sábado, 31 de mayo de 2008

Cuatro abuelos: 3/Papapa


Empiezo por su nombre que es el mío. Me llamo como él, fruto de esas hábiles maniobras compensatorias, operadas por la astucia materna. La debilidad de mi abuelo por mi hermano inmediatamente mayor era notoria, y con el nombre idéntico, ella quiso mitigar su preferencia, en busca de un tranquilo equilibrio. La jugada no resultó efectiva, pero la intención conmueve. Tenían razón los nominalistas, los nombres son viento y su imperio frágil no se extiende a los afectos.

Sigo con su nota más característica, que es su procedencia. Él no fue para nosotros italiano, sino toda Italia. Una persona que era un país. Un vínculo, no fundado en una nostalgia lacrimosa, sino en una pertenencia activa y madura, que convivía, sin complejos, con un profundo amor por nuestra patria. Sencillamente una voluntad de pertenencia a una tierra que correspondía a su nacimiento y a los años escolares pasados como pupilo, lejos de su familia ya emigrada. Quizás demasiado poco, pero para él fue suficiente.

De aquellos años y de aquella sangre toscana provenían sus pasiones, entre las que figuraba la música en un lugar preponderante. Sobre todo la ópera, que más que un género musical es un manifiesto, que implica necesariamente un profundo amor a la vida. También, en esta misma línea estaba su gusto por la buena comida, que constituye otro modo ancestral de celebrar la existencia. En mi recuerdo se entremezclan los finos agudos de la Tebaldi y la gloriosa redondez roja del queso Mar del Plata, que en un ángulo de la mesa él administraba con austeridad espartana. La vida debe ser disfrutada, mesuradamente.


La elegancia y la pulcritud eran su sello indeleble, como lo era el vapor a colonia que inundaba el espacio cada vez que sacaba su pañuelo. Tenía autoridad y la ejercía desde largos silencios que subrayaban sus desacuerdos con una elocuencia indestructible. También lo acompañaba una fe sarmientina en la educación escolar, manifestada en una asfixiante preocupación por nuestros estudios. Su generosidad era una profusión de caramelos ácidos y de unos billetes de una novedad tan reluciente que daba pena gastarlos. Su limpieza se extendía hasta el dinero.

Su muerte fue de aquellas impecables. No fue un crepúsculo, sino una interrupción seca, como apagar la luz. Una vida como la suya no merecía el agravio de la decadencia. Para mí significó también el definitivo fin de la niñez. Fue el día que se inauguraba el esperadísimo Mundial ‘78 y el dolor se mezclaba odiosamente con la culpa. Tenía entradas para ir a la cancha.

Muchos años después me tocó irme a vivir a Italia. El nombre, urdido como artimaña para maniobrar sus afectos, cobró un inesperado sentido. La Biblia otorga al nombre una categoría profética y de algún modo lo convierte en envío. Mis tres primeros hijos son italianos y llevan nombres en los que quisimos que se conservara este hecho. Las profecías se cumplen tan ineludible como misteriosamente.

martes, 27 de mayo de 2008

Cuatro abuelos: 2/Yeye


Para todos los que no eran de su familia, era “el Chajá”. Un sobrenombre que hacía referencia a su estructura corpórea de un torso exuberante, que parecía sostenido por unas piernas demasiado endebles. Mi recuerdo, sin embargo, sólo registra un anciano doblegado por el peso de su cuerpo y de los años, a quien jamás vi fuera de su casa. Es un recuerdo de alguien sentado definitivamente. Por más que a esas sillas se enganchaban inútiles bastones, que para mi sorpresa guardaban espadas benévolas, que nunca conocieron la sangre.

Lo veo de espaldas en su silla redonda con respaldo de esterilla, reclinado sobre el escritorio, o en la cabecera del amplio comedor, o en su etapa final, en una silla de ruedas que alguien empujaba trabajosamente. Y más que todo jugando apasionadamente al chaquete, la versión gala y anacrónica del más snob backgammon. Lo hacía sobre una mesa de líneas sinuosas, arrojando con decisión unos dados amarillos que golpeaban con fuerza contra los laterales de felpa verde, que amortiguaban una fortuna siempre esquiva.


Fue general de la Nación, pero de un tipo específico, más dedicado al derecho que a las armas. Tenía resabios de su vida militar en una voz altisonante y un tono enérgico. Sin embargo, detrás de esa costra dura, se escondía un corazón tierno, que en aquellos años infantiles ni siquiera sospeché. Creo que nunca pude superar el temor que imponía su figura.

Era un hombre plagado de anécdotas célebres, en las cuales se dibujaba un carácter fuerte, no privado de arbitrariedad ni de algo de autoritarismo, pero balanceado con ese tipo de humor que todo lo suaviza. Poseía una cultura vasta, pero supongo no demasiado profunda. En las extensas bibliotecas de su casa se distribuían lomos regulares de cuero, prolijamente numerados. De ahí mis dudas, pues nadie numera las cosas que ama. Dentro de sus pasiones estaban las rosas, de las que cultivaba especies de alcurnia, en una desvencijada quinta que tenía en Garín, o en la casa del Sur, en donde todavía subsisten. Un general que amaba las flores es suficiente contradicción para tejer una leyenda.

Luego de la muerte de su mujer quedó diezmado, pero el golpe de gracia lo produjo la de su único hijo varón, que sucumbió ante un cáncer algunos meses después. Era un hombre joven y vital que luchó cuerpo a cuerpo con la enfermedad, pero en aquellos años no había más defensa que la resignación. La suma de dolores fue demasiada y se dispuso, él también, a la ardua tarea de abandonar la vida.

La empresa de morir fue un descenso lento y amargo. La naturaleza no siempre consiente nuestras decisiones. Quedó postrado en la cama en donde había una cincha de cuero que utilizaba para incorporar su gigantesca figura. Rodeado de algunos de los nietos que prefería y de enfermeras que no acertaban con sus órdenes contradictorias, transitó el tramo final de un recorrido casi centenario.

El chajá tiene una compañera durante toda su vida y hay quienes dicen que al poco tiempo de morir esta, también él lo hace de tristeza. La semblanza con el pájaro superó la imagen y se transformó en destino.

lunes, 19 de mayo de 2008

Cuatro abuelos: 1/Mamina

Fue ella la primera en partir cuando yo tenía once años. Lo inmediato que alimenta mi recuerdo es precisamente ese hecho, ocurrido un caluroso 9 de diciembre. Ese día conocí la muerte, que hasta entonces no pasaba de ser una simple teoría para mí. Una realidad cierta, pero improbable. Su contundencia me dejó pasmado, como un invitado que, además de ser desagradable, es inesperado. No sabía que las personas grandes lloraban, y sus rostros desfigurados por el llanto me impresionaron como máscaras griegas.

Quizás fue que no alcancé a crecer lo suficiente como para establecer una relación donde madurara el afecto. Ella pertenecía a una generación que no tenía una especial atención hacia los niños. En eso se estaba más cerca del siglo XIX que de este, donde vivimos dominados por acérrimas tiranías infantiles. Las edades dividían a las personas en categorías prácticamente insalvables. Yo era el menor de sus nietos y creo que nunca logré configurarme como una persona a sus sentidos. Eso no le impedía ser cariñosa, sin embargo el contacto era tan fugaz que dejaba una estela agradable, pero imperceptible.

Su fama se componía de una combinación perfecta de belleza y bondad. Jamás escuché a nadie que profiriera una mínima sombra sobre ninguna de ambas cualidades. Se comenta que había preservado su edad en un lodazal de información contradictoria, de manera que nadie podía contar sus años sin incertidumbres. En cuanto a su bondad, era de aquellas que se reconocen más bien por la ausencia de su contrario. Tenía que ver con una amabilidad que siempre dirige el discurso para que el ocasional interlocutor se sienta mejor de lo que en realidad es.


La visitábamos con frecuencia esporádica en su departamento que miraba la cúpula azul de la iglesia del Salvador. Era un quinto piso de techos altísimos, madera oscura y un olor a sopa que presagiaba caldos tan sabrosos como verdaderos, que se servían en un comedor generoso, tintineante de cristales. Se ubicaba siempre en un ángulo del escritorio, que coincidía con la esquina de la manzana, dominado por un seguro contraluz que la envolvía. Vestía vestidos sencillos de flores ínfimas y telas livianas cercanas a la seda.

Recordar a otros desde la infancia es como mirar desde una abertura demasiado estrecha. Las imágenes se desdibujan y no se distingue bien lo vivido de lo relatado por otros testigos. Mi mundo de cuatro abuelos perdió su equilibrio perfecto, y esa plenitud ya fue irrecuperable. De alguna manera recuerdo más el vacío simbólico que significó su muerte que la persona cuya ausencia lo provocó.

Su vida fue de aquellas que no generan anécdotas, si no más bien una idea redonda que rehúye la dispersión que generan las particularidades funcionales a la memoria. Una idea cercana a la que Platón reservó para el reverso de su caverna. Quizás este sea el legado recibido, el hecho de saber que es posible su existencia más allá del mito.

domingo, 11 de mayo de 2008

Pentecostés


«Cuando él vendrá, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena»

(San Juan 16,13)

sábado, 3 de mayo de 2008

Microfísica del portero

Quiero vivir en una isla repleta de minas.
Daiquiri en mano pensar que todo es una maravilla.
Nunca volver a ese mundo de porteros
” (Sueter).

Esta es una canción que hace más de 20 años que no escucho, pero esta estrofa ha quedado incrustada en mi memoria para siempre. Y esto seguramente no se debe a la antítesis que expresa, sino a la poderosa forma en que está expresada. La oposición entre un mundo libre de preocupaciones frente a otro rígido y con obligaciones es clásica, como suele ser también la elección por el primero. Sin embargo, en la descripción de este segundo modelo radica la fuerza arrolladora de esta síntesis magistral. El mundo de porteros.

El portero es expresión de urbanidad, pues su figura es inseparable de una cierta densidad poblacional. Desde ya que no existen en las casas, pero tampoco los hay en los grandes complejos habitacionales. Su presencia define una escala necesaria de aplicación de sus múltiples y a veces esquivos quehaceres. Hay, además, un terreno posible, que constituye un mundo intermedio entre lo público y lo privado. Esta especie de purgatorio es el reino del portero. Bien afirmado en esta, su realidad, se inician sus pequeñas campañas dirigidas a controlar lo que es por naturaleza ajeno: la interioridad de los departamentos y la exterioridad de la vereda. Para ambas conquistas utiliza medios opuestos.


En el primer caso, implementa la sutil intriga de gusto maquiavélico, que se despliega entre los propietarios con el comentario incompleto, el chisme susurrado o bien, la abierta denuncia. Ganar la confianza de unos requiere minar la de todos. Romper el bloque sólido del consorcio es una tarea que debe tener la lentitud paciente de lo que corroe. Para lograr el éxito favorece largamente contar con alguna habilidad. Un rudimentario conocimiento de electricidad o plomería derribará los muros de las unidades mejor defendidas. El premio se concreta en la llave del departamento. El poder de un portero, en su dominación del espacio interior, se mide por el diámetro de la argolla de su llavero.

La vereda es otra historia: se la somete a golpes de manguera, desde bien temprano a la mañana. El profuso fluir del agua funciona como demarcación del territorio y también como amenaza rastrera a los talones de desprevenidos peatones. Es la hora de las altas botas de goma y la ropa de fajina, que recuerdan aprestos militares, al son de una radio portátil. La tarde, en cambio, es el momento de tejer las alianzas que toda aventura extranjera necesita. En el traje de gala, se despliegan las conversaciones con los otros reyezuelos de la acera, se tejen alianzas, se canjean favores, se miden las fuerzas. El llenado de un balde se puede compensar con una ojeada a la revista “Pronto”; el préstamo de la escalera abre posibilidades inauditas.

Todos los hombres poderosos de la tierra tienen sus obsesiones. Estas parecen ser la condición ineludible para llegar a la pequeña cima del dominio. La del portero es el bronce, pero no el de las estatuas, sino el amarillo espejado de su homónimo eléctrico. A él dedica horas de franela e hisopos, embadurnando en su superficie los ungüentos más poderosos, producto de alquimias misteriosas, en aras de lograr un brillo perfecto. Este es el símbolo de su eficacia, como lo es de su soberanía, el inatacable horario de la siesta.

Dicen que cuando Pacho O’Donell, publicó su opera prima, llamada “La hija del portero”, Borges comentó que era un joven muy valiente. A la pregunta de si lo decía por el contenido de la novela, respondió que en realidad le bastaba con el título, y sentenció:

Se necesita de un gran coraje, para llamar portero al Encargado”.