A los 80 de papá
Frío:
1923. Nace bajo el signo de la balanza en un hogar de algún lugar de Buenos Aires, cuya ubicación exacta se me escapa. Esperado durante largos años, una hermana fugaz lo precede dejando una estela indeleble de dolor. Su padre debe honrar la quiebra de la empresa de familia, lo que origina el pronto traslado a la calle Riobamba. Es el hogar de su infancia con múltiples balcones a la calle, según apuntara siempre su madre. Criado en el temor de alguna enfermedad, transcurre las mañanas en Palermo, al abrigo de algún microbio artero. No concurre al colegio hasta avanzado el quinto grado, ningún cuidado es suficiente. Curioso, siente el regocijo que causa entre los suyos la caída del Peludo. Un recuerdo que permanecerá nítido y que derivará en un desapego creciente por las instituciones democráticas.
Jovencísimo, vive con intensidad los avatares de la contienda civil en la Madre Patria. Una lógica automática lo coloca del lado del Eje, en la contienda mundial que se sucede. Alrededor de los 14, su nariz toma “vuelo” y se adueña de su cara. Conoce, adolescente, a su mujer, pero no era el tiempo de ganar aún su corazón. Una juventud con amigotes y un deporte, el remo. Algunas noches de billar que se descubren con sorpresa ante nuestros ojos, años después. Novio desganado, como estudiante es distraído por la insistencia de Calíope, pero recibe un premio de poeta. Un reencuentro fortuito, y esta vez sí definitivo, con su compañera de siempre. Matrimonio e hijos en cantidad, uno de ellos partido pronto al Cielo. Convocado, asume tareas públicas que cumple con pasión y sobrada eficacia. Se inicia con el golf y concurre puntualmente a la Bombonera. Retirado de los despachos, regresa a la profesión y, aprovechando algo de tiempo que sobraba, escribe. Gran acierto, se perfila una especialización que le dará grandes réditos, no tanto económicos como de prestigio profesional. Es rector de Derecho en la UCA. Muere su padre, con el mismo impecable estilo con el que había vivido. Hace pésimos negocios cuando lo intenta, por suerte poco. Quijotescamente defiende el modelo cristiano de familia y pierde por goleada. La Iglesia, no obstante, lo reconoce y es invitado a Roma al sínodo de obispos sobre el tema, y más tarde, a formar parte de una comisión permanente. Después de un lento deterioro, muere también su madre, y poco más tarde recibe otro golpe durísimo, con la muerte de su nuera mayor. Decir que era “como” una hija es decir poco. La generación de los nietos comienza a tomar proporciones gigantescas, pero a pesar de eso recuerda con precisión todos sus cumpleaños. Asiste con puntualidad a las funciones de la temporada lírica del Colón y a la misa diaria, lo que se transforma, a veces, en casi una obsesión. Rescribe nuevamente su tratado de derecho de familia y también una acertada aproximación a la Divina Comedia. Da cursos y conferencias varias sobre temas ligados a la cultura italiana, al derecho y también a la poesía. Pierde lentamente la voz y se le diagnostica un tumor en la garganta. Supera el inconveniente con algunos rayos y recupera intacto su timbre de barítono. Padece algo de gota, digna de los más ilustres florentinos. Pierde a algunos de sus compañeros de ruta de siempre, a los que ve partir con pena, pero sin desesperación, ya que los sabe en amistad con el Señor. Últimamente se lo ve algo cansado a veces, pero no afloja. Cumple 80 años, aún con muchísimas cosas para dar a todos los que lo rodean, ávidos de aprender el secreto de una vida ejemplar. Profunda y ligera a la vez. Seria pero, al mismo tiempo, desprovista de toda gravedad. 2003.
Calor:
1962. Tengo un recuerdo de un padre no demasiado presente en mi primera infancia. Ese período coincidió con la época de mayor exposición, cuando las relaciones “exteriores” absorbían mucho de su tiempo. Lo miraba mientras se cambiaba veloz en el hall de Ocampo. Y era allí, ya que la casa no había todavía recibido la intervención de Cesarato, con su insobornable plomada. Salía vestido con frac y condecoraciones, y a mí me parecía que iba a una fiesta de disfraces. Ahora también me lo parece. Estábamos bajo la férrea disciplina de la implacable futura monja y quedábamos custodiados por la bondad insípida de Matilde Ercasi.
Sin embargo, cuando me dedicaba tiempo lo hacía con intensidad. Hay un vínculo de fantásticos trenes dibujados y también oteados en el terraplén de la vía. También un barco regalado y botado en la pileta de los “barquitos” una mañana de frío intenso. Se hundió a los pocos metros del borde y volvimos caminando a casa, guardando un silencio serio y divertido al mismo tiempo. Otra vez, ya más grande, lo acompañé una mañana a La Plata a hacer unos trámites. Un viaje inolvidable, iniciático en cierto modo, con visita guiada a la inmensa catedral de ladrillo. Fue el nacimiento de una relación construida en gran parte sobre el endeble terreno de la estética. También están las odiseas emprendidas al Sur cada verano, plagadas de preguntas insistentes respondidas con paciencia infatigable. Y las lentas caminatas nocturnas por Barrio Parque con los primeros calores de la primavera, comentando las fachadas de las casas y rezando a veces el Rosario. Con el pasaje a Santa Fe recuperamos un trato diurno en aquellos almuerzos multitudinarios. La adolescencia no fue el clásico período de los encontronazos, aunque mi gusto por ciertas tendencias musicales contemporáneas y mi aspecto desaliñado pueden haber despertado alguna inquietud detrás de su bigote. Sin embargo, primó una sabia tolerancia y una decidida vocación de apoyarse en las coincidencias. La lírica italiana fue pieza clave en este desarrollo y el conocimiento de los libretos fue, y es, una arena de despiadados combates de la memoria. También algunos goles gritados abrazados a algún general retirado en el palco 17. Tuve mi oportunidad de conocer de su mano, intelectual, las bellezas del viejo continente y de apreciar la emoción que le provocaba el brillo dorado de algunos primitivos. Allí partí después de casarme y allí nos visitó en repetidas oportunidades. A la hora de emprender el regreso, nos alentó a hacerlo, a pesar de que era una movida arriesgada. Con la clara intención de ayudarme, ante un prematuro traspié laboral, intervino en una aventura inmobiliaria que tuvo un resultado entre malo y pésimo. Jamás lo escuché lamentarse, ni siquiera mencionar el tema. Creo que rápidamente lo puso en la lista de sus escasas cualidades financieras y se rió una vez más de ellas. Sé que, como en la lejana adolescencia, nuestra relación mantiene disidencias, que superan el campo de los gustos, pero no es, ni creo será, problema. Seguramente mis intromisiones en el campo de la filosofía lo crispan ligeramente y mis opiniones políticas las considera nefastas, pero aun así, discutimos a los gritos, pero sin pensar en ofensas. Del Opus no se habla. No tengo el recuerdo de haber recibido consejos de su parte, basta solo observarlo atentamente. No soy afecto a las nostalgias fáciles, y mantengo férreo el credo que reza que el porvenir es siempre mejor, aun a los 80. Pero eso no me impide repasar con gratitud una vida a la que debo tanto y de la que espero todavía recibir mucho. 2003.
(Buenos Aires, 24 de septiembre de 2003)
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