“Gia. Mi dicon venal...”
(Scarpia, Acto II)
0. INTRODUCCIÓN
Una de las características más sobresalientes en el género policial es la precisión. El relato de esta especie tiene una fácil similitud con el rompecabezas, o con la maquinaria, en donde es esencial que cada pieza encaje en forma perfecta, para que la historia funcione adecuadamente. Esta es la condición que más me ha llamado la atención en la trama de Tosca, cuya representación he presenciado en muchas oportunidades y cuyo libreto goza de mi predilección, por ser uno de los primeros que aprendí, casi de memoria, siendo adolescente.
La historia se basa en la obra teatral del autor francés Victorien Sardou escrita hacia finales del siglo XIX. Realizada, como en otras ocasiones, a la medida de la encumbradísima actriz Sara Bernhardt, se estrenó en París en 1887 y tuvo un éxito inmediato. Rápidamente se advirtió que el drama era apto para ser musicalizado, así que comenzaron las gestiones para obtener los derechos, que interesaron incluso al consagrado Giuseppe Verdi. El editor Ricordi, convenció a Sardou –a quien no agradaba la música de Puccini– para que cediera el libro al compositor toscano, quien, junto a sus fieles e inspirados colaboradores de otras ocasiones, Luigi Illica y Giuseppe Giacosa, puso enseguida manos a la obra.
Uno de los aspectos dignos de ser destacados en el trabajo común del músico y los libretistas es la pericia demostrada en la adaptación del texto teatral al formato de ópera. Para ello fue necesario “disecar” el original hasta reducirlo a una unidad sintética que se adecuara al tiempo necesario para desplegar la música introduciendo las distintas arias necesarias al desarrollo lírico.
Lo asombroso es el resultado de esta compleja tarea, gracias a la cual nada de la sustancia original de la pieza teatral quedó en el camino, sino que aparece aligerada de un ropaje que en muchos casos resulta excesivo en el original. Si al principio, comparábamos el género policial con una maquinaria precisa, continuando con el paralelo, se podría decir que la obra de Sardou es como un complejo y artificioso reloj de pared, y la homónima de Puccini es un pequeño reloj de bolsillo, en donde cada pequeño mecanismo cumple una función indeclinable.
Para la reducción de volumen que la versión operística exige, tanto en el número de personajes (de 23 a 9) como en la cantidad de actos (de 5 a 3), se toman algunas medidas tendientes a precisar el tiempo y el espacio, de manera tal que la acción queda encuadrada dentro de límites rigurosos. Toda la acción se desarrolla un mediodía y el amanecer del día siguiente, en un área pequeña de la ciudad de Roma.
Recuerdo haber leído que cuando Umberto Eco escribió su famoso “Nombre de la rosa”, en cierto sentido una novela policial, hizo dibujar un plano de la imaginaria abadía donde suceden los hechos, a fin de establecer parámetros ciertos, de tiempo y distancia, que le permitieran desenvolver el relato con precisión. De manera similar, la Tosca de Puccini toma en cuenta las referencias espacio-temporales para controlar las acciones de manera que nada quede librado al azar.
Pero no solo con precisiones se construye un relato policial. Hacen falta personajes y un delito alrededor del cual los mismos giren y se desenvuelvan. Como quieren las normas de este género, aquí tenemos un delito atribuido a un fugitivo de la justicia (Angelotti), un implacable policía de maldad cristalina que lo acecha sin pausa (Scarpia), dos artistas encubridores y enamorados (la cantante Tosca y el pintor Cavaradossi) y una serie de personajes menores que colorean el relato. Además, es necesario que se derrame algo de sangre y aquí la hay en abundancia, pues las cuatro figuras principales mueren durante el transcurso de la obra, lo que determinó que se aplicara a Sardou el mote de “Calígula del teatro”.
También son necesarios los detalles a la hora de delinear con justeza la historia y ellos no han sido descuidados, sino que aparecen en abundancia. Puccini viajó a Roma durante la preparación del trabajo para escuchar los sonidos de las campanas de sus innumerables iglesias al amanecer, a fin de transcribirlos con fidelidad a la partitura. En el mismo viaje se asesoró además en temas de liturgia, imprescindibles a la hora de componer la escena del Te Deum con que concluye el primer acto y asimismo consultó con un especialista el texto elegido para la canción del pastorcito con que comienza el último acto. Por supuesto que, además, conocía bien el drama de Sardou, a cuya representación concurrió en Florencia, en octubre de 1895, ocasión en la que la propia Sara Bernhardt, musa inspiradora de la obra, caracterizó a la heroína.
Por último, queda por señalar el contexto histórico donde suceden los hechos. Sobrecargada de referencias la versión de Sardou, la ópera selecciona con maestría solo lo indispensable, poniendo en resalto el equívoco producido por las noticias sobre la batalla de Marengo, cuyo resultado es una referencia fundamental dentro de la trama. Este particular, desatendido en el original, demuestra la agudeza de los tres artífices de la versión musical, que en alguna medida han contribuido a sumir a la obra teatral en un olvido que borró el inicial y clamoroso suceso de que gozara.
La ópera se estrenó el 14 de enero de 1900, a cien años exactos de los hechos que su trama relata, en el teatro Costanzi de Roma, con un éxito estrepitoso de parte del público, acompañado por un entusiasmo bastante menor por parte de la crítica. Este juicio reticente fue compartido, en otra ocasión, por un músico de la talla de Gustav Mahler, que en una carta a su mujer califica duramente la ópera de Puccini y asevera haberse retirado del teatro, fastidiado, antes del fusilamiento de Cavaradossi. Sin duda, el brillante compositor nacido en Bohemia no llegó a penetrar la sutileza de esta historia, que transforma el melodrama francés en un seco y magnífico policial, con personajes sólidamente construidos, cuyos ingredientes han sido esbozados hasta aquí.
Persuadido de que el hambre no se mitiga, con solo enumerar los componentes de una receta culinaria, es hora de prepararse al deleite que promete este manjar, preparado por tres de los más grandes “chefs” que la ópera haya conocido: Puccini, Giacosa e Illica. Consciente de que si no logro este objetivo seré el único responsable, me animo a recorrer con algún detenimiento las peripecias de esta historia, con el fin de iluminar, aunque sea levemente, los versos que inspiraron al maestro de Lucca.
1. PRIMER ACTO
La acción comienza sin prolegómenos, con el ingreso de un desaliñado personaje que aparece en la escena generalmente a la carrera. El lugar, salvando la creatividad del regiusseur, debería remitir al interior de una iglesia barroca. Casi sin aliento, el apenas ingresado pronuncia las primeras palabras de la noche, que curiosamente se refieren a algo que termina (Ah! Finalmente!). La iglesia en cuestión es la de Sant'Andrea della Valle y aquí se opera la primera de las transformaciones del original teatral, siempre en procura de acortar el tiempo y abreviar el espacio.
En la obra de Sardou, la iglesia elegida es otra Sant'Andrea, la erigida por el gran Gian Lorenzo Bernini en la colina del Quirinale. Esa pequeña iglesia oval, una de las más bellas del barroco romano, no parece ofrecer, por sus dimensiones, la posibilidad de un escondite y además se encuentra demasiado lejos del Castel Sant'Angelo, lugar desde donde comenzara su carrera el fugitivo apenas ingresado en escena. Su aspecto indica que ha escapado después de un largo período de cautiverio y como aún tiembla de miedo, se deduce que ha logrado huir asumiendo un gran riesgo. Sardou precisa que la acción de la fuga se logra aprovechando los trabajos de mantenimiento realizados en la prisión vaticana, dañada en la última invasión de los franceses, pero el detalle carece de importancia.
A través de las palabras pronunciadas por el fugitivo –cuyo nombre es Angelotti– comprendemos que su entrada allí no es casual y que obedece a un plan dictado por un cómplice que le ha dejado instrucciones precisas y que no es otro que su hermana (mi scrisse mia sorella...). Estas instrucciones, que tienden evidentemente a completar su fuga, son repasadas en voz alta y reconstruyen en su mente la descripción detallada que le hicieran del lugar (Ecco la chiave!... ed ecco la Cappella!). Finalmente, entra en una capilla lateral y desaparece de la escena, dejando un halo de misterio propicio al tono que se le quiere imprimir a la historia, ya que nada se nos informa sobre su persona.
De este clima tenso, que irrumpe sin ningún tipo de preparación, se pasa a uno diametralmente opuesto, que es el que ofrece la llegada despreocupada del sacristán. Este se dedica a tareas de limpieza, a las que imprime un aire cansado pero alegre al mismo tiempo (E sempre lava!...). En una de las capillas se ve el andamiaje destinado al trabajo de un pintor, cuya ausencia sorprende el sacristán que creía encontrarlo allí, evidentemente confundido por el rumor de los pasos del fugitivo (Nessuno! ... Avrei giurato). Al mismo tiempo verifica que la canasta con comida, que él mismo había preparado anteriormente para el artista, está intacta, con lo cual confirma que no ha llegado aún. Todos estos datos, que parecen casuales, tendrán luego incidencia como indicios valiosos cuando el relato tome un pliegue más decidido, hacia lo policial.
El sacristán es sorprendido por el sonido de las campanas que invitan al rezo del Ángelus, lo cual píamente realiza de rodillas y enteramente en latín, según la usanza de la época. Este es un dato interesante, pues señala claramente el tiempo de los sucesos, ya que –como es sabido– dicha oración a la Santísima Virgen se reza a las doce en punto del mediodía. El reloj de la obra comienza a correr desde un punto preciso y bien determinado.
Mientras dura el rezo de la breve oración mariana, aparece el pintor, cuya presencia fue anunciada ya por diversos signos. El recién llegado irrumpe con dos palabras, dirigidas al orante sacristán, que son toda una presentación (Che fai?). El hecho de que alguien en aquella época no reconociera el Ángelus es signo inequívoco de absoluta falta de familiaridad con las prácticas religiosas, lo que en la convulsionada Roma de aquellos años significaba mucho más que una simple ignorancia. La fe no era solo una cuestión de conciencia, algo ligado a los íntimos repliegues del espíritu. En el período en el que nos encontramos, la opción religiosa comportaba automáticamente una opción política. Ser católico o no, inscribía a las personas en uno de los bandos que se contendían el poder. Poder que era, además, sumamente volátil y cuyo ejercicio sufría repetidos cambios de mano, con la consabida secuela de venganzas, sangrientas en la mayoría de los casos.
Indiferente al rezo del Ángelus, el artista se dispone a trabajar, descubriendo la tela, en la que aparece retratada una bella mujer rubia, en actitud insinuante. El sacristán, que padece una curiosidad malsana, fuente suculenta a la hora de los chismes, la reconoce enseguida con escándalo. Ella es una devota dama, aparecida días atrás, que rezaba en una capilla lateral, la misma donde previamente entrara el fugitivo, con un fervor digno de nota. La dama en cuestión fue tomada como modelo por el pintor, sin su consentimiento, admirado por su belleza, cosa severamente reprobada por el sacristán (Fuori, Satana, fuori!).
Sin ser demasiado suspicaz ya se intuye alguna relación entre la misteriosa mujer y Angelotti, aunque solo sea por el hecho de coincidir en la capilla. Esta sospecha se confirma si pensamos que las capillas en aquella época pertenecían a las familias que las construían y sostenían. Si el fugitivo había seguido, según él mismo lo expresara, las indicaciones de su hermana, es fácil deducir que debía ser ella la mujer representada en la tela. Pero no es mi intención apresurarme a esclarecer los hechos, pues es fundamental percibir la sapiencia con lo cual se va dosificando la información, para lograr involucrar al espectador en la trama, lo que constituye una de las metas primordiales del género.
Terminado el breve diálogo, el pintor Mario Cavaradossi, cuyo nombre fue pronunciado anteriormente por el mismo sacristán, comienza su trabajo pero en un momento se detiene y saca de entre sus pertenencias un pequeño medallón. De la comparación de la mujer en la tela y de la que suponemos observa en la miniatura surge la muy conocida aria “Recondita armonia”, que cualquier iniciado en el mundo de la lírica podría silbar sin dificultad.
El contenido, más allá de su belleza musical, está lejos de ser un tratado de estética, pues sostiene, en definitiva, que el arte condensa bellezas de distinta especie, como la de una mujer rubia y una morocha, lo cual es un concepto bastante vulgar. Supongo que si el arte de Cavaradossi es equivalente a su formación teórica, sus pinturas deben haber sido de un nivel bastante mediocre, pero no es siempre así, visto que el valor de un artista no se sostiene por sus conocimientos en abstracto sobre el arte.
En definitiva, algo de información se cuela a través de las palabras de “Recondita armonia”, primera aria entonada por el tenor. Por ella sabemos que el pintor tiene una amante, de la que por ahora se nos comunica el nombre (Floria Tosca), fogosa a la hora del amor (l'ardente amante mia...) y que tiene cabello y ojos oscuros (Tosca ha l'occhio nero!). Mario agrega también otro dato interesante y es que él la ama con un sentimiento de exclusividad ejemplar, algo importante ya que su amada es una celosa incorregible. Como ocurre siempre, las personas que padecen este vicio descargan sus sospechas sobre personas de fidelidad intachable y esta no parece ser la excepción. Los celos son constitutivamente infundados, por la sencilla razón de que, cuando existen motivos reales para ellos, el celoso es titulado de otra forma, que el buen gusto me impide revelar.
Contemporáneamente a que Mario despliega sus rústicos conceptos sobre estética, el sacristán recita a media voz, como si fuera una letanía, reprobaciones a los dichos del pintor (Scherza coi fanti e lascia stare i santi!). Este es un personaje compuesto con cuidado, sumiso y devoto a la religión y a la autoridad, cualquiera sea quien la encarne. Por ello expresa su desacuerdo con el pensamiento del pintor, pero en voz baja, de manera de no ser oído por él. A este, lo sirve con diligencia ejemplar, lo que muestra que en aquellos años un artista, sobre todo en Italia, era alguien investido de prestigio, independientemente de sus ideas.
En su queja nos adelanta las simpatías políticas del pintor, contrarias al partido de la iglesia (Ma con quei cani di volterriani). Pero lo que más enardece al sacristán es su comportamiento desfachatado, sobre todo en lo que se refiere a las mujeres (Queste diverse gonne). En su mentalidad santurrona, el sexo opuesto es el vehículo del más temible y devastador de los pecados: el de la carne. Antes de retirarse, con fina ironía el sacristán vuelve sobre el tema del cesto de comida que continúa indiferente (Fa penitenza?). La pregunta vela la secreta esperanza de acceder a los codiciados manjares, mostrando así que la debilidad del buen hombre es más la gula que la lujuria, pecados por otro lado bastante próximos. La seca respuesta de Cavaradossi (Fame non ho) le abre las esperanzas gastronómicas al sacristán, quien, contento con esta perspectiva, se retira no sin antes recordarle al pintor que cierre con llave al retirarse. Todos estos detalles tienen su sentido en la historia, donde nada es casual.
Una vez que se retira el sacristán, el pintor retoma su trabajo, pero nuevamente es interrumpido por extraños rumores. Estos lo sorprenden sobremanera, ya que creía haber quedado completamente solo (Gente là dentro!!). El hecho no sorprende, sin embargo, al público, que sabe que el causante del ruido no puede ser otro que Angelotti. Este, que también creía el templo solitario, en un primer momento teme haber sido descubierto, pero enseguida reconoce a Cavaradossi y en él a un aliado (Vi manda Iddio!). Mario tarda unos segundos en reconocerlo, pero finalmente consigue distinguir en aquel hombre, con el semblante destruido por los largos meses de prisión, al ex funcionario republicano (Angelotti! Il Console della spenta repubblica romana!). Otra pequeña cirugía hábilmente aplicada al original, que consiste en presentar como viejos conocidos a ambos personajes, lo que ahorra largas presentaciones, que poco agregarían a la sustancia del relato. Así, el origen de Cavaradossi, hijo de un romano y de una francesa, su infancia y juventud pasada en Francia donde estudió con David y sus simpatías revolucionarias, alentadas por su maestro, quien fuera miembro de la Convención, son datos razonablemente omitidos.
Precavidamente, el pintor corre a cerrar la puerta de ingreso, que había quedado abierta, según oportunamente se nos hizo saber por boca del sacristán. El aspecto de Angelotti permite deducir que corre sumo peligro y así él mismo se lo confirma enseguida (Fuggii pur ora da Castel Sant'Angelo!). El diálogo entre ambos no logra internarse en mayores explicaciones, interrumpido por una voz de mujer que llama a Mario a través de la puerta, oportunamente cerrada hace instantes.
La interrupción de Tosca, pues ella es quien llama, nos puede servir para detenernos momentáneamente e intentar trazar un cuadro histórico que permita encuadrar mejor a los personajes. La acción transcurre al iniciarse en Italia la segunda invasión de Napoleón a la península, en junio del 1800. En la primera, ocurrida cuatro años antes, el conductor de la campaña era un oscuro general en busca de gloria, la cual, como es notorio, consiguió con creces. Ahora quien desemboca por segunda vez desde los Alpes es, desde el 18 Brumario, dueño de Francia y comanda una experimentada tropa. Entre ambas invasiones ocurrieron una serie de sucesos complejos con innumerables cambios de frente y traiciones manifiestas, entre los cuales los sucesos de la Tosca son un apéndice.
En primer lugar, es necesario aclarar la situación de Roma en el tablero de Italia. La ciudad, junto a los territorios pontificios, era comandada por el ya anciano Papa Pío VI (Braschi) y fue ocupada en febrero de 1898 por los franceses al mando de Berthier, después de que Napoleón había abandonado la península en busca de mayores glorias en los ardores del Egipto. Para socorrer a la Ciudad Eterna, llegaron los napolitanos, empujados más que por su rey Fernando IV de Borbón, por su esposa Maria Carolina de Austria, que odiaba en modo especial a los franceses, con motivos sobrados, pues era entre otras cosas, hermana de la guillotinada Maria Antonieta.
El rescate de los napolitanos duró poco, visto que sufrieron el contraataque furibundo de los franceses, esta vez al mando de uno de sus mejores generales, Championnet quien ocupando la propia ciudad de Nápoles, fundó la República Partenopea, también ella destinada a una duración más que breve. Con la ayuda esta vez de los ingleses, el rey de Nápoles, que había abandonado la ciudad para refugiarse en Palermo, puso fin a la aventura republicana e hizo pagar cara la desobediencia de sus súbditos, ahogando sus sueños revolucionarios en un baño de sangre.
En esta complicada trama inserta Sardou el personaje de Angelotti, noble napolitano que, perseguido por sus ideas republicanas, es expulsado de la ciudad por poseer en su biblioteca dos volúmenes de Voltaire. Regresa a Nápoles de la mano de Championnet, pero luego de su fracaso es apresado en Roma.
Para dificultar aún más las cosas, el mismo Angelotti declara que más que sus gustos literarios, lo que lo ha perdido es haber sido amante de uno de los personajes más influyentes de la corte napolitana: Lady Hamilton. Como si no hubiera trazos suficientes para delinear su personaje, Sardou lo envuelve en esta improbable aventura, con esta ex-actriz de dudosa reputación, mujer del embajador inglés, íntima de la reina Maria Carolina y amante del almirante Nelson, máxima figura militar británica a quien Napoleón jamás pudo vencer.
Lady Hamilton en realidad fue el vehículo del odio de la reina y una de las responsables de la masacre sufrida por los partenopeos ofuscados por una utopía destinada al más seguro de los fracasos. Cuesta creer que una mujer de estas características, dueña de un poder semejante, se entretuviera en pequeñas venganzas de alcoba, con amantes de segundo orden como Angelotti. Toda esta derivación del relato, que en la obra teatral requiere larguísimos parlamentos, es arrancada de cuajo del libreto de la ópera, que en un solo movimiento elimina esta “conexión napolitana”, haciendo a Angelotti cónsul de la república romana.
Siempre preocupados por achicar el espacio de los sucesos, los autores se sirven de la situación similar en la que se encontraba Roma, transformando el original con un magistral golpe de tijeras. También la Ciudad Eterna, tuvo su primavera republicana, con un gobierno, que protegido por los franceses, era encarnado por siete cónsules, personas más o menos notables entre los locales. Bastaba entonces con darle ciudadanía romana a Angelotti y hacerlo miembro del gobierno: la trama funciona igual, es mucho más simple y deja tiempo para que Puccini se explaye con su música.
En rigor de verdad, es necesario aclarar que la república romana fue un experimento pésimo, que cayó presa de la incapacidad de sus gobernantes, cuya principal acción de gobierno fue la de darse el majestuoso título de Cónsules y mandarse hacer pomposos uniformes a costa del magro erario público. A pesar de ello, Cavaradossi se lamenta que se haya apagado la república romana, pero cegado por su pasión política, no puede reconocer que la causa de este fracaso no es otra que la inoperancia de los "Angelottis".
Habíamos abandonado a Tosca cuando golpeaba con insistencia a la puerta de la iglesia. Es curioso el modo como Mario define a su amante frente a Angelotti, haciendo hincapié en los celos, defecto que, como habíamos señalado anteriormente, se da en ella con características agudas (È una donna... gelosa). La intención de Cavaradossi no es sin embargo la de criticarla, sino más bien la de proteger al fugitivo (Celatevi!). Sabe que poseída por esta obsesión se vuelve imposible de controlar y es capaz de en un rapto echar a perder la más fina de las intrigas. Tosca dará muestras de que todos los recaudos tomados por el buen Mario son pocos.
Todo celoso necesita de un mínimo pretexto para que crezca en su interior la sospecha y este se le presenta en la puerta cerrada de la iglesia, hecho que el libreto se había encargado de puntualizar. Mario, antes de abrirle, conversa todavía un poco con Angelotti, al que cede la canasta de provisiones preparada por el sacristán, ya que este último confiesa estar a punto de desmayarse del hambre (Sono stremo di forze).
Imaginemos el estado de Tosca, que suma a la sospecha que le suscita la puerta cerrada con llave la demora de Mario en acudir a abrirle y el sonido de cuchicheos que alcanza a percibir. La impaciencia la gana y cinco veces lo llama, con tono cada vez más ansioso. Incluso estos rumores de voces, los confunde con el sonido que vestidos de mujer hacen al arrastrase por el pavimento, según era la moda del tiempo (un fruscio di vesti...). Cuando el amante finalmente llega a la puerta, la sospecha es ya certeza y no hay ni siquiera tiempo para el saludo. Enseguida se sucede la batería de preguntas (Perché chiuso?/ A chi parlavi?/ Ov'è?), de las cuales ni siquiera escucha las respuestas, buscando con la mirada a la amante que está segura de encontrar en algún rincón de la iglesia.
Mario, como buen inocente, es malo a la hora de las mentiras, sus respuestas en realidad son bastante poco convincentes y Floria se afirma en sus certezas pero, ante la falta de evidencias, cede. Cuando intenta sellar una tregua con un beso, Tosca lo aparta dulcemente, recordándole que se encuentran en una iglesia (Oh! Innanzi alla Madonna...) y que en realidad ella ha venido a llevarle flores a la imagen de María. Su actitud muestra una segunda faceta de su carácter, además de ser celosa, Tosca es también una mujer pía. Evidentemente la relación que la une a Mario no se puede considerar como ejemplo de moral cristiana, aunque esto no parece traerle demasiados problemas de conciencia. Su fe, que es sincera, se mantiene en un nivel sentimental, que no sugiere cuestionamientos, ni genera demasiados remordimientos. Esta fe se encuentra en el otro extremo de la rígida y cumplidora, cuyo modelo es encarnado por el sacristán. Ambas son expresiones bastante superficiales, pero se diferencian en que una peca por defecto de principios y la otra por exceso de escrúpulos. Como ya el personaje va revelando su verdadera índole, no es descabellado pensar que la devota ofrenda floral sea también un pretexto para controlar los movimientos de su amante.
Floria, ya más tranquila, comienza a exponer los planes para esa noche. Después de cantar, pues esta es su profesión, diseña una velada perfecta, entregados a su mutua pasión en la apartada “villa” de Cavaradossi (soli, soletti...). El entusiasmo de Mario no es el mismo de su amante, en ese momento otras preocupaciones ocupan su mente. Esta actitud es enseguida advertida por Tosca, ávida de motivos que den sustento a sus sospechas (Non sei contento?). Decidida a seducir definitivamente al pintor, Tosca inicia con decisión su primera aria (Non la sospiri la nostra casetta), en donde poéticamente canta las maravillas del refugio suburbano que los espera para esconder sus ardientes amores. Mario se deja arrastrar un momento por las prometedoras perspectivas dibujadas por Floria, pero enseguida vuelve en sí, y pretende recobrar la libertad utilizando la excusa del trabajo atrasado (Or lasciami al lavoro).
Su amante se resiste y juega la parte de la ofendida (Mi discacci?), pero ante la firmeza de Mario (Urge l'opra, lo sai!) está a punto de ceder. Parece que el pintor se saldrá con la suya y quedará en libertad, pero Tosca tiene aún reservada una última escena de celos. La misma nace en el momento que descubre la pintura, dominada por la rubia mujer, retratada furtivamente. De nada sirven las evasivas del artista, que se escuda en que el matiz procaz que ostenta la mujer pintada se debe a que se trata de la Magdalena, probablemente retratada antes de su conversión. El interés de Tosca naturalmente no está en el personaje evangélico, sino en la modelo de carne y hueso que inspiró al autor. Después de unos instantes de duda y de lamentos, en los cuales Cavaradossi intenta quitarle importancia al tema, se hace la luz en la mente de Tosca, que triunfante pronuncia el nombre de la retratada (E l'Attavanti!).
A partir de este reconocimiento, comienza nuevamente la escena ya repetida, aunque ahora con mayor brío, porque el recuerdo de la puerta cerrada, los murmullos y los pasos, parecen esta vez confirmar las sospechas. Tosca arremete, primero con una ráfaga de preguntas, que ya dan el hecho de la traición por consumado (La vedi? T'ama? Tu l'ami?). El paciente Mario empieza a hilvanar excusas, pero Floria, que parece no escucharlas, obliga al imputado a jurar su inocencia, hecho que como buena creyente la tranquiliza, al menos por ahora.
Entre amenazas a la Maddalena y protestas contra su amante, trabajosamente Mario va conduciendo a Tosca hacia la salida. Antes de lograr su cometido deberá repetidamente decirle que la ama (sempre “t'amo!” ti dirò!) , prometer que ninguna mujer vendrá en toda la tarde (Lo giuro, amore!...Va!) y asegurarle que prefiere sus ojos negros a los celestes de la supuesta rival (Quale occhio al mondo può star di paro). No obstante todos los recaudos, Tosca se resistirá a partir, ya que advierte la premura de Mario por liberarse de ella (Quanto m'affretti!). Ante la queja de este último, que con pavor ve recomenzar una nueva escena, y con un último fogoso beso, finalmente Floria se retira. Antes, de todos modos, hace una última recomendación, que es todo un desafío para el pintor, hacerle los ojos negros a la Maddalena, de manera que su victoria sobre su supuesta rival quede plasmada de forma patente en la tela. La diversidad de estas miradas, la celeste de la Maddalena-Attavanti y la negra de Tosca, que según el pintor el arte misteriosamente fundía, no parecen poder convivir en la vida real, en donde es necesario optar, mal que le pese al artista.
Tosca en su despedida, deja también algunos indicios interesantes sobre su personalidad, como la conciencia que tiene sobre su defecto y el pesar que este le provoca (...ti tormento senza posa). Por otro lado, pareciera que a Mario no le disgustase del todo la situación, quizás porque detrás de los celos intuye el ardor con el cual es amado y esto evidentemente lo halaga (Mia Tosca idolatrata). De esta manera, lo que sería insoportable para cualquiera se transforma para él en un combustible propicio para alimentar la ardiente relación. Si se piensa además que ambos pertenecen al mundo artístico, donde un poco de exceso siempre es bienvenido, la química de la pareja parece bien calibrada.
Es posible pensar que si no tuviera que pensar en Angelotti, que permanece oculto en su capilla, Mario se hubiera detenido algún tiempo más con su amante, avivando el perverso fuego de los celos. De todas formas, el ex-prisionero aprovechó bien el tiempo devorando el contenido de la cesta, provista por su providencial aliado. Ambos se reúnen y Mario explica sus temores con respecto a Tosca (È buona la mia Tosca, ma credente), cuyas prácticas religiosas parecen comprender el sacramento de la penitencia. Mario, quien dice que ella nada calla a su confesor, no duda que este, teniendo la información provista por el penitente, correrá a delatar a Angellotti y a él, su encubridor.
Estos recaudos, seguramente excesivos, acaso no lo fueran tanto en la mente de Mario. La Iglesia se hallaba involucrada en la contienda política con un afán que se confundía con su misión espiritual. Por otro lado, hay que señalar la mala fe de Cavaradossi, dispuesto a endilgarle a la Iglesia las peores intenciones y los más infames métodos. Sin embargo, peca de inocencia al suponer que su amante sería tan prolija a la hora del recuento de sus pecados, que seguramente comprenderían algunas omisiones. En fin, los subterfugios de la conciencia de Tosca parecen haber encontrado una síntesis adecuada para mantener reunida la prácticas cristianas con sus pasiones ardientes no del todo santas y también es verdad que el siglo XIX ofrecía consagrados modelos de doble moral.
Lo cierto es que tras las aclaraciones mencionadas, Mario y Angelotti se abocan a delinear los planes para completar la huida. Como se había observado anteriormente, este entra a la iglesia con un fin definido con precisión por su hermana, la marquesa Attavanti, representada como Maddalena en la tela. La idea no era permanecer escondido mucho tiempo en la capilla de familia, elección que no hubiese sido muy sagaz, sino utilizarla como una parada intermedia para disfrazarse con ropas de mujer (Vesti, velo, ventaglio...) allí dejadas por la solícita hermana y luego, así camuflado, emprender la huida. El destino de esta última aparece incierto tanto en la versión operística como en la teatral, por lo que no sabemos qué hubiera sido de Angelotti en caso de no haber encontrado a Cavaradossi, aunque es difícil imaginar un final peor que el que realmente encontró.
La explicación de Angelotti aclara a Mario la encendida devoción de su furtiva modelo. Él confiesa que había pensado en algún desencanto amoroso y parece alegrarse de que haya sido su hermano el causante de tanto recogimiento (Era amor di sorella!). Este alivio mal reprimido en realidad no hace sino justificar un poco los celos de Tosca. Parece claro que la atenta observación de la marquesa no ha respondido solo a razones meramente profesionales. Y si bien es cierto que Tosca no podía saber tal cosa, es necesario reconocer que la intuición femenina, sobre todo en este campo, suele ser de una perspicacia muy fina.
El plan pergeñado por Angelotti y su hermana, que al parecer no tenía un destino preciso, estaba pensado para ser ejecutado con la complicidad de la noche. Sin embargo, Mario aconseja apurar las cosas e intentar la huida a través de ciertos parajes, más o menos desiertos, hasta llegar a su “villa”, que según nos informa puntualmente Sardou, estaba próxima a las termas de Caracalla.
Para el caso de que las cosas se complicaran, Mario ofrece a Angelotti un escondite seguro dentro de la misma propiedad (...correte al pozzo del giardin). La decisión de Puccini y sus colaboradores de acercar la acción desde el Quirinale hasta Sant'Andrea della Valle tiene algunas ventajas ya señaladas, pero crea ciertos problemas a la hora de escapar. No parece, en efecto, probable que en las proximidades de esta última iglesia se encontraran tantas huertas y caminos desolados como los que describe el pintor, cosa que sí ocurriría en la iglesia elegida por Sardou, ubicada más alejada. De todas maneras, los fugitivos agradecerán a Puccini el haberles ahorrado un buen tramo de caminata.
El cambio de iglesia es, por el contrario, muy acertado, en cuanto permite oír el cañonazo disparado desde Castel Sant'Angelo para denunciar la fuga del prisionero. La abrupta interrupción del diálogo, producida a raíz del estampido, precipita la decisión en favor de emprender el camino enseguida, cosa que no hubiera sido necesario hacer con tanta rapidez desde el Quirinale.
Antes de que se escuchara el seco disparo del cañón, Angelotti, casi sin darse cuenta, desliza en la conversación el nombre de Scarpia, verdadero motor de esta historia, que como suele ocurrir en el género policial, necesita, además de perseguidos, un perseguidor. Como ocurriera con los demás personajes, Scarpia tiene también una breve presentación antes de aparecer en escena, en este caso a cargo de Mario que traza una pintura, de las más lúgubres que jamás hayan salido de su paleta. El antagonismo entre ambos se presenta de este modo y pareciera que es la aversión hacia Scarpia lo que induce a Mario a comprometerse en esta aventura, hasta el final (La vita mi costasse, vi salverò!). Es importante advertir que la fama sombría de este personaje hace que, ante la sola mención de su nombre, cambie la atmósfera de todo el relato, desplazándose hacia un territorio decididamente dramático.
La escena queda desierta una vez que se produce la huida precipitada de ambos personajes. El clima tenso que flota en el ambiente es interrumpido por una nueva aparición jubilosa del sacristán. Como al comienzo de la acción, este cree que va a encontrar al pintor dedicado a su trabajo, pero una vez más no ocurrirá así. La alegría del sacristán tiene un motivo bien concreto, se trata de la noticia de la derrota de Napoleón en Marengo dada por cierta en aquella hora y su felicidad se acrecienta ante la posibilidad de celebrar el triunfo con un simpatizante del bando perdedor (Chi contrista un miscredente si guadagna un'indulgenza!). Es preciso recordar que la batalla, a pesar de haberse combatido en terreno italiano, era entre franceses y austríacos, y los naturales del lugar se inclinaban por una o otra facción, por motivos ideológicos o políticos, sin estar directamente involucrados en el conflicto.
En un clima de algarabía, entre monaguillos e integrantes del coro, el sacristán esboza el programa de festejos laicos (veglia di gala a Palazzo Farnese) y religiosos (E nelle chiese inni al Signore!). El primer evento provoca admiración, pues contará con la presencia de Floria Tosca quien, a juzgar por la reacción del auditorio, aparece como una verdadera estrella del espectáculo. En cuanto a la vertiente religiosa de los festejos, es también recibida con alegría, aunque en esto, es necesario reconocer, influyen razones puramente materiales (Doppio soldo... Te Deum... Gloria!).
La atmósfera festiva es interrumpida en forma abrupta por la aparición de la policía encabezada por su mismísimo jefe Scarpia y algunos de sus colaboradores. El temor que esta figura inspira, aun en las personas más insospechables como suelen ser sacristanes y monaguillos, es notable, sobre todo si se tiene en cuenta que pertenecen al mismo bando. Su aparición es totalmente inesperada, y toma en medio de las demostraciones de júbilo al desprevenido sacristán y su pequeña corte. Sus primeras palabras son una severa advertencia (Un tal baccano in chiesa! Bel rispetto!), que colocan a su interlocutor, desde el primer instante, en un plano de absoluta inferioridad. Desde el inicio se establece una relación basada en la autoridad bien visible de uno, rostro inequívoco del poder que inviste el personaje, y la subordinación incondicional y temerosa del otro.
Sobre Scarpia, el pródigo Sardou nos da algunas noticias más. En primer lugar nos dice que es siciliano, es decir súbdito de la corona de Nápoles y muy celoso de mostrar lealtad a su Rey. En realidad, más que con el soberano, su interés estaba del lado de la Reina, y más aún de su íntima confidente Lady Hamilton, ambas involucradas en esta historia por diferentes motivos. La posición de Scarpia en el esquema de poder diseñado por los napolitanos era clave, ya que el Rey, siempre dispuesto a posiciones más conciliadoras, había colocado como gobernador de la ciudad al tolerante Príncipe de Aragón, Diego Naselli, que se alojaba en el Palazzo Farnese, donde conducía una vida mundana. Así como en la corte partenopea el poder estaba del lado de las mujeres antes señaladas, en Roma estaba sólidamente concentrado en las garras del hiperactivo jefe de la policía, que actuaba como una prolongación de la voluntad de las vengativas damas.
Una vez que Scarpia se sitúa como absoluto dominador de la situación, comienza a impartir órdenes, dadas con extrema brevedad, como si temiera que, de extenderse, perdieran eficacia. Estas se dirigen alternativamente a sus colaboradores (...fruga ogni angolo, raccogli ogni traccia) y al asustado sacristán (Ora a te! Pesa le tue risposte), conduciendo simultáneamente con ritmo vivaz la recolección de evidencias y el interrogatorio. El experimentado policía conoce la importancia que revisten las primeras horas de una investigación y sabe que a medida que el tiempo pasa las probabilidades de éxito se dilatan. Al mismo tiempo, es necesario no llamar la atención, para no alertar al fugitivo a quien supone próximo (Occhio alle porte, senza dar sospetti!).
El lamento por haber dado tan rápidamente la alarma, que ha sido más útil al perseguido que a sus perseguidores (Fu grave sbaglio quel colpo di cannone!), demuestra que Scarpia es inteligente y como tal reconoce sus errores sin rodeos. La recolección de pruebas se realiza en un contrapunto magistral entre la figura del severo policía y el aterrado sacristán. Mientras uno da órdenes secas y precisas, el otro comenta con exclamaciones extraídas de la liturgia, único lenguaje que parece manejar, los distintos hallazgos que se suceden. Su curiosidad parece por momentos llevarle la delantera a su cobardía, en una lucha donde ambos defectos pugnan por imponerse.
Pronto el método da resultado y comienzan a llegar las pruebas: la puerta abierta de la capilla Attavanti, un abanico con el escudo de esa familia, el retrato de la Marquesa y, por último la canasta, codiciada por el sacristán, vacía en su contenido, que había ido a restaurar al famélico Angelotti. Rápidamente, las piezas encajan en la mente de Scarpia, a la que ayuda la confesión del sacristán, que aporta el dato de la inapetencia confesada del Cavaradossi. Este nombre evoca en Scarpia, en primer lugar, la relación del pintor con la cantante (Lui! L'amante di Tosca!) y, muy en segundo plano, sus simpatías políticas por el partido francés (Un uom sospetto! Un volterrian!). Este orden no es casual y será la prioridad que regirá la estrategia del barón, que se servirá de Mario, ante todo para obtener los favores de Floria Tosca. Scarpia, como buen cazador, tiene la virtud de la paciencia y lentamente irá acorralando sus presas hasta conseguir su doble objetivo, en el cual la posesión de la mujer aparece para él como el más preciado.
Como si fuera un regalo del cielo, o del infierno, reaparece nuevamente Tosca en escena. La derrota de Bonaparte ha modificado los planes para la noche (l'innamorata Tosca è prigioniera... dei regali tripudi) y ella viene en persona a advertir a Mario, a quien, de paso, puede someter a un nuevo control. Scarpia, que la ve ingresar, permanece oculto observando, mientras elabora el plan: utilizarla como anzuelo. Así lo expresa con una sutil referencia al Otello, al establecer el paralelo entre el pañuelo utilizado con éxito por Yago y el abanico de la Attavanti que tiene en sus manos, pronto a ser empleado como detonante de los celos.
La facultad de dominar a sus interlocutores en favor de la investigación y también de sus objetivos personales es la principal virtud del jefe de policía, independientemente de sus siniestros fines. El abordaje a la agitada Tosca, que ya se encuentra fuera de sí al no encontrar a Mario, es un modelo de cortesía (Tosca gentile la mano mia). Al mismo tiempo, este inicio galante está sabiamente matizado con la referencia religiosa, que lo coloca a salvo de interpretaciones malintencionadas. Habiendo ganado la confianza de la dama, Scarpia se deshace en elogios, que no se dirigen a señalar su manifiesta belleza ni su reconocida fama artística, sino a poner de relieve sus virtudes morales y religiosas. Elogios no desprovistos de una fina ironía cómplice, capaz de producir un acercamiento entre ambos.
Una vez realizado este intento de captación de la desesperada Tosca, Scarpia le propone la comparación con la Maddalena pintada por su amante (E non fate come certe sfrontate). La angustia de Tosca, que no ha dejado de crecer, es así sabiamente dirigida hacia su supuesta rival, de modo que empiecen a funcionar los celos, momento en el cual su razón se volverá ingobernable, que es precisamente lo que Scarpia pretende. Ante el reclamo insistente de pruebas por parte de la cantante, el barón hace aparecer con la habilidad de un prestidigitador, recurriendo nuevamente a una ironía finísima (È arnese da pittore questo?), el abanico decorado con el escudo de la familia Attavanti.
Entramos así en la última fase de este diálogo, ejemplo magistral de astucia, en la cual reconocemos también el perfecto uso de los tiempos. Con eficacia segura, el libreto contrapone ahora el lamento de Tosca (Ed io venivo a lui tutta dogliosa) que brota espontáneo ante la mirada y los pensamientos de Scarpia, quien observa orgulloso cómo trabaja el veneno inoculado en su víctima (Già il veleno l'ha rosa!). Hay un placer sádico en esta contemplación del mal realizado, pero al mismo tiempo no se puede negar cierta belleza que suscita una admiración culposa, pese a que se trata de un arte desplegado para realizar el mal.
Tosca da rienda a suelta a un dolor que no escatima el autolesionismo, e imagina a su adorado Mario, burlándose de ella (d'altra in braccio le mie smanie deride!). Scarpia, a la par que contempla la obra de su perfidia, confiesa que su deseo se enciende (Darei la vita per asciugar quel pianto). Se necesitan pocos instantes para que el ánimo de la cantante vire violentamente del dolor a la ira, que es justamente el cambio perseguido por su instigador. A partir de allí se suceden los insultos para su amante (Traditor!), las amenazas para su rival (Vi piomberò inattesa!), con el agregado de juramentos que provocan el “escándalo” de Scarpia, que le recuerda en donde se encuentran (In chiesa!).
Esta advertencia fingida desnuda el costado más cínico del personaje, pero, mirado en profundidad, lo ubica próximo a Tosca, que también se ruborizaba de ser besada en la iglesia por su amante. Ambos, aunque con una moral de signo opuesto, apelan a una religiosidad de un formalismo vacío, que dibuja con acierto un modo de abordar la fe muy propio del siglo XIX.
La obra maestra de Scarpia se consuma con la huida precipitada de Floria hacia la “villa” de Cavaradossi, en busca de los supuestos culpables. La ofensa adquiere mayor magnitud por el lugar en donde es perpetrada, el mismo que, en un inicio, la misma Tosca describiera como un espacio idílico. Es comprensible que ese lugar, en donde ahora se supone que se consuma la traición, se haya vuelto odioso a su espíritu (Oh mio bel nido insozzato di fango!).
La actitud tan cortés mostrada por Scarpia sufre un cambio inmediato en el mismo momento que Tosca traspone el umbral de Sant' Andrea. Con una transformación de la que solo es capaz un hombre ruin comienza la seca serie de órdenes a sus colaboradores. Las mismas se transmiten nuevamente en forma telegráfica, en un tono imperativo que no admite la duda y menos aún réplica (Tre sbirri... Una carrozza...).
Sobre el final de las directivas, irrumpe el inicio del Te Deum, con la aparición de un cortejo de altas autoridades eclesiásticas, obispos, sacerdotes, monaguillos y fieles. Con toda pompa se festeja una victoria valorada decisiva para los intereses de la Iglesia de Roma. Este ambiente jubiloso se funde magistralmente con el estado de ánimo del propio Scarpia. Este no solo se encuentra contagiado por el clima general, sino que a él se suman la proximidad de una captura exitosa y también la excitación que evidentemente despertó su diálogo con la deseada Floria. Como un animal que huele cercanas a sus presas, el barón se deja arrastrar y por un instante parece perder el férreo control de su persona, ingrediente fundamental de su autoridad. La música sella este final, en lo que es, a mi juicio, uno de los momentos más altos de toda la obra de Puccini, quien consigue construir una escena cuya grandiosidad no ahoga al personaje de Scarpia, logrando un equilibrio perfecto.
2. SEGUNDO ACTO
Desde el interior inmenso y colmado de fieles de Sant'Andrea della Valle, la acción se traslada a una de las salas del cercano Palazzo Farnese, en aquel tiempo propiedad de los Borbones de Nápoles, y hoy, paradójicamente, sede de la embajada de Francia, sus rivales de entonces. Scarpia cena en soledad, una nueva referencia gastronómica que, como la cesta del acto interior, nos ubica con precisión en la coordenada temporal. La sala tiene un gran ventanal que nos permite imaginar la magnífica arquitectura del “cortile” construido según el proyecto de Miguel Ángel. El barón ha lanzado a rodar su plan y espera con impaciencia recoger sus frutos. Mientras tanto, repasa los pasos a seguir, utilizando nuevamente la eficaz comparación con la caza (Tosca è un buon falco!) para culminar delineando la suerte que espera a los perseguidos (Angelotti e il bel Mario al laccio pendere).
Sus cavilaciones son interrumpidas por el ingreso de uno de sus cercanos colaboradores, Sciarrone, quien recibe a quemarropa una pregunta que recuerda que el plan comprende otro objetivo, conseguir el favor de la cantante (Tosca è a palazzo?). Ambos objetivos, el político y el galante, parecen discurrir paralelamente para Scarpia, que no está dispuesto a descuidar ninguno de ellos. Pero al mismo tiempo tiene conciencia de que necesita hacer sus jugadas con extremo cuidado, para construir la delicada arquitectura de su plan. Esto se pone de manifiesto en los titubeos que deja ver a la hora de impartir sus órdenes al fiel Sciarrone. Es absolutamente necesario que Tosca suba a encontrarse con él y para lograrlo cambia de método, y prefiere confiar el mensaje a una nota escrita (Le darai questo biglietto) antes que a las palabras del colaborador, acaso demasiado rústico.
Entre las órdenes dadas a Sciarrone, siempre breves y en tono imperativo, está la de abrir las ventanas de la sala. Detalle de suma importancia pues, gracias a él, se consigue ponernos en comunicación con la fiesta, que se celebra en el piso inferior y a la cual se espera que de un momento a otro se incorpore la diva. La fiesta que fuera anunciada en el acto anterior por el jubiloso sacristán tiene como motivo el festejo de la supuesta victoria de Marengo y contará con la presencia, nada menos, que de la Reina Maria Carolina.
El segundo acto de Sardou se desarrolla en la misma fiesta, mientras que el de Puccini solo recoge de ella un eco sonoro, que se cuela a través de las ventanas del despacho de Scarpia. Esta dicotomía entre el clima festivo que se intuye en el piso inferior y el lúgubre salón en donde el solitario Scarpia teje sus negros ardides es de una eficacia notable. El personaje de Sardou, inmerso en el clima festivo, resulta, pues, mucho más mundano que el retrato decididamente oscuro que trazan el binomio Giacosa-Illica. Es dentro de esta tónica que el barón se dispone a enunciar los principios sobre los cuales asienta su conducta. Tales principios se encuentran muy próximos a los proferidos por el Yago verdiano durante su “credo”, en una ulterior referencia a este personaje. El monólogo comienza con una referencia a la convicción de que Tosca acudirá a su llamado (Ella verrà...), para luego desplegarse en la exaltación del amor violento. La imagen que emerge de estas manifestaciones es la de un hombre sádico, para quien la violencia no es solo un medio para conseguir los fines que se propone, sino que hay un gozo que proviene del propio uso de la violencia (Ha più forte sapore la conquista violenta). Scarpia declara además que su filosofía radica en el disfrute de la variedad que ofrece la Creación –cosas o personas– de las cuales, una vez usadas para la propia satisfacción, se dispone a deshacerse rápidamente de ellas (me ne sazio e via la getto...), una especie de consumismo extremo.
La cruda exposición es interrumpida por la llegada de Spoletta, que había partido desde Sant’Andrea, persiguiendo la carroza de Tosca, que furiosa se encaminaba a la “villa” segura de sorprender allí a Mario y su supuesta amante. Spoletta es la mano derecha de Scarpia, que lo trata, dentro de la rudeza que emplea con sus subordinados, con alguna deferencia (O galantuomo, come andò la caccia?). Spoletta da algunas muestras de poseer cierto nivel cultural, manifestado en su afición a los parlamentos en latín. Hay una diferencia apreciable con el trato que el jefe dispensa a Sciarrone, a quien acaba de rechazar como mensajero. Ambos, sin embargo, son hombres de confianza, cuyos nombres sugieren un origen siciliano, común con el barón. El temor reverencial hacia este es también símbolo de una sumisión generadora de un tipo de respeto, de inconfundible marca meridional.
El informe de Spoletta comienza entre tartamudeos y la invocación a San Ignacio. El resultado de su gestión, desilusiona en cuanto al principal objetivo político: Angelotti (Non s'è trovato), pero al menos se compensa con el arresto de Cavaradossi, que es la llave con que Scarpia cuenta para llegar a Tosca. La detención se decide, en parte, por el comportamiento arrogante del pintor durante el interrogatorio a que fue sometido, que es lo que hace sospechar a Spoletta (Ei sa dove l'altro s'asconde...). Del tercer acto de Sardou, que consiste en el interrogatorio conducido por Scarpia en la “villa” de Cavaradossi, queda solo este breve relato personalizado por su segundo. La “villa” adquiere así connotaciones simbólicas, como espacio idealizado: el lugar de los amantes, aludido repetidas veces durante el relato, pero nunca mostrado explícitamente.
La entrada del detenido, cuya presencia fuera de la sala es señalada por Spoletta (Egli è là), es precedida por el dulce canto de Tosca que se oye a través de la ventana, abierta previamente. Ella entona un cántico de gloria al Creador, que busca dar contenido religioso a la victoria supuestamente obtenida sobre el infiel Napoleón. La canción de Tosca genera una pausa mágica y relaciona en forma indirecta a los tres protagonistas, preparando la próxima escena en que entrarán en contacto en forma violentísima. Scarpia, quien permanece un instante como extasiado, vuelve en sí y, con su clásico tono imperativo, ordena que se haga ingresar al prisionero. Junto a este, reclama también la presencia de otros funcionarios: Roberti, ejecutor de justicia (nombre que encubre, en una sutileza, su función de torturador), el fiscal y un escribano. Estos personajes, completamente mudos, muestran la intención de Scarpia de darle formalidad a sus procedimientos. En cuanto a la metodología que se empleará, hay que reconocer que la tortura para obtener información era algo de uso corriente en la época y desgraciadamente tampoco ha desaparecido totalmente en nuestro tiempo.
El prisionero, ingresado por la fuerza, mantiene el aire altanero, anticipado por Spoletta (Tal violenza!). Scarpia, por su parte, hace alarde de una gentileza que no está desprovista de ironía. Mientras de fondo continúan las notas de la canción de Floria, que son advertidas por Mario (La sua voce!), el interrogatorio se desarrolla dentro de los parámetros normales. Con un tono que a medida que se suceden las preguntas va dejándose ganar por la impaciencia, Scarpia expone los hechos comprobados, que son negados uno a uno por el acusado, sin deponer su actitud socarrona. Ante una intervención de Spoletta, que se siente burlado por segunda vez, Mario responde impertinente (E rido ancor!), colmando esta vez la paciencia de Scarpia, quien furibundo se decide a abandonar el tono conciliador (Questo è luogo di lacrime!).
Es elocuente el gesto con que subraya su actitud, que es el de cerrar con violencia la ventana, eliminando el aire suave que introducía en el ambiente la música que llegaba desde el piso inferior.
Las acusaciones son repetidas en forma casi idéntica e idénticas se suceden las negativas de Cavaradossi. Hay un tercer intento, acompañado de un consejo, que lleva implícita una amenaza (Via, Cavaliere, riflettete) y una cuarta oportunidad. Ambas reciben respuesta negativa. Con la entrada en escena de Tosca, que llega desde la fiesta atraída por el mensaje de Scarpia, este le da una última oportunidad en forma de ultimátum, y esta vez obtiene como contestación el silencio. La insistencia en preguntar, en cinco oportunidades, al acusado podría interpretarse como un rasgo de paciencia de Scarpia. Parece más probable, sin embargo, que el dilatarse del interrogatorio haya tenido como objeto esperar la llegada de Tosca, con el fin de conseguir un mayor efecto sobre ella y de hecho así lo confirma la satisfacción que le produce al barón su aparición en ese preciso momento (Eccola!).
Intencionadamente o no, esto es lo que ocurre, y no se puede negar que Scarpia extrae sus beneficios de ello. Con su excelente manejo del tiempo, este deja que los amantes intercambien algunas palabras. Tosca se sorprende de encontrarlo allí (Mario?! tu qui?) y Mario le hace entender que debe guardar silencio (Di quanto là vedesti, taci...). Con la llegada de la diva, Scarpia dispone el abandono de las vías ordinarias de la inquisitoria, para pasar a métodos más expeditivos (ai miei cenni...).
Cavaradossi es retirado y nuevamente quedan a solas Scarpia y la sorprendida Tosca. El barón retoma el tono galante de su anterior encuentro en Sant'Andrea (Ed or fra noi da buoni amici), mientras que Floria aparenta una calma que, a pesar de sus dotes artísticas, no resulta del todo convincente. La charla es retomada en el punto donde había sido abandonada: el abanico. La conversación, guiada por Scarpia, siempre con habilidad, hace que Tosca asegure con una vehemencia exagerada que Cavaradossi se encontraba absolutamente solo en la villa. El exceso desmedido no pasa desapercibido al atento inquisidor (Quanto fuoco!), que advierte el miedo de su interlocutora a traicionarse.
Superada esta primera fase, amable, y visto los magros resultados obtenidos, Scarpia decide intentar una segunda, más áspera (È forza che si adempia la legge). Esta etapa se centra en una tortura, que es administrada en una modalidad doble. Mientras Mario es torturado en su cuerpo, sus lamentos llegan hasta su amante que recibe así una tortura psicológica. Esta técnica es muy efectiva ya que las negativas del animoso pintor, que parece tener un alto umbral de dolor, alimentan la desesperación de Floria, que se intuye, de un momento a otro, cederá a la presión. Nuevamente, aquí, como ocurría con la canción de Tosca que ingresaba por la ventana, el libreto utiliza con acierto una situación que ocurre fuera de la escena y cuyo dramatismo se proyecta auditivamente sobre la acción.
El lúgubre juego, que parece divertir sobremanera a Scarpia, se alarga por un buen rato. El barón primero describe la tortura con detalle (Legato mani e piè), luego toma medidas para permitir que lleguen claros los gemidos de Cavaradossi (Aprite le porte) y por último culpa a la misma Tosca de ser la causante, con su silencio, de tan horrible suplicio (Lo strazia quel vostro silenzio...).
Mario, por su parte, da muestras de un coraje ejemplar y la principal preocupación de este “mártir volterriano” es la debilidad de Tosca (Stolta, che sai?), quien por su parte envía señales que indican que está a punto de claudicar. Finalmente, después de un calculado silencio, un desgarrador gemido de Mario hace que la resistencia de Tosca se quiebre y así revele el lugar donde se esconde Angelotti (Nel pozzo... nel giardino...). Scarpia consigue así su primer objetivo y va por los restantes.
En este sentido, su primera preocupación es destruir el vínculo entre los amantes y para ello utiliza estratégicamente la información que acaba de confiarle Tosca. Primero permite la dulce reunión de los amantes, entre gestos de ternura. Solo luego de que Mario haga la fatídica pregunta (Tosca, hai parlato?) y anta la negativa de Tosca, da la orden de ir por Angelotti (Nel pozzo del giardino. Va, Spoletta!). De esta manera pone en evidencia dramáticamente la traición de Tosca, provocando la ira de Cavaradossi, que descarga su impotencia sobre ella y la insulta duramente (Maledetta!).
Apenas terminadas las recriminaciones de Cavaradossi, aparece Sciarrone, que comunica con aire compungido la victoria de Napoleón en Marengo. Dato histórico fiel, la batalla que se creyó ganada ampliamente en la mañana se transformó contra todo pronóstico en derrota esa misma noche. El apoyo oportuno de la caballería francesa cambió sorpresivamente la suerte de las armas de los austríacos, provocando el desbande de sus fuerzas y la fuga de Melas, su general. La noticia, que pone en ridículo a los vencidos que se apuraron a festejar, provoca el júbilo del abatido Mario, que grita a voz en cuello el triunfo de los suyos (Vittoria! Vittoria!). Los intérpretes de Mario suelen sostener este grito exageradamente, en una competencia canora que, a mi juicio, es ridícula. A esta manifestación de júbilo se sucede una declaración de fe política, insultante para el barón, que encuentra así un nuevo motivo para condenar al imprudente Cavaradossi. Es probable que igualmente hubiera sido castigado por el encubrimiento de un fugitivo, pero esta confesión de fe republicana lo hace todo más fácil. Mario es nuevamente llevado, ante la desazón de su amada que intenta infructuosamente seguirlo. Su final queda sellado con las secas palabras con que su rival impertérrito lo despide (il capestro t'aspetta!).
Con Mario condenado por su osadía y Angelotti acorralado por la confesión arrancada a Tosca, Scarpia puede dedicarse, con paciencia de araña, a la última y más preciada de las presas atrapadas en su tela. Para ello tiene todo a su favor, en primer lugar la desesperación de Tosca, que apenas retirado Mario se muestra vulnerable (Salvatelo!). Al dolor por la amenaza de muerte que pesa sobre su amante, se suma para Floria un pesado sentimiento de culpa. Ahora se comprende la inicial insistencia de Mario en mantenerla fuera de esta historia. Su temperamento apasionado ha hecho que Scarpia la utilizara, primero como halcón, indicando a sus subalternos la “villa”, y luego sonsacándole el lugar donde se escondía Angelotti. Tosca se encuentra dispuesta a todo por enmendar los errores que cometió, empujada por la pasión y los celos, y se coloca así justamente en la situación que Scarpia necesita, para conseguir que sea el precio para el rescate de su amante.
El placer supremo de Scarpia, según él mismo ha confesado, no consiste solo en la posesión de la mujer que desea, sino en el ejercicio de la violencia utilizada para obtener tal fin. Por lo tanto no tiene apuro en conseguir su objetivo, al contrario, lo retarda, pues su goce se despliega en el lento doblegarse de la voluntad de su presa. Cuanto más Tosca muestra su ansiedad, Scarpia se mostrará lento (La povera mia cena fu interrotta), retomando el tono cortés de Sant'Andrea. Dispuesta a acelerar los trámites, Floria intenta primero el camino más transitado para corromper a su opresor: el dinero (Quanto?). Error de cálculo, porque el barón no tiene esta debilidad, y prontamente expone sin ambages, sus sensuales intenciones (Già. Mi dicon venal...). Acalorado con su exposición, pierde la calma y se abalanza con decisión sobre la horrorizada Tosca que lo rechaza y amenaza con arrojarse por la ventana (Piuttosto giù mi avvento!).
El suicidio no liberará a Mario y esto es lo que le señala fríamente su verdugo (il Mario tuo mi resta!). Scarpia juega ahora la carta de la displicencia, dejando en libertad a Tosca, pero advirtiéndole que por más que intente obtener una gracia, la misma llegaría demasiado tarde. Una de las posibles salidas de la situación para Floria es la de conseguir el perdón de parte de Maria Carolina de Austria, y es probable que en eso estuviera pensando cuando Scarpia se anticipa haciéndole notar la falta de tiempo (la Regina farebbe grazia ad un cadavere!). La proximidad entre la Reina y la cantante es señalada explícitamente por Sardou, pero aquí solo podemos intuir la presencia de Maria Carolina durante la “cantata” y, dada la popularidad de que goza Tosca, es creíble su acceso a la corte.
Pocas cosas generan una situación mayor de impotencia que el verse anticipado en los pensamientos. ¿Qué defensa queda cuando ha sido profanada hasta la conciencia? El desaliento de Tosca se transforma en odio, pero este sentimiento también es descubierto por Scarpia antes de que pueda ser manifestado (Come tu m'odii!). El odio, cambia de signo para transformarse en combustible de la pasión (Spasimi d'ira... spasimi d'amore!), en la pervertida mente del barón, que arremete con una segunda carga sobre Floria, que se defiende airada. El forcejeo se interrumpe con el redoble de tambores que provienen desde el exterior, nueva utilización de los sonidos fuera de escena que han tenido gran papel dentro de esta escena claustrofóbica. La ocasión es propicia para que Scarpia, señale que el tiempo disponible está por agotarse y que ha llegado la hora de las decisiones (Là... si drizza un patibolo!).
Antes de ofrendarse en sacrificio y como en una oración, Tosca canta una de las joyas de la velada, el “Vissi d'arte”, en la que la intérprete tendrá la oportunidad de lucirse, representando a la cantante en una especie de juego de espejos. El contenido del aria es el consabido reproche a Dios, que castiga a los buenos (perché me ne rimuneri così?). En ella, Tosca enumera los actos exteriores de los que se encierra su fe pero, una vez más, muestra que tal fe ha quedado prisionera de manifestaciones de piedad, en un mundo depurado de contradicciones. Scarpia no se inmuta, y es más, parece desilusionado, como si el haber doblegado a Tosca le quitara todo encanto a la situación. Como fastidiado la incita a que se defina de una buena vez (Risolvi!).
El ruego de Tosca se dirige ahora directamente a Scarpia, pero este no está dispuesto a ceder. La nueva escaramuza se interrumpe con la llegada precipitada del “bravo” Spoletta, que anuncia el suicidio de Angellotti, acosado por las fuerzas a su orden. El barón, que no solo quiere castigar a los culpables, sino que persigue además finalidades docentes, decide la exposición pública del cadáver (lo si appenda morto alle forche!). La pregunta intencionada al subalterno por la situación del otro prisionero y la seca respuesta de Spoletta hacen comprender a Tosca que el tiempo de las dudas ha terminado. Silenciosamente y con un leve movimiento afirmativo de su cabeza, Floria se decide a aceptar el vil intercambio propuesto por Scarpia.
Superado este difícil trance, la cantante se siente nuevamente poderosa y comienza a exigir seguridades con tono imperativo, como la libertad inmediata del Cavaradossi (Ma libero all'istante lo voglio!). Scarpia está dispuesto a conceder tales reclamos, pero a su manera. Siempre atento a las cuestiones formales, se niega a conceder un difícilmente justificable perdón a un convicto (Non posso far grazia aperta). Sin duda que él es un funcionario corrupto, pero esta realidad no debe desprestigiar su cargo de jefe de policía, encargado además de administrar justicia. Dispuesto a lograr ambas cosas, propone el expediente de simular la ejecución, a la manera de Palmieri, supuestamente un anterior prisionero, que se encontraba en situación similar a Cavaradossi. La orden es perfectamente comprendida por Spoletta, quien parece haber jugado ya este juego en otras ocasiones, por lo menos en la del pobre Palmieri.
Ante esta modalidad, la incrédula Floria exige presenciar la ejecución, lo cual no ofrece inconvenientes y, por último, reclama un salvoconducto para huir de los dominios borbónicos con su amante. Scarpia, con calculada ironía como si concediese un gran privilegio, deja que ella elija el camino por el cual emprender la ansiada fuga. Ante la indiferencia de Floria (La più breve!), la elección recae en el puerto de Civitavecchia, cercano a Roma, que sugiere la perspectiva de un lejano destino por vía marítima. Todo el tiempo transcurrido en este diálogo, lleno de precisiones prescindibles, es el necesario para que surja en Tosca una alternativa para salir de la situación en que Scarpia la ha acorralado. Mientras que este redacta con calma el pasaporte de los amantes hacia la felicidad, Floria con insistencia mira los cubiertos de la cena interrumpida tantas veces y comienza a gestar la audaz idea de matarlo.
Terminada la redacción del salvoconducto, Scarpia se acerca con decisión a Tosca, como quien ya no admitirá más dilaciones. Allí lo espera Floria, quien lo recibe con una certera puñalada (Questo è il bacio di Tosca!), con la que, después de algunos lamentos, pone fin a la vida del barón. Así, el que ve la violencia casi como un ideal estético recibe una muerte violenta proporcionada precisamente por el objeto de su deseo. Como ocurre ineludiblemente en los relatos policiales, el malvado comete un error imperceptible que hace que su plan, siempre urdido con esmero, fracase. Es obvio que Scarpia jamás pensó que la desesperación a la que él mismo llevó a Tosca (M'hai assai torturata!) la hiciera capaz de un coraje similar. Es sabido que la primera norma del cazador es no subestimar a su presa y este fue el error, increíblemente cometido por alguien tan experimentado.
Floria prueba un verdadero goce en ver la rápida agonía de Scarpia, lo que demuestra un temperamento que nuevamente la acerca a su víctima. Este sentimiento de placer es aumentado por su condición de mujer, que se siente gratificada al haber vencido a quien intentaba poseerla por la fuerza (E ucciso da una donna!). Una vez desahogada, vuelve sobre sí y recupera la sincera piedad cristiana, que atempera sus sentimientos (Or gli perdono!). El cuerpo inerte del barón, despojado de vida, se vuelve inofensivo y hasta ridículo a sus ojos, por lo que se permite la ironía (E avanti a lui tremava tutta Roma!).
Tosca cuidadosamente se lava las manos con el agua de la mesa y toma el salvoconducto que todavía aprieta Scarpia entre sus dedos. Antes de abandonar la escena, sin embargo, realiza uno de los actos tan propios de su fe sencilla. Dispone candelabros y crucifijo con unción junto al cadáver y, sigilosa, se retira. La historia ha cobrado su segunda víctima, gracias a lo cual el relato da un vuelco sorprendente, como su género lo requiere, y Tosca se dirige con decisión a salvar a Mario.
3. TERCER ACTO
Después del encierro en que transcurre el acto anterior, Puccini inicia el último con una ambientación diametralmente opuesta. Por primera vez la escena sale al aire libre y nos ubica en las terrazas del Castel Sant'Angelo, que vela majestuoso sobre la adormecida ciudad. Nacido para cobijar los restos del emperador Adriano, transformado luego en fortaleza durante el Renacimiento, refugio de Papas durante los saqueos, es ahora cárcel borbónica, donde se aplica una justicia sumaria contra los enemigos del régimen. Las primeras luces del alba tiñen el cielo y el amanecer viene acompañado con la canción del pastorcito, que recuerda que la Roma de aquellos años era todavía una pequeña ciudad con amplias zonas rurales próximas al centro. Es probable que el rebaño se encuentre en donde hoy surge el populoso barrio de “Prati”, cuyo nombre conserva el recuerdo de actividades pastoriles. La canción, cantada en dialecto local, está llena de melancolía, a la que se asocian el sonido de las campanas de las múltiples iglesias de la ciudad eterna.
Hay algunos movimientos de soldados en la somnolienta terraza, que cumplen ritos burocráticos y terminan por introducir a Cavaradossi en escena. El carcelero le anuncia, con la consabida precisión que ostenta todo el relato, el tiempo que le queda (Vi resta un'ora...). El condenado, consecuente con su fe jacobina, rechaza los servicios de un sacerdote, pero pide como gracia que se le conceda escribir unas líneas para despedirse de su amada. Esto, que evidentemente estaba en contra de las normas de la prisión, se le concede finalmente mediante el soborno, método que con los carceleros siempre parece dar resultado (Unico resto di mia ricchezza è questo anel!).
Antes de comenzar a escribir, Mario se deja llevar por la nostalgia y vuelven a su mente las horas pasadas junto a Floria y sobre todo el recuerdo se dirige a los momentos en que la amante ingresaba en la “villa”, recreándolos con una secuencia precisa de movimientos, casi cinematográfica (E lucevan le stelle...). A partir de la memoria, se sucede el sentimiento de tristeza que acompaña la conciencia de que aquellos encuentros no volverán a repetirse (L'ora è fuggita...). Con gran oportunismo, cuando la desesperanza parece ganar definitivamente al condenado, aparece Tosca, triunfante, mostrando el salvoconducto apenas arrancado de la mano de Scarpia. Es fácil imaginar con cuánta excitación habrá recorrido la corta distancia que separa el Palazzo Farnese, lugar del reciente homicidio, del Castel Sant'Angelo. En aquel breve trayecto, seguramente se habrá congratulado consigo misma por haber logrado enmendar los errores que pusieron a Mario tan próximo al patíbulo. Está convencida de que logrará salvarlo y de que nada le impedirá huir con él hacia una nueva vida, probablemente en la más liberal Venecia. Allí seguramente empezarían una nueva etapa lejos de las persecuciones políticas y de las sospechas de infidelidad, porque esta vez Floria siente que ha aprendido definitivamente la lección.
Mario queda perplejo y no da crédito a lo que acaba de leer al unísono con Tosca, quien en forma bastante imprudente proclama su libertad (Scarpia che cede?). Con un extremo poder de síntesis, Floria relata lo sucedido y aclara las lógicas dudas del pintor, que evidentemente no podía esperar clemencia de Scarpia. La incredulidad se transforma primero en sorpresa y luego en admiración por un coraje que él ciertamente no sospechaba en su amada (Tu!?... di tua man l'uccidesti?). Luego de una intensa manifestación de devoción hacia las manos homicidas (O dolci mani...), Tosca se propone explicar los pasos a seguir, que ineludiblemente comprenden la parodia de fusilamiento.
Ante la libertad, que aparece ahora como un horizonte cierto, brota la emoción del triunfo, y los amantes se explayan en frases románticas exaltadas (Amaro sol per te m'era morire), que hacen transitar el libreto y la partitura por zonas que orillan el lugar común. El dúo final es de los momentos menos memorables de la ópera (Trionfal, di nova speme), pero tiene el atenuante de la brevedad, a la que obligan los preparativos para la inminente ejecución. Tosca, avezada en el arte de la actuación, da las últimas indicaciones a Mario para que realice una representación creíble de su muerte. El pintor parece divertido en su nuevo papel y, con la misma actitud burlona que tuvo ante sus acusadores, se dispone ahora a enfrentar al pelotón del virtual fusilamiento.
Con nerviosismo la cantante seguirá el desempeño del improvisado actor (Ecco un artista!), que como es sabido es de un realismo absoluto, pues el fusilamiento no tiene nada de simulado y al igual que suponemos le ocurriera al misterioso Conde Palmieri, Cavaradossi encuentra la muerte. Es un nuevo acierto de la versión operística este relato “en vivo” que hace Tosca de la acción, que añade un dramatismo adicional a estas últimas escenas, cosa que no ocurre en la pieza de Sardou. Especialmente dolorosas, por lo inútiles, resultan todas las indicaciones que con premura Tosca dirige a Mario, que yace sin vida en el piso (O Mario, non ti muovere...). Me resulta imposible no mencionar en este pasaje lo ocurrido algunos años atrás en una representación realizada en nuestro Teatro Colón, donde uno de los cartuchos de fogueo golpeó en el rostro del tenor produciéndole una herida cortante, que obligó a la suspensión de la función. Sin duda, un caso de “verismo” exagerado.
Volviendo a la desesperada Floria, esta comprueba, después de llamar insistentemente a Mario, que efectivamente ha sido fusilado. Evidentemente no era tan fácil burlar a Scarpia, como ella supuso, y en un cierto sentido la efectiva muerte de Mario es un hecho saludable para la veracidad de la trama. Puccini, acertadamente, no deja el tiempo necesario para que Tosca despliegue su dolor, precipitando la acción hacia su trágico final. Aparece Sciarrone, quien, agitado, comunica a su compadre Spoletta el descubrimiento del cadáver del barón (vi dico pugnalato!).
Las escenas se suceden con rapidez y retoman el ritmo que fuera amenazado minutos antes por una debilidad romántica. Al dolor por la muerte de su amado, Floria suma ahora la condena que seguramente le espera. Sobre ella se levanta la sombra de Scarpia, que la domina aun después de muerto como un veneno de efecto retardado. Tosca se encuentra otra vez acorralada psicológicamente por el fantasma de su víctima y además amenazada materialmente por sus subordinados, que actúan como los tentáculos de su propia maldad. Ante esta situación que no le deja esta vez escapatoria, vencida justo en el momento en que creyó segura su victoria, Tosca decide el único final digno de una artista de su porte. Emulando al ángel que domina la terraza, se lanza al vacío poniendo fin a su vida y pronunciando el nombre de quien fuera la causa de su desgracia y de su derrota (O Scarpia, avanti a Dio!).
En resumen, quedan cuatro cadáveres que corresponden a cada uno de los protagonistas de la historia, nada despreciable para una historia policial. A pesar de que cada uno de ellos tuvo en algún momento la certeza del triunfo, todos fracasaron estrepitosamente y tuvieron como final la muerte. Angelotti creyó que con la complicidad de su hermana, sumada a la inesperada colaboración de Cavaradossi lograría completar su fuga. Mario no abandonó jamás su actitud confiada y cuando esta flaqueó, apareció Tosca con una solución que parecía segura. Esta última pensó que eliminando la causa del mal, lograría acabar con sus efectos. Y por último, el tenaz Scarpia sucumbió inesperadamente en el instante en que creía lograr todos sus objetivos.
Después de transcurrida la entera trama, se comprueba que en ella no hubo vencedores, todos fueron vencidos y el final deja la sensación de un pesimismo absoluto. El bien y el mal se han aniquilado mutuamente y pareciera que esta partida no se resolverá en esta tierra sino, como señala lúcidamente Tosca mientras se lanza al vacío, delante de Dios. Si se tratara de una complicada operación de álgebra, no hay duda que el resultado sería igual a cero. Un resultado perfecto para un policial perfecto.
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