Los griegos, amigos inseparables de Grondona, tenían una costumbre sana y terrible al mismo tiempo. Cuando les venía la mala realizaban a los dioses un sacrificio expiatorio. Un rito consistente en una montaña de leña, algunas libaciones de buen vino mediterráneo, imprecaciones masculladas a las divinidades y por supuesto: una víctima. En este último requisito, residía toda la responsabilidad del éxito del sacrificio. Debía ser pura, sin mancha, y cumplir innumerables premisas que aseguraran el suceso de aquel terrible acto. El valor de la víctima era entonces simétrico a la gravedad del problema enfrentado, hasta llegar al sacrificio humano, cuando era necesario dar vuelta una situación realmente complicada. Así la tierna Ifigenia fue entregada a Poseidón para permitir que zarpe la armada aquea hacia Troya. Así, a los mellizos hijos de Atamas se los estuvo a punto de matar para revertir una cosecha desastrosa, cosa que impidió "in extremis" la rauda aparición volante del borrego de los vellos dorados. Y así también, aunque lejos de Grecia, hubo de ser entregado al cuchillo el joven Isaac, para mensurar la fe de su padre.
Cada día más me asiste la certeza de que la malaria Argentina necesita de un sacrificio expiatorio para poner fin a sus desventuras. Sobran los sacerdotes dispuestos a llevarlo a cabo, rebalsan los voluntarios para amontonar las maderas de nuestros bosques, tenemos excelentes vinos para las libaciones y no nos falta imaginación para improvisar algunas oraciones. Todo eso teníamos, pero nos faltaba una víctima. Una perfecta ofrenda que sea representativa de nuestros males. ¿Cómo elegir uno entre tantos candidatos? ¿Quién será de ellos el más puro hijo de puta? Menem, Alfonsín, Duhalde, Moyano, Moreau... Sacrificar uno sería una injusticia hacia el resto. Una afrenta que los dioses no admitirían. De repente, esta mañana encontré la víctima perfecta. Fue cuando lo escuché pronunciar un enérgico discurso delante de una turba de ahorristas resignados. En él viven todos los personajes de la política nacional, sus voces, sus gestos y hasta sus máscaras. Así lo ha demostrado por años desde el escenario de innumerables “bodeviles” porteños, haciendo estallar la risa de una platea, sin mayores exigencias, que mansamente acepta una de las formas más estúpidas del humor: la imitación.
Lo siento Nito (Artaza), y que los dioses te admitan en las alturas del Olimpo. Allí quizás diviertas a sus moradores, imitando la tronante voz de Zeus, los mohines algo afeminados de Apolo o el andar bamboleante de Dionisio. Y los argentinos superaremos, gracias a una víctima tan prefecta, esta hora desolada de esperanza.
(Buenos Aires, enero de 2003)
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