jueves, 29 de noviembre de 2007

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Cisne

("Para los árboles", Luis Alberto Spinetta)

Hoy el viento se abrió,
quedó vacío el aire una vez más
y el manantial brotó
y nadie está aquí
y puedo ver que sólo estallan las hojas al brillar...
y se produce en eso tanta luz
que ni las piedras
ocultan su vida para mí
y parecen dormir
y puedo ver que sólo estallan las hojas al brillar...
y ya no hay nada que decir...

así refleja el cisne
así, el agua en sus alas
no hay nada que decir
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas, por fin...

En el valle y en el sol
hay una mancha que responde por tí...
Todo es uno y mil a la vez,
la condición de sentir casi todo sin decir...
Y ya no hay luna
ni dolor en mí...
Y la arboleda
susurra su canto desigual
y parece callar
y sin embargo
una visión atraviesa mi cuerpo...

Y ya no hay nada que decir,
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas...
no hay nada que decir
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas, por fin...



Un cisne me recuerda invariablemente una anécdota: el caballero Lohengrin llega a impartir su severa justicia en una nave que, curiosamente, utiliza como plumífero motor fuera de borda un cisne. El héroe atraviesa en su ligera embarcación algún río del “interland” germano. Luego de haber llevado adelante su objetivo con impecable perfección, él mismo es obligado a revelar su origen por la indomable curiosidad de su reciente conquistada esposa, Elsa de Brabant. Roto el secreto, cual moderno espía de la KGB, no le queda otro camino que emprender la ruta del regreso entre los Caballeros del Sacro Grial, para lo cual se dispone a utilizar el mismo medio que en su triunfal aparición. Quiso el destino que una noche, hace ya muchos años, al llegar este crucial momento, en una representación del drama wagneriano en el Colón, el encargado de accionar el mecanismo anticipó el movimiento, dejando al Caballero literalmente “de a pie”. Sin poder refrenar un violento impulso humorístico, el tenor que aquella noche hacía la parte de Lohengrin miró divertido a la platea del teatro colmado y preguntó sonriente: ¿A qué hora sale el próximo cisne?

El joven Nietzsche descubrió que en la belleza conviven dos principios antagónicos, que con maestría llamó “apolíneo” y “dionisíaco”, de acuerdo a las distintas divinidades griegas, de donde mana su concepto. Simplificando brutalmente, a lo dionisíaco pertenece el componente sensual y vital que toda belleza lleva, mientras que la parte de Apolo se refiere al costado intelectivo, en cierto sentido más espiritual. Es a esta última que creo se refiere este poema, que tiene en la imagen del cisne la más perfecta trascripción al mundo animal de esta idea de lo apolíneo.

Un cisne, con largo cuello interrogante, deslizándose calmo en las aguas de un lago, también él, perfectamente calmo, arrullado por el canto de los árboles e iluminado con algo de luz sobrenatural, representa el paradigma de una sensación estética que invita a la callada contemplación. Frente a un espectáculo similar, suficiente e intencionadamente edulcorado como para ser real, parece inevitable el terminarse de las palabras. El silencio del humano decir, sin embargo, parece ser más bien el estado necesario para escuchar el mensaje que toda belleza trae. Este, recordemos, no es un cisne reflejado, sino reflejante. Si el agua es la Vida y el cisne la Belleza, la belleza no es otra cosa que el reflejo amplificado de la vida. Un reflejo ciertamente potente, que hace que, mirándolas bien, hasta las piedras parezcan animadas con la pesada respiración del durmiente.

El cisne aparece repentino, brota desde una manantial inesperado, en un claro del viento, en un vacío del aire, en un estallido de luz. El cisne es una visión. El espíritu no se nutre solo de frías teologías, también está el abrupto camino de los místicos. Puede ser que quizás no necesitemos alejarnos demasiado, quién sabe los cisnes estén expectantes a la vuelta de la esquina. Quizás seamos incapaces de verlos, de descubrirlos detrás de ese aspecto ordinario con que a veces la realidad nos engaña. O tal vez el que sea necesario descubrir es el cisne que habita olvidado en la intimidad de nuestro espíritu. Un cisne potencial. ¿Acaso el “patito feo” no escondía detrás de su vulgar apariencia un espléndido ejemplar de cisne?

A propósito: ¿a qué hora sale el próximo?

martes, 27 de noviembre de 2007

lunes, 26 de noviembre de 2007

domingo, 25 de noviembre de 2007

Quedándote o yéndote

("Kamikaze", Luis Alberto Spinetta)

Y deberás plantar
y ver así a la flor nacer
y deberás crear
si quieres ver a tu tierra en paz
el sol empuja con su luz
el cielo brilla renovando la vida
y deberás amar
amar, amar hasta morir
y deberás crecer
sabiendo reír y llorar
la lluvia borra la maldad
y lava todas las heridas de tu alma
de tí saldrá la luz
tan sólo así serás feliz
y deberás luchar
si quieres descubrir la fe
la lluvia borra la maldad
y lava todas las heridas de tu alma
este agua lleva en sí
la fuerza del fuego
la voz que responde por tí
por mí...
y esto será siempre así
quedándote o yéndote.



El bautismo es uno de los siete sacramentos de la Iglesia Católica. En orden, el primero. La puerta que abre el universo de la vida cristiana. Lo que convierte nuestra existencia en una historia de amor con Dios, según las palabras de Juan Pablo II. Una posibilidad que queda a nuestro alcance con solo quererlo y que solo nosotros podemos malograr, con la única excusa de esa torpeza proverbial llamada pecado.

Tiene además una vieja historia que se conecta con las religiones más antiguas de la humanidad. Y también con los nuevos cultos. Siempre el hombre sintió la necesidad de lavarse antes de entrar en contacto con la divinidad. Una limpieza exterior que se relaciona, con simpleza, con la realidad interior. Rituales purificatorios que cabalgan la historia: las abluciones del sacerdote pagano, la inmersión en el sagrado Ganges, las prolijas limpiezas del fariseo, el llamado del postrer profeta a orillas del Jordán, y hasta la vulgar “pelopincho” en el círculo central del Monumental que sumerge Testigos de Jehová arengados por pastores de traje gris y castellano de sonido lusitano. Toda fe exige pulcritud, al menos al inicio.

Sin embargo, a pesar de las conexiones hay algo que distingue esencialmente el bautismo cristiano de cualquier otra de estas otras prácticas purificatorias. Su carácter definitivo. Su ser indeleble, que queda señalado con énfasis en el título y cierra la poesía, declarando, con su hermetismo circular, lo invariable. El amor de Dios está ya ganado, más allá de lo que hagamos. Nuestra condición filial es indestructible, incluso inmune a nosotros mismos. Somos hijos, aun a pesar nuestro.

Pero más allá de este destino inmodificable, instalados en esta categoría que no cambiará, aún nos queda existir. El bautismo inicia una relación y, por lo tanto, es el comienzo de una tarea, una construcción que impone ciertos deberes. Aquí se propone una lista de cinco: plantar, crear, amar, crecer y luchar. Todas ellas acciones positivas, porque emanan de la Gracia sacramental. Así, la vida que se nutre del bautismo solo puede ser luminosa. La relación con Dios genera el Bien en forma ineludible.

Además, como todos los restantes sacramentos, el bautismo tiene un signo sensible de esta Presencia, el agua, que por licencia poética en este caso es presentada en una de sus formas, la lluvia. Es un agua celestial. Esta tiene una particularidad específica, que es lavar las heridas del alma, y borrar la maldad, ambas figuras del pecado. Un agua que tiene algo más que cualquier otra, un “plus” de poder que vive escondido en su interior. Lleva en sí la fuerza del fuego. No solo limpia, además quema. Purifica.

Se trata, en definitiva, de asumir esta condición. Ser hijo, porque, asegura el poeta, tan solo así serás feliz.

Y esto será siempre así, quedándote o yéndote.

sábado, 24 de noviembre de 2007

S y V


“La SABIDURÍA consiste en saber cuál es el siguiente paso;
la VIRTUD, en llevarlo a cabo”.

jueves, 22 de noviembre de 2007

El lenguaje del cielo

("Para los árboles", Luis Alberto Spinetta)

Las horas caen llevándose esta vez
Todo lo que el viento me habló
Eterno el día sin esperar
Ya volvió con tu cielo que se abre en dos.

Niño precioso, que no entiendes nada ya,
Cuando apareces tu energía es tan diáfana...
Escóndeme antes de que mire el mundo...

La soledad no habrá de cambiar mi querer.
Ni el ambicioso mundo lo hará.
Yo sé que acaso podrás sentir ese ardor,
otra vez el mismo amor.

Niño precioso, que no entiendes nada ya,
Cuando apareces tu energía es tan diáfana...
Escóndeme antes de que mire el mundo...

Yo sé que acaso entiendes el lenguaje del cielo.

y te recompensará con su sal el mar
y sólo eso será, sólo eso será...
y de tu boca saldrá la oveja del agua...
y sólo eso será, solo eso será...
y es que al fin, así, libre serás...

Yo se que acaso entiendes el lenguaje del cielo

Las horas caen llevándose esta vez
todo lo que el viento me habló.
La soledad no habrá de cambiar mi querer esta vez.

Niño precioso, que no entiendes nada ya,
Cuando apareces tu energía es tan diáfana...
Escóndeme antes de que mire el mundo...

Yo sé que acaso entiendes el lenguaje del cielo.



Si el sueño es un ensayo de la muerte, despertar es saborear una resurrección. Parece mentira que uno se entregue tan confiado al sueño, pero más curioso me parece que no exultemos cada mañana al reapropiarnos de la vida, confiada al sutil Morfeo. Sin embargo, el recuerdo que nos viene con respecto a este primer momento del día está en general cargado de un pesar agrio. El cachetazo iracundo al impertérrito despertador que martiriza los oídos durmientes y nos arranca de los dulzores oníricos. ¿Es que acaso el llamado de la muerte es tan seductor? Heidegger describe uno de los modos de ser del hombre como “ser-para-la muerte”, pero no se me antoja darle la razón esta vez. Su existencialismo se me hace árido y me sofoca con su techo demasiado bajo. Me dejo seducir por mi corazón que me susurra un ser para una Vida, mas allá de este frágil existir, herido por el tiempo. Prefiero el sabio consejo del Dios del Deuteronomio: “Elije la vida y vivirás”. Elijo el despertar, aunque me cueste abandonar el engañoso ropaje del dormir.

La poesía en general me sorprende por su vocación sintética. Resumir en unos pocos versos una realidad compleja siempre me provoca asombro. También placer, porque la poesía suele cincelar la realidad con contornos precisos, aunque utilice los borrosos contornos de su particular lenguaje. Comparado, el cartesiano pensar, claro y distinto, me resulta un espejismo que no termina nunca de asir lo real. Otras veces el poeta elige el camino inverso, menos transitado, pero igualmente eficaz. El abrir lo que encierra el punto de un instante, como una bomba que se aloja en la minuta cabeza de un alfiler. El microchip de un segundo que contiene una información inesperada, por lo vasta. La poesía se hace expansiva y se hincha como un “suflé” de sentido.

Este es el instante que nos trae el lenguaje del cielo, que se abre en dos para dar inicio al día. Atrás quedó lo que pasó, los rumores del ocaso, la fatuidad que el viento habló. El día es aquí un inicio radical, es una vida nueva que empieza desde la parcial muerte del dormir. Este es el “Niño precioso”, que aparece repleto de una energía luminosa pronta a inundarnos. Un encuentro previo al encuentro con los avatares de la jornada, en el que es preciso escondernos antes de mirar el mundo, precisamente para poder mirar al mundo con ojos nuevos. Un ejercicio que habilite al espíritu para percibir y recibir lo que le es donado en cada despertar: La vida. Un momento de reflexión antes de encarar el “ambicioso mundo” que puede enredarnos en sus grises vericuetos. La pausa reflexiva en soledad se hace imprescindible para preservar la voluntad y mantener “ese ardor, otras vez el mismo amor”. ¿Es que acaso se pude enfrentar la vida desprovistos de ese arrebato?

La vida espera, entonces, ser vivida y se nos ofrece en cada amanecer. Guarda para nosotros una recompensa, la sal de un sentido; una sorpresa, la oveja; y al fin, la libertad de ser. ¿Acaso entiendes el lenguaje del cielo?

martes, 20 de noviembre de 2007

102

Se sabe que es un invento argentino, y es cierto, empezando por el magnífico nombre que lo nombra. Este no hace referencia a su función, ni a su forma, si no que lo que se define es su esencia más íntima, su alma. Hay muchos otros medios que incluyen a muchas personas, pero ninguno merece este nombre tan acabado, y el secreto de esto es cuantitativo. Los medios que transportan mucha gente no son colectivos. La masa mata la colectividad del colectivo. Ni tampoco los que viajan demasiado lejos, porque la distancia es enemiga de la pertenencia. El colectivo es una comunidad reducida de seres humanos que se desplazan en un espacio y tiempo también reducidos. Esta es la medida justa que permite destruir los individualismos, sin perderse en la uniformidad de las muchedumbres ni en la desmesura de un espacio demasiado largo. Ser colectivo.


No es que no reconozca las bondades del subte que conserva siempre la fascinación de lo telúrico, sumado al aliento inconfundible que exhalan sus bocas. Tampoco reniego de la comodidad del taxi, especie de delivery de uno mismo y disfruto de la charla siempre íntima con esos fascistas del asfalto ciudadano. Pero solo el colectivo permite esa multiplicidad de rostros, ese democrático bamboleo que no reniega del fugaz contacto físico, que se suma a esa visión privilegiada de la ciudad, a una cota que está entre la soberbia de la vista aérea y el rastrero andar del peatón.

Así como es difícil que a alguien le guste el fútbol sin ser hincha de un equipo, yo soy de una línea. El 102. Soy un Siddharta que contempla el devenir de la existencia entre el necesario andar que une Palermo Chico y Barracas. La casa de mi infancia y la de mis abuelos (que ahora es la mía), mi colegio y el de mis hijos (que es otro), muchos de mis trabajos, y la cancha de Boca. Todos mis recuerdos se enhebran como en una brochette nostálgica por este recorrido que comienza algo incierto entre los bosques de Palermo, se asienta por Las Heras y luego como una espada corta la ciudad por Uruguay y su mecánica extensión San José, que no es en honor del santo, sino de batalla librada en tierra de su predecesora. El final sucede entre galpones donde en el aire se palpita el dulce olor del Riachuelo.


De chico olvidé una vez la valija completa con todo mis materiales escolares. Luego de recibir una reprimenda de mi madre, partió uno de mis hermanos al rescate de toda mi ciencia encerrada en ese maletín. Su destino para mí era el de una tierra mítica de la que solo su nombre conocía, tallado como estaba en el frontispicio del colectivo: Azara y Olavarría. Recuerdo la tensa espera en una tarde de calor intenso, y también su exitoso regreso, cuando volvió blandiendo entre sus manos, como un Jasón que llegara de las playas del Mar Negro, el trofeo de cuero marrón henchido de manuales Kapeluz.


El colectivo tiene un capitán que lo guía, con su camisa azul y la protectora franela infaltable sobre el muslo: el colectivero. Allí gobierna su nave de pasajeros erráticos, sobre su trono amortiguado y su timón nacarado. De chico, a todos los del 102 les cabía un sobrenombre: Padre eterno, el Cursillista y el malhumorado del interno 5, que arrojaba con furia los billetes contra el parabrisas mientras mascullaba maldiciones por la eterna falta de cambio. Ahora también tengo varios choferes apodados, pero no tengo a mi hermano para compartirlos, está Julio de Vido, el Roña Castro, Crossa (ex Racing, Boca y Vélez) y el Salteño, que es un amigo y no me cobra. Lástima que los colectivos no tengan más “pozo”, si no hubiera viajado en ese lugar destacado como pocos. Pedestal invertido que, descendiendo, enaltecía a quien lo ocupaba.

Es verdad que con la llegada de las máquinas de monedas se ha perdido algo del contacto con el conductor, pero estas han agregado también algo de emoción al viaje. Siempre hay un temblor de incertidumbre antes de saber si nuestras monedas serán aceptadas. La máquina traga a veces monedas con herrumbre verde y números gastados, y rechaza otras que se presentan doradas de una novedad ostentosa y grosera. Un criterio de selección que me recuerda al de Yahvé.


Cuando vivía en Roma, extrañé mucho el 102. Y no es que haya abandonado la práctica de viajar en transporte público de superficie. Pero los buses de Roma son inmensos y parecen tranvías que vagan aturdidos porque han perdido a su madre. Me los imaginaba como esos esclavos que aunque recuperen la libertad guardan en su andar las huellas de su antiguo yugo. Tampoco ayudaba su monócroma existencia naranja en la que se disuelve toda posibilidad de carácter. No se puede amar cuando la uniformidad impide la elección en la que saboreamos la libertad.

En este tramo de mi vida se agrega a mi diario viaje al trabajo, realizado claro está en el 102, la experiencia cargada de simbolismo de bajar en el final del recorrido, junto al hermético Parque Japonés. Generalmente quedo solo en una situación algo incómoda, ya que naturalmente el colectivero no está preparado para soportar la intimidad. Bajo con un saludo dubitativo y pienso en lo que significa llegar a la terminal. Un lugar en donde, como Nietzsche soñara en un mediodía perfecto, todo vuelve a comenzar idéntico.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Dos murciélagos

("Para los árboles", Luis Alberto Spinetta)

-“Yo no escribo
no soy un hombre
pero en mi bruma
conozco muy bien la inmensidad
son mis ramas
mis aguas
mis antepasados
¡Y qué feliz la verdad de este sueño fugaz”!

-“Yo te digo
que te escucho cuando me hablás
la distancia es tan grande que no sirve mirar
Sólo sentir las estrellas y saber que se mueven...
¡Y que feliz la verdad de este sueño fugaz!”

-“La vida
como un carillón
que se enciende una nueva vez...”

-“Sólo en la canción tendrás
un espejo en vano,
abierto sobre un cuerpo rosa
que se entrega en su destino”

-“En la vida siempre será
el corazón de amor
hasta el amanecer
sólo sentir las estrellas
y saber que se mueven
¡Y qué feliz la verdad de este mundo ideal!
¡Qué feliz la verdad de este sueño fugaz!”

-“Yo vivo pidiéndote que vuele más alto
y los halcones te esperan
junto al despertar
ya no hay amparo
ni sombras
ni soles
ni un tiempo alcanzado...”.



Titular es una oportunidad de ampliar el campo semántico de lo titulado. Hay veces, sin embargo, que es imposible evadirse de una solución automática. Aunque el artista titule de una forma, el público hará caso omiso de su sugerencia. La unión entre texto y título es a veces indestructible. El título puede iluminar, en ocasiones, algún aspecto que se quiere resaltar u oponerse a lo expresado de manera de crear un campo de tensión. También se puede callar, como hacían los artistas de vanguardia que nombraban sus obras con fríos números, como alguien que no tiene nada más que decir, solo lo que ya ha dicho. Nombrar algo es de alguna manera completar lo creado, dibujarle un destino, encomendarle una misión. “Se llamará Emanuel”, dice el Ángel, “Tú eres Pedro...”, dice el Señor.

En este caso, el título es llave, clave que permite la comprensión de lo dicho, y que insita a la interpretación por la ausencia de lo referido. ¿Dónde están los dos murciélagos? La pregunta irrumpe espontánea en una primera lectura. Como en una fábula, uno de los murciélagos es quien habla en primera persona (el poeta) y el otro componente del par enunciado, es quien escucha (nosotros, quizás). Es un diálogo, por que son “dos” los personajes señalados, pero solo la voz de uno se escuchará. Se supone que el restante absorbe su discurso en un silencio reflexivo. Un diálogo íntimo en donde quien habla se define a sí mismo desde su misma esencia, la de ser murciélago.

Pocos bichos resultan más repelentes que esta rata volante y ciega tan inofensiva y benéfica como repugnante. Un objeto a priori indócil a la poesía, si lo pensamos desde su forma. Lejos estamos aquí de la encarnación de un murciélago ético, al estilo Batman, que toma del animal alguna de sus cualidades físicas y sobre todo su halo de nocturnidad. El aquí propuesto no tiene rastros de su parecer desagradable, ni de superhéroe, sino que su elección tiene que ver con su particular modo de conocer. Un murciélago epistemológico, que acepta, sin demasiadas quejas, las imperfecciones que le impone su sistema cognoscente. Un conocer consciente de los límites de su pensar. Un murciélago kantiano.

El murciélago-poeta se presenta con dos negaciones: ni escribe, ni es un hombre. Es decir no es un hombre, si por hombre se entiende un ser exclusivamente racional. La especulación teórica no es su campo, la abstracción no es su método. Su conocer se aplica más a su ámbito vital, a ese mundo acotado que lo rodea y que le pertenece: “sus aguas”, “sus ramas”. Y también su origen, que se expresa en la seguridad que otorga el saber su proveniencia, “sus antepasados”. Frente a estas relaciones próximas se abre un universo cuya inmensidad conoce, pero cuya dimensión es tal que lo hace de algún modo incomprensible, al punto que “no sirve mirar”. Una ignorancia que no inquieta del todo, pues “el sentir las estrellas y saber que se mueven” habla de que alguien gobierna esa inmensidad inalcanzable a su defectuoso entendimiento.

Esta es la situación del murciélago, que acepta sus brumas sin rencores. La vida que se enciende cada día, a pesar de su fugacidad, aparece ineludiblemente dichosa. Esta es su realidad y esto es lo que le es dado conocer. Esto es, en definitiva, lo que dice la escueta monografía de su condición, que es también la nuestra. Pero esto no es todo. Al poeta se le exige más que una simple exposición sobre el estado de las cosas. El momento de las declaraciones deja paso a los pedidos. El enunciado a la voluntad.

”Yo les pido”. Un esfuerzo para que compartamos su visión, que no proviene de la luz de sus inertes ojos, sino que su corazón intuye. Esta es su verdad, que no necesita de la razón para ser aceptada, sino que pide el auxilio indispensable de la fe. Al rastrero murciélago le espera un destino de halcón; a las brumas le siguen las claridades de las límpidas alturas; a las tenues seguridades de hoy, una libertad que no necesita de frágiles amparos; a la fugacidad de la existencia, el tiempo que una vez alcanzado muere para ganar la eternidad. El sueño del halcón merece ser soñado, y entonces sí será “feliz la verdad de este sueño fugaz!”, porque existe también la “verdad de este mundo ideal”.

Virtud

domingo, 18 de noviembre de 2007

Palladio

Publicado en "Communio", año 2, nº 1, marzo de 1995.


1. INTRODUCCIÓN: UN RENOVADOR DE LO CLÁSICO

“Cuanto más se estudia a Palladio, más inconcebible resulta el genio y maestría de este hombre, su fecundidad, su versatilidad y gracia inigualable” (Goethe).
Se puede decir, sin temor a exagerar, que Palladio fue, dentro del campo de la arquitectura, el artista del Renacimiento que mayor influencia tuvo en los siglos posteriores a su muerte. Esta influencia se expande por Europa, ya que no solo abarcó los países del Mediterráneo, son y especialmente, todo el norte de Europa, constituyendo la base de la arquitectura inglesa de los siglos XVII y XVIII para luego pasar a los EE.UU. y dar origen al movimiento conocido como “clasicismo americano”, cuyo ejemplo más acabado es la obra de Thomas Jeffersson, en especial los pabellones de la Universidad de Virginia.
Sin embargo, este artista tan influyente en los tres siglos posteriores a su muerte no es hoy en día demasiado conocido fuera del campo específico de la arquitectura.
Es esta una paradoja a resolver. ¿Cómo explicar que ese hombre, tan importante sea hoy un gran desconocido?
Se me ocurren tres respuestas posibles. En primer lugar, Palladio es específicamente un arquitecto, es solo un arquitecto. Su caso no es el de otros artistas del Renacimiento, que llegan a la práctica de la arquitectura después de transitar por otros diversos campos del arte donde sobresalen y alcanzan la fama, así Miguel Ángel, Bramante, Rafael, etc. Además, la arquitectura es de todas las artes la de más difícil interpretación, pues está contaminada por lo meramente útil, lo que constituye un gran obstáculo para su comprensión.
En segundo lugar, si bien la obra de Palladio alcanza dimensión internacional, ella misma se encuentra concentrada en un pequeño territorio, que es la región véneta y, salvo los últimos edificios, que están en Venecia, el resto de su obra se halla diseminada por la campaña o en una pequeña ciudad como Vicenza, que queda fuera de los grandes itinerarios turísticos.
Entonces, además de la complicación intrínseca que ofrece la interpretación de la obra arquitectónica para el público en general, se interpone entre la gente de hoy y Palladio una cierta incomodidad de tipo práctico.
El tercero de los motivos que lo aleja del público es la falta de espectacularidad del personaje que, de este modo, se vuelve para nosotros, acostumbrados a los héroes del cine americano, poco “cinematográfico”.
Podríamos definir a Palladio, sin duda, como un revolucionario, pero pertenece a esa clase de revolucionarios que hace su revolución desde adentro, una revolución “no sangrienta”, para llamarla de algún modo. Su vida y su obra no reflejan grandes quiebres o salientes, tintes fuertes que nos permitan trazar rápidamente el bosquejo de su personalidad y de su arte.
Su gran mérito fue dar una respuesta consonante con su tiempo o, mejor dicho, traducir en arquitectura las aspiraciones de una determinada clase que hemos dado en llamar “el humanismo véneto”.
Pero antes de ir más allá trataremos, muy rápidamente, de situar el tiempo y el espacio de Palladio, visto que lo hemos definido como su fiel intérprete.


2. SITUACIÓN HISTÓRICA

Palladio nace en el año 1508 y muere en 1580, es decir el arco de su vida recorre prácticamente todo el siglo XVI. Este siglo es un período en el cual se cristaliza un proceso tendiente a la unificación, que arranca a principios del siglo anterior.
A grandísimos rasgos señalaremos que, luego de la desaparición del Imperio Romano, comienza una disgregación en Europa que acompaña todo el Medioevo y que se conoce como el sistema feudal, donde se desarrolla la ciudad estado.
Este proceso comienza a revertirse a inicios del siglo XV, en España con la reconquista y el proceso de unificación llevado a cabo por los Reyes Católicos, y en Francia con las guerras que libra Luis XI dentro del territorio francés para fortificar el reino. Esta situación prepara el gran choque que veremos durante el siglo XVI entre Francia y España o para ponerle nombre y apellido, entre Francisco I y Carlos V.
Italia vive también este proceso unificador, pero dado que en esta región el sistema de la “ciudad estado” tuvo un gran éxito, ninguna de estas resulto lo suficientemente fuerte para imponerse sobre las restantes, y si bien en el mapa de Italia se encuentran a principios del siglo XVI algunos estados que han alcanzado cierta extensión territorial, tal es el caso de los Estados Pontificios, el disputado (entre españoles y franceses) Reino de Nápoles, la Toscaza, el Piamonte, la Lombardía y por supuesto Venecia, ocurre que ninguno de estos se encuentra en situación de hacer frente a las reglas de juego impuestas por los nuevos poderosos de Europa, por lo tanto Italia permanecerá a merced de los poderosos.
El formidable choque del que hablábamos entre Francisco I y el emperador Carlos V se va a librar sobre todo en territorio italiano, el cual se verá varias veces desvastado a lo largo del siglo por el paso de estos ejércitos (basta citar como ejemplo el saqueo de Roma en 1527).
Por último, en Italia, a partir del siglo XVI y hasta “il Risorgimento” no existirán políticas propias: éstas serán filo-francesas o filo-imperiales según las conveniencias.
Pero centremos el objetivo para irnos acercando a Palladio, en Venecia y el Véneto. Dentro de la especial situación italiana en Europa, Venecia constituye a su vez un caso excepcional. Su política en los siglos anteriores fue desinteresarse de lo que ocurría en el interior de la península y dedicarse a crear esa formidable máquina comercial que fue el imperio veneciano. Un imperio basado en la extensión territorial, sino compuesto por una eficaz línea de puntos, bien definidos, que servían de escala a las naves que traían las riquezas del Cercano y del Lejano Oriente. Este imperio comercial se pudo crear sobre la base de la paciente infiltración de los venecianos en esa realidad más afín y también un poco caótica que era el Imperio Bizantino.
Al final del siglo XV la situación da un giro de 180 grados con la caída de Constantinopla en manos de los turcos, que representan una fuerza nueva y pujantes con verdadera mentalidad imperial y empiezan a disputar con Venencia la supremacía en los mercados de Oriente.
Esta situación, sumada al descubrimiento por parte de los portugueses de las nuevas vías hacia el Oriente, hace que Venecia comience a volcarse hacia el interior, hacia la “terra ferma” e intente la expansión territorial en esa dirección. Pero a estas ambiciones de expansión se contrapone la “Liga de Cambrai” formada por franceses, imperiales, y los Estados Pontificios que derrotan a los venecianos.
La situación comprometida en mar y tierra provoca una profunda crisis en la sociedad véneta y el consecuente recambio de clases. La vieja y hasta entonces exitosa burguesía, que basaba su superioridad en la buena marcha de los negocios, deja su lugar a la aristocracia, la cual, como toda aristocracia, afinca su poder en la posesión de tierras. Será a partir del cambio de guardia entre una y otra clase que aparecerá nuestro personaje para constituirse, poco después, en el encargado de manifestar a través de obras de arquitectura, las aspiraciones de la nueva dirigencia.


3. PALLADIO

Palladio nace en Pádova en el año 1508. Su padre, que era un trabajador agrícola, poseedor de un molino, lo inscribe a los 8 años en la corporación u orden de los “tagliapietra” o “scalpellini”, trabajadores manuales de la piedra, constructores de capiteles, bajorrelieves, etc. Emigra a Vicenza a los 16 años y comienza a trabajar en la “bottega” o estudio llamado de Pedemuro, una de las más importantes dentro del ámbito provincial.
Allí Palladio recorre un camino que lo aleja del simple trabajador manual y lo acerca al arquitecto. Sin embargo, en los años que corren desde 1524, año de la llegada de Andrea de Piero della Góndola –pues ese era su nombre– hasta 1546, año en el cual ya Andrea Palladio recibe el encargo de mayor prestigio en Vicenza para reacondicionar el “Palazzo della Ragione”, se produce un enorme salto de calidad que resulta difícil de explicar. Valiéndonos de una comparación, diríamos que este fenómeno tiene la apariencia de una reacción química: es el resultado de una fusión que se da en este joven proveniente de una formación de tipo artesanal, que había recorrido todos los pasos de la actividad en este campo, y que accede ahora al ámbito de las puras ideas, representado por esa “lite” de pensadores que componían el “humanismo véneto”.
Esta fusión tiene lugar y fecha, pues sabemos con certeza que el 19 de febrero de 1539 Palladio se encuentra en la residencia urbana de Giangiorgio Trissino, y este es el hombre que de alguna manera “inventa” a Palladio.
Encarna el modelo de humanista, estudioso de filosofía y literatura, interesado en los problemas del arte y de la arquitectura en particular. El encuentro de Trissino con el joven arquitecto cambiará el destino de este último en forma definitiva.
En primer lugar, Trissino introduce a Palladio en el mundo de la teoría de la arquitectura haciéndole conocer a Vitruvio, el tratadista de la antigua Roma, en el cual se basa todo el Renacimiento. También lo acompaña en un viaje a Roma en 1541, durante el cual Andrea tomará contacto por primera vez con las ruinas de la Antigüedad clásica. Pero quizás el favor más grande que hará Trissino a Palladio sea el de introducirlo en el mundo del humanismo véneto para conocer los artistas y pensadores más importantes de la época. Por último, le dará el nombre de Palladio, hijo de Palas Atenea (diosa del arte), que significará un corte definitivo con su pasado de artesano para abrirle las puertas de la Arquitectura.
Entre las personas que conocerá Palladio gracias a Trissino, es importante la figura de Alvise Cornaro, noble veneciano, que, en contraposición a Trissino, tiene una estructura mental más abierta con respecto a la Antigüedad clásica. Esta influencia permite a Palladio no solo superar la instancia de una Antigüedad entendida como dogma, sino poder profundizar y reelaborar esa realidad. Cornaro es importante también porque fue uno de los mayores promotores del agro en la “terra ferma”, dando además un carácter sacro al trabajo de la tierra y predicando una especie de exaltación de la vida en contacto con la naturaleza.
Con estos antecedentes, importantes familias de Venecia vieron en Palladio la persona indicada para celebrar con obras de arquitectura este reapoderarse de la tierra.
Por último, ya cuando era una figura reconocida en le ámbito de Vicenza, Palladio encontrará otro personaje que lo va a proyectar hacia la fama que trascenderá el tiempo y el espacio.
Se trata de Daniele Barbaro, filósofo y matemático, quien va a escribir con Palladio una reinterpretación de la obra de Vitruvio, y con el cual el arquitecto profundizará el estudio de las matemáticas y de la armonía que serán tan importantes en su vida. De la mano de Barbaro, en el final de su vida artística, Palladio entrará en el mundo de Venecia para convertirse en el primer arquitecto de la ciudad. También Barbaro impulsará a Palladio a la redacción de su obra: “Los cuatro libros de la Arquitectura”, a partir de la cual su pensamiento se difundirá en toda Europa.
Estos tres personajes, Trissino, Cornaro y Barbaro, son representantes de esa clase que después del desastre de Cambrai, antes referido, tomará el poder en el Veneto y, en el plano de las ideas, constituirán ejemplo del humanismo en Venecia. Podemos ver a través de ellos el camino que recorre Palladio para convertirse de un hábil artesano en un arquitecto de trascendencia histórica. Sin duda existía la inclinación natural de la cual Palladio habla en el prólogo de “Los cuatro libros de la Arquitectura”, pero su figura solo se explica a través del encuentro entre ese don natural y ese mundo que llamamos el humanismo véneto, que le transmite toda su cultura para que estas ideas se transformen a través de Palladio en obras de arquitectura.


4. EL MÉTODO DE PALLADIO

Este pasaje de las ideas a la arquitectura Palladio lo realiza poniendo a punto un método. Solo a través de la práctica de este método se explica la extrema coherencia de la obra palladiana, y el increíble número de edificios realizados por él mismo, ya que trabajaba sin contar con una gran estructura que lo apoyara.
El método palladiano es un complejo mecanismo, puesto a punto a través de los años, que se compone de tres elementos. En primer lugar, una estructura fija que llamaremos marcos de referencia, luego una segunda pieza móvil que es la que permite las distintas elecciones, las variables del sistema, por último existe un tercer elemento, la herramienta, que es la que permite al mecanismo funcionar con precisión.
Así lo explica él mismo en el prólogo a “Los cuatro libros de la Arquitectura”: “Da Naturale inclinazione guidato mi diedi nei primi anni allo studio dell’Architettura: e perche sempre fui di opinione che gli Antichi Romani come in molte altre cose così nel fabricar bene abbiano di gran lunga avanzato tutti quelli, che dopo loro sono stati; mi proposi per maestro, e guida Vitruvio: il cuale è il solo antico scrittore de queso’Arte”.
Se podría afirmar que la Antigüedad clásica es el marco de todo el Renacimiento, sin embargo el modo de ponerse frente a esta realidad es lo que diferencia a Palladio de sus contemporáneos.
Por un lado, el conocimiento erudito de esta realidad clásica llevará a Palladio lejos del Primer Renacimiento, de la inocencia brunelleschiana, y por el otro, Palladio se distinguirá de los restantes artistas por este trabajo en profundidad que jamás lo llevará a transgredir el marco prefijado, como sí lo hicieron por esos años Miguel Ángel o Giulio Romano, por citar a algunos.
Una vez elaborado el marco de referencia general, Palladio elaboraba marcos particulares para cada tipología de edificios que se le presentarán: villa, pallazzo, iglesia, etc. Él elabora una idea general, o partido, como decimos los arquitectos, para cada tipología, y a partir de ella proyecta aumentando progresivamente, con el aporte de la cultura adquirida a través de los años, la tensión y la calidad de la obra.
Una vez definidas estas constantes, Palladio admite dos tipos fundamentales de variables: las que provienen del cliente y las que provienen de la obra.
Las del primer grupo muestran que Palladio es un arquitecto modernísimo, desde el punto de vista de la clientela, pues sus cargos provienen de particulares a los cuales debe satisfacer en sus necesidades específicas.
En el segundo tipo de variable, Palladio demuestra una maestría que pertenece al área de sus talentos naturales, aquella “de naturale inclinazione guidato” que leíamos en el prólogo. La sensibilidad demostrada en cada caso para dar respuesta a particulares situaciones del terreno o distintas ubicaciones dentro de la ciudad, así como también la resolución de los problemas que cada edificio presenta, nos alejan de la figura, quizás fría, con la cual hemos presentado a Palladio, como si fuera la resultante de una serie de causas y efectos.
Por último, una vez definido el marco y las variables, Palladio utiliza para desarrollar sus proyectos la herramienta matemática. Basada en la teoría de las armonías Pitagóricas que inspiraron el “Timeo” de Platón, tan en boga en aquellos años, Palladio elabora un propio sistema proporción al que le sirve para dar forma definitiva a sus edificios tanto en planta como en alzado.


5. CONCLUSIÓN

El mundo y el arte contemporáneo, que es su reflejo, se encuentran empecinados en producir golpes de efecto, provocar a cualquier costo, buscar siempre lo novedoso.
El método de Palladio nos muestra otro camino: la búsqueda y la investigación en profundidad, a partir de ciertos límites prefijados.
Si bien existen otros límites, otro marco, el método palladiano puede tener vigencia aún pasados cuatro siglos. Quizás sea un camino útil para explorar hoy en día.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Nuestra Fe

(“Dynamo”, Soda Stereo)

Bajo esta piel
Que estoy mudando
Encendí un amanecer
Que no para de crecer
Que no para de crecer

Con el sol de Abril
Y sin saber por que
Estoy sudando en nuestra fe
Que no para de crecer
Que no para de crecer

Tengo aqui el cristal
En mis manos
Ya soy todo un corazon
Que no para de crecer
Que no para de crecer



La fe es una certeza que vas más allá de la experiencia, y de quien maneja los datos que la experiencia nos da, es decir, la razón. No es un saber, sino un creer en algo, que no necesita de razones para urdir sus certidumbres. Es, en definitiva, un modo de relacionarnos con algo que está fuera de nosotros, ya que la fe “en sí mismo”, solo es posible si nos consideramos a nosotros mismos como un “otro”. Aquí nada se nos dice sobre hacia quién esta dirigida esta fe, su objeto, pero sí se nos describen cuáles son las notas características de esa relación. Ya desde el título, que habla de “nuestra” fe, se anuncia su carácter necesariamente participativo. La fe necesita de los otros, necesita ser comunicada y compartida. La fe de uno solo se parece a la locura. Luego, cada una de las tres estrofas señala una característica. Primero, nuestra fe aparece en un determinado momento, que en general es un momento de cambio, ya que en el hombre muy instalado es difícil que irrumpa la fe. Aparece y es siempre una novedad, un amanecer. Segundo, una vez aparecida, anida en nuestro interior y desde allí se manifiesta. Desde allí y casi contra nuestra voluntad, reacciona ante lo exterior, como el sudor. Tercero, está en nuestras manos y es frágil como el cristal. Por último, sumada a estas tres, que no dejan de ser accidentes propios de cualquier cosa inerte, se suma la más importante de todas. Esta, presente y duplicada en todas las estrofas, anuncia que la fe es algo vivo, es un organismo expansivo que no para de crecer. Sencillamente si la fe no crece, muere.


Nuestra fe (inmanencia)

Existe una fe que se basa en lo que existe, lo transforma y nos transforma, una fe lateral. Es la fe del cauto Spinoza que se apoya en el hombre y que anuncia que para el hombre nada es mejor que otro hombre. Así, el solitario judío respondía al agrio Hobbes que había sentenciado: “homo homini lupus”. La fe de Spinoza es una fe en el hombre y en su capacidad de conectarse entre sí, una fe que arma redes, que habla de solidaridades y que tiene a la tolerancia como su sostén fundamental. El hombre conectado con sus semejantes expande sus capacidades y aumenta entonces su potencia de ser, en definitiva, más hombre. Es la política de los afectos, la búsqueda de los otros para dejarnos afectar por ellos. Para ello es necesario hacer el arduo ejercicio de ponernos en su lugar, sabiendo que nunca llegaremos a ser “el otro”, pero que al menos comprenderemos mejor sus circunstancias y de esa comprensión saldremos fortalecidos. De todos modos, es justo decirlo, esta fe, como toda inmanencia, adolece de chatura. Es como el plano de una casa, que muestra con gran acierto sus funciones y la disposición de los espacios que la componen, pero que no pasa de ser un esquema. Nadie puede vivir en el plano de una casa.


Nuestra Fe (trascendencia)

Cuando el hombre busca más allá de su propia existencia, aparece Dios y con Él aparece el espesor. Dios levanta el plano y hace el mundo habitable. No es que se pierda la fe en el hombre, al contrario esta encuentra su sustento, su garantía. Dios mismo sale fiador por el hombre. Sobre todo porque Dios no se limita a quedarse más allá del hombre, sino que viene a su encuentro. No solo se prueba el traje de hombre, sino que acepta su condición hasta el final, hasta la muerte, “y muerte de cruz”. Esta es Nuestra Fe, que es un don, que habita en nuestro corazón, que es frágil por el pecado y que sobre todas las cosas vive. Y no para de crecer.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Siempre en la pared

("Téster de violencia", Luis Alberto Spinetta)

No sigas siempre en la pared
tan fría está
no le digas nada a la pared
no escuchará
sin embargo en las sombras
se escucha una música como si ya no estuviera aquí
no sigas solo en la pared
no tiene caso
no el pidas nada a la pared
no escuchará
se oye acaso un gemido
detrás de la nada
sólo cuando estoy lejos de ti...
inmóvil siempre
la pared se cansará
no te vuelvas como la pared justo ahora
un insólito abismo testea los cuerpos
que tan sólo habitan lo que fue
siempre en la red
siempre en la pared
no beses sólo la pared
no tiene caso
tan blanca como la pared te cansarás
no le pidas un surco no pidas palabras
sólo un viejo
musgo nacerá
oh!


Hace algunos años pensé en escribir un libro. El título iba a ser “La pared”, estaba decidido. También estaba decidido que, después de esas tres o cuatro páginas que preceden todo libro con sus datos, iba a poner este poema a modo de portal. Después sobre el resto tenía solo una idea vaga, pero ambiciosa. Iba a ser una historia de la pared como arquitectura, como materialidad. El lugar donde se encuentran las tensiones entre el interior y el exterior, con toda la implicancia de ambos términos, de las espaciales a las personales. Un especie de testeo de la cultura que a través de los siglos dejaba impresa en los muros sus ansias y sus temores. La pared como una fina membrana que vibra y se moldea con los distintos intentos del hombre para comprender el Universo. Las enigmáticas pirámides, los griegos que escondían sus muros detrás de un elegante velo de columnas, los romanos con sus espesores desmedidos que sostenían un imperio, el gótico abandono de la piedra en cristales de luz azul, el plano dibujado geométricamente de la iglesia florentina, el torturado movimiento de la sensualidad barroca, la ordenada rigidez del austero clasicismo, la lúcida metáfora moderna y la ácida ironía posmoderna.

El problema con los libros es que hay que sentarse a escribirlos.

Una pared es un recorte del espacio infinito. Un envase de aire. Como cuando nos acercamos a la orilla para sacar agua del mar y el océano toma la forma de un balde. También es un cuchillo que divide y separa el adentro del afuera. O un papel donde se escribe la bronca, o un tímido mensaje enamorado. El lugar donde se mata algún sueño revolucionario y se agiganta a paredón. Lo que encierra nuestra vida o la vida de los otros. The wall. Una pared protege pero también expulsa extramuros lo indeseado. Es una superficie que desafía la imaginación y también la poesía. Las hay ricas y brillantes de mármoles costosos, pero a mí las que más me gustan son las vestidas con la pobre dignidad de un revoque. Se las puede decorar con los objetos más diversos, coronar de molduras pretenciosas, pero también se las puede concluir con culos partidos de botella que desafían la osadía del ratero. Muchas cosas se pueden hacer con una pared, incluso mearla sin provocarle ofensa alguna.

Sin embargo el poeta señala lo que no debemos hacer.

Es que la pared de la que se habla no es una pared material; o una pared cultural o una poética tapia de suburbio. En este caso se trata de una pared existencial. La pared entendida como un modo de ser. Una existencia posible que se nos enfrenta como modelo del cual, según se aconseja, debemos huir. Un anti-modelo. Un peligro que acecha, algo en lo cual podemos quedar atrapados si permanecemos inertes. La pared es una red. Si el hombre es una realidad viviente, o como lo define Heidegger: ser-ahí, la pared es un no-ser. La otra cara del vivir.

La muerte en vida.

Una muerte que no sucede como fatalidad, como accidente, sino que aparece como renuncia. De ahí la desesperación del poeta que nos alerta con la potencia de su “no”, como en el decálogo de Moisés. No seas como la pared, quiere decir precisamente sé: vive. “No sigas siempre en la pared” es una voz que alienta a salir del encierro del alma, la claustrofobia que la nada provoca. La música y los gemidos que se escuchan vagamente a través de la pared, más allá de ella, es la vida que reclama ser vivida. De la renuncia del vivir, poco se puede extraer, “sólo un viejo musgo nacerá”. La invitación queda, pues, formulada: no te abandones a la falsa calma, a la aséptica blancura, a la crueldad silenciosa, a la frialdad indiferente de la pared.

Asume la tarea, a veces fatigosa, de ser hombre.

jueves, 15 de noviembre de 2007

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Clitemnestra: biografía no autorizada

HELENA
Soy la maldad, y este estigma empujó mi leyenda a través de los siglos. No pretendo disculparme, porque el arrepentimiento es ajeno a mi naturaleza. Solo intento desbrozar las causas de lo que soy, o mejor, de lo que devine. ¿Se puede suponer que el mal, y su encarnación, son un hecho único y fulminante?



Yo digo que es más bien un lento sucederse de acontecimientos, un goteo amargo que termina por arrastrarnos a la nada, que es la sustancia de la maldad. Quizás, hubiera de admitir una cierta debilidad del carácter, como la fisura en la piedra, que al principio, imperceptible, termina por quebrarla. Pero a los dioses habrá que presentar la queja por nuestras fallas de origen. La maldad es una playa a la que se llega después de un arduo trajinar de desgracias desparejas. Empezó, este lento resbalar a la negrura, en los claros días de mi infancia. Allí donde mi padre era rey de los dorios y, junto a Leda, mi madre, crecimos los cuatro hermanos, en una simetría de apretados simbolismos. Cuatro gemelos de idéntica madre, pero de padre sustancialmente distinto. Un mismo instante al nacer, pero una distancia sideral nos separaba, justo en el origen. Solo en lo igual se percibe la diferencia, esa que hace brotar el dolor de lo imperfecto. Esa tenue disparidad marcó mi vida, que se fue untando con el resentimiento. Fui bella, si es que este es un nombre posible a quien tiene por hermana a la Belleza. No es que Helena echara sombra sobre mí, si no que su luz cegaba mi presencia. Rápidamente comprendí que intentar el esfuerzo por estar a su altura era un intento innecesario por lo inútil, y así lo comprendieron todos. Mis padres, los primeros. Fue arreglado entonces mi matrimonio con Tántalo, rey de de la vecina Pisa. Todo fue hecho con rapidez, y de un modo tan escuálido que la comparación con los juegos organizados para casar a mi hermana resulta de una evidencia desoladora. En seguida sobrevino la guerra inevitable. El naciente poder de Micenas hacía necesario su dominio sobre todo el Peloponeso. La pequeña Pisa fue aplastada, y con ella mi esposo y mi pequeño hijo. Fui forzada, para consolidar el dominio minoico, a devenir esposa del victorioso y radiante Agamenón. Lloré la muerte de mi primer hijo, pero no la de Tántalo, una completa nulidad. Por otro lado, abandonar la insignificancia de aquella pequeña ciudad, con su escuálida corte, sus palacios achaparrados y sus calles polvorientas, fue un alivio. Siempre pensé que merecía más que ese destino minúsculo, por mi estirpe y también por mi carácter. Aquella mañana, en la que junto a mi flamante esposo entramos sobre un carro dorado en Micenas, supe que ese era el lugar que me correspondía. Finalmente, los dioses habían escuchado lo que contenía la sangre de los sacrificios que ofrendé pacientemente. Cabía olvidar el pasado y empezar a construir de nuevo mi historia, ahora desde mejor posición. Cuando aquel absurdo concurso ideado por mi padre para encontrar al esposo de Helena favoreció a Menelao, sentí un regocijo, como una risa ahogada que permaneció en mi pecho por días. Una seca simetría parecía guiar aún nuestras vidas. De todos modos, Agamenón era superior a su hermano en todo y, además, era el rey. Y yo su esposa.


IFIGENIA
Aquellos días de Micenas fueron los de mi gloria. Mi esposo aportaba, como contrapeso a su natural rudeza, los beneficios de un poder siempre creciente. Yo disfrutaba de mi posición, era una madre fértil y una esposa silenciosa. Tenía la virtud de escrutar a los hombres, y mi consejo compuesto de frases cortas y ácidas ponía al descubierto una inteligencia que era apreciada. Los niños se sucedieron: mi desgracia, Ifigenia, la primera; la combativa Electra; la dócil Crisótemis, y, por último, el divino Orestes. Reinaba en paz, pero una vez más Helena tuvo que poner fin a mis días tranquilos. Justo cuando comenzaba a brillar con una tenue luz propia, sobrevino un hecho inédito, una traición inaudita. Y ella volvió a ocupar el centro de la escena. Yo, que había crecido observándola, jamás pensé que iba a llegar tan lejos en su egocéntrica osadía. El rapto fue un rayo en una mañana celeste y límpida que nada decía de los oscuros nubarrones que nublarían nuestras vidas. Comprendí que la ofensa era tal, que hacía la guerra inevitable con aquel pueblo que había abusado de nuestra hospitalidad. Lo que siguió fue un sucederse de ajetreados aprestos, de consejos multitudinarios que finalmente terminaron por proclamar a mi esposo como jefe de la armada aquea, preferido a Menelao, el directamente ofendido. Partieron al fin todos, dejando una polvareda espesa y vacías las ciudades. Solo quedaron en ellas mujeres, niños, ancianos y cobardes. Me preparé para una larga espera que ni en el peor de los augurios imaginamos tan larga. La armada aumentaba en poder con el correr de los meses, pero permanecía impotente, clavada como una estaca a las playas griegas por un viento que no quería soplar en su favor. Inesperadamente, recibí el llamado de mi esposo para concurrir a su lado en el campamento, acompañada de mis hijos. El motivo era el matrimonio de Ifigenia, que iba a ser prometida al más rutilante de los capitanes griegos: Aquiles. Partí sin demora, repleta de una dicha intensa, como asalta a toda madre que avizora un futuro glorioso para su descendencia. Busqué durante el trayecto calmar las ansiedades de mi pequeña, y las mías. La fama de irascible que acompañaba a su prometido había llegado a sus oídos. Con cuánto dolor amargo recuerdo ahora aquella conversación, de la que ignoraba su carácter final. Con excusas, que en aquel momento nada me hicieron sospechar, me fue sustraída Ifigenia, que pasó al cuidado de oscuros sacerdotes y ministros que serían de la muerte. Ignara pasé aquellos días distraída entre preocupaciones fútiles, decisiones frívolas y cansancios estériles. Pero el grito contrajo mis entrañas, y fue todo un sudor helado mi despertar. En un instante se hizo patente a mis ojos la trama del más cruel de los engaños. Temblando aún de un suspiro vital encontré su cuello blanquísimo, que inundaba de sangre el improvisado altar de Artemisa. Que era el necesario sacrificio para lavar la afrenta de los troyanos se me dijo. ¿Acaso era yo la ofendida?, los hijos de Menelao y de mi adúltera hermana ¿no eran quizás mejor prenda a los dioses? Ese absurdo sacrificio fue la remota causa que justifica mis acciones, aun las más atroces.


ELECTRA
Ya nunca nada fue igual desde aquella mañana. Fue un sacrificio incomprensible, y fue también la humillación. La armada partió entre gritos de guerra que escondían con la euforia el temor evidente. Y los que quedaron regresamos a nuestras ciudades que languidecían ausentes de vida. Pero no fue enseguida donde tracé los oscuros planos de venganza que fueron mi ruina y mi fama. El tiempo fue haciendo lento su trabajo disoluto. Las noticias comenzaron a llegar como voces tenues desde aquellas playas que imaginábamos más remotas aun de lo que eran. No sé cuándo fue que empezó a despertarse en mí de nuevo algo parecido a la vida, aunque teñida ahora de un regusto amargo que no me abandonó jamás. Percibí primero mi carne, aún joven y empecé a ocuparme de mi apariencia, con un cuidado descuido al inicio y después con algo que se acercaba siempre más al lujo. Sabía que eso provocaba entre mis súbditos palabras que susurraban con desprecio. Concentrada en recuperar mi persona, ni siquiera percibí la presencia de Egisto. Era demasiado joven, y algo estúpido, pero el odio que nutría por el ausente Agamenón, fue suficiente y decidió todo. Nuestra unión fue la de dos desesperados, y el odio, el combustible que la sostuvo. Al igual que Ifigenia, me fue arrebatado Orestes, por oscuras razones de Estado, que encubrían el plan de una venganza por hechos aún no cometidos. Me quedaba solo el desprecio de Electra y la sumisión inocua de la pequeña Crisotemis. Cuando de Troya llegaban los reveses y las fatales consecuencias de la ira de Aquiles, pensamos que el retorno era imposible. Me preparé para una vida árida, pero segura al menos. Pero una vez más fui sacudida por un abrupto virar del destino. Los griegos triunfaban por el ingenio del de Ítaca y preparaban su regreso en barcos que rezumaban de trofeos. Pude haber soportado los hechos y, en definitiva, resignarme como tantas otras veces, pero ya no soportaría más humillaciones. La sombra de Helena había oscurecido mi vida, pero otra cosa era ser ensombrecida por Casandra, la hechizada y joven prenda que mi esposo traía de Asia. Todo se decidió y se ejecutó en un instante de sangre, con la frialdad que conocen los habituados al desprecio. Agamenón, saliendo torpemente del baño que yo amorosamente le había preparado a su regreso, enredado entre las redes que le tejí con maléfica paciencia, fue una presa fácil. Lo ridículo facilita a veces lo atroz. Después, el turno de acabar con su amante, la joven de las profecías increíbles, y su prole fue mi disfrute. Y un río de sangre fue el blanco mármol de Micenas. Me quedó después solo esperar la llegada de una justicia que ni siquiera me esmeré por retardar. La culpa tomó la forma de un insomnio persistente y de sueños breves, ahogados en imágenes de sangre. Sentí tristeza cuando el falso mensajero me anunció el final de Orestes, y una súbita alegría cuando supe que era él mismo quien su propia muerte anunciaba. Ni siquiera la manifiesta alegría de Electra y su rencor sordo fue para mí un motivo de dolor. Fue ese el fin de sus plegarias, pero no el de sus penas. Las Erinas no le dieron descanso. Un silencio de hielo precedió mi larga muerte, que el hierro de Orestes concretó en un instante, sin apenas mirarme. Acaso no hubiera podido soportar mis ojos, tan parecidos a los suyos.

martes, 13 de noviembre de 2007

Flecha Zen

("Fuego gris", Luis Alberto Spinetta)

Vengo y voy solo ante mi
guiándome por sombras
ya mi dolor como todo se fue
el cielo debe existir

En alguna parte sin miedo
yo siento luz ambarina
siempre fue el halo
eterno del amor

Siglos desiertos bajo mis pies
los hombres del mal
los hombres del bien
que pueden ya ofrecer

No me espera un mundo de tumbas
sino un modo de viajar
y llegar así hasta tu umbral

Rituales y fobias
tanto hay que aprender
tu ya no me oyes
el sol se ha disuelto
y los hombres se borraran

Entre las miserias
y el ruido
tu amor conmigo vendrá
gotas tristes de tu amor por mi

Búscame
pero búscame
búscame
por favor

hasta ser así una flecha zen.



El verdadero Oriente es aquel que nombramos anteponiendo el adjetivo lejano, o también, extremo. Es que a pesar de la tan mentada globalización y la proclamada muerte de las distancias a favor de la instantaneidad de las comunicaciones, el Oriente conserva testarudamente su extrañeza. Y no es que no se hayan intentado acercamientos sinceros. Allí donde fracasaron Herodoto, con sus relatos de periodista alucinado, o Marco Polo, con sus brillantes sedas y sus paquetes de fideos y cohetes, o Schopenhauer, con su voluntad de decir no, es probable que también lo haga Ronald Mc Donald y su bandera desafiante de ketchup y mostaza.

No es que se le niegue al Oriente su valor y su importancia, tantas veces precursora de nuestro Occidente, pero confieso que a mí también me asalta la desazón cuando pienso en aquellas lejanas comarcas cuya inmensidad se extiende a todos los órdenes del ser. Sin duda, la calma del monje budista es imponente, pero a mí se me presenta vacía. No niego la maravilla de la Gran Muralla, pero confieso que siempre me pareció, a pesar su grandeza perceptible desde la Luna, una empresa algo idiota. La cordialidad oriental me pone agresivo, su sabiduría milenaria me aburre, el yoga me da sueño, su comida me resulta insípida y su música estridente, insoportable. No dudo que tales reacciones se deban únicamente a mi ignorancia, pero esta verdad que asumo sin orgullo, no le resta nada a un sentimiento que creo compartido por muchos. Pinkerton y Cio-Cio-San estaban destinados al fracaso desde el primer acto.

Una respuesta a esta historia de desencuentros, una llave para explicar esta diferencia irreconciliable, quizás se encuentre en estas líneas que acompañan esta, una de las más bellas canciones de Spinetta, que tienen la virtud de ser en sí mismas orientales, sin pretender explicar el Oriente. Explicar no es trabajo que competa a la poesía.

La condición más eminente de un oriental es la de situarse fuera del mundo. La manera de resolver el encuentro, siempre problemático, con la realidad es el camino del desprendimiento. El camino que lleva al Nirvana es el de la negación, hasta llegar a la anulación de la persona y su fundirse en un todo luminoso. Ser una flecha zen es salir disparado fuera de las pasiones y de las limitaciones del yo, para alcanzar una visión superadora del tiempo en donde todo da igual, como cuando uno observa una ciudad desde lo alto. Una flecha que se dispara, no hacia fuera, sino hacia el centro del alma, ya que la huída propuesta por el zen es una vía de introspección espiritual. Un “modo de viajar” que desecha el lenguaje y busca la intuición que se ponga mas allá de cualquier instancia interpretativa.

Esta experiencia mística es la que aquí se relata. Todo aparece tranquilo y las oposiciones superadas, pero no por la imposición de alguna de las partes, sino por la suspensión del combate. El dolor como todo se va, la historia se transforma en desierto, el bien y el mal ya nada tienen para decir, los rituales y las fobias son absurdos que debemos aprender a abandonar, el sol de disuelve, solo el amor permanece, pero solo a condición de ser arrastrado hasta estas alturas. Comprender el Oriente es intentar este viaje de la negación y quien no esté dispuesto a transitarlo, no será jamás así una flecha zen.

Occidente encarna la visión opuesta, una visión transformadora del mundo, un embarrarse hasta las orejas en estas, nuestras calles, un transitar entre los dolores del que sufre, un caminar entre los olores de la descomposición, un espíritu que no renuncia a su cuerpo ni aun después de muerto, un Dios que se hace hombre. Yo lo prefiero, aunque así renuncie a ser disparado desde el arco de mi existencia hacia regiones más tranquilas. Al menos hasta que esta dure.

lunes, 12 de noviembre de 2007

3 Sargentos

Al estudio Mazzinghi-Sánchez



Se mudó. Se cansó de ver su casa maltratada por la arrogancia de los ignorantes. Una terraza justo donde estaba la claraboya que inundaba de luz el espacio de sus cuadros. Cuánta vibración había sentido mientras imaginaba ese lugar junto al joven arquitecto, aun sin fama, y todavía indeciso si dedicarse a la pintura. Y todo por construir una pretenciosa terraza, para poner dos reposeras de caña y una sombrilla, y soñar con el Caribe. Las terrazas son los lugares en donde se sueña lo que no se es.

Se fue a la lejana Buenos Aires, a un pasaje de sonido triple y aire militar. ¿Quiénes serán esos tres? me pregunto luego de visitar su casa. Conozco el cojudo granadero que con su arrojo salvó medio continente, recuerdo a Pepper y su temprana psicodelia, viene a mi mente al severo árbitro de la primera división. Un cuarto se complica... Un pasaje de sabor algo europeo en su quebrado andar. Al caer la tarde, me comentan, transitan por su vereda desigual algunas cansinas prostitutas. Reminiscencias de los antiguos cabarulos de 25 de Mayo. Un pequeño tajo en la nuca de la ciudad, entre Catalinas y sus torres que anuncian lo que no seremos nunca y las ruinas de Harrods que recuerdan lo que alguna vez fuimos.

Al piso se llega por una ríspida escalera de contorsiones abruptas. Su interior me sorprende como un pote de crema chantilly visto por dentro. Su dulzor se mitiga con unas rodajas de ácida naranja, color de los ‘70. Una pared inquieta con su proximidad muda sugiere proyecciones. Las medianeras ayudan a pensar. Me aseguran que por la tarde un árbol trina de alegría vespertina. Todo es muy blanco, porque este es el color de lo que empieza.

Onzenfant, o alguna partícula de su espíritu, se mudó a Buenos Aires. Mira con una sonrisa cómplice a sus nuevos inquilinos, que intentan recorrer el camino del gran maestro que fuera su amigo. Y les desea suerte. Yo también lo hago.


(Buenos Aires, noviembre de 2005)

Nozze di Figaro

Nozze di Figaro plantea un problema profundo y crucial de su tiempo (y, como buen clásico, también del nuestro). La igualdad entre los hombres. El mismo que tres años después de su estreno inspirara, al menos como intención, la Revolución Francesa. Sin embargo, lo sorprendente de esta obra es el hecho de que esta gravedad no se note, envuelta en la deliberada “liviandad” de su trama, que respira a través de una música sublime. Un conde y su mucamo se enfrentan por el amor de Susana y el solo hecho del enfrentamiento constituye ya una noticia. La rivalidad entre elementos tan dispares era de por sí una provocación. Ni que hablar del triunfo final del lacayo que, apoyado solamente en su astucia, pone en evidencia las limitaciones de su rival, y por ende las de su clase, ya en una decadencia decidida que presagiaba su amargo final. Fígaro, con su “argentina” viveza, utiliza con inteligencia, en su favor, las manifiestas debilidades de un rival que duda entre sus deseos y su buena conciencia. Esta última es la que en definitiva le impide hacer uso de la fuerza de un derecho, antiguo en el espíritu, pero aún vigente, para conquistar a Susana. Su mucamo, por el contrario, no tiene demasiados escrúpulos, pero sí una confianza ciega en la eficacia de su método, que consiste en el uso incansable del fraude, la mentira y la manipulación de los restantes personajes a los cuales mueve como marionetas. Empezando por Susana, su propia prometida, la resignada Condesa, el inclasificable Cherubino y toda la comparsa de ricos personajes que componen y a veces confunden (deliberadamente) el transcurrir de una trama, por demás simple en su estructura. Todo ocurre en un clima de comedia festiva de enredos, que de alguna manera oculta el peso inexorable de la denuncia que, de todos modos, no pasó inadvertida a los contemporáneos. Con su música brillante y con la mordacidad de su libreto, el dúo Mozart-Da Ponte socava los ya derruidos cimientos de la sociedad de su época. Pone en duda uno de los pilares fundamentales de su estructura de poder: la superioridad de la sangre y el consecuente derecho de unos de mandar sobre otros en virtud de su cuna. Si la verdad consiste, como dice Nietzsche, en ”tener por verdadero”, en un simple acto de la voluntad que no se apoya en ningún dato fehaciente, este es uno de los casos en que su teoría se comprueba. Mozart se atreve, con la inconciencia y el desparpajo de los genios, a poner en duda esta “verdad” y lo logra con mayor eficacia que muchos grandes pensadores. No hay lugar en esta historia para odios ni resentimientos, ni siquiera para el ridículo, todo es en ella una potente celebración de la vida y expresa un bondadoso humanismo. Ser crítico sin apelar al cinismo, ser profundo sin pesadez, ser serio con humor es sin duda el camino que a Mozart le dicta la sola naturalidad de su espíritu genial, que se renueva con la misma facilidad con que fluye su música. Ponerse en sintonía con este estado de ánimo es la única condición para disfrutar plenamente de su obra. “Vosotros hombres superiores, no aprendisteis a danzar por encima de vosotros mismos! ¿Cómo pues no fracasar?”. Solo algunos pocos de los grandes hombres de la historia han podido escapar a esta dura reprimenda de Nietzsche. Mozart es uno de ellos, quizás el único.


(Buenos Aires, noviembre de 2005)

domingo, 11 de noviembre de 2007

sábado, 10 de noviembre de 2007

Mundo disperso

("Silver sorgo", Luis Alberto Spinetta)

Una mancha más un pie dan una tierra, una tierra dorada.
Y un filo en tu esfera intocable dan un clon, es el clon de la nada.

Sólo prueba, prueba reunir el mundo disperso.
Sólo prueba, prueba reunirlo...

Las almas más las horas dan una vida que no puede quedarse.
Y un deseo más un amanecer pueden dar un igloo, y que a la vez sea cierto.

Y prueba, prueba reunir el mundo disperso.
Prueba, prueba reunirlo sin amor...

Nada por aquí, nada por allá.
Hoy se han marchado las sirenas.
Se han ido a las aguas, a las aguas imbebibles.
No veo la hora de salirme de aquí.
Tu tacto más la masa estelar dan, por fin, un teatro ilusorio.
Y un mago y la dulce grieta dan un sombrero en el que zambullirse.

Y prueba, prueba reunir el mundo disuelto.
Sólo prueba, prueba reunirlo sin amor...

Olvida mis heridas, piedras cerradas que se alejan para siempre...
Uno sumado a dos son seis, ya que mi dos es doble, y mi uno también.
Y la belleza más un tren que pasa dan, por fin, un testigo incierto.

Y prueba, prueba reunir el mundo disperso, sólo prueba, prueba reunir el mundo disuelto, sólo prueba prueba reunirlo, sólo prueba, intenta...



Con dureza alemana, Heidegger define como una estructura ineludible del hombre su ser-yecto, es decir arrojado a la existencia dentro del entorno más o menos hostil que lo rodea, llamado mundo. Platón explicó al joven Fedro cómo el hombre había caído en el mundo fruto de su torpeza al guiar su carro-alma en el cortejo de los dioses. Un accidente fatal descrito sin ahorrar detalles de violencia. Con mayor dulzura, la fe enseña que el hombre ha sido llamado a la vida por un Dios que lo ama, y esto ayuda. Pero su soberbia lo empujó hacia la roja manzana y en esa mordida imprudente el paraíso se hizo añicos. Arrojados, caídos, o llamados, el hecho es que aquí estamos, Hombre y Mundo, luchando desde siempre por entendernos, a veces amigos distantes; otras, enemigos íntimos, nunca del todo indiferentes. Es que el mundo se presenta, hoy parece más que nunca, fragmentado a nuestra mirada, partido a nuestra débil capacidad de interpretarlo, en definitiva, disperso, como proclama el poeta. La realidad está replicada hasta el hartazgo y ha perdido consistencia detrás de las pantallas donde se esconde, reflejada. ¿Dónde ocurre lo que pasa? ¿Dónde se juega la partida? ¿Dónde se combate la guerra? Como un rogel de infinitas capas no acertamos a descubrir lo que esconde la realidad-real, quizás por que ya no exista.

Ante este fugitivo presentarse de la realidad quedan dos caminos. O bien perderse entre sus vericuetos, disolviéndonos en el vario espectáculo de luces disonantes y en un zapping frenético dispersarnos con ella. O emprender la tarea, fatigosa y ardua, que comienza en cada despertar, cada mañana. El ambicioso intento de probar a reunirlo. Destino de cartonero que escarba en un mundo hecho de desechos. Un camino que nunca podrá ir más allá del ensayo y que no nos llevará más lejos que la hipótesis, pero que se presenta, a pesar de su temprano anunciado fracaso, como el único transitable para un vivir digno de ser llamado humano.

Nuestros intentos, es bueno saberlo, nada obtendrán parecido a las certezas matemáticas ni a las supuestas tranquilidades de la ciencia y de la técnica. Los sueños cartesianos duermen el sueño de los muertos. Nuestro reunir será siempre una sumatoria llena de acasos y sorpresas, como las que aquí se proponen. Igloos en la somnolienta mañana, esferas filosas, sirenas ausentes, trenes que pasan y nos miran, estrellas que se tocan con la mano. El arrojado zambullirse en el sombrero de un mago. La sensación de estar de paso, de no poder quedarse, nuestro propio valor que altera los números y disloca las cuentas. Un preguntar infatigable dispuesto a respuestas que no sean más que la ampliación de nuestra inquisitoria. El que busque reunir el mundo, llevando en su caja de herramientas solo las leyes de la lógica, lamento anunciarle un andar de derrotas. El mundo no se deja conducir entre los estrechos pasadizos del entendimiento humano. Debemos tener la osadía de las sumas imposibles y la alegría de los resultados sorprendentes que ellas nos arrojen.

Aquí estamos, felizmente llamados por un Padre, prepotentemente arrojados por un tirano, caídos por nuestra propia impericia de cocheros improvisados. No sabemos de antemano el rostro que arrojará el mosaico, pero si conocemos, al menos, el pegamento con el que podemos colocar uno junto al otro los fragmentos dispersos: El amor. El dulce de leche que hace posible la torta y que permanece escondido bajo el níveo merengue esperando que el cuchillo lo delate.

Un solo consejo nos entrega esta poesía. Aún más estéril que no intentar reunir el mundo es intentar hacerlo sin amor.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Recuerdo de casa

A Lu



Recordar no es para mí una acción automática. Un recuerdo se construye desde lo que fuimos, y también desde lo que somos hoy. Pienso y repito a menudo una frase, ya lema del estudio: “los edificios son seres humanos”. Y dentro de los edificios, obviamente, también las casas.

Esto que puede parecer una humorada, o simplemente una estupidez, es para mí un método. Un modo de proyectar, o al menos “mi” modo de hacerlo. Significa reconocer una entidad previa a las cosas, ponerse delante de ellas en actitud de escucha, preguntarse de dónde vienen y qué quieren ser. Una forma contemplativa de actuar y de vivir que se extiende también a otros ámbitos de la vida. “Se juega (al fútbol) como se vive”, decía el gran César Luis Menotti, y también se proyecta (quizás arquitectura) como se vive.

Una casa tiene una historia previa, un barrio, un terreno propio, con una forma propia. ¿Acaso seríamos nosotros los mismos si hubiéramos nacido en China, Dublín o Berazategui? ¿Si midiéramos 2 metros o 1.40? Seguramente no.
Después las casas tienen también un código genético (que se llama “planta”), una forma exterior, un cuerpo y también un alma que la habita. Así pienso yo los edificios, y así también los recuerdo y recuerdo “tu”casa de Luis María Campos.


Estaba en una calle de tierra desigual, resabio de otros tiempos, donde ese barrio era otra cosa, como también lo era Gaspar, el vecino. Mucho tenían ambos, Gaspar y Luis María, de “Buloin” y poco de “La Horqueta”. Una calle y un vecino que se resistían a ser domesticados.

Lo primero que me viene a la memoria, organizada como recorrido, es el cerco. Este es el primer elemento que separa y generalmente tiene un gesto adusto, un límite severo, hasta a veces un cartel que anuncia alguna furia canina. Los cercos son como los dientes. Sin embargo en este caso tenía la inusual calidez que le otorgaba la madera, preferida al más común y frío hierro. La madera siempre es madre. Dientes de madre.

Después el patio, de simple ladrillo trabado sin guarda, preparaba la entrada y actuaba como el carácter de esas personas que no se revelan enseguida, sino que para conocerlas requieren un tiempo. No por que oculten alguna complejidad, que no es el caso de esta casa, sino como una muestra de pudor. Un patio para un perro y decorado con manchas de aceite que se cuelan entre las bielas de la rural Falcon.

El volumen de la casa era entre medianeras, lo que revela una disposición a la urbanidad, al contacto sin traumas con los ocasionales vecinos y muestra una falta de presunción. No como esas personas que se separan de sus semejantes para ser mejor observadas, para resaltar del contexto. Casas y gentes de country. La medianera es una voluntad de convivir.

Su piel aparecía humilde. Evidentemente su carácter se negaba a la riqueza del ladrillo visto, y prefirió un pobre ladrillo común que, por decoro, fue bolseado. No buscó hacer desaparecer sus imperfecciones bajo la homogeneidad de un revoque, sino que aceptó ese maquillaje de espesor efímero, dado con la rispidez de la arpillera y pintado de un blanco con sabor a cal.

Después estaban las ventanas del frente dispuestas sin el orden, siempre algo autoritario, de la simetría. Sin embargo un equilibrio sutil, se resistía al caos. Un simple balcón, con baranda de flores y madera señalaba debajo, con naturalidad, la entrada. Había pequeñas fisuras alargadas cerradas con un feo y grumoso vidrio amarillo. También un desmesurado e inquietante paño fijo a media altura, que elevaba desmesuradamente la categoría de un lugar insignificante como el descanso de la escalera. Lugar de paso veloz, que se enfrenta al reposo del nombre con que se lo nombra. Algunos otros orificios dispuestos con oficio terminaban de definir ese rostro amable y franco que era toda una promesa. Por último, la frente blanca ocultaba un techo inclinado con su cabellera de tejas o de chapa, no recuerdo.

El interior era idéntico al exterior, como esas personas cuya cara es la expresión de su alma. No había allí dobleces de carácter, no había una imagen para los demás, realmente una fachada que oculta, sino una fisonomía que revela. Había la austeridad de un espacio aprovechado con inteligencia y la simpleza de alguien que convoca a compartir la vida. Tampoco, superada la casa, estaba la galería para preparar el jardín. Simplemente la sombra que daba la pasarela que formaba en el piso superior la salida de los dormitorios. No había espacio para falsas reminiscencias campestres. Un toldo algo oxidado, verde y blanco, protegía del sol y la escalera exterior escondía una escueta parrilla urbana. Me queda el jardín, ralo de plantas, pero con un árbol, creo un limonero de limones agrios. Al fondo una pileta riñón se retorcía esforzándose por copiar alguna irregularidad del terreno, con lo que concluye la descripción.

Pero si las casas son personas, estas no agotan su ser en su materialidad. Más bien ella denota un espíritu que es el de quien la habita. Una especie de reencarnación de signo contrario es el que padecen las casas, ya que no son los espíritus los que migran a distintos cuerpos, sino que el mismo cuerpo es el que recibe a lo largo de su historia distintas almas. “Ningún lugar de hecho es bueno cuando nadie está” dice Spinetta.

Yo conocí ese cuerpo, habitado por esa alma entrañable que eran ustedes. Almuerzos de sábado soleado de tartas, ruido de refrescantes chapuzones, coloradito agitado, un chamamé que llega desde el cuarto de Carmen, un perro despreciado, eso también son las personas y las casas. Yo estoy seguro que esas paredes lloraron con la imprevista partida de tu madre y la de ustedes que huyeron de tanto dolor. Y sé que también extraña todavía su sonrisa y también que entre sus muros resuenen, dulces, los cantos de misa que ella cantaba.

(Buenos Aires, julio de 2006)

jueves, 8 de noviembre de 2007

Colección de árboles - Primavera


Caro nome

Sé que muchos, y suculentos, han sido los frutos que la feliz unión con María, a horas de plantearse definitivamente, han producido. Sé que referirme a este, realmente mínimo, es casi una ofensa ante la magnitud de los eventos que nos encontramos próximos a festejar. Pero visto que fui un directo beneficiado, no puedo menos que hacerlo, para no ser tildado de ingrato. Me enteré que una "oportuna" reunión de amigos destinada a celebrarlos fue la que en definitiva me franqueó, inesperadamente, el ingreso a los salones del palacio de Mantova, a su vez entreabiertas para vos por la ausencia de Titel, retenida en alguna posesión de la llanura pampeana (y después hay gente que habla mal del campo...). Un verdadero milagro de casualidades me puso allí el viernes por la noche, dispuesto a gozar, por primera vez en mi vida, del doloroso drama de Rigoletto, injustamente condenado por nuestro padre al ostracismo. Pude asistir con renovada sorpresa al hecho que, a pesar de la mencionada censura, su música permanecía intacta en algún casillero de mi mente (según la sabia descripción materna de la memoria), dispuesta a desenrollarse sin esfuerzo y sin pausa durante las dos horas que duró la representación. Allí estaban impresos intactos todos los surcos de aquel disco azul francia que con letras solemnes decía "Teatro alla Scala de Milan". Y estaban, a pesar de no haber escuchado una sola nota de la partitura al menos en los últimos 25 años, lo que coincide con la fecha que abandonaste la coqueta Ocampo, rumbo al solar de Canning y Soler. Y qué me calienta si el barítono estaba más cerca de Tito Lectoure que de Tito Gobbi, y si Cristina me recuerda, nostálgica, en el entreacto, que escuchó en este papel a Mc Neil y a Sherill Milnes, en no sé qué lejanas fechas. Nada importa, si cuando suena límpido el "Caro nome" una lágrima me resbala y cae en el ajado terciopelo de nuestro primer coliseo, si a cada instante me tengo que contener de no gritar, como un héroe del Risorgimento: ¡Viva Verdi!. En fin, el empeño de nuestras fuerzas locales, que nos recuerdan nuestro duhaldista presente, hacen un Rigoletto más que digno, a mi criterio que, ya fue dicho, se encuentra empañado de emoción. Y vuelvo a casa feliz, silbando las melodías, como lo hiciera antaño un Adolfo mucho más digno que yo, recorriendo el mismo, exacto camino. Me imagino que, gracias a la calidad de tu espíritu, el saber que alguien gozó con tu "desgracia", lejos de producirte envidia te producirá alegría, y por eso la comparto, dejando para mañana las felicitaciones por tus argentinas bodas.


(Bodas de Plata de Gabriel y María, diciembre de 2002)

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Entre copas







Cuando vuelva del cielo

("Mondo di cromo", Luis Alberto Spinetta)

Cuando vuelva del cielo
te voy a estar llamando
como llama la luna
a todas las mareas.
Cuando vuelva del cielo
te voy a dar mi nombre
traducido en el viento
para que puedas viajar...

Y cuando el sol se diluya
será una mancha de tinta
y cuando todo se quede
te voy a estar esperando amor.
Y cuando vuelva del cielo
yo te daré mis manos
y en las manos la marca,
la que dejé por allí...

Yo sólo respiro mirillas
entre los rayos de tu alma
(ese mismo alma que pude ser)
yo sólo quiero que vayas y vengas
siempre así
por este mundo nuestro
conteniéndonos la vida...

Cuando vuelva del cielo
te voy a empezar a extrañar...



Para volver de un lugar, primero hay que ir hasta allí. A menos que queramos enredarnos en los hilos que tejiera el filósofo argentino, Cesar Luis Menotti, que acuñó la frase:”cuando voy vengo y cuando vengo voy”, ante la sorprendida mirada de un Pelado Díaz casi adolescente, que permanece boquiabierto hasta nuestros días. Ahora bien, hay lugares a los que es difícil ir, pero de los que parece aún más difícil volver. Uno de ellos es ciertamente el cielo, salvo que uno sea un privilegiado como Víctor Sueiro, que nos relata con tono aterciopelado todas las semanas por “la tele” sus idas y vueltas desde el más allá con la naturalidad propia del que cuenta un viaje a Mar del Plata. Seguramente era más accesible cuando los dioses habitaban las montañas de Grecia que, frente e nuestros Andes, no eran más que una sierra. En fin, más o menos próximos, el cielo ha sido siempre morada de los dioses y destino de los buenos. Esto último para furia de algún materialista, ya que en esta celeste localización reside la conciencia de un espíritu que anima a los hombres y que constituye su ser esencial.

Aquí se trata de lo que le ocurre a alguien que vuelve del cielo. O mejor dicho, lo que este sujeto supone le ocurrirá cuando llegue la difícil hora del retorno. Y esta es una reflexión que al menos tiene un ángulo interesante, ya que mucho se ha dicho sobre cómo llegar al cielo, y también se ha intentado imaginar cómo es, en realidad este no-lugar, pero nadie se atrevió al día después. ¿Qué testimonio dejó Lázaro de su fugaz paso por la muerte? ¿Qué hizo Dante, además de escribir su Comedia (que no es poco), luego de su poético peregrinar hasta Beatriz? ¿Por qué se esconde Elvis?

Si es verdad la bíblica sentencia que reza que la vía del conocimiento son los frutos, aquí parece ser este el camino elegido. Conocer el cielo no por lo que aspiramos si no por lo que es capaz de producir en nosotros. Más aún, cuando pensamos, no en el Cielo sempiterno, sino en aquellos cielos más pequeños, fugaces atisbos de Dios que la fe entrega en cuentagotas, desde la estrecha “mirilla” de nuestra alma. Esos copetines del Cielo Eterno que alguna vez cruzan nuestro terrenal andar. Conocer por las consecuencias el lugar que anhelamos. Revisar nuestras Pascuas no por la intensidad y el rigor de nuestras cuaresmas, si no más bien por la efectiva conversión que sus misterios producen en nosotros.

Una experiencia que moviliza y que impone sanos propósitos. La oración entendida como contacto con Dios (te voy a estar llamando), el servicio para divulgar nuestra fe (te voy a dar mi nombre), la voluntad para obrar las bondades que hemos saboreado (te voy a dar mis manos). Un compromiso que pretendemos eterno y superador del tiempo y que reduce las distancias y las dimensiones, capaz de sustraer el sol en una mancha de tinta. Y ese temor de abandonar la casa celeste para volver al llano (te voy a empezar a extrañar). Una poesía en donde difícilmente se distingue quién habla y a quién se habla, pero que con certeza sabemos de qué se habla: el cielo. La experiencia mística suele confundir los sujetos, pero no su objeto.

Si el cielo a nada nos mueve, será que no merecemos llegar al Cielo.

martes, 6 de noviembre de 2007

Michele Castro

Caro Michele:

Certo che si stava bene in quella stanza fresca e buia, con quel senso di acqua. Si mangiava, si bebeva, si facieva un po’ d’esercizio. Ma alla fine quelli stati di pienezza finiscono per annoiare. Uno prima o poi cresce, matura. Poi c’è la curiosità per sapere quello che c’è dietro il morbido muro, quella amorevole voce femminile, quella musica, quei suoni sconosciuti ma familiari allo stesso tempo. Un giorno si prende coraggio. Giú la testa è ora di partire.




Certo che hai scelto propio una data speciale. Mica avrai pensato che tutta quella gente, tutte quelle luci, tutti quei pacchi, erano per te?. Non dico che non sei importante, ma insomma… Pensa che tutta la vita le persone che incontrerai faranno un cenno quando risponderai a proposito del tuo compleanno. Sicuramente qualcuno pensera che in qualche modo sia scocciante, propio il 24 diciembre. Ma secondo me, ci sono vantaggi. Almeno imparerai subito cha a Dio non puoi fare concorrenza, e questo e giá tutto un progamma. Ci stanno le persone che capire questo gli porta la vita intera, a cominciare da quella Eva, che sembra abbia guastato il Paradiso. Bisogna avere personalità per arrivare un giorno cosí, ma mi auguro che tu la avrai.

Certo che non cosí importante ma pure io festeggio qualcosa la vigilia di Natale. Molto tempo fa, 21 anni per essere esatto, conobbi una ragazza, e una sera come quella la baciai per la prima volta. Era in un posto vicino al mare, di fronte alla sua casa che ancora nos si chiamava “El Castillo”, come con festosa ironia la chiamano adesso. Ti sembrerà strano ma in questa parte del mondo a Natale fa caldo, la neve si fa finta e Santa Claus è condannato a sudare. Sicuramente tuo padre ricorderà qualcuna passata da bambino tentando di pigliare un po’ d’aria alla “Rambla” di Montevideo. Comunque, tornando al bacio, questo ha avuto delle conseguenze, alcune insospettate, altre piú previsibili, ma devo dire, sempre felici. Cosa centri te con questo bacio, lo ho raccontato altrove.

Certo che ci ho pensato a tutto questo quando ho saputo della tua nascita. Ero nella stessa casa, con la stessa “ragazza”, ma in compagina, questa volta, di cinque prevedibili conseguenze di quel bacio. Uno si chiama come te. Sei stato presente in questo tavolo lontano un emisfero, perche giá sei parte de questa famiglia, che spera con ansia di conoscerti. Per il momento non ci resta che farti sapere quanto ci fa felici il tuo arrivo. A presto!

Opi, María, Elena, Cate, Miki, Matute, Vero.

(Buenos Aires, gennaio 2005)