jueves, 27 de marzo de 2008

El campo

Nunca me gustó el campo. Se podrá discutir sobre la validez que tiene un juicio sobre algo desconocido. Pero el alcance del conocer siempre es relativo a lo que entendamos por este término. Confieso que jamás fui al campo, y por supuesto nunca me subí a un caballo. Tampoco veo la necesidad de hacerlo habiendo otros medios de locomoción ciertamente superiores.

Si el conocimiento se basase en la experiencia directa de la realidad, mi juicio carecería de valor. Pero gracias a que fui educado por agustinos, y alentado en mí deambular filosófico por el divino Platón, estoy vacunado contra toda clase de empirismos. Fui enseñado a desconfiar de la experiencia que es sólo un modo de conocer y ni siquiera tan confiable.


Lo más cerca que estuve del campo real fue la ventanilla del auto. No es mucho, pero tampoco es nada. De todos modos lo que ví no me atrajo demasiado. Estoy siempre ansioso por llegar al mar y me irrita la llanura. Un obstáculo que basa su eficacia sólo en la desmesura. Después estuvo la literatura, un poco de Martín Fierro en el colegio y Don Segundo Sombra, a instancias de mi padre. Ambos me parecieron más que aburridos, totalmente incomprensibles. Por último está su música, el folklore, la imagen auditiva que representa para mí el tedio sublime.

Es verdad que, a favor del campo, está el disfrute de sus productos, como un buen bife argentino, pero su conexión con la vaca me resulta arcana. Una relación que parece imposible a los sentidos, como la que hay entre un primate y una modelo sueca. Si seguimos con el análisis culinario, también declaro mi rechazo a la comida criolla, ya hice la colimba una vez y fue suficiente. En cuanto a las bebidas, rescato del mate su arraigo suburbano, pero es una ponderación teórica. Pasé muchos años tratando que me guste, pero hoy ya reconozco el fracaso de mi esfuerzo. Sigo con el wiskhy, y si me pongo telúrico me queda la ginebra.

También está el hecho que uno aborrece lo contrario a lo que ama, siguiendo el bipolar universo afectivo que diseñara Spinoza. La ciudad es mi pasión alegre y hace que mi “connatus” se expanda. No nací para la soledad y aprecio el silencio cuando este conquista su espacio entre los ruidos urbanos. El silencio absoluto de la pampa me lo imagino insoportable, aunque siempre mejor que una zamba. Vivo sobre una avenida y me duermo arrullado por el pasar errático del 132, siempre superior a los monótonos grillos. Tal como sentenciara Hegel, en el portal de su estética, es preferible cualquier escorzo de paisaje urbano a una mecánica puesta de sol. La libertad es más bella que la necesidad.

Todo esto sería una mera cuestión de preferencias subjetivas, si estas no fueran acompañadas del disgusto. Me inquieta, en definitiva, el hecho de no poder vivir indiferente a ese mundo con el que tengo un desconocimiento mutuo. ¿Cuál es la razón que me irrita ante la presencia de su solo concepto? Descubro que no es otra que el prejuicio que lo bendice. Un prejuicio de bondad, lo que constituye en definitiva una forma de injusticia.

La realidad del campo vive beneficiada, desde Hesíodo hasta el canal Rural, de un halo de virtud, que me molesta. Al igual que lo hacen aquellas condenas precoces de otros mundos, como el del comercio, por ejemplo. Una sinfonía de beneplácitos abriga al campo, a su actividad, a sus habitantes, a los productos de su cultura y a todo lo que exhala de su superficie. La honestidad, la entereza moral, la mirada franca, la austeridad, no son un privilegio ineludible de su gente. La nobleza está indisolublemente ligada a la tierra, de allí sus tropelías. El campo es como una persona a la cual debemos considerarla virtuosa, aun antes de conocerla. Ponerla en duda es ofenderla.

Me molesta que se den estos valores por dados y adosados a una realidad que como todas no escapa a la sentencia aristotélica que define a la virtud como hábito y no como don. Campo: deberás ganarte mi respeto.

lunes, 24 de marzo de 2008

Piero y los coreanos

Cada tanto el zapping hace regalos preciosos. Uno de ellos es un programa que cada tanto intercepto y es sencillamente maravilloso. Aparece sorpresivamente y es siempre una alegría verlo. Se llama algo así como “La vida secreta de los obras de arte” y en él se relata, tal como su título devela sin misterios, la “vida” de una obra. Allí se aprende que las obras tienen una historia, y que en muchos casos han sudado la gota gorda para recibirse de “maestras”. Sufrieron en muchos casos la indiferencia, el maltrato, el desprecio y otras bajezas, pero finalmente impusieron a todos su destino. La belleza resulta siempre triunfadora y esto es tranquilizante y bello a la vez.


He visto varias ediciones dedicadas a la Primavera de Botticelli, a la Bailarina de Degas, a Renoir, Seraut , Van Gogh, Rodin y su beso y otras más. El jueves fue el turno de Piero della Francesca y su Resurrección. La programación se ve que tomó nota de la Pascua. La pintura en cuestión es sencillamente impactante, Jesús sale de un sarcófago del ‘400 con una autoridad asombrosa, y dirige una mirada recta y llena de confianza al que lo mira. Es un hombre robusto con una cara rústica, lejos de toda estilización, donde no se sospecha nada etéreo. A sus pies se desparraman cuatro soldados que duermen un sueño de un realismo pesado. Es el humanismo.

Mi mujer buscaba una imagen para subir al blog como saludo pascual. La encuentra navegando en una página de católicos coreanos. Aparece decorada por letras ovales que velan su significado y agregan misterio a una imagen de una evidencia contundente. Es la imagen de Piero y esto ocurre unos días antes de conocer su dramática historia. La pintura que fue cubierta de yeso en el siglo XVIII, y develó su rostro al mundo años después, cuando la blanca pátina fue cediendo su violencia cegadora. Metáfora de la evidencia que no puede ser escondida y viaja desde Borgo San Sepolcro a Corea para terminar en mi casa. Vida azarosa de las obras de arte.

El viernes iniciamos nuestro recorrido por los monumentos de las siete iglesias siguiendo una vieja tradición católica y familiar. Elegimos, movidos por la curiosidad, empezarlo por la inmensa Medalla Milagrosa de Flores. Hace décadas que vemos flotar con asombro sus cúpulas por la autopista, tan próximas que parecen inaccesibles. Buscamos iglesias cercanas y la primera que aparece en el mapa es la de los Santos Mártires Coreanos a sólo 200 metros.

Al contrario de la anterior, esta esconde su presencia casi hasta el recato. Solo hay en la puerta un cartel y una Virgen de dulces rasgos orientales. Al ingresar advertimos que en realidad se trata de un colegio, con carteles sólo en lengua original. En un rincón hay una puerta por donde ingresan algunos retrasados y en el interior observamos con sorpresa unos 300 coreanos que entonan himnos de una belleza notable. Nos quedamos sorprendidos y azorados en la puerta observando una ceremonia que es al mismo tiempo conocida y extraña. No superamos el umbral: queremos demostrar que los occidentales también podemos ser respetuosos. Nos vamos, conmovidos con esta inesperada experiencia de catolicidad, a seguir nuestro recorrido.

Leibniz describe el mundo como una serie de curvas que se pliegan y despliegan desde un inicio recóndito. Avanzan y se contornean cambiando su curvatura en aquellos puntos de inflexión que llama “singulares”. Las curvas constituyen series aisladas que se entrecruzan con otras y se tocan en puntos que son los acontecimientos. El Universo es una madeja conformada por meras coincidencias. Pienso que visto de arriba se debería asemejar a un cuadro de Pollock. Hay un tenso dramatismo y un espesor existencial en sus obras. Las líneas son dirigidas por una mano experta, pero al mismo tiempo conservan libertad en su azarosa disposición. Dios toca la tela en contadas ocasiones, pero dirige las operaciones.

sábado, 22 de marzo de 2008

¡¡Jesucristo ha resucitado, aleluya!!



"Ya sabéis con qué os rescataron: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha. Ya de antes de la creación del mundo estaba Él predestinado para eso; y al fin de los tiempos se ha manifestado por amor a vosotros. Por Él creéis en Dios que lo resucitó de entre los muertos y lo glorificó. Así vuestra fe y esperanza se centran en Dios" (1Pe 1, 18-21).


¡FELICES PASCUAS!

jueves, 13 de marzo de 2008

Pasión oriental

El adjetivo lejano implica una distancia amplia en el espacio o en el tiempo, pero además en el conocimiento. Lejano es también lo que nos es extraño. Y esto es cierto, por más que a veces necesitemos alejarnos de las cosas para comprenderlas mejor. Poner distancia es una operación necesaria en el camino de la verdad. Lo lejano es frecuentemente la clave para lo cercano.

Hay dos territorios que son siempre anticipados por esta condición y que se nombran no como un lugar, sino más bien como una dirección. El Oeste y el Oriente son lejanos por naturaleza. El primero no lo es tanto. Incluso el mito de su conquista nos resulta familiar a fuerza de repetido. El Oeste me es más cercano, pero me aburre. Es un mito demasiado artificial, un dispositivo que descubre sus hilos y su necesidad de inventarse un pasado heroico. Una Troya demasiado cercana y un territorio demasiado vacío.

El Oriente en cambio fue, para mí, lejano desde siempre, en todo el alcance del término. Jamás me interesó lo oriental, sobre todo por su carácter de renuncia de lo real. Me identifico con la aventura de intentar comprender su oculto sentido, que empezó en Grecia. Celebro como propias Maratón, Platea y Salamina. Creo en un Dios comprometido con la realidad hasta el punto de hacerse uno de nosotros. De Oriente siempre me separó un abismo radical. Ser occidental es para mí una razón y un sentimiento.

Sin embargo, hace algún tiempo he sido embestido por una violenta pasión por lo oriental. Por suerte la pasión es un mecanismo que rompe los esquemas, como un rompehielos que se hace camino a través de la dura corteza de la costumbre. Para ser efectiva, debe venir trayéndonos como aliada a la sorpresa. De esta manera, toma desprevenida las defensas de nuestra inteligencia y una vez instalada no podemos más que sucumbir a ella. Es por eso que una vez inmerso entre sus aguas es que uno se pregunta cómo empezó todo, y rehace el recorrido hasta encontrar sus orígenes.

De todos modos, no basta con recordar el primer encuentro. La primera vez casi nunca es importante, más allá del hecho de su condición iniciadora, aunque inconsciente. Hay un momento en que la pasión se desata, pero ese instante permanece oscuro, porque generalmente lo que la provoca es algo minúsculo.

Cuando la pasión despliega sus alas, no queda más que dejarse arrasar por ella. Me encuentro entonces en este nuevo mundo plagado de nombres impronunciables, rostros idénticos, historias esencialmente incomprensibles, pero a la vez raramente familiares. Y es que en esa cercanía radica la percepción de lo lejano. Una extraña proximidad me acerca a cualquier coreano que se cruza en mi camino y quisiera estrecharlos en un abrazo que haga trizas nuestras diferencias cardinales. Los sábados en el Abasto me siento Marco Polo.

El cine oriental ha ingresado en mi vida con la violencia de un Gengis Kan de celuloide.