domingo, 28 de octubre de 2007

Los números

Desde René Descartes para acá los números han adquirido un valor desproporcionado. Un estamento de verdad. Esa pasión muy francesa por lo ”claro y distinto” encontró en ellos un socio ideal y un eficaz compañero de ruta. Desde allí zarparon audaces a demostrarlo todo y mucho éxito han tenido, justo es reconocerlo. Quién se atreve hoy a refutarlos con su aspecto frío y distante, su precisión a toda prueba, de aspecto brillante y certero. Cómo enfrentarlos sin quedar ante ellos descolocado, como un sensiblero sin razones más que el llanto y la queja. Un soñador idiota, un idealista impresentable, un lírico sin compromiso, un perfecto irresponsable. Cómo responder a sus dictados severos y parcos ante los cuales nos encontramos más impotentes que David ante el gigante. En fin, siempre queda la esperanza de acertar un cascotazo. Probemos.

No es que pretenda negar la verdad que encierran, solo protesto su soberbia, su vocación de absolutismo, su tiranía. La verdad es por cierto más rica y los números alumbran solo una de sus caras, aunque su potestad pretenda, como los egipcios, que solo un perfil anima su rostro. De dónde, me pregunto entonces, viene tanta soberbia. No hay duda que es inútil culpar a las inertes cifras, sino más bien a aquellos que delegan en sus brazos la variedad de las razones, cercenando la realidad con sus esquemas. Aquellos que nos impiden pensar más allá de resultados, ingenieros de la vida, economistas de la política, expertos de la eficacia, bilardistas del espíritu.

Yo simpatizo más con el trato amigable que con los números tenían los antiguos. Allí eran la invisible arquitectura del pensamiento, y su función, la de sustentar la realidad en las bambalinas del ente, habitadas por los ascetas pitagóricos. Su posición se hallaba al inicio de las razones y no obturaban con su lógica las playas del pensar. Conservaban, además, el íntimo carácter de lo mágico y en ellos se saboreaba el lento discurrir de los planetas. En su ser se revelaba el oscuro designio de la cábala. Con la música de las proporciones, dibujaban las verdades complejas del arte y nada sabían de índices ni de las supuestas eficiencias del mercado.

Me rehúso a agachar mi cerviz ante los argumentos que se enuncian en una “pizza” coloreada que pretende expulsar la dialéctica, con su unívoca lectura de la historia. Me niego a admitir los resultados que intentan encerrar el drama del vivir en unos prismas de alturas caprichosas. Que me dibujen la torta de la infamia, la curva de la mentira, el gráfico del afano, la planilla de la soberbia, la infografía del descaro. Así quizás les crea.

Démosles a los números la pequeña porción de realidad que su triunfalismo canta con la desmesura de su omnipotencia, y solo esa. No caigamos en la trampa de la obviedad de la elocuencia matemática. No nos olvidemos de pensar sobre lo que sus rutilantes cifras nos ocultan detrás de sus velos engañosos, que parecen revelarlo todo. No rebajemos nuestra condición humana a la rastrera condición de cantidades.


(Buenos Aires, mayo de 2003)

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