viernes, 24 de diciembre de 2010

¡FELIZ NAVIDAD!

(dibujo de Vero)



"Despierta, hombre: por ti Dios se hizo hombre. Despierta, tú que duermes, surge de entre los muertos; y Cristo con su luz te alumbrará. Te lo repito: por ti Dios se hizo hombre"

(de los Sermones de san Agustín, sermón 185: PL 38, 997-999).

sábado, 18 de diciembre de 2010

Las horas del verano

Tengo siempre a mano El origen de la obra de arte de Heidegger, al que continuamente vuelvo. Texto brevísimo pero de una profundidad que se intuye notable, sobre el que hay que avanzar en oleadas sucesivas muñido del lápiz como si fuera una espada. Un recorrido insistente que lleva más de 15 años para desandar una y otra vez las escuetas páginas, que no llegan a 100.

En el comienzo Heidegger se pregunta si es el artista el que hace la obra o bien la obra la que hace al artista. Y por último, cómo es que el arte hace a ambos. Se establece así un primer círculo de conceptos que se persiguen sin alcanzarse jamás. En seguida se plantea un segundo círculo, esta vez integrado por la trilogía cosa, útil y obra y las preguntas sobre las relaciones de cada uno. La obra que es cosa pero es al parecer in-útil, el útil que es un poco cosa pero no es del todo obra y al final el célebre análisis sobre la “cosidad” de la cosa.

Heidegger no rompe sus círculos, los hace girar a gran velocidad, como esos malabaristas chinos, sobre endebles palillos, para que de su movimiento surjan los conceptos. Y vaya que aparecen si uno consigue no marearse. Como si fuera un médico, Heidegger, cuando parece que nos abandonan los sentidos, nos da un “Dramamine”, es decir un ejemplo. Los zuecos de Van Gogh, el templo de Paestum o alguna poesía de Hölderlin impiden que estrellemos nuestra cabeza contra el suelo.

Mucho más fácil, pero con similar efectividad, aborda esta madeja de problemas Olivier Assayas en Las horas del verano, que están dando en el cable en estos días y que vi ya repetidas veces con el sistema “collage”. Primero la última hora, después los primeros veinte minutos, finalmente desde el cuarto de hora hasta casi el final, con interrupciones. Un sistema parecido al utilizado para abordar a Heiddegger.


La historia es la de la una señora que muere dejando a sus hijos un importante legado de objetos de distinto valor, empezando por una casa en las afueras de París. Sin embargo, la historia no es tanto la de sus personajes, sino más bien la de esas cosas en relación con ellos. Cómo las cosas van revelando lo que esos personajes son: cada uno de los tres hijos, las cuñadas, los nietos, el ama de llaves, los técnicos del museo, los entendidos, los funcionarios, el abogado de las sucesión y también los visitantes de los museos donde algunas de esas cosas van a parar.

La película también es un ensayo sobre las cosas en sí mismas. Cómo la misma cosa es a veces útil, otras obra y muchas otras simplemente cosa sin más que su mera “cosidad”. El florero guardado, olvidado en la alacena es el mismo que en un apuro es sacado para recibir las inesperadas flores y también es el jarrón Bracquemond exhibido en el Quai d’Orsay ante la mirada distraída de los turistas.

En definitiva, Assayas y Heidegger reflexionan al unísono sobre el arte, ese magnífico y misterioso dispositivo que convierte las cosas y a veces los útiles en obras. Obras que son en su esencia portadoras más de belleza que de verdad, o mejor, son bellas en tanto son portadoras de verdad. Una verdad que sirve para conocernos y reconocernos, una verdad existencial, porque produce, además, un aumento de nuestra vitalidad. En el caso de Assayas, esta situación se hace particularmente potente, ya que su reflexión sobre el arte es, a su vez, también –a mi juicio– una magnífica obra de arte.

Una maravillosa perla encontrada en el mar del zapping, justo cuando también llega para mí “la hora del verano”.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Lo que leí en 2010

23) Estética e historia en las artes visuales, de Bernard BERENSON




22) Come si guarda un quadro, de Matteo MARANGONI




21) El espectador emancipado, de Jacques RANCIÈRE




20) Teoría del arte moderno, de Paul KLEE




19) Sobre el estilo. Tres ensayos inéditos
, de Erwin PANOFSKY




18) Pintura. El concepto de diagrama, de Gilles DELEUZE




17) El sentido social del gusto. Elementos para una sociología de la cultura, de Pierre BOURDIEU

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16) Macbeth, de William SHAKESPEARE




15) La filosofía y el barro de la historia, de José Pablo FEINMANN




14) Don Juan, de MOLIÈRE




13) Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, de Marc AUGÉ




12) El Renacimiento, de Paul JOHNSON




11) Juan Domingo, de José Ignacio GARCÍA HAMILTON




10) Viaggio in Italia, de J. W. GOETHE




9) Obras de San Agustín, XIa, Cartas (2º)




8) La ciudad occidental, de José Luis ROMERO





7) La cuádruple raíz del principio de razón suficiente, de Arthur SCHOPENHAUER




6) El viaje imposible, El turismo y sus imágenes, de Marc AUGÉ




5) Hamlet, de William SHAKESPEARE




4) El abanico de seda, de Lisa SEE




3) La imagen-tiempo, Estudios sobre cine 2, de Gilles DELEUZE




2) La imagen-movimiento, Estudios sobre cine 1, de Gilles DELEUZE




1) Shakespeare, nuestro contemporáneo, de Jan KOTT

domingo, 12 de diciembre de 2010

Wikileaks desde el Jordán

Secret State 1367893
E.O. 69202 DECL 93 / 45 / 73459
Subject. (C/NF) Judea : Juan / Herodes Antipas interpersonal
Dynamics (C-AL4-0468932)
Classified by Filón, Director. INR/OPS Reason 2.6 ( C )
Date before 5 days calendas iunius 783 AUC.

1. (S/NF)

Sobre el carácter de Juan.

Juan es un hombre difícil, de aquellos que trazan líneas rectas, enemigo de valles y sinuosidades. Alguien al que se podría llamar un fundamentalista. Goza de un enorme prestigio moral basado sobre todo en sus virtudes personales y en un ascetismo incuestionable. Su imagen tiene además características épicas: comedor de langostas y vestido de harapos de camello reúne a sus seguidores a orillas del desierto donde los invita a seguir ritos purificadores. De ahí deriva el nombre con el cual también se lo conoce: “Bautista”

A los poderosos no los inquieta demasiado, en principio, Israel está acostumbrado a los profetas. Se piensa que es mejor dejarlos en libertad ya que de algún modo su accionar tiende a la contención del pueblo y a mantener su espíritu. Sin embargo, el ataque de Juan se ha hecho insoportable en los últimos tiempos, aun para los más tolerantes. Se han registrado acusaciones y diatribas directamente dirigidas a las autoridades constituidas. Estos son tiempos de equilibrios políticos delicados, poco aptos para planteos que inviten a la crispación de los ánimos.

2. (S/NF)

Sobre la prisión.

La intrepidez de Juan terminó con su prisión, lo que para algunos fue un destino de algún modo deseado. El camino de la denuncia suele ser una vía muerta y a veces la cárcel encubre su esterilidad manifiesta. Por otro lado, el peligro de Juan era relativo, como suele suceder cuando se carece de estructura. También es de notar que por más violento que fuera su mensaje, nunca expresó una voluntad política personal. Según me informan, su discurso es a este respecto vago, propiciándose él como predecesor de otra figura que vendrá a ocupar un lugar más relevante. De esta otra personalidad nada se dice que permita identificarla y hasta se duda de su existencia real. Puede que sea una reaparición del vago anhelo mesiánico, siempre presente entre los judíos.




Me informan que los días en la fortaleza de Maqueronte, donde Juan está preso, transcurren sin sobresaltos. Incluso esa mente extraviada de Herodes ha permitido al reo algunas libertades. De todos modos, esa benevolencia puede en cualquier momento cambiar hacia la crueldad, tal es el endeble carácter del soberano, al que ya he hecho referencia en mis anteriores envíos. A algunos de sus seguidores se les ha permitido visitarle, lo cual demuestra el poco temor que estos inspiran.

3. (S/NF) Otros.

También en estos días me han llegado informes de otra presencia inquietante en la zona de Galilea. Se trata esta vez de un carpintero de Nazareth, que al parecer realiza curaciones y predica una Buena Noticia, de contenido aún bastante incierto. Si bien algunos han intentado unir este nuevo personaje con Juan, al que se vincularía incluso por un parentesco de sangre, las diferencias entre ambos son evidentes. Al parecer, algunos mensajeros de Juan se han entrevistado con él, pero de ese encuentro no parece haber surgido algún entendimiento.

En algunos días más tendré oportunidad de visitar Maqueronte, ya que he sido invitado a una recepción por el cumpleaños de Herodes Antipas. Tendré allí oportunidad de recabar alguna información más de primera mano sobre lo que allí sucede y tomar el pulso a la situación. Estarán invitados todos los miembros de la corte y de la familia real.

(U) Please Cite C-AL4_0495843 in the subject line of reporting in response to de above questions.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Matemáticas divinas

El tiempo se mide a partir de dos datos objetivos: lo que tarda en dar vuelta la Tierra alrededor del Sol, combinado con lo que gira sobre sí misma. Años y días surgen necesariamente de la naturaleza, mientras que las semanas y los meses tienen impronta cultural, con un lejano dejo de luna. Sin embargo, la relación entre las dos magnitudes objetivas es compleja ya que ambos movimientos no se dan en una relación entera. Para ponerlo en números, la Tierra gira alrededor de Febo 365 días y monedas. Una especie de resto molesto que durante siglos sembró el desconcierto de astrónomos que con precarios instrumentos buscaban arrancarle al cielo sus secretos.

La primera solución para este tema fue una idea del tiempo de Julio César. Los romanos, pueblo de una practicidad a toda prueba, decidieron agregar un día cada cuatro años, inventando el bisiesto. Una idea genial, pero de algún modo improvisada, que dejó esparcidas algunas migajas de tiempo. Estos desechos, imperceptibles en un principio, fueron tomando cuerpo y consistencia, y muchos años después se convirtieron en un problema. El tiempo descartado terminó acumulándose silenciosamente y tuvo su revancha, lo cual enseña que hay que ser cautelosos ante la supuesta insignificancia de un segundo.

Fue Gregorio XIII quien con un audaz golpe de mano puso las cuentas en orden. Con una maniobra violenta arrancó del tiempo diez días, que se perdieron en la nada. Aquellos que se fueron a dormir el 4 de octubre de 1582 se despertaron al día siguiente el 15 del mismo mes. La corrección efectuada por el Papa además proponía la eliminación de los bisiestos en los años múltiplos de 100, exceptuando aquellos que fueran además múltiplos de 400. De todos modos, esta corrección tampoco era suficiente, ya que cada 3300 años el aluvión de segundos olvidados se transformará en un día.


Siempre me resultó un poco molesta esta desprolijidad divina, que hace del Creador una matemático impreciso. Una cualidad que se refleja también en toda la naturaleza, rebelde a las cantidades enteras. Todos los que alguna vez se han metido en los intrincados laberintos de las proporciones áureas, sabrán de lo que hablo. Dios hace que las armonías de Pitágoras parezcan las cuentas de un almacenero.

Sin embargo, cuando lo pienso mejor, me doy cuenta de que un mensaje oculto se inscribe en esta aparente inexactitud. Sin duda el universo reducido a cantidades enteras hubiera sido demasiado fácil de domesticar. La creación hubiera así quedado demasiado a merced de nuestra inteligencia, demasiado a la mano. Estas cantidades espurias que vuelven el tiempo inmanejable, en el fondo reflejan una saludable distancia entre la infinitud de Dios y nuestra limitado acontecer. Me vuelvo entonces contemplativo hacia esas series de números interminables que se resisten a ser encapsuladas por el hombre. Quizás esas imperceptibles hebras sueltas de tiempo son los hilos desde donde Dios maneja misteriosamente la historia, sin por eso condicionar nuestra libertad.

Un Dios que se expresase en números enteros sería, en definitiva, un Dios humano, demasiado humano.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Gin tonic existencial

Para ver bailar voy a un club
mientras muerdo el limón
de un gin tonic usado …
en tu cadera.


(Andrés Calamaro)



El verano empieza para mí con el primer gin-tonic. Cuando en alguno de los primeros días de calor nace un determinado tipo de sed distinta de las otras. Es una sed aplicada, intensa pero en un cierto sentido concentrada, muy distinta de aquella indiferenciada que se calma con cerveza. El inicio del verano indica también el ocaso de ese sol otoñal llamado whisky. Las bebidas son estacionales.

No creo que el gin-tonic sea un cocktail, al menos seguro no lo es la versión rastrera y popular en que generalmente se lo consume. La versión que al menos yo practico está lejos de refinamientos absurdos. Solo se trata de mezclar con decisión los cuatro elementos que lo componen sin demasiados recaudos. Se trata de hacerlo (y de beberlo) con una simpleza similar a la que uno vive.


Por orden de aparición se empieza por el gin, lo más valioso pero a mi juicio en este caso no lo más importante. Una mediocre versión nacional basta y sobra para prepara un excelente gin-tonic. Todo lo demás es marketing. Un gin de alto precio en el momento en que se sirve puede servir como ostentación, pero recién mostrará su calidad al día siguiente y solo si se superó la cantidad aconsejada. La presencia del gin debe sentirse constante pero levemente en el fondo del trago. Como la conciencia, debe estar presente, pero no al punto de ahogarnos con la culpa.

Después viene el limón que oficia de accidente. Es decir, lo que sin ser esencial le entrega al trago su individualidad y también alegría. Yo prefiero cortarlo en gajos, exprimirlos y después tirarlo deformado en el vaso. Poner una rodaja en el borde del vaso constituye una frivolidad. Los accidentes deben servir a la esencia y no ostentar demasiado su presencia.


El tercer elemento en cuestión es el hielo, el cuerpo sólido, la materia. Siempre pensé que ningún elemento define tanto el estatus social como el hielo. Hay hielos grandes y de una dureza pétrea que se expresan con formas adustas como si hubieran sido recién arrancados de un majestuoso glaciar. En mi casa, en cambio, los hielos son pequeños, de una geometría obvia y entregan su frío demasiado rápido. Con el hielo siempre vivo en una permanente sensación de escasez, que es por otro lado el destino de todo lo material.

Por último llegan las circunstancias que rodean a la existencia. Se puede hacer todo bien y sin embargo en circunstancias adversas los mejores proyectos naufragan irremediablemente. El agua tónica es impredecible y siempre amenaza con que la falta de gas termine por arruinarlo todo. Abrir la botella y escuchar el sonido de su aire comprimido es un momento de máxima tensión. Hay botellas que exhalan un aliento que tiene la consistencia de lo último. El tono del gin-tonic radica misteriosamente en su elemento incorpóreo.

Finalmente, no queda otra cosa que disfrutarlo, mejor si servido en un sincero vaso de ancho generoso. Y esperar su quirúrgico paso por la garganta, que nos ilusiona por un instante con la idea de que la sed puede ser definitivamente curada, como en un nuevo Siloé.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Post Heidegger

Hace como diez años me decidí a leer Ser y tiempo. Fue como escalar el Everest en remera y zapatillas. Una empresa imposible condenada al fracaso desde el principio, pero contra todo pronóstico llegué a la cima de sus 470 páginas de la edición Del Fondo, con traducción hermética de Gaos . Fue una cumbre vacía, no pude alcanzar desde ella ningún horizonte y tampoco pude extraer demasiado de tan arduo recorrido. Decir que no entendí nada es decir poco.

Me consolé pensando que el alpinismo es siempre un esfuerzo inútil, se trata en suma de subir para después bajar. Sin embargo, lo que ha sido fructífero, y confío lo seguirá siendo, es el recuerdo de ese viaje. Los esfuerzos suelen ser valorados postreramente. Con los años he rodeado esa montaña infinidad de veces, acompañado de guías diversos, que me han abierto la mirada hacia esas alturas por donde alguna vez anduve. El poder decir “yo estuve allí” fue sin duda motivo de orgullo y también fue reconfortante volver sobre esas páginas subrayadas con esmero y algunas veces con rabia, contra las severas limitaciones de mi entendimiento.

Lo primero que se experimenta con la lectura de Heidegger es su densidad. Su consistencia es como la de una sopa espesa cuyo sabor nos rechaza, pero que bebemos con la intuición de que será nutritiva. La dificultad del lenguaje constituye un verdadero rompecabezas para los traductores, que aún discuten sobre la elección de los términos adecuados de su término clave: Dasein. Queda la sospecha de si todo no podría haberse dicho de manera más fácil. Si, como decía Ortega, la claridad es la cortesía del filósofo, Heidegger es ciertamente un maleducado.


Superada esta primera y no menor dificultad, se crece en la certeza de estar frente una sustancia de riqueza incomparable. El texto comienza solemne con la célebre denuncia del olvido del Ser. Hemos olvidado lo fundamental, nos amonesta Heidegger, y nos hemos perdido definitivamente. Para intentar el regreso es necesario desplazar nada menos que al sujeto entronizado por Descartes. El hombre y el mundo ya no son dos realidades enfrentadas, sino una sola única realidad indisolublemente entrelazada. Como los mobiles de Calder, el hombre de Heidegger llega al mundo como si sobre su cabeza llevara una de estas esculturas. El mundo está frente a él, pero conectado de manera que de algún modo reproduce sus movimientos, formando hombre y mundo una unidad tentacular.

Cómo el hombre se presenta ante este mundo que lo condiciona y al que él mismo condiciona es el desafío que enfrentamos. Cómo hacerlo sin caer en la trampa de la tecnología que pretende dominarlo y sin huir hacia una existencia inauténtica, sometidos a los mandatos del Uno. Cómo, en definitiva, aceptar nuestra finitud y nuestro destino de “ser para la muerte”.

La filosofía de Heidegger, al menos la del primero, porque hay varios sucesivos, nos sumerge en un mar de peligros desde donde es necesario emerger a una vida auténtica. Un mar extremadamente rico de peces donde muchos han pescado y seguirán haciéndolo. El hombre que resulta de esta experiencia es en su tarea imponente, aunque adolece de la sequedad que ofrece todo existencialismo. El esfuerzo de vivir bajo su imperio se asemeja al necesario para emprender con su lectura.

El pensamiento de Heidegger representa quizás la cumbre de lo que la filosofía puede alcanzar sin el auxilio de la trascendencia. Es mucho, pero al mismo tiempo, es definitivamente poco.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Strawberry fields

Esta es la historia de un periplo que algunos podrán interpretar como una decadencia. Pero el camino que desciende de lo exclusivo hasta lo masivo puede también ser leído como un ascenso. Abandonar la comprensión de unos pocos para sumergirse en los cálidos mares del favor popular es una opción vital. De las soledades que coronan un postre a la promiscuidad de una ensalada de frutas. Un destino que se vive agolpado entre naranjas pedestres y duraznos recortados de una lata de almíbar. Dicen que fueron las consecuencias de las leyes del mercado y de osadas modificaciones genéticas, pero yo prefiero pensar que se trató de la libre elección de una estirpe.

La frutilla fue un tiempo la hija mimada entre las frutas. Sobre todo en estas tierras donde el castizo fresa fue cambiado por el cariñoso diminutivo que ostenta. Fruta pequeña que parece destinada a no crecer jamás, como esos adolescentes que se resisten a la adultez. Pero como ocurre a veces con esos niños que, a pesar de ser mal educados, milagrosamente no resultan malcriados, sospecho que la frutilla ha olvidado su pasado de reina y vive feliz una existencia plebeya.

Cuando yo era chico todo lo que rodeaba a la frutilla tenía un halo de exclusividad. Empezando por esas pequeñas cajas de laterales de madera clara que eran su envase. Especies de cunas donde dormían un sueño apacible en las banquinas de las rutas. Allí se vendían a un precio elevado, garabateado con tiza sobre un cartón violeta.

En mi infancia las frutillas entraban en casa solamente cuando había visitas. Eran distintas de las de ahora, de menor tamaño y de un color intenso y más oscuro. Las actuales parecen haber desarrollado su actual físico a base de gimnasia y anabólicos. Su musculatura es más redondeada, pero su sabor muchas veces esconde una insipidez acuática. La frutilla se hizo grande y se volvió pálida con algunos trazos amarillos, como si el color no tuviera la fuerza de cubrir su ahora extensa superficie.


Su origen tiene la nobleza de los aristocráticos Alpes y un pasado romano que pervive en el nombre de su planta: fragaria. Fue así bautizada en honor del intenso olor que emanaba de los valles silvestres donde crecía ilimitada. Después llegó a nuestras tierras y se adaptó sin problemas a nuestra pampa rastrera, encontrando particular fortuna en Coronda, a orillas del Paraná. Allí abandonó para siempre el altanero nombre de fresa, para vestirse del más humilde frutilla.

No es una fruta para comer sola, pero es una compañera eficaz de muchos dulces. Su llave es su acotada acidez, fundamental a la hora de contener el dulzor excesivo de los postres que sin su ayuda resbalarían hacia el empalago. La combinación con crema es un ejemplo de matrimonio perfecto y con champagne, los resabios de una vida de lujo. De allí también proviene su fama afrodisíaca y el sueño de una noche de glamour impecable. Pero su nombre también evoca el dolor de una caída y las huellas de raspones hechos en las desiguales veredas de la vida. Una conexión que nos recuerda la efímera consistencia del lujo.

Sin embargo la frutilla por sobre todas las cosas encarna la idea de un final perfecto. La posibilidad de coronar la empresa de vivir con ese detalle último que la complete. Si la vida fuera una torta en donde se suceden capas crocantes de dolor con otras cargadas de la promesa de un dulce porvenir. Si a toda nuestra historia se la pudiera cubrir con la misericordiosa blancura del merengue. Aun así será una historia incompleta.

Solo el sueño de la frutilla sobre la torta será la señal de que la vida puede ser consumada.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Actor’s power

Es conocida la sentencia de Platón referida a los poetas, que se extendía por añadidura al teatro y a sus actores. No había lugar para ellos en su República. En su esquema de verdad, el actor era quien encarnaba el engaño del poeta, provocando una desviación inadmisible en el camino de las ideas. No hay duda de que Platón era un fascista y el título de su libro La República, donde propone estas severas purgas, parece una ironía.

Los griegos inventaron muchas cosas, pero el teatro es sin duda su invento más genuino. Una genialidad exclusiva y en cierto modo inexplicable, más allá de las geniales intuiciones que Nietzcshe despliega en El nacimiento de la tragedia. A través del teatro se proponían los poetas educar al pueblo, relatando sus mitos y las proezas de sus héroes. Pero la complejidad de esos relatos podía llevar a conclusiones aventuradas. De ahí el enojo platónico que pretendía disciplinar a sus ciudadanos sin dejar lugar a interpretaciones.

Los actores, encargados de llevar adelante los dramas, eran seres enigmáticos. Su identidad permanecía oculta detrás de una máscara. Llevaban una vida oculta que les permitía luego asumir distintos roles, incluso durante el transcurso de la misma obra. Su existencia escondida era opuesta a la ostentosa visibilidad de los atletas. Basta recordar las odas que les dedicaba Píndaro a las proezas olímpicas de estos últimos. Por supuesto que Platón les daba una calurosa bienvenida a su exclusiva República. El atleta equivalía a la verdad y el actor a la mentira.

Hoy no existen estas diferencias y tanto actores como deportistas conviven en la genérica categoría de “famosos”. De ellos sabemos todo, lo que ellos nos hacen saber (ahora vía Twiter) y lo que otros inventan sobre ellos. De algún modo reflejan algo que supuestamente los otros quisieran ser. Sin embargo, esa extrema visibilidad genera también dudas. ¿Cuándo un actor deja de actuar? es una pregunta legítima.


Una pregunta que se vuelve profunda a partir de un fenómeno a mi juicio insólito que se ha presentado en estos días entre nosotros. Se trata del actor puesto como figura capacitada para la interpretación de la realidad política. Veo con sorpresa que, de una nutrida tribuna convocada para reflexionar sobre la orfandad que nos aqueja, la mitad son actores. No queda del todo claro si son ciudadanos de profesión actores o bien actores que actúan de ciudadanos. Ellos lloran profusamente, declaman con voz enérgica y finalmente pronuncian anatemas. Quién los ha imbuido de este poder es una incógnita.

Una respuesta podría ser que justamente los actores reemplazan a otros que deberían estar ahí. Esa en definitiva es su función ancestral. Sin llegar a los extremos platónicos, su sentencia no deja de ser en algún sentido lógica. El actor es supremo cuando el engaño lo es.

Más adelante, en su última libro Las leyes, Platón atenúa su rigor: “Ahora bien, hijos descendientes de las débiles Musas, mostrad primero a los magistrados vuestras canciones que nosotros las compararemos con las nuestras y, en caso de que sea evidente que dicen lo mismo o mejor lo que nosotros decimos, os permitiremos hacer una representación, pero si no, amigos, nunca podríamos dejaros”.

Parece que, para el filósofo, solo se puede ser actor a condición de ser oficialista.

domingo, 31 de octubre de 2010

Fracaso de la inmanencia

La semana pasada me enfermé, cosa que por suerte me ocurre muy cada tanto. Me fue aconsejado un relativamente largo tiempo de reposo, en el que pude disfrutar de un “detrás de escena” de la vida familiar. Es decir, estar en casa en días y horarios en los que nunca estoy, despertar a mis hijos mayores para que vayan a trabajar y recibir a los menores a la vuelta del colegio. Y ver además el trajín incesante que despliega mi mujer para que la vida del resto transcurra. No es que no lo supiera, simplemente una cosa es saberlo y otra muy distinta, verlo.

Más allá de esta rica experiencia, me dediqué, tan pronto como mi salud me lo permitió, a tres actividades fundamentales: leer sobre pintura, escribir (y terminar) mis crónicas de NYC y ver los 30 primeros capítulos de In treatment. Experiencia, esta última, totalmente inédita ya que nunca había visto una serie con esta continuidad. Algo que produce un género intermedio entre el cine y la televisión.

La serie ya la conocía por haber visto capítulos sueltos, pero nunca había podido salir de la confusión que producen los relatos entrecortados. La posibilidad de verla en una dosis consistente permite valorar su excelencia. Desde la idea, que se ciñe estrechamente a un criterio minimalista del relato, pasando por las brillantes actuaciones, siguiendo con el sólido guión y culminando con la infinidad de detalles que van tejiendo las historias para que funcionen como un mecanismo perfecto. Todo puesto el servicio de crear un mundo, lo que es, a mi juicio, lo que define el arte.


Si bien nunca en mi vida fui a un psicólogo, tengo desde siempre una natural desconfianza hacia ese mundo. Sinceramente creo en la real incapacidad de dicha ciencia para ser una verdadera respuesta a los problemas del hombre. Esta desconfianza tiene su raíz en otra, que tiene un carácter metafísico. La convicción de que los problemas humanos nunca pueden ser resueltos desde su misma realidad. En definitiva, lo que se podría enunciar como el fracaso de la inmanencia. Los sistemas inmanentes, como el de Spinoza por ejemplo, son tan extraordinariamente bellos como inútiles a los fines existenciales.

Los desesperados intentos de Paul Weston por curar las neurosis de sus pacientes, y las suyas propias, son un buen ejemplo que refuerza mi natural difidencia. Sin permitirse, porque así son las reglas de esta ciencia, jamás introducir ningún criterio exterior en sus juicios, el terapeuta acompaña con maestría a sus pacientes por los vericuetos de su inconsciente, pero es un paseo del que raramente vuelven sanados. La necesidad de que todo criterio provenga de su propia consciencia hace que la decepción esté asegurada. La consciencia no es, mal que le pese a Kant, apta por sí sola para establecer una ley moral.


Yo creo que solo la trascendencia, en cualquiera de sus formas, hace al hombre capaz de intentar construir una estructura ética a partir de la cual establecer una conducta. La inmanencia, filosófica o psicoanalítica, siempre me produce una sensación de claustrofobia que termina por resultar insoportable. Veo con desesperación cómo mueren asfixiados en su propia atmósfera paciente y analista, y me dan ganas de correr a abrir las ventanas para que entre en los oscuros laberintos de sus mentes la luz que proviene de lo definitivamente Otro.

Una experiencia parecida a la que tuve cuando salí a la calle después de cinco días de encierro. El “buen día” del lustrabotas de la esquina me hizo saber que estaba nuevamente saludable.

domingo, 24 de octubre de 2010

Censo año 0

“En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria” (Lc. 2, 1-2). Siempre me gustó este seco inicio de Lucas para encuadrar el suceso central de la historia de la humanidad. Una introducción que ha generado una innumerable serie de controversias, pues la cronología que establece se contradice con otras fuentes, entre ellas el mismo Lucas. De todos modos, la intención del evangelista, que escribe 80 años después de ocurridos los eventos, es mostrar que Dios ha decidido encarnarse sin contar con los privilegios de su condición divina.

La referencia a Augusto tiene un alcance universal. Con ella todos los lectores, contemporáneos y futuros tendrían un dato certero y fácilmente verificable. El segundo personaje nombrado, Quirino, es una referencia de alcance más local. Gobernador de la región en la cual se producirán los acontecimientos, fue un personaje difícilmente olvidable para quienes sufrieron los rigores de su gestión, entre ellos, los díscolos judíos.

El censo era una práctica normal en la administración romana. Con ella se buscaba extraer datos, fundamentalmente con el fin de calcular el impuesto. Tratándose de una nación ocupada, podemos imaginar sin demasiado esfuerzo cuanta antipatía generaba la medida. Los datos eran utilizados en contra del censado y además los recursos serían destinados a solventar la ocupación.

“Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen” (Lc. 2, 3). Aparentemente, en esto se seguía la costumbre local. El romano era tolerante hacia lo que no entorpecía su maquinaria. Sabemos que para los judíos la ciudad de origen no era un simple lugar, sino que indicaba la pertenecia a una estirpe que se remontaba a la historia de Israel y sus doce tribus. Ser judío era en aquel tiempo sobre todo pertenecer a la tribu de Judá.


“José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David” (Lc. 2,4). Una distancia de unos 150 kilómetros, sorteados a través de un viaje penoso que se hacía dando un rodeo para no atravesar Samaria, donde los viajantes no serían bien recibidos. Basta recordar el episodio de Jesús en el pozo de Sicar. El camino de ida era todo en subida, y se hacía en gran parte a pie, aunque suponemos que María, dado su estado, contaría con alguna escueta cabalgadura.

El viaje duraba unos cinco días y se hacía en grupos. El motivo de esto no era solo la solidaridad de los viajantes, sino sobre todo la seguridad. Aquellos también eran tiempos inseguros y las consecuencias de emprender el camino en soledad podían ser fatales. La “parábola del buen samaritano” podría haber sido extraída de un hecho de crónica.

La llegada a Belén sabemos que fue complicada. La ciudad era pequeña y estaba desbordada y consecuentemente los precios por las nubes. No es de extrañar que “no había lugar para ellos en la posada” (Lc. 2,7). Supongo que, no bien llegados y a pesar de la fatiga del viaje extenso, habrán enseguida cumplido con el trámite para quedar liberados. Finalmente, con tanto ajetreo, “le llegó el tiempo de ser madre” (Lc. 2,6).

Dos mil años después, a nosotros se nos pide que nos quedemos un día en casa para contestar las preguntas del censo. ¿Será posible que nos cueste tanto?

martes, 19 de octubre de 2010

Minimal Ando

El minimalismo es una búsqueda extrema. Busca el máximo efecto poniendo en juego el mínimo de las causas posibles. Un camino que tiende a cero en forma constante y que no desdeña el peligro. Es quizás a partir de ese riesgo, el de no decir nada, que el minimalismo habla. Las palabras dichas en medio de un silencio adquieren un peso singular. Todos alguna vez tuvimos esa experiencia.

En la arquitectura, el minimalismo tiene un maestro supremo: Tadao Ando, quien, paradójicamente, nunca estudió arquitectura. Se formó viajando y sobre todo observando, pero me imagino que su obra se basó en olvidar lo visto, en busca de una expresión propia. Como de hecho ocurre con todo gran artista. Se hizo conocido entre nosotros en los años ’80, cuando yo estudiaba y el posmodernismo arreciaba con su verborragia. El contacto con su obra, a través de revistas de idiomas inverosímiles, fue como un llamado a silencio.

Los orientales tienen una específica forma de estar callados, no piden silencio, directamente se callan. Quizás sea ese silencio la razón por la cual, a pesar de haber recibido los mayores galardones, es hoy un arquitecto olvidado. La arquitectura de Ando es una permanente búsqueda de un espacio de silencio, de una interioridad callada que nos proteja del exterior. Sus obras tienen un sentido ineludible de remanso.


Decía Cezanne que un pintor pinta muchas cosas pero solo logra comprender pocas cosas, en su caso, “las manzanas y uno o dos vasos”. En el caso de Tadao Ando se podría decir que toda su arquitectura es un esfuerzo por comprender uno de sus elementos primordiales: el muro. Búsqueda que se inicia a partir de su función más evidente, la de aislar. El muro en Ando es en toda su simpleza un elemento que separa, que delimita el espacio y lo hace en forma tajante.

La luz, otro de los elementos fundamentales de la arquitectura, es en este caso una gentileza del muro. En las obras de Ando no hay ventanas, hay simples detenciones del muro, amables corrimientos o giros inesperados, que producen tajos de luz. También el agua parece aproximarse cautamente hasta él con solo el fin de reflejar su imagen. Un agua humilde, sin efervescencias. El muro es un plano continuo, que no ha sido perforado ni mojado. El muro es sagrado.

Los muros en general se construyen por una sumatoria de elementos, suelen ser el producto de la paciencia que agrega un ladrillo sobre otro. Además, casi siempre, reciben un cuidado posterior, se visten con revoque o con piedra, se decoran con molduras, se dibujan con buñas. El muro soporta y también es soporte del lenguaje, que recibe inerte las palabras que sobre él se escriben. Nada es así en el muro cuando busca su esencia.


Al muro de Ando nada se le agrega, su verbo es uno solo: “soy un muro” y nada más nos dice. Tampoco nada menos. Se construye de un solo golpe, colado de una vez y no permite error, porque no hay corrección posible. Guarda en su memoria la tensión de ese momento en el que el defecto no tiene lugar. El muro de Ando es un instante, nace y ya está terminado. El minimalismo anula hasta el tiempo.

Finalmente, así se expresa en su desnuda contundencia. Solo en su superficie aparecerán los rítmicos agujeros de los pasadores. Es de ellos que se sirve el artista para convertir lo estrictamente necesario en poesía. Los pequeños agujeros son como ojos que le dan al muro una sorpresiva vida. El duro hormigón pierde su consistencia para convertirse en una superficie muelle, que siempre me hace acordar a un sofá.

Para apreciar a Tadao Ando es preciso hacer silencio. Es hora de que me calle.

domingo, 10 de octubre de 2010

Sueño barroco

El rey de Polonia no ama ser rey. Su verdadera pasión son los cielos y sus estrellas. Ese mundo de geometrías perfectas que refleja un cosmos ordenado, donde todo funciona como el aceitado mecanismo de una secreta maquinaria. Pasa sus días escrutando los astros y tratando de descubrir en su necesario andar huellas que hagan del futuro una materia asequible. Vive confiado en el ordenado equilibro que tejen “matemáticas sutiles”.

Basilio, rey de Polonia, es el Renacimiento.

Por su parte, su hijo, el heredero, vive, condenado por el tribunal de los planetas, en una adusta torre. Tales eran los funestos signos bajo los cuales vino al mundo que su padre no tuvo más remedio que hacer cumplir la sentencia. Pasa sus días en una total oscuridad del cuerpo y del alma. Las primeras palabras que se le escuchan son un grito: “Ay mísero de mi. Ay infelice”. Apenas puede sospechar el universo por la estrecha puerta que su carcelero le abre. Desconoce el por qué de su destino y protesta haber nacido.

Segismundo, el príncipe, es el Barroco.




Son estas dos concepciones las que están destinadas a enfrentarse y ese choque, no desprovisto de rispideces, es el argumento de La vida es sueño. Basilio, con magistral artificio, hiere la certidumbre de Segismundo y hace que confunda para siempre realidad con sueño. Y es esa incertidumbre la que padece el Barroco en su esencia más profunda, una duda alucinada que habita en el fondo de su espíritu. El Barroco es, como Segismundo, algo bestial, violento y no desprovisto de crueldad. Pocos siglos fueron tan sanguinarios como el XVII.

Sin embargo, el hombre, lejos de quedar sepultado por sus propias perplejidades, le hace frente a aquel mundo que se cae a pedazos. Empuñando pinceles y cinceles, y armado de versos serpenteantes, el Barroco es la señal contundente de que el hombre no está dispuesto a perderlo todo. Su arte no es un medio de escape, sino todo lo contrario, es una respuesta monolítica que le hace frente. Hay una perfecta cohesión entre los esfumados de Velázquez, los pliegues de Bernini y los versos de Calderón. Son accidentes de una misma sustancia. Entre todos esos pliegues habita un mensaje poderoso, una irrenunciable fuerza vital que a pesar del desconcierto no está dispuesta a retroceder.

Segismundo saldrá finalmente de su oscura caverna para demostrar que quien realmente soñaba era Basilio.

Muchas veces se ha comparado nuestro tiempo, infestado de dudas, con el Barroco. Sin embargo, la diferencia está en cómo los hombres de una y otra época hicieron frente a sus fantasmas. Mientras aquellos desplegaron toda la potencia de su arte, modelando y modulando la realidad en pliegues de materia distinta, nosotros a veces no parecemos capaces más que de la queja.

El Barroco no solo está en Roma ni en el Prado. Como un milagro palpita con su energía indomable a cuatro cuadras de mi casa. Teatro San Martín, La vida es sueño, Calderón de la Barca. Un regalo.

domingo, 3 de octubre de 2010

Non finito

Una vez conocí a un tipo que me confesó una cosa que nunca olvidé. Trabajaba conmigo en Roma como dibujante y era algo mayor que yo, muy joven en ese entonces. Era un personaje extraño, que hablaba muy poco y dibujaba con extremo detalle los planos, que en esa época se hacían a mano.

Tenía la cabeza con forma de pera invertida, con una frente muy amplia que ocupaba más de la mitad de la extensión de su cara y reía con una risa contenida, que apenas mostraba unos dientes demasiados pequeños para el tamaño de su boca. Era una persona culta y en algunos aspectos hasta refinada que, al contrario de muchos de mis suburbanos compañeros de trabajo, vivía en el centro de la Roma histórica, creo que con su madre. Venía con una fuerte recomendación, pero jamás hizo alarde de ella y se contentaba con realizar su trabajo sin manifestar ningún ansia de progreso.

La confesión que me hizo, algo atribulado, fue que jamás había sido capaz de terminar un libro. Pero esto no era debido a la pereza ni nada que se le parezca, ya que era un lector profuso, sino simplemente una especie de defecto psíquico. Realizaba detenciones abruptas muy cerca del final de sus lecturas, pero no siempre en el mismo punto. Alguna señal le daba la indicación de detenerse, siempre a escasos pasos de la meta. Su método era aplicado en cualquier género: ensayo, novela e incluso el policial, que figuraba entre sus preferidos.


Siempre me acuerdo de él cuando estoy leyendo, sobre todo porque sobre el final de mis lecturas me asalta una urgencia maléfica por terminar. Nunca sentí el pesar de acabar un libro, por más que me hubiese gustado mucho. Paso por las últimas páginas con una velocidad que cambia totalmente con respecto a la anterior, una aceleración que se produce de manera casi inconsciente. A veces pienso que ese sería el punto preciso donde mi amigo cortaba abruptamente su lectura.

Pienso que la elección de este romano, cuyo nombre ni siquiera recuerdo, estaba dictada por un exceso de perfeccionismo que le hacía preferir no terminar a hacerlo en modo desprolijo. Quizás mi urgencia responda a mi condición de lector culposo de todo lo que aún no leí, que se combina con la ansiedad de pasar al próximo libro. Siempre me gustaron mucho los principios y los disfruto especialmente, mientras que irremediablemente sufro los finales.

Terminar es, de todos modos, uno de los hondos problemas del arte, que por lo visto no escapa al lector. Hay muchos artistas que, como mi citado amigo, decidieron no acudir a esa cita difícil con su obra. Dice Ortega: “A sus contemporáneos les parecía que sus obras no estaban ‘acabadas’ de pintar, y a ello se debe que Velázquez no fuese en su tiempo popular. Había hecho el descubrimiento más impopular: que la realidad se diferencia del mito en que no está nunca acabada”. Pero el más adelantado en ese estilo fue Miguel Ángel. Sus esclavos esbozados en la piedra y aquella piedad en donde el dolor parece no terminar hicieron de su renuncia un estilo y le dieron nombre: non finito.

El deseo de no terminar es también el de dejar las cosas abiertas a una posible interpretación y asumir la conciencia de que nada en realidad puede ser del todo terminado, ya que, como el comenzar radical, finalizar compete solo a Dios.

domingo, 26 de septiembre de 2010

33

Hay colectivos que corresponden a un estrecho lapso de mi vida. La memoria guarda con ellos algunos datos del contexto, como ciertas horas del día, una luz particular y olores bien determinados. El 33 es para mí el inicio de la tarde, el reflejo del sol en el río, el olor a pescado y una pesada sensación de incertidumbre que me oprimía el pecho.

A la salida del colegio secundario, en donde nunca encontré dificultades, afronté el primer fracaso de mi vida de estudiante. A pesar de aprobar el examen, no quedé dentro del número restricto para ingresar en la Facultad de Arquitectura de la UBA. Me había preparado con dedicación, pero matemática y física, las materias de examen, nunca fueron mi fuerte. Saber que uno y solo uno es el resultado correcto produce en mí un desaliento devastador. La falta de fe en la exactitud bloquea mi razón.

Al año siguiente, el ingreso, pese a mantener el cupo, cambió las materias por otras más afines con la profesión y la posibilidad de cursarlas en la facultad. Partía entonces todas las tardes, después de trabajar de cadete, en el 33, que tomaba en el mercado de Retiro. La parada estaba al lado del puesto de pescado y la espera, por lo común larga, se hacía bajo la inerte mirada de plateados cardúmenes encerrados en canastos de plástico blanco.



Mi recuerdo se asocia al calor y también al gentío que se arremolinaba alrededor de la estación. Envidiaba sin excepción a todos aquellos transeúntes porque, a pesar de su movimiento errático, los imaginaba con un destino seguro. Mi vida, en cambio, la percibía como un mar repleto de dudas. Temía naufragar y jamás poder iniciar un camino para el que me sentía fuertemente destinado.

En esos momentos aparecía recortada, entre otros cientos de líneas multicolores, la escorada figura del 33. En su frente traía escrito su destino, que yo leía como si fuera una promesa: “Ciudad Universitaria”. Y al lado enunciaba un origen de sabor algo mítico “Monte Chingolo”, que interpretaba como un nuevo Sinaí. La línea estaba provista de coches desvencijados y crujientes, conducidos por pilotos temerarios. Superado el primer tramo del viaje, entre camiones adustos, el recorrido entraba en un paisaje totalmente inesperado. La ciudad se diluía de repente, se atravesaban unas vías olvidadas y, entre árboles generosos de sombra, aparecía en un reflejo dorado la geometría fluvial de la Dársena Norte.

Desde la altura de la ventanilla, que impedía ver el borde de la calzada, el colectivo parecía navegar sobre el espejo marrón del río, transformándose en una improvisada embarcación. Tan seguro estaba de mi ilusión que si hubiera mirado hacia atrás me hubiera extrañado no ver la espumosa estela bifurcándose entre los adoquines. Barcazas de casco herrumbroso parecían saludar bamboleándose a nuestro paso y algunos marineros salían a cubierta. Tan rasante era nuestro paso que podía ver sus caras, sacudiéndose la siesta.

El efecto duraba solo unos minutos, ya que a poco andar se ingresaba a la costanera y el río majestuoso se alejaba hasta perderse en el horizonte oriental. El andar del colectivo retomaba su fisonomía terrestre, pero esa fugaz travesía retemplaba mi carácter. El 33 me contagiaba su atrevido heroísmo de hipotético anfibio.

martes, 21 de septiembre de 2010

Breve enciclopedia de los deportes: 03/ Golf

Los límites pueden ser molestos, pero nadie duda de su necesidad. Esta se muestra evidente en el caso de los deportes, que en general se practican dentro de un terreno explícitamente delineado. Hay claramente un adentro y un afuera que delimita un “campo”, por utilizar la terminología que Bourdieu hizo famosa a la hora de describir las estructuras que entretejen la sociedad.

El golf es la excepción a esta regla y su práctica nos enfrenta inevitablemente con la desmesura. Quizás esta ausencia de referencias claras puede servir para explicar sus efectos, que conducen fatalmente a la obsesión. El golfista es alguien que pierde el contacto con la realidad, o mejor dicho que tiende a reducirla a una sola entidad: el golf.

Los problemas de cantidad empiezan por las herramientas necesarias para jugarlo. Hay una definición que dice que es un juego que consiste en poner una pelota en un agujero, utilizando los elementos menos aptos para tal fin. Estos elementos son los catorce palos que se usan para golpear la pelota. Para transportarlos se requiere de una bolsa que los contenga, y a su vez de un carro para acarrearlos. El carro puede reemplazarse por un ser humano, lo cual heriría la sensibilidad social de cualquiera que no sea golfista.


El reglamento que rige el juego es también infinito. Sin embargo, su extensión no obedece a una complejidad que dificulte su comprensión, sino que es igualmente atribuible a las características del campo donde se practica. La cancha de golf es una versión reducida de la naturaleza toda y sus reglas comprenden situaciones que implican a los tres reinos, incluso el animal. En uno de sus puntos dice: “si la bola está en una situación peligrosa para el jugador, como por ejemplo, estar cerca de una serpiente de cascabel o de una colmena de abejas, el jugador puede dropear la bola sin penalización”. Una regla prudente ya que un golfista sin duda preferiría morir envenenado a arruinar una buena tarjeta.

También es largo el tiempo para consolidar su aprendizaje. Pocos deportes establecen una relación tan estrecha, y en algunos casos profunda, entre maestro y alumno. Los avances suelen ser erráticos y no progresivos como en cualquier otra actividad. Los cambios son temidos y la sugerencia de la nueva posición de un dedo puede provocar retrocesos inesperados, sumiendo al alumno en períodos de un oscurantismo cruel.

Una vuelta de golf dura alrededor de cuatro horas, lo que sumado al traslado, la necesaria pasada por el bar y los vestuarios, insume la mitad del día. Pero esto no termina aquí, ya que el golf es un deporte que invita al relato. El golfista es un solitario, que pelea contra la naturaleza, y esto lo convierte necesariamente en un apóstol de su propio score. Los días posteriores, la vuelta será desmenuzada golpe a golpe, frente a aburridos interlocutores. Es preferible que quien soporte el tedio de escucharlo no tenga idea de golf, ya que así se evitará que este a su vez relate la suya.

Así la amplitud del tiempo y del espacio son la nota característica de este juego. Pero no toda la extensión tiene una connotación negativa. Quizás de las cosas más valoradas es que su compañía se extiende a lo largo de toda la vida. Mientras el tiempo va implacablemente expulsando a los deportistas de otras disciplinas, el golf es compañero de todas las edades de la vida. Incluso hay quien ha soñado el Paraíso como un link eterno, en donde la pelota finalmente obedezca a sus designios.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Maldito Macbeth

La teoría de San Agustín sobre el mal sostiene que este es simplemente una ausencia. Desprovisto de toda entidad, es un vacío que arrastra lo que existe, como el ojo de un huracán. “El mal cuyo origen buscaba no es ninguna substancia”, afirma (Confesiones 7, 12, 18)

Macbeth se propone representar el mal en estado práctico, mostrarlo en su devastador accionar. Shakespeare sabe que el teatro es, sobre todo, acción. La misma estructura de la obra es elocuente. Su desarrollo veloz y su elogiada brevedad son también notas del mal. Un mecanismo aceitado que persigue sus objetivos con celeridad. Macbeth es, además, una obra maldita, que habla sobre el mal. Extraño juego de espejos que evoca una condición exponencial.

También señala San Agustín que la mala acción tiene su origen en la concupiscencia. Hacerla nacer es el fin de la profecía, proferida por las tres brujas en el inicio de la obra. La sentencia se articula en dos partes. La primera, “Señor de Cawdor, salve” (I, 3, 48), tiene un cumplimiento sorpresivo e inmediato. Al verificarse esta, la segunda parte, “Salve a ti, que serás rey” (I, 3, 49), aparece como una posibilidad cierta. El deseo así adquiere consistencia y se pone en movimiento.

Una vez que el apetito anida en el corazón, este necesita del juicio para colmarlo. Lady Macbeth será la encargada de encausar esa voluntad y también de sostenerla en la duda. Ella será el cerebro que advierte que el momento propicio es uno solo. La profecía se cumplirá de un solo golpe. Está claro que Macbeth solo nunca se hubiera atrevido. Es preciso un poco de psicología femenina: "¿Te asusta el que tus actos y tu valentía lleguen a ser quizás igual que tu deseo?" (I, 7, 39). Y también algo de mente fría cuando empiece a correr la primer sangre: “Ve, busca agua para lavarte de las manos este testigo repugnante”.



Finalmente, una vez iniciado el proceso, ya no se detiene. Los crímenes se suceden y van perdiendo toda conexión con la lógica. La violencia enceguece, se sabe. Es la hora del insomnio, de los fantasmas y de una nueva visita a las brujas. La muerte de Lady Macbeth es apenas percibida porque la razón ha sido devorada. El final se acelera como si la Nada reclamara con urgencia los frutos de su obrar: “Comienzo a estar cansado ya del sol. Quisiera ver destruido el orden de este mundo… ¡qué suene la campana!... ¡vientos soplad! ¡Ven destrucción, ven!" (V, 5, 49).

Macbeth muere y el discurso de Malcolm, el nuevo soberano, cierra la obra. Es la típica alocución vacía de un político vencedor. Promesas al entorno: “Caballeros, amigos por este acto os nombro condes” (V, 7, 91) y un programa tan vago como poco conciliador: “llamar de nuevo a los hogares a los amigos exiliados que huyeron de las redes de de la insidia y de la tiranía; hacer comparecer a los crueles ministros de este verdugo muerto y su reina infernal” (V, 7, 95).

Descreo que el mal cese con la muerte del malvado. Prefiero, para terminar, la reflexión de San Agustín:

“Indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera sustancia, sino la perversidad de una voluntad que se aparta de la suma sustancia, que eras tú ¡Oh Dios!, y se inclina a las cosas ínfimas, y arroja sus intimidades, y se hincha por fuera” (Confesiones 7, 16, 22).

sábado, 4 de septiembre de 2010

Vida de tostar

De todos los "electrodomésticos" es quizás la tostadora el más adecuado para ensayar un elogio de la simpleza. Me refiero a las viejas, que permanecen idénticas desde mi infancia, aquellas que utilizan la energía prestada de una solidaria hornalla para cumplir su humeante y feliz cometido. Son pocas las cosas que consiguen tanto con tanta escasez en el origen. Su función no es producir grandes transformaciones en los elementos que a su calor se confían, solamente su cometido se reduce a una pátina. Con ella lo superficial se hace profundo. La vieja tostadora es el Deleuze de la cocina.

Podría decirse que su esencia es meramente distributiva. El fuego punzante se derrama en su superficie y suaviza su efecto, metáfora perfecta de un socialismo real. Enemiga de desigualdades extremas, que arruinarían su cometido, rechaza la violencia que transforma la estructura de las cosas. Su acción respeta el fundamento del pan y se inclina ante su prestigio bien ganado. En su cuidado pareciera recordarnos siempre que esa fue la materia elegida por Dios para quedarse entre nosotros.


Sin embargo, el trabajo que realiza está lejos de ser inocuo. Se trata, nada menos, de sumar a la perfección una condición superadora. El pan con ella se vuelve más complejo y en él se distingue la crocante superficie que esconde un interior humeante y tierno. La muelle plataforma de la miga se convierte en una superficie rígida. Pista de aterrizaje que, luego de ser lubricada con manteca, espera el descenso colorido de alguna mermelada o el dulzor argentino del dulce de leche. Hay un abismo esencial que separa a una anodina rodaja de pan de una tostada.

Como todo lo que tiene existencia superior, se compone de dos partes: un fino cuerpo de chapa que soporta una serpenteante alma de alambre. Un dispositivo primitivo, pero que tiene la compensación de lo irrompible. El nuestro nos acompaña desde los albores de nuestra vida familiar y luce desvencijado pero entero. El tiempo le hizo perder su escuadra, y cuerpo y alma conviven en un desajuste irreversible, que de todos modos no le impide cumplir con su misión cada mañana. Su casa es el horno, especie de oscuro conventillo que comparte con negras asaderas y pizzeras que trabajan solo los domingos.


Yo la prefiero a su versión eléctrica, porque me parece que el pan no puede tratarse despreocupadamente. No quiero olvidarme de las tostadas y esperar abúlico que las mismas vengan eyectadas por una insensible máquina. Me gusta mirarlas, darlas vuelta ansioso y aceptar el riesgo de fallar. Vivir con el peligro de que una distracción pueda conducirnos al fracaso teñido de un negro olor a quemado. La anciana tostadora nos recuerda desde temprano que la existencia es un frágil equilibrio, atado con alambre.

Por último, pero no menos importante, quisiera destacar su disposición a recibir todo tipo de pan. Mientras las modernas aceptan solamente de buen grado el geométrico pan lactal, la nuestra recibe como una madre pródiga con idéntica alegría tanto las sobras de un aristocrático mignon como los despojos de una rastrera flauta. Su naturaleza es inclusiva y deja sin efecto la necesaria discriminación del panadero.

En su fuego lo que era considerado perimido recibe una nueva vida. El pan resucita en forma de tostada.

lunes, 30 de agosto de 2010

Malditas torres: 04 / Babilonia

La oposición ética entre campo y ciudad fue resuelta desde muy antiguo a favor del primero. Este gozó desde temprano de la simpatía de los poetas, empezando por Hesíodo, que cantó las loas a la austera vida campesina, confirmadas más tarde por el bucólico Virgilio.

En la Biblia también se hace presente esta tendencia, que exalta la vida nómade y pastoril de los patriarcas y mira con recelo a la ciudad, lugar del lucro y del negocio. Israel vivió asfixiada por la presencia de dos gigantes, Egipto y Babilonia, pero sobre todo fue esta última la que en el imaginario judío concentró la maldición de la gran ciudad. Así se despacha Isaías contra ella: “pronunciarás este proverbio contra el rey de Babilonia, y dirás: ¡Cómo paró el opresor, cómo acabó la ciudad codiciosa de oro!” (Is. 14,4).

Pareciera que esta ancestral tendencia aflora con nueva fuerza en estos días, donde sobre la ciudad recae la vieja acusación. Ella es presentada como el lugar donde los valores padecen arrasados por la ambición, provista de una insalubridad más ética que material. Frente a este panorama se alza la campaña, orgullosa de sus tradiciones y de su tiempo, que transcurre denso, escandido por el trinar de los pájaros.

Las torres parecieran ser el símbolo elocuente en donde con evidencia se expresa este desprecio, antiguo y nuevo. Su propia existencia, destinada a sobresalir, las coloca en una situación vulnerable. Ellas encarnan el paradigma de la especulación, de la ganancia exorbitante, que aparece siempre como el fruto de algún negociado oscuro.

Sin embargo, esta visión no se condice, en la mayoría de los casos, con la realidad. Las torres son uno entre tantos negocios posibles, y no se diferencian demasiado de los otros. La construcción tiene además algunas ventajas interesantes. Por ejemplo, la de ser una prolífica fuente de trabajo y una actividad que distribuye el ingreso con un dinamismo insuperable. La comparación en este aspecto con el sacralizado campo es tan antipática como evidente.

Otro punto que comparte con cualquier actividad comercial es su afán de lucro, aunque en este caso sea siempre calificado de desmedido. Conviene recordar que en una torre de envergadura, como en cualquier otro negocio, la ganancia, y también la pérdida, suele ser proporcional al riesgo. De todos modos, la particular economía de nuestro país hace que este aspecto sea la mayoría de las veces un mito. El gran porcentaje de las torres se construye hoy en día a partir de la figura del fideicomiso, con lo cual el gigante empresario inmobiliario que llena sus bolsillos hasta el hartazgo es una figura que se evapora detrás de un universo atomizado de ahorristas.

Un último y saludable aspecto es el del volumen del negocio. A partir de él se genera la posibilidad de viabilizar la inversión hacia zonas despreciadas de la ciudad. También su misma visibilidad morfológica se traslada al campo impositivo y al de la seguridad laboral. La torre se convierte así en una eficaz manera de combatir la informalidad.

Quizás sea aún posible introducir, como una cunea en la férrea condena de Babilonia, el elogio de Jerusalén.

Bendice, alma mía, al Dios, rey grande,
porque Jerusalén con zafiros y esmeraldas
será reedificada,
con piedras preciosas sus muros
y con oro puro sus torres y sus almenas

(Tb 13, 10-15.117-19).

domingo, 22 de agosto de 2010

Malditas torres: 03 / Nínive

La excesiva dimensión de las ciudades fue entendida como un mal desde la Antigüedad. Es conocida la férrea política aplicada por los griegos en este aspecto. Un sistema de tope máximo, superado el cual había que, en sentido literal, “mandarse a mudar”. El exceso fue siempre el gran temor de los helenos y su termómetro para ejercitar la moral. Hasta Dionisio y su desenfreno se limitaba a algunos días.

Dicha preocupación tampoco es ajena a la Biblia, en donde la gran ciudad es generalmente condenada como usina del pecado. Abraham pidió misericordia para evitar la destrucción de Sodoma y Gomorra, y Jonás fue enviado con la siguiente orden: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí” (Jon 1,2).

La escueta descripción de Nínive es significativa: “era una ciudad enormemente grande: se necesitaban tres días para recorrerla” (Jon 3,3). Se introduce aquí la cuestión de la extensión. Esta es también el centro de un intenso debate hoy en día y refiere a cuestiones tan sensibles como la sustentabilidad.


Bajo esta óptica, las malditas torres parecieran ser una solución más que un problema. Desde hace algunos años se estudian las nocivas consecuencias que ha tenido en nuestras metrópolis el enorme crecimiento de las periferias. La tan publicitada vida al “aire libre” tiene consecuencias devastadoras para el ambiente. Los traslados excesivos, con la consecuente emanación de gases tóxicos y el inmenso costo que implica ampliar horizontalmente las redes de servicios, son solamente algunos de los efectos. No hay nada más antiecológico que el verde de los jardines, cuyo verdor demanda enormes cantidades de un recurso escaso como el agua.

Dentro de este horizonte, la concentración aparece provista de una sustentabilidad mayor y si bien es cierto que los problemas de infraestructura existen, no hay duda de que pareciera más factible resolverlos dentro del ámbito urbano que hacer menos densas las ciudades en beneficio de los suburbios. La horizontalidad en este caso es un perjuicio y la altura resulta sorprendentemente benéfica para el planeta.

La participación en nuestras sociedades es uno de los pilares en los que se asienta el sistema democrático. El vecino es el lugar donde el sistema se hace concreto, donde la representación que siempre aleja las cosas se hace carne. Escucharlo, además de una obligación, es un acto de inteligencia, pero también cabe recordar que este siempre expresa una posición particular.

Además, el vecino que en general se escucha es un vecino construido mediáticamente y sospecho poco representativo. Es aquel que se queja porque la queja mide más que el beneplácito. Los cambios generan temores, pero me cuesta creer que todos quieran impedir transformaciones para que todo permanezca inalterado. Las asociaciones vecinales, que se presentan como una opción progresista a la democracia representativa, son muchas veces la cuna del más férreo espíritu reaccionario. A veces el simple cambio de mano de una calle es motivo para amenazar con colgarse de los semáforos.

Sería interesante introducir en el debate otras visiones y salir de la irracionalidad del fundamentalismo barrial. La maldición de la torres como un absoluto es una teoría arbitraria y, entre otras cosas, atrasa veinte años. Cómo le dice Dios a Jonás en el final del libro que lleva su nombre: “y yo, ¿no me voy a conmover por Nínive, la gran ciudad?” (Jon 4,11).

Las torres también piden un poco de compasión.

sábado, 14 de agosto de 2010

Malditas torres: 02 / Hammurabi

El código más antiguo de la humanidad que ha llegado a nosotros significó un enorme adelanto para la humanidad. Fue compilado por Hammurabi, rey de los caldeos, y grabado en la piedra con filosos e indelebles caracteres cuneiformes. Su texto sacó el universo de las leyes de las oscuras prácticas sacerdotales, y las hizo visibles y también estables. De hecho, la palabra código conserva aún hoy el sentido de clave, hace referencia a aquello cuya aplicación revela un mecanismo oculto.

El Código de Planeamiento Urbano, menos célebre que su ancestro babilonio, también permite ponernos en contacto con un organismo complejo como es la ciudad. Solo quien lo conoce en profundidad, y trabaja con él abierto sobre la mesa, es capaz de conocer sus secretos. Y hasta puede llegar a tomarle afecto, cuando comprende que lo que limita muchas veces es lo que educa.

En él se establecen normas que a primera vista parecen complicadas y molestas, pero que, a poco andar, resultan más claras de lo esperado. Sus reglas se transforman en balizas que marcan un camino y transitar por sus páginas constituye un aprendizaje. Es difícil ganarle: cuando nos da por un lado nos quita por otro. Si en un terreno es generoso con los metros a construir, será escueto con la altura de la construcción. Está formado por sutiles equilibrios que custodian intereses y por eso no es aconsejable arremeter contra él con trazos demasiados gruesos.


Las torres, a las que el Código llama pomposamente “edificios de perímetro libre”, son admitidas dentro de las tipologías para dar forma a los edificios. Para ellas se establecen normas precisas y también zonas específicas donde están permitidas. De todos modos, por alguna razón, en la conciencia ciudadana existe la creencia de que toda torre construida es producto de un abuso perpetrado bajo la cobertura de la trampa. Esta idea tiene su raíz en la ignorancia. Sería bueno informarse, ya que nada alienta más la ilegalidad que el hacer creer que no existe la ley.

En estos días corren rumores sobre la pretensión de hacer modificaciones radicales al texto del Código, con el fin de condenar al ostracismo a las malditas torres. No es que su texto no pueda ser modificado, sino que quien lo haga debería sopesar bien sus decisiones, y recordar que se encuentra frente a un artefacto complejo que rige los destinos de la enrevesada realidad urbana. El espíritu que mueve a estos reformadores parece dominado por el cálculo político y alentado por una especie de resentimiento vecinal. Esta voluntad, además, suele estar sostenida por una total ignorancia de la herramienta que se pretende corregir.

Hay muchas cosas que se pueden hacer para mejorarlo y en particular para mejorar las torres, haciéndolas más amables. Trabajar no tanto sobre ellas mismas, sino sobre las consecuencias que su presencia provoca en el tejido urbano. Algunas iniciativas en este sentido ya se han implementado, como la excelente normativa conocida como “compensación volumétrica”.

No se debería olvidar que un código siempre debe referir a la realidad de la que es cifra. Modificarlo sin un criterio adecuado puede alejarnos y, en última instancia, destruir aquello que su secreto custodia.

lunes, 9 de agosto de 2010

Malditas torres: 01 / Babel

La esencia de una maldición radica en su carácter definitivo. El maldito no admite matices, sobre él no se razona, queda simplemente expuesto a la condena y a la consecuente voluntad de extirparlo, preferentemente, de raíz. Ese rechazo unánime nace de un proceso complejo, porque hay una historia de los malditos que merece ser recorrida. El maldito no nace, se hace.

El caso de las torres es antiguo, su maldición se remonta al Génesis y tiene un nombre: Babel. Historia del humano orgullo desmedido en donde resuenan los ecos del pecado original, esta vez a escala urbana: querer ser como dioses. El castigo que en el primer caso fue la expulsión del Paraíso, en este segundo tuvo el carácter no menos grave de la incomprensión. La primera torre provocó, como al parecer las últimas, confusión: “Bajemos entonces, y una vez allí, confundamos su lengua, para que ya no se entiendan unos a otros” (Gn. 11,7).

Sin embargo, no siempre la torre atrajo sobre sí el vituperio de las gentes. La adusta torre del castillo, símbolo del poder feudal, fue también capaz de dar al vasallo un refugio bajo su sombra. Un día apareció entre los muros del burgo y fue el alarde de una familia rica, la pérdida del favor político traía aparejada necesariamente su demolición. Pero también la torre fue campanario que señalaba con música de bronce las horas religiosas y después reloj comunal para medir el tiempo con rígida precisión mecánica. Fue luz en la tempestad del marino y referencia lejana en la campaña, cuando en el ocaso del día se divisaba en ella el calor de los seguros muros ciudadanos.


Olvidada por el humanismo, el siglo XX fue para la torre una nueva primavera. Los arquitectos de la modernidad vieron en ella el modelo de un futuro lleno de luz y aire puro. El viejo tejido insalubre, con sus patios rancios mal ventilados, debía dejar lugar a jardines continuos, donde las torres se plantaran como árboles. Ellas deberían hacer realidad el sueño de una sociedad más justa, para que a su sombra esta vez el hombre caminara decidido por la autopista del progreso. Pero se sabe que de los sueños, salvo que se trate de la muerte, solo cabe despertar.

En nuestros días pareciera que el rechazo ancestral se hace presente y también sus señaladas consecuencias: la imposibilidad de comprensión. El progreso ya no suena más prometedor en los oídos posmodernos. Son días de terrores ecológicos, de vientos en donde sopla un aire de conservación, el cuidado parece ser la orden. Predomina más el temor ante las consecuencias que las virtudes de las acciones que emprendemos. Son tiempos reaccionarios, es necesario reconocerlo. El pensamiento débil nos domina. Y es tirano.

Sin tirar por la borda las innegables virtudes que esta tendencia a preservar comporta, entiendo que los fundamentalismos no suelen ser buenos consejeros. Adhiero a quienes con inteligencia pretenden conservar las cosas que valen: la naturaleza, regalo del Altísimo, y las ciudades, creación humana por excelencia. Sin embargo, no soy amigo de las maldiciones indiscriminadas y en cuanto a la ciudad, a pesar de ser creyente y practicante, a la hora de razonar, prefiero el Código de Planeamiento a la Biblia.

sábado, 31 de julio de 2010

Miryang

Hace ya algunos años se desató en mí una pasión por el cine oriental, coreano en particular. Cada tanto apago mi sed y camino las cinco cuadras que me separan de Liberarte, donde se encuentra mi manantial de Oriente. La ciudad en horarios no laborables produce un quiebre notorio entre Córdoba y Corrientes. Entre ambas arterias de vitalidad perenne se instala una noche espesa y solitaria que constituye un escollo psicológico.

La surgente parece consumirse lenta pero irremediablemente, ya que la industria del DVD padece de una agonía definitiva. Tengo la sospecha de que se acabarán las películas para alquilar antes de que logre consumir mi abono que se extiende hacia un futuro demasiado lejano. Por eso no es solo la pereza lo que dosifica mi consumo de Oriente, sino también una sabia administración de recursos.

De las escuálidas bateas me traje una película elegida por descarte, sobre la que tenía pocas expectativas. Quizás hayan sido ellas las causantes de la impresión que me causó verla, hundido en la oscuridad de mi cama, mientras mi mujer estudiaba en el otro rincón del dormitorio. A pesar de haber visto tantas películas coreanas nuestro conocimiento de la lengua no ha avanzado como para distraerla y permiten una saludable simultaneidad.

El cine coreano posee una característica que a mi juicio lo hace distintivo y extremadamente atractivo, que es la utilización de un lenguaje seco y directísimo, desprovisto de todo atisbo de retórica. Aquí nadie explica lo que le pasa, simplemente las cosas le pasan a los personajes sin intermediaciones. Ocurre lo mismo que con las bebidas destiladas, una vez que uno encuentra el gusto por los aguardientes, estará de por vida destinado a desconfiar de los licores.


Una mujer se dirige con su hijo a vivir a Miryang una pequeña ciudad ubicada en el sur de Corea del Sur. Al poco tiempo de llegar y aclimatarse al nuevo domicilio, ocurre un hecho dramático: su hijo es secuestrado y muerto por sus captores. La mujer encuentra, gracias a una vecina, el consuelo necesario para superar su pena en la fe, en donde vuelca con vigor todas sus energías. Movida por este nuevo ímpetu decide concurrir a la cárcel para tener una entrevista con el asesino de su hijo y decirle que lo perdona. Sin embargo, y aquí está lo esencial de la historia, se encuentra con que el asesino también ha sido alcanzado por la fe, y se encuentra arrepentido y en paz con Dios gracias a Su perdón. Esta situación, inesperada e inaceptable para la mujer, la rebela primero contra su fe y por último la empuja a la locura. Secret Sunshine es el nombre de la película, que no es otro que la traducción al inglés de Miryang.

Uno de los temas más inquietantes para el creyente es el de la aceptación de la misericordia divina cuando entra en colisión con nuestro humano criterio de justicia. Paradójicamente, estamos dispuestos a aceptar de Dios las pruebas que la vida nos propone, pero no podemos tolerar que Él con libertad ejerza su misericordia. No somos capaces de aceptar, en definitiva, que Dios sea Dios. La fe muchas veces no llega a ser luz, sino tan solo un “resplandor secreto”.

Pero él respondió a uno de ellos. “Amigo, no soy injusto contigo. ¿Acaso no habíamos acordado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?” (Mt. 20, 13-15).

domingo, 25 de julio de 2010

El diario del lunes

Acalladas las voces, quizás sea el momento de intentar alguna reflexión. No me preocupa la crispación ni que la sociedad se divida cuando la materia lo vale. No creo en esa especie de calma que propone Morales Solá, ni en los paraísos de la Moncloa. Pero si todo se reduce a ganadores y perdedores, creo que los frutos serán pocos para ambos. Hay casos en que conviene avanzar con el resultado puesto. El diario del lunes, inocuo para el pronóstico, puede ser útil a la hora de pensar.

El debate, apresuradamente calificado de histórico, se inclinó hacia un tema, a mi parecer secundario en este caso, como el de la igualdad. Esta ofrecía el atractivo de encender la discusión y de permitir descalificar al adversario aplicándole el tan temido epíteto de discriminador y hasta de nazi. Pero no deja de ser una ventaja táctica, que poco aporta a la hora de echar luz sobre el problema. Muchas veces lo que sirve a la discusión es nocivo para el diálogo, siendo este último el que privilegia la búsqueda de la verdad, por encima del triunfo circunstancial.

A mi juicio la verdadera cuestión se centraba, y se centra aún después de sancionada la ley, en la resolución del par naturaleza y cultura. Saber si aún la naturaleza es capaz de fundar algunas leyes por sobre lo que dicta la cultura es la pregunta. Es, en definitiva, una compleja cuestión de intensidades y de límites, ya que parece claro a todos que naturaleza y cultura no se oponen, sino que aparecen inextricablemente unidas en la vida real. La tarea sería, entonces, discernir con cautela en este embrollo, que es el modo en el que las cosas se nos presentan.

El hombre, desde Descartes para acá, ha ido tomando un lugar preponderante y a veces parece olvidarse de que el mundo le fue dado y lo precede. El “olvido del Ser” que señala Heidegger y su transmutación en el “dominio de lo ente”, es a mi juicio el verdadero problema. Y este es en última instancia el problema de la verdad. El avance del hombre sobre la naturaleza sin reconocer los límites de su condición es una realidad que preocupa. Hay una relación estrecha entre ecología y moral que muchas veces no es del todo advertida.


La familia es una realidad que es manifestación cultural, pero que al mismo tiempo posee una raigambre natural que parece haber sido soslayada. Hay quienes piensan que se debería haber tenido en cuenta este aspecto, yo entre ellos. Este debería haber sido el eje del debate, y debería serlo en el próximo debate que ineludiblemente ya se propone a la sociedad, el del aborto. La relación del hombre con respecto a la vida es también un problema de naturaleza y de cultura.

Soy católico y por lo tanto veo en la naturaleza un designio del Creador, pero esto no me impide comprender otras posturas. Espero que mi fe tampoco sea un impedimento para opinar de las leyes que rigen la sociedad donde vivo. No soy ni un homofóbico ni un tradicionalista a ultranza ni un autoritario. Profeso la fe católica dentro de la Iglesia a la que amo y de la que acepto todas las contradicciones que surgen de su peregrinar en esta tierra.

Ante los que piensan que la Iglesia es retrógrada yo profundamente creo que, bajo su ropaje de 2000 años, en el cristianismo vive la fuerza más revolucionaria que existe sobre la tierra. Y también creo que la ley apenas sancionada a pesar de tener un aire de libertad, en última instancia resultará en una mayor esclavitud, simplemente porque está basada en una falsedad, la que cree en un hombre todopoderoso.

En definitiva, estoy convencido de que como dice Jesús “solo la verdad os hará libres” (Jn 8, 32), pero esta convicción lejos está de provocarme animosidad contra los que piensan distinto.

Más bien todo lo contrario.