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jueves, 22 de mayo de 2014
sábado, 10 de mayo de 2014
Cuatro filósofos con Borges
Estimados amigos: Los convoco nuevamente a
reunirnos, este año para compartir un poco de filosofía y
Temas:
Borges,
Filosofía,
Foucault,
Heráclito,
Literatura,
Schopenhauer,
Spinoza
domingo, 30 de junio de 2013
SOLOS CON MARGARET
Gran
parte de la metafísica busca penetrar el misterio de la sincronización entre el
mundo exterior y el interior.
domingo, 9 de septiembre de 2012
JOHANNES VERMEER: EL PINTOR COMO TESTIGO
El pintor
GIRL WITH A PEARL EARRING
c. 1665-1667
oil on canvas, 46.5 x 40 cm
Koninklijk Kabinet van Schilderijen Mauritshuis, The Hague
El legado de Vermeer, al menos el que llegó hasta nosotros, es muy pequeño, no alcanza las cuarenta telas, todas de un tamaño bastante reducido.
domingo, 17 de agosto de 2008
Post Spinoza
Leí Spinoza antes de conocer su historia. Fui directo a la Ética, por recomendación de un amigo, que por esas cosas de la vida, ya no lo es más. De todos modos esa recomendación basta para perdonarlo. En aquel entonces, por alguna razón que no puedo explicar, era inhallable. A veces sucede que ciertos libros desaparecen por un tiempo. Me pasó también con La guerra y la paz, que tuve que leer de prestado, y recién pude conseguirla cuando ya la había terminado. Finalmente, alguien me trajo de Italia una hermosa edición: Etica, dimostrata con metodo geometrico y arranqué en la lengua del Dante.
Pocas cosas parecen, a primera vista, acoplarse con tanta dificultad como la ética y la matemática. Se trata de un claro ejemplo de algo inapropiado, algo así como llamar a un gato con silbidos, como magistralmente ejemplifican “Los redondos”. Esa dificultad impregna todas las páginas, sobre todo por que aparece como una ascesis impuesta con un rigor desmedido por lo inútil. Sin embargo, ese esfuerzo tiene un sentido oculto y profundo. Sueña el sueño de Descartes, el de la precisión, clara y distinta. La desorbitada utopía de poder reducir la vida a una seca exactitud numérica, a la que como en un altar todo se sacrifica.

Lo que de aquí surge es una ética, pero es también mucho más, es un Universo entero, una metafísica, en definitiva. El título es de aquellos que enuncian menos de lo que entregan, por humildad o por mera estrategia contra la censura, o probablemente por ambas cosas a la vez. Cualquiera sea el motivo, reconforta lo que da más de lo que promete.
Lo que da a luz Spinoza, recubierto de sus vericuetos de lenguaje euclidiano, es un organismo de proporciones gigantescas al que se puede llamar tanto Sustancia como Dios, da lo mismo. Así como el hombre es una unidad compuesta de infinitas partes de diversa jerarquía, la Sustancia-Dios es un organismo que comprende todo el Universo. Para intentar comprender su sistema es por lo tanto necesario realizar un abrupto cambio de escala, e imaginar este cuerpo tal como una célula podría imaginar el nuestro. Vive en Spinoza un Agustín desquiciado, ya que la participación entre Creador y criatura que propone el africano se anula para fundirse en la Sustancia única.
Sin embargo, este panteísmo adormilado presentado con rigor geométrico, si bien impresiona, no constituye lo que despertó en mí la pasión por Baruch. Lo que realmente es inaudito es que dentro de ese organismo haya un lugar para la ética. Una vez reducido el hombre a una célula, de haberle quitado la libertad y de haberlo condenado a ser organismo secundario, irrumpen, inesperados, los afectos y a partir de ellos reaparece el entusiasmo. El hombre se transforma en una potencia expansiva capaz de establecer relaciones y cadenas que aumentan su capacidad de ser, lo que bellamente se llama “conatus”. La teoría de los afectos es, como toda buena ética, una práctica de aplicación sencilla y cotidiana, que ciertamente ayuda a vivir mejor. Al menos conmigo funciona así.
Leer a Spinoza es, de alguna manera, hacer experiencia de esa expansión de nuestro propia persona, para lo cual es ineludible relacionarnos con los otros. Es una perdida de hostilidad y una ganancia en confianza en el hombre. Un ejercicio saludable en tiempo de desconfianza. Una verdadera enseñanza, porque además nos es regalada por alguien que fue perseguido y maldito. Que alguien así conservara la fe en las posibilidades de sus semejantes es lo más grandioso de su obra. Una filosofía tejida a contramano de su vida, y hecha posible gracias al sabio lema tallado en el reverso de su anillo: “caute”.
Pocas cosas parecen, a primera vista, acoplarse con tanta dificultad como la ética y la matemática. Se trata de un claro ejemplo de algo inapropiado, algo así como llamar a un gato con silbidos, como magistralmente ejemplifican “Los redondos”. Esa dificultad impregna todas las páginas, sobre todo por que aparece como una ascesis impuesta con un rigor desmedido por lo inútil. Sin embargo, ese esfuerzo tiene un sentido oculto y profundo. Sueña el sueño de Descartes, el de la precisión, clara y distinta. La desorbitada utopía de poder reducir la vida a una seca exactitud numérica, a la que como en un altar todo se sacrifica.

Lo que de aquí surge es una ética, pero es también mucho más, es un Universo entero, una metafísica, en definitiva. El título es de aquellos que enuncian menos de lo que entregan, por humildad o por mera estrategia contra la censura, o probablemente por ambas cosas a la vez. Cualquiera sea el motivo, reconforta lo que da más de lo que promete.
Lo que da a luz Spinoza, recubierto de sus vericuetos de lenguaje euclidiano, es un organismo de proporciones gigantescas al que se puede llamar tanto Sustancia como Dios, da lo mismo. Así como el hombre es una unidad compuesta de infinitas partes de diversa jerarquía, la Sustancia-Dios es un organismo que comprende todo el Universo. Para intentar comprender su sistema es por lo tanto necesario realizar un abrupto cambio de escala, e imaginar este cuerpo tal como una célula podría imaginar el nuestro. Vive en Spinoza un Agustín desquiciado, ya que la participación entre Creador y criatura que propone el africano se anula para fundirse en la Sustancia única.
Sin embargo, este panteísmo adormilado presentado con rigor geométrico, si bien impresiona, no constituye lo que despertó en mí la pasión por Baruch. Lo que realmente es inaudito es que dentro de ese organismo haya un lugar para la ética. Una vez reducido el hombre a una célula, de haberle quitado la libertad y de haberlo condenado a ser organismo secundario, irrumpen, inesperados, los afectos y a partir de ellos reaparece el entusiasmo. El hombre se transforma en una potencia expansiva capaz de establecer relaciones y cadenas que aumentan su capacidad de ser, lo que bellamente se llama “conatus”. La teoría de los afectos es, como toda buena ética, una práctica de aplicación sencilla y cotidiana, que ciertamente ayuda a vivir mejor. Al menos conmigo funciona así.
Leer a Spinoza es, de alguna manera, hacer experiencia de esa expansión de nuestro propia persona, para lo cual es ineludible relacionarnos con los otros. Es una perdida de hostilidad y una ganancia en confianza en el hombre. Un ejercicio saludable en tiempo de desconfianza. Una verdadera enseñanza, porque además nos es regalada por alguien que fue perseguido y maldito. Que alguien así conservara la fe en las posibilidades de sus semejantes es lo más grandioso de su obra. Una filosofía tejida a contramano de su vida, y hecha posible gracias al sabio lema tallado en el reverso de su anillo: “caute”.
martes, 4 de diciembre de 2007
Fuji
("Estrelicia", Luis Alberto Spinetta)
Has dejado noches,
noches del adiós,
La certeza de tus ojos,
cree que me voy...
Has dejado un cielo,
para amanecerlo a la vez, allí...
Cruzas solo puentes,
puentes entre ti...
Las flores y el silencio,
son cosas de tu amor...
Has dejado un río,
para atravesarlo a la vez, allí...
Y es que me espera,
y cobijo me dará...
entre sus manos,
hasta que luego venga Fuji,
con el mundo...
Y me hace las señales,
con las piernas
desde un punto de la calle desolada,
y es que puedo soportar,
esta distancia,
y es que te has impreso en mi,
como una luz.
Hay un “allá” y una “acá”. Y entre ellos, una distancia.
El hombre desde su “acá” intuye el allá, a veces próximo, otras tan lejano. Calcular esa distancia ha sido desde siempre tarea del humano cavilar, y también una cuestión de precedencias. Platón consideró como verdadero solo el “allá”, otorgándole a este, nuestro mundo sensible, fama de embustero. Nietzsche, al contrario, pensó que toda construcción más allá del “acá” era un remedio para cobardes. Spinoza, por su parte, evitó las primacías y anuló la distancia. “Allá” y “acá” pertenecen, según su primigenio panteísmo, a la misma Sustancia. Las cosas y Dios son la misma Cosa. Por último, los que contamos con el auxilio de la Fe, reconocemos en Jesucristo, Dios hecho hombre, el punto exacto donde ambas realidades misteriosamente se conjugan. Él es la llave que ayuda a “soportar esta distancia” y también el puente que nos hará posible, en el final, cruzarla.
Todos los grandes pensadores han calculado con precisión de geómetra esta distancia obteniendo los resultados más diversos. La diferencia del instrumental utilizado por cada uno, para realizar las mediciones, hacía previsible la disparidad que su intrincado álgebra arroja.
Un eco de todo esto resuena en las líneas de “Fuji”. Una medición realizada con el particular instrumental de la poesía. Inexacto, aproximado, equívoco, pero siempre fascinante y, a su manera, verdadero.
El “allá” se manifiesta en el “acá”. Un Dios que deja, con intencional descuido y sin estridencias, su rastro en lo creado. Un mensaje que descubre la intención que lo mueve, ya que las cosas se descubren como objetos de su amor. Un Dios autosuficiente, pero que se reconoce como destino y que nos espera para darnos cobijo entre sus manos. Estos son los frutos de una contemplación que termina bruscamente con una interrupción algo insolente. Todo esto ocurre hasta que llega Fuji, y para colmo, con el mundo.
Quién es Fuji, no lo sé. La ausencia de artículo parece suponer que es alguien y no algo. Su nombre me recuerda los benéficos espirales que encendíamos en verano para evitar los mosquitos, que quedaban abombados contra el cielorraso. También está la sagrada montaña del Japón, cuya imagen vi por primera vez en un capítulo de Meteoro. Un accidente de forma purísima, pero tan atiborrado de significados místicos que al final carece totalmente de sentido para un pedestre occidental. En cuanto a las películas, siempre preferí la alemana sobriedad de la Kodak. No se quién es Fuji, pero al menos se quién la acompaña. El mundo.
Más allá de conocer la identidad del sujeto, la enigmática aparición de ambos personajes tiene un efecto concreto. Este es el llamado a despertar a la realidad, el reclamo a volver la mirada desde el “allá” al “acá”. El paisaje cambia las bellezas naturales por la urbana calle desierta, y Fuji desde el fondo hace señales con sus piernas. Quién sabe nos esté invitando a ponernos, de una vez, en movimiento. Quizás Fuji sea un ángel, como aquel que interpelara a los rústicos Apóstoles de Galilea, que continuaban atónitos e impertérritos mirando al cielo.
La distancia entre el “allá” y el “acá” ha sido nuevamente restablecida. Sin embargo, la misma se hace soportable. Misteriosamente la inmaterial luz ha dejado su huella. Retomemos nuestros endebles instrumentos y volvamos a intentar una nueva medición.
Has dejado noches,
noches del adiós,
La certeza de tus ojos,
cree que me voy...
Has dejado un cielo,
para amanecerlo a la vez, allí...
Cruzas solo puentes,
puentes entre ti...
Las flores y el silencio,
son cosas de tu amor...
Has dejado un río,
para atravesarlo a la vez, allí...
Y es que me espera,
y cobijo me dará...
entre sus manos,
hasta que luego venga Fuji,
con el mundo...
Y me hace las señales,
con las piernas
desde un punto de la calle desolada,
y es que puedo soportar,
esta distancia,
y es que te has impreso en mi,
como una luz.
Hay un “allá” y una “acá”. Y entre ellos, una distancia.
El hombre desde su “acá” intuye el allá, a veces próximo, otras tan lejano. Calcular esa distancia ha sido desde siempre tarea del humano cavilar, y también una cuestión de precedencias. Platón consideró como verdadero solo el “allá”, otorgándole a este, nuestro mundo sensible, fama de embustero. Nietzsche, al contrario, pensó que toda construcción más allá del “acá” era un remedio para cobardes. Spinoza, por su parte, evitó las primacías y anuló la distancia. “Allá” y “acá” pertenecen, según su primigenio panteísmo, a la misma Sustancia. Las cosas y Dios son la misma Cosa. Por último, los que contamos con el auxilio de la Fe, reconocemos en Jesucristo, Dios hecho hombre, el punto exacto donde ambas realidades misteriosamente se conjugan. Él es la llave que ayuda a “soportar esta distancia” y también el puente que nos hará posible, en el final, cruzarla.
Todos los grandes pensadores han calculado con precisión de geómetra esta distancia obteniendo los resultados más diversos. La diferencia del instrumental utilizado por cada uno, para realizar las mediciones, hacía previsible la disparidad que su intrincado álgebra arroja.
Un eco de todo esto resuena en las líneas de “Fuji”. Una medición realizada con el particular instrumental de la poesía. Inexacto, aproximado, equívoco, pero siempre fascinante y, a su manera, verdadero.
El “allá” se manifiesta en el “acá”. Un Dios que deja, con intencional descuido y sin estridencias, su rastro en lo creado. Un mensaje que descubre la intención que lo mueve, ya que las cosas se descubren como objetos de su amor. Un Dios autosuficiente, pero que se reconoce como destino y que nos espera para darnos cobijo entre sus manos. Estos son los frutos de una contemplación que termina bruscamente con una interrupción algo insolente. Todo esto ocurre hasta que llega Fuji, y para colmo, con el mundo.
Quién es Fuji, no lo sé. La ausencia de artículo parece suponer que es alguien y no algo. Su nombre me recuerda los benéficos espirales que encendíamos en verano para evitar los mosquitos, que quedaban abombados contra el cielorraso. También está la sagrada montaña del Japón, cuya imagen vi por primera vez en un capítulo de Meteoro. Un accidente de forma purísima, pero tan atiborrado de significados místicos que al final carece totalmente de sentido para un pedestre occidental. En cuanto a las películas, siempre preferí la alemana sobriedad de la Kodak. No se quién es Fuji, pero al menos se quién la acompaña. El mundo.
Más allá de conocer la identidad del sujeto, la enigmática aparición de ambos personajes tiene un efecto concreto. Este es el llamado a despertar a la realidad, el reclamo a volver la mirada desde el “allá” al “acá”. El paisaje cambia las bellezas naturales por la urbana calle desierta, y Fuji desde el fondo hace señales con sus piernas. Quién sabe nos esté invitando a ponernos, de una vez, en movimiento. Quizás Fuji sea un ángel, como aquel que interpelara a los rústicos Apóstoles de Galilea, que continuaban atónitos e impertérritos mirando al cielo.
La distancia entre el “allá” y el “acá” ha sido nuevamente restablecida. Sin embargo, la misma se hace soportable. Misteriosamente la inmaterial luz ha dejado su huella. Retomemos nuestros endebles instrumentos y volvamos a intentar una nueva medición.
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