viernes, 29 de febrero de 2008

29/02

La primera idea que el hombre se hizo de Dios, se la hizo mirando al cielo. El redondo transitar de los planetas, su puntualidad a las citas del que observa, el rítmico latir de sus luces, le sugirieron que alguien conducía esa perfecta sinfonía de estrellas. Desde la idea mínima de un pequeño motor que hizo arrancar el movimiento de esos astros hasta las más osadas teogonías tienen su origen en esos mudos habitantes del cielo. Ellos nos observan y en su impertérrito caminar nos juzgan. Ojalá nadie deba someterse al frío tribunal de los planetas. Ellos no saben de misericordia.

Sin embargo con el correr de los siglos, nos fuimos dando cuenta de que tal mentada perfección distaba algo de serlo. Con precoces instrumentos descubrimos que los círculos, se transformaban en achatadas elipses, y las esferas planetarias lucían algo aboyadas en sus cascos. El cálculo de sus órbitas se llenó de números residuales, que permanecían abiertos a la duda. Tampoco el tiempo respondía con exactitud, y el año se partía en un número de días que dejaba una excrecencia de horas y minutos. La perfección se llenó de impurezas molestas, sobre todo a la razón, que gusta de las cantidades exactas. Hubo que inventar días que corrijan su obra. Al final, Dios resultó ser un chapucero y el Universo un mecanismo atado con el alambre del azar.

Así nació este día impertinente. En el mismo se celebra el “más o menos”, el “casi pero no” y tantas otras cosas que nos alejan de una perfección inalcanzable. Si a Dios la cuenta no dio cero, por qué habría de darle el mismo resultado a sus criaturas. Hoy se celebran los intentos malogrados, las promesas que no fuimos capaces de cumplir, las metas que no llegamos a alcanzar. Es un día humano, demasiado humano. Es un día argentino.

Pero también hoy es un día de la libertad. Esta es la fecha en que son vencidos los profetas de la Necesidad. Se rompen las cadenas que atan con férrea exactitud nuestros destinos. Hoy queda sellada la derrota de Cronos a manos del imprevisible Kairós. La máquina de su reloj ya no responde de un modo inequívoco y repetido. En este lento derrapar de minutos hay una posibilidad de romper un mecanismo, que con su perfección puede resultar tranquilizador, pero al mismo tiempo nos agobia. Podemos celebrar quienes gustamos de ser sorprendidos por la visita del evento. Los que prefieren pensar el acontecimiento antes que ceñirse a la férrea lógica de la causalidad.

Por último, si el mundo no tuviera estos deslices, quizás podríamos comprenderlo y ya no nos haría falta Dios. Si lo real fuera totalmente racional, si se ajustara completamente a nuestra medida, sería quizás perfecto, pero de una perfección a la medida de nuestros límites estrechos...

Esta es, en definitiva, la fisura por la cual Dios se cuela en nuestra historia. Bendita imperfección. Este también es el día por el cual fuimos salvados.

miércoles, 27 de febrero de 2008

Clásico de verano

El que elige la montaña ama el movimiento, al que ella en su quietud lo invita. El desplazamiento se convierte en una necesidad ineludible. La Naturaleza funciona a veces como el negativo de lo que uno es. Lo inmóvil reclama un dinamismo que resalte su helada condición. Siempre es un paisaje lejano la montaña, toda proximidad la anula. Para ser apreciada necesita de perspectivas distantes hacia donde ofrecer sus multiformes rostros. Su paisaje, de tan variado, termina por ser siempre el mismo, una postal repetida de belleza contundente. Su perfección deja poco resquicio al pensamiento. Su inmensidad propone la idea de un mundo sólido, en donde el hombre vive azorado en su insignificancia.

La montaña tiene firmes convicciones y vive segura de ellas. Se alegra con la firmeza de la roca, cuyo mutar es tan lento que se hace perceptible solo en los dilatados tiempos de la geología. Está preparada a soportar su destino sin inmutarse, de la misma manera que indiferente recibe el ardor del sol, próximo a sus cumbres. Frente de nieve, pecho de roca y extremidades de vellosidad boscosa, se alza dominante sobre los demás accidentes, que yacen como atemorizados a sus pies. La tradición parece ser su natural ámbito y el progreso a sus ojos es una veleidad insignificante. Frente a su paisaje todo es precario.


El que a ella se acerque debe protegerse, aunque más no sea con una muelle coraza de campera, con la que poner distancia a las inclemencias de su humor. El que llega debe venir pertrechado para afrontarla. Es un territorio que invita a ser conquistado y que guarda en su interior algo heroico. Se acampa a la espera de que nos abra sus caminos. Cada tanto se alcanza la cima, para gozar de una visión en donde el acontecer de los humanos se deshace en su miniatura.

El que elige el mar suele preferir lo opuesto. El mar tiene en lo cambiante su secreto. En su lento movimiento reclama la quietud de quien lo mira. Nada hay de seguro en su vacilante acuosidad. El paisaje cambia en un instante y su elemento es dominado por un otro más etéreo, el viento. Su movimiento se somete también a los mandatos de la luna, que misteriosamente hace sentir su influjo de bruja.

El mar es volátil e irascible. Una sutileza atmosférica lo hace explotar con reacciones desmedidas. Sinónimo de lo desconocido, nunca se sabe que se esconde atrás de esa tenue línea que habla de un final incierto, en su contacto con el cielo. El mar es un espectáculo del vacío, una puesta en escena de la soledad del hombre, que no tiene más rumbo que el que le otorgan las estrellas. Sólo lo comprende quien no teme aventurarse hasta perderse. Sus límites son ciertos, pero al mismo tiempo difusos y nos recuerdan que la vida no se deja aprisionar.


Quien a él se acerca es mejor que se desnude. El contacto es de una proximidad completa, un abrazo que involucra todo el cuerpo y lo sacude. El mar es democrático, todos se parecen en su orilla. No ofrece certezas a la vista, ellas son privilegio de la tierra, sólo el devenir es su programa. Nos arrulla con su murmullo de olas rotas que queda aprisionado en barrocos caracoles. Su conquista es efímera como el deslizarse de un surfista.

Un clásico es algo que perdura vigente para enseñar a lo largo del tiempo. Con un clásico nos confrontamos y él nos enseña. Es un espejo que se mantiene pulido y aplomado para que nosotros nos miremos. También una rivalidad repetida es un clásico. Cuando dos cosas se oponen nos obligan a elegir y en esa elección también nos encontramos. Enfrentamientos clásicos, de los que se pueden elaborar listas eternas de un universo binario.

También la Naturaleza tiene su clásico. Una rivalidad ancestral, vieja como el mundo. Los hombres creen que definen a las cosas, pero sucede al contrario, ellas nos dicen quiénes somos.

Mar versus montaña.

jueves, 7 de febrero de 2008

Urbanismo playero

Dos son las dimensiones en las que somos. Tiempo y espacio. Si bien ambas son fundamentales hay momentos en donde una predomina sobre otra, al menos en nuestra atención. En este sentido no hay duda que el verano, en su faz vacacional, es un tiempo del tiempo. Condición que aumenta cuando el lugar elegido es la playa. En ese lugar, donde hay tan poco que hacer, el tiempo ejerce su señorío. La tensión que produce un vacío en una conversación se salva con una regla que se cumple tanto en el ascensor como en la orilla del mar. El tiempo transcurrido en silencio se llena discurriendo sobre el tiempo.


El tiempo se presenta aquí en sus dos vertientes, visto que no contamos con la distinción que poseen los sajones para hablar de ambos. Está el cronológico que pregunta por la permanencia del veraneante, su duración, su llegada y su fatídica vuelta. Un tiempo que se expresa mayormente en quincenas, unidad de medida típicamente estival. Y también está el otro, meteorológico, que define de modo inapelable el balance de las vacaciones. El oteo atento a los mínimos cambios de viento, la nubes que inquietan, las tormentas que sorprenden y obligan a éxodos de proporciones mosaicas. El tiempo nos gobierna y quizás en ese estar a la intemperie radique una de las claves del descanso. Sometidos a los caprichos de la atmósfera nos sentimos paradójicamente más libres.

Pero también, el relegado espacio, merece una reflexión. Sobre todo en su carácter local, ya que el espacio en la costa argentina es un fenómeno característico, que da por resultado una playa frágilmente urbanizada. El balneario, el patio, la carpa y la orilla son las coordenadas de esta organización que propone su leve geometría de palos de madera a una naturaleza sin accidentes. Aquí entre nosotros la playa es una línea que se enfrenta al mar sin intermediarios, ni telones de fondo. La pampa se hace agua sin mayores sobresaltos.

Quizás esté en el origen una primaria protección contra el viento que azota recio nuestros litorales. Pero lo funcional es siempre una explicación pobre, yo prefiero ensayar una motivación existencial. Es el hombre que no se soporta sin límites y construye prolijamente sus cuadrados para sentirse humano ante esta naturaleza sin accidentes. Es la eterna operación de la cultura que teje su respuesta sutil. Hay algo fundacional en el acto de clavar una sombrilla.

Todo comienza en la carpa, minúsculo refugio para insolados, depósito de sándwiches que piden sombra a gritos, protección de huracanes de arena. A partir de allí se generan las laterales vecindades protegidas con etéreas medianeras de lona. El patio es ágora de convivencia y modelo de tolerancia. Al frente de la carpa, que algunos ancianos llaman aún “toldo”, se prolonga virtualmente el espacio con una línea, que rígida en las proximidades de los postes, se va diluyendo a medida que se acerca al eje que divide el patio. En el medio del espacio una autopista de tablas protege del calor a nuestras plantas, interrumpido cada tanto con la presencia del amable tacho que recoge los inevitables residuos que toda actividad humana produce. Estamos en el sector residencial de nuestra endeble urbe de arena.

Toda cuidad genera su suburbio, que en este caso se llama orilla. Concepto recíproco ya que todo suburbio es una forma de orilla. Aquí se da una forma de ocupación más informal, en donde cada uno define su espacio con su mera presencia, sin referencias fijas. Una reposera aún vacía es un mojón suficiente. Los límites son variables según el cíclico andar de las mareas. Algunas tardes se agolpa la gente en una estrecha franja y otras hay un ancho que permite estadios de fútbol improvisados e innumerables canchas de versiones devaluadas del tenis. El espectro social se amplía en la orilla: hay residentes fijos curtidos por el viento, otros muchos de paso y algunos visitantes esporádicos que salen del cuadrado hacia la orilla solo cuando el tiempo lo permite. El barrio orillero tiene su riqueza humana, pero su forma genera la inquietud de lo precario. De todas formas no falta quien ha encontrado la poética del suburbio.

Por último todo conglomerado tiene su sector de servicios, donde está lo necesario. Es un zócalo alto que reúne lo estrictamente funcional para el desarrollo de la vida de la polis. Sanitarios, bar, quiosco, espacio para estacionar, depósitos de material playero, y un escritorio desde donde se ejerce el poder ejecutivo del balneario. Aquí reporta el personal de seguridad compuesto de empleados y carperos y esa figura siempre mítica que es el bañero. Toda ciudad necesita de sus héroes.

Cada verano llegan visitantes de otras playas que miran con desconfianza nuestra férrea organización de pequeña Esparta. Hablan de mares azules, arenas blancas, aguas templadas y vegetaciones de una exuberancia que suena obscena ante nuestra recatada geografía. Yo siempre desconfié de los paraísos terrenales. No hay duda de que el hombre allí siempre se comportó como un perfecto idiota y termina siempre por echarlo todo a perder. Cuentan los alucinados visitantes que entre ellos la playa no es un rito repetido, sino que obedece a un nomadismo anárquico. Cada tanto pronuncian palabras cuya comprensión se nos escapa, por ejemplo “morro”. Pareciera que para ellos el descanso es volver a un estado de libertad de primate. Yo en tanto considero que costó demasiado tiempo y trabajo dejar los árboles como para desear volver a ellos.

Somos hombres y no renegamos de serlo.