sábado, 28 de noviembre de 2009

Ojos cerrados de par en par

Parece que esta sería la traducción más correcta para “Eyes wide shut”, película que aquí y en todo el mundo hispano se estrenó desacertadamente como “Ojos bien cerrados”, decisión que clausuró la ambigüedad que el título original proponía. Con ella felizmente tropecé en la trasnoche del cable y desde entonces me acompaña en mi cabeza, sin darme tregua. Probemos si la escritura funciona como exorcismo.

Toda gran obra ofrece una multiplicidad de ángulos para ser analizada. Esta no es la excepción, por el contrario, rezuma de sentido y desarrolla una vastísima cantidad de temas. Los celos, el adulterio, la impotencia, la seguridad, el sexo, el policial, pero sobre todo uno: el poder, en versión macro y microfísica. Una sobrecarga bien barroca que, por otro lado, es el estilo que gobierna el relato también en lo formal.

Pero a ninguno de estos temas, de por sí interesantes, es a lo que quisiera referirme, sino más bien al entramado que los sostiene. Aquello que transforma la obra en un sagaz ensayo sobre los límites de la realidad y su siempre sospechosa proximidad con el mundo onírico. Una sombra de Calderón de la Barca que sobrevuela insistente sobre la trama.

Una primera línea de fuga, en un mundo que se muestra en un principio particularmente sólido, la traza el personaje de Kidman, quien confiesa a su marido (in marihuana veritas) un adulterio virtual. Este se crea y se consuma solamente en su mente, pero ella declara que, de haber podido, lo hubiera sacrificado todo, matrimonio, hija y espléndido departamento con vista al Central Park inclusive.

La otra línea la traza el personaje de Cruise, médico exitoso y seguro de sí mismo, como solo un médico puede llegar a serlo. Éste, aturdido por las contundentes confesiones de su esposa, se lanza a la voracidad de la noche neoyorquina a vivir experiencias muy próximas a una infidelidad que, de todos modos y por su propia impotencia, nunca llegan a concretarse.


A partir de allí comienza el sutil juego de espejos, ya que la historia de la mujer, que nunca estuvo siquiera cerca de suceder, se corporiza en un modo real en la mente del marido Y el errático transitar de Cruise tiene su correlato onírico en los sueños atribulados de Kidman. Reflejos deformados y simetrías quebradas, oposiciones y paralelismos, fiestas blancas y también de las más negras. Un contrapunto subrayado con maestría, ya que lo que ocurre en la realidad tiene en las imágenes la consistencia del sueño, mientras que lo que ocurre en la mente tiene la inconfundible nitidez de lo real.

Lo que surge entonces es la duda. El juicio trastabilla y nos delata la ineludible potencia que ejercen sobre nosotros los actos posibles, aun a veces más que los efectivamente actuados.

La pregunta de fondo es sobre la verdadera consistencia que tiene lo real.

Cuando terminó la película, con un final de una contundencia avasallante, apagué y miré caviloso a mi mujer que a mi lado soñaba quién sabe qué sueño. Luego recordé una vieja oración que decía:

“Oh Cristo tu no tienes
la lóbrega mirada de la muerte
tus ojos no se cierran;
son agua limpia donde puedo verme.”

Quizás esa sea la respuesta.

sábado, 21 de noviembre de 2009

108

La memoria es un artefacto extraño. De una precisión a veces exagerada para cosas inútiles, pierde en una nebulosa espesa hechos fundamentales. Me hace acordar a esos viejos televisores en escueto blanco y negro, que ofrecían una nitidez maravillosa cuando se trataba de intrascendencias, pero que se llenaba de rayas en los momentos cruciales. A esos, por lo menos, se los podía corregir con un golpe seco dado en el techo del aparato, o un radical cambio en la orientación de sus endebles antenas de metal cromado. La memoria es, en cambio, peronista, es decir, incorregible.

Dentro de esos recuerdos precisos pero inútiles que permanecen tercos insistiendo en mi memoria está un viaje en la línea 108. Creo, el único que haya realizado en mi vida, pero que tuvo la particularidad de cubrir casi la totalidad de su esquivo recorrido, uno de los más intrincados que puede ofrecer nuestra ciudad.

Antiguamente el frente del colectivo rezaba, a ambos lados de un pequeño número, cuatro puntos, los cuales, unidos en un mapa, dibujaban una perfecta medialuna: Retiro, Plaza Italia, Chacarita, Liniers. Sin embargo, en la realidad los mismos se conectaban a través de constantes contradicciones, desvíos sorprendentes y giros inesperados. Un movimiento que parecía librado a la instantánea creación de un espontáneo conductor, sorpresivamente liberado del rigor de rutas trazadas en lejanos escritorios.



Fuimos engañados esa tarde por el destino último indicado, ya que nos dirigíamos con mis hermanos hasta la cancha de Vélez, para ver un partido preparatorio para el Mundial ’78. Lo tomamos muy cerca de su fuente, a una hora en que todavía un resplandor iluminaba el aire de un otoño recién comenzado. Allí emprendimos un trajinar de años por calles de empedrado desigual. Vimos la muerte en el blanco muro del enorme cementerio, las grises maderas de Atlanta, y plazas pequeñas iluminadas con desgano. Surcamos avenidas anchas y amarillas de nombres alegres como Chorroarín y calles estrechas con bóvedas hechas de plátanos dorados. Más tarde, oteamos las alturas de la General Paz y nos creímos perdidos, pero el colectivo volvió una vez más sobre sus pasos, para internarse nuevamente en los vericuetos de un Liniers achaparrado y oscuro.

Tengo la sensación de que, cuando bajamos exhaustos, supe con certeza que mi niñez había quedado definitivamente atrás. En el horizonte brillaba, humeante como una nave recién aterrizada de un planeta amante de severas geometrías, el adusto perfil del Fortín. A mi lado el antiguo rojo del 108 se internaba definitivamente en una noche oscura y algo triste.

Hoy en día lo cruzo cada tanto, pero su aspecto ha cambiado, como si quisiera olvidar su pasado. En su piel predomina un azul eléctrico que corta en diagonal su flanco blanco con algunas diagonales coloradas. Y en su semblante el número se ha desplazado hacia un costado, enorme, dejando la otra mitad para enunciar escueto el alfa y el omega de su zigzagueante andar. Distinto que el de los hombres que esperamos encontrarnos de nuevo en el inicio, cuando lleguemos al final de nuestro recorrido, también atravesado de dudas.

El regreso, después de un empate con sabor amargo, fue en uno de esos ómnibus escolares naranjas que en su parabrisas decía, garabateado con apuro, “Plaza Italia”. Hasta allí nos llevó derecho por Juan B. Justo, el ancho río de veredas rojas. Mientras tanto yo dormía un sueño ligero apretado contra una ventanilla fría. Los caminos rectos matan la poesía.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Perfect Seagram

Estaba nervioso esa mañana, finalmente lo conocería personalmente. Caminé lento hacia su encuentro, como queriendo dilatar el momento. Me entretuve mirando cuántos habían querido emularlo. Su fama me llenaba de temor, porque la perfección siempre termina por resultar incómoda.

La perfección existe como posibilidad, pero queda demasiado lejos como acto. Es una tendencia, me consolaba, y sin embargo esa voz imperativa resonaba en mi cabeza: “sed perfectos”. Los mandatos de Dios ofrecen pocos atenuantes, me dije.

De todos modos algunos parecen haberlo logrado. Edificios perfectos. Quizás lo que se nos clausura como individuos nos es ofrecido en algunos resquicios de la historia como posibilidad colectiva. Lo que a un hombre parece imposible, muchos lo logran. Esa creación se llama cultura. La perfección se puede construir, aunque los desparramados ladrillos de Babel denuncien la utopía.


Pienso qué pocas veces la humanidad se sintió lo suficientemente fuerte como para emprender este derrotero. Lograr algo donde nada pueda ser quitado y nada agregado, según la vieja fórmula de León Battista Alberti. La armonía completa. Es el espíritu de Pitágoras que resuena con la esperanza de reducir el Mundo a números enteros, sin restos ni despojos. Los desvelos de Platón y los pensamientos adormilados de Cartesio.

Conocía largamente la antigua prosapia del Seagram. Lo sabía tardío heredero del Partenón y también de la serena Capella Pazzi. Sabía que su palabra tendría ese peso que sólo se enfrenta con un silencio respetuoso. Difícil agregar algo cuando alguien ha dicho verdaderamente una última palabra. Lo perfecto clausura el lenguaje para abrir el camino de la contemplación.

No me llamó la atención que se presentara solo. El aislamiento es una condición de lo perfecto, que impone distancia con naturalidad. Necesita mostrarse separado del entorno, para demostrar que no ofrece flancos débiles. Me recibió con la queda ceremonia de su plaza seca, sólo alegrada por sus contenidas fuentes directamente cavadas en el piso. En los costados, el lujo de un monolítico banco en verde Alpes. Como quien exhibe una sobria joya de familia. Todo en él es pura simetría, porque este es el lenguaje que adopta lo perfecto.

Viste sobrio, de negro impecable, color que ciertamente es apropiado a su estilo. No le teme a la repetición y la sencillez de recursos es su sello. Una tranquilidad relajada lo gobierna, no hay tensiones en su serena faz vidriada, surcada verticalmente por sus rítmicos perfiles. Una tenue marquesina señala con discreción el acceso y el remate se insinúa en un sutil cambio de textura. Ningún gesto perturba su sereno desarrollo. Eso es todo, y es realmente una totalidad.


“La arquitectura es la voluntad de la época traducida en espacio” dijo Mies, su mentor, que fue gran arquitecto también de frases célebres. Una verdad que tiene mayor peso porque la voluntad de su época tuvo algo que hoy nos es extraño. La voluntad de lo perfecto.

Desde su altura soberbia me miró glacial por última vez haciendo nacer en mí una sed de la moderna fe de aquellos días. Dios vive en los detalles, recordé, pero aquí parece no haberlos. Será que su mano es tan eficaz como invisible su trazo.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Post Arendt

El contacto con un libro es una relación íntima que se ve constantemente interferida por lo que sucede mientras leemos. Hay lecturas que adquieren un envidiable ritmo sostenido, mientras otras se dilatan lentas como meses. Un dilatarse que no proviene de la espesura del texto, sino de algo que viene de afuera. Esta es mi experiencia después de terminar, luego de un tiempo exagerado, “La condición humana”, que sufrió el olvido en mochilas con sobrepeso y vivó el exilio en mesas de luz extrañas. Más allá de su contenido, leyéndolo, descubrí en qué medida el lector es un ser condicionado.

Sin embargo, a pesar de interrupciones y distracciones de semanas, el texto de Arendt tiene una tal cohesión que, aunque abandonado, nunca resulta del todo extraño al retomarlo. No es como esos otros resentidos que te hacen sentir su ausencia y te obligan a retroceder para retomar el hilo del discurso. Hay libros que son celosos y no les gusta perder la atención de quien los lee. No se puede abandonar a Proust sin pretender pagar las consecuencias.

Los sinónimos son palabras que indistintamente utilizamos para decir la misma cosa. El pensamiento de Arendt se construye sobre una diferencia que se encuentra en algo que estamos habituados a considerar lo mismo. Es a partir de esta pequeña distancia nominal entre dos palabras, en ese intersticio del significado que Arendt encuentra el hueco para pensar. Por esa hendija se escurre un manantial de ideas que van como bordando los bordes del espacio que su mismo pensamiento ha creado, donde parecía no haber lugar. En la prieta estrechez del sinónimo.


Esas dos palabras que hacen de un modo central a la condición humana y que son como los cimientos del libro son labor y trabajo. La primera define las situaciones del hombre en su costado biológico y su lucha para sobrevivir en el mundo, un hombre sometido a la Naturaleza. La segunda recorre el perfil humano en un sentido más cultural, es decir el hombre como creador de un Mundo poblado de los objetos que él mismo fabrica. Dos maneras de ser hombre que provienen de lo que condiciona su existencia. Las dos revelen al hombre y el predominio de una y de otra definen la Historia.

Sobre esta primera diferencia fundamental se suben otras que van enriqueciendo un texto que tiene visiones profundas que obligan a detenciones abruptas. Cada tanto la luminosidad de ciertas frases literalmente encandila y obligan a desviar la mirada. El pensamiento siempre se articula entre pares de conceptos, con una energía bipolar que sugiere similitudes con lo eléctrico.

El final lo ocupa una lúcida reflexión sobre la modernidad. Al leerlo más de cincuenta años después de haber sido escrito, el pensamiento se revela profético, condición que asiste a todo gran pensador. Hay advertencias hacia los atajos de los totalitarismos, que ella sufrió en carne propia y a los que dedicó parte de su obra. Y un llamado de atención hacia la técnica, sobre todo cuando esta viene a reemplazar, con su ropaje de certezas, a la siempre endeble política. Un temor compartido con Heiddegger, pero expresado con sencillez, que delata el empobrecimiento que proviene del exclusivo predominio del hacer sobre la acción.

Pero hay, también, una reconfortante confianza depositada en el hombre, no en tanto fabricante de cosas, sino principalmente como creador de espacios a través de la acción y el discurso, sus armas más nobles, pero también las más delicadas. Un tenue sueño de ágora palpita entre sus páginas.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Pollock

“Me quedé duro, me aplastó ver al gigante”, esta línea de Calamaro, referida al Estadio Azteca, viene a mi mente cuando recuerdo mi esperado encuentro con Pollock. No con él, claro está, sino con sus obras. Un encuentro que yo anhelaba particularmente desde hacía muchos años. Uno de eso motivos que te transforman de turista en peregrino.

Conocer es siempre un viaje, una lenta aproximación, que se realiza a veces con rodeos circulares y otras, con rectas directísimas. Seguramente fueron una vez más los libros los que estuvieron al inicio. Seguro que la “Storia dell’arte contemporaneo” de Renato de Fusco fue el primero, pero después vinieron otros, muchos. También las noticias que anunciaban una venta millonaria o la magnífica película interpretada por Ed Harris. Otras veces fue alguna sobremesa en donde alguien sostenía que aquello era sólo el producto exclusivo de ese particular modo de la estupidez llamado moda.

Uno de los problemas del subdesarrollo es que conocemos el mundo por medio de reproducciones. Los originales siempre quedan demasiado lejos, pero en compensación uno los sueña y alimenta el deseo de un encuentro. A veces lo próximo nos resulta invisible. Conocí un romano que nunca había pasado por la puerta del Pantheon.

Pollock siempre me hizo pensar en una infinidad de cosas, por empezar en el espacio. Cuando todo ya había sucedido dentro de la tela, él instauró el problema del arte fuera de ella, pero no demasiado lejos. Se concentró justamente en ese aire infinitamente tenso que la rodea. Ese que separa al hombre de su obra y solo se cruza provisto de coraje y empuñando el pincel como una lanza. Clavó la tela en el suelo y empezó lentamente a rodearla con pasos lentos que algo tenían de danza.


También Pollock me hace pensar en Dios y en la vida que no comprendemos y que tratamos de descifrar. Tantas veces la experiencia nos susurra que no hay sentido y sin embargo hay alguien que chorrea las gotas de la existencia. Que no comprendamos lo que esas manchas expresan es sólo una cuestión de perspectiva y de ninguna manera nos permite inferir que ese Alguien no exista. Podemos enfrentarnos al misterio, aunque seamos incapaces de descifrarlo.

Cuando a veces sueño el más equivocado de los sueños, ese donde controlo las cosas, las telas de Pollock son, además, una lección. Ellas muestran que sobre nuestras acciones sólo se puede ejercer una guía errática, y que eso que llamamos azar reclama también su espacio. Podemos quizás tomar un palo, elegir el color y el lugar, pero no la forma que tomará la pintura en la tela. Las consecuencias de nuestros actos no son todas predecibles y saberlo nos libera de un peso que sería insoportable.

Todo eso lo intuía, y de algún modo lo sabía, y sin embargo nunca lo había visto. Me pregunto qué era lo que entonces yo sabía. Sabía y no sabía nada. El encuentro fue para mí conmovedor. Ninguna reproducción puede reemplazar el efecto de verlo. El tamaño de las pinturas se hace imposible de abarcar en una reproducción, y también el espesor de los recorridos de pintura y sus sutiles apariciones.

Me las quedé mirando largo rato hasta que pude sentir sus pasos rodeándolas y el crujir de la madera del establo gélido. El humo del cigarrillo que dibujaba volutas inciertas y el whisky asesino que se abría camino en su garganta.