“Partir para reunir”. En una reunión familiar dos mujeres conversan en un ángulo de la mesa, entre la fuente del peceto y un plato con huevos duros, prolijamente seccionados. Hacerse un sandwich es un proceso que impone, en primer lugar, “partir” lo que estaba unido (los ovales huevos y el otrora monolítico peceto). El comensal deberá reunir, apelando a su imaginación, los ingredientes que compondrán su bocado. Como toda creación humana, el sandwich, se compone de un soporte, el pan, y de una variedad de opciones de dispar jerarquía. El mecanismo de elección procede en forma errática, comenzando por lo menos importante (mayonesa, mostaza), siguiendo por lo primordial (peceto, jamón, pollo) y culminando por lo intermedio (tomate, lechuga, huevo). El tamaño será proporcional al hambre de su compositor. A la hora de comerlo, entran en juego consideraciones de tipo técnico, las mismas que analizara Cortazar, aunque refiriéndose a una pizza.
“Me parte”. Las mujeres referidas conversan animadamente. La que lleva adelante la conversación es la mayor de ambas, que le cuenta algunos avatares cotidianos. Son sucesos ordinarios, pero la vida deja siempre escapar alguna dosis de dolor, aun en aquellas vidas que se pueden definir, sin temor, felices. A cada uno de estos pequeños dolores, la menor de ellas responde, con cierto automatismo, con una misma frase: “me parte”. En un primer momento esta podría tomarse como una frase de compromiso, sin embargo, si observamos con detenimiento su mirada, se intuye que no. Hay una verdadera simpatía con el dolor ajeno, por más mínimo que este sea. El decir “me parte” es su manera de mostrar que los sufrimientos ajenos no le son precisamente ajenos, sino que intenta hacerlos propios. ¿Pero qué es lo que continuamente se le parte? Sin duda el corazón, que deja de ser el músculo elástico que late incesante dentro nuestro para transformarse en un fino cristal que se rompe, ante el más mínimo zumbido que el dolor produce.
“Me rompe”. No existe una diferencia demasiado grande entre partir y romper. Sin embargo “me parte” y “me rompe” son expresiones contrapuestas. Su diferencia se origina, en primer lugar, en la localización donde la acción se produce. Si lo que se partía era el corazón, decir lo que se rompe me lo impide mi buena educación. Basta decir que se trata de algo exclusivo de la masculinidad, aunque esta expresión sea utilizada también por algunas mujeres, cuya educación no es tan eximia como la mía. Mas allá de estas consideraciones espaciales, hay algo más que diferencia en sí mismo el partir del romper. Romper supone algo más definitivo y violento, que involucra internamente el objeto, mientras que el partir supone algo más sutil, que se refiere a la forma. El partir abre la posibilidad de recomponer la forma con los pedazos y con alguna prontitud. Una cosa produce más pedazos si se rompe que si se parte.
“Partir es morir un poco” dice el dicho. Cuando alguien parte, se parte el vínculo material que los mantenía unidos a través de los sentidos y, por el dolor que eso produce, también se parte un poco el corazón. Se muere porque el hombre muere sin amor, aunque solo un poco, ya que no es condición exclusiva para el amor la presencia efectiva de lo amado. También se muere solamente un poco porque al regreso se puede recomponer lo que la partida partió. Cosa que no se cumple en el caso de la muerte. En este caso, partir es morir del todo. También al partir los marineros lo llaman zarpar, lo que no sé si guarda relación con el doloroso zarpazo que propina la partida. El partir es un zarpazo que te puede matar.
“Partido” no hace solo referencia a algo que efectivamente sufrió una partición. También partido se le llama a un enfrentamiento agonístico. Para provocar un enfrentamiento primero hay que dividir dos oponentes que son iguales. Si no se parte previamente, no hay posibilidad de partido, como ocurre con las ajedreces blancas de Yoko-Ono. En el circo romano no se hacían partidos, visto que no era necesario partir leones y cristianos, dada la diferencia esencial de ambas naturalezas. Cuando el encuentro se hace áspero, y lo que separa comienza a agigantarse, entonces el partido se convierte en partidazo. También están los partidos políticos, pero en este caso la palabra denota menos. Da la impresión que los políticos, más que partidos están unidos, para cometer sus abusos, en algunos casos partidarios.
“Partir para entender”. La partitura es la música transcripta en un papel. Pequeños signos y anotaciones parten el todo del sonido y lo disponen para ser reunidos nuevamente. El director de orquesta es el encargado de esta tarea de recomposición y su batuta funciona como un gigantesco pomo de plasticola que va encolando nuevamente los distintos pedacitos en los que la música fue partida. A veces el partir es condición del conocimiento. La compleja realidad necesita ser partida en pedazos para poder comprenderla y transmitirla.
“Repartir” es el acto de volver a partir lo ya partido. Si lo que parte ocurre muchas veces inesperadamente, el repartir es una competencia de la razón, aunque a veces se trate de repartir piñas, lo que es difícil de hacer siguiendo los exclusivos dictados de la razón. El buen repartir es el que está sujeto a la justicia. Así nos lo han ilustrado por décadas nuestros ilustres economistas, con sus límpidas metáforas reposteras. No sé por qué los resultados de esta repartija son tan desastrosos, si parece tan simple al escucharlo. Quizás reparten mal por que no “les parte”. Si tuvieran la sensibilidad de un corazón capaz de partirse un poco por el dolor ajeno, quién sabe si no serían más justos. A mí que no me gustan los dulces, me “rompe” que no “les parta”.
Al sandwich le puse mayonesa, pollo, una rodaja de tomate, una hoja de lechuga y una elipse de huevo duro. Demasiado para un pan algo estrecho. La fatídica mancha en el pantalón llegó entre el tercero y cuarto bocado.
(Buenos Aires, octubre de 2002)
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