner un ejemplo, similar al que de su báculo crezcan brotes. Una respuesta tan dura que dan ganas de hacerse protestante. Abatido, Heinrich busca nuevamente retirarse a la “vidurria” en los blancos brazos de Venus. Sin embargo, el milagro ocurre. Elisabeth, apenas fallecida, intercede por él y la salvación le llega, por vía directísima, desde el mismo cielo. En el bastón de un peregrino, alemán, aparecen dos tiernas hojitas. Telón.
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