lunes, 27 de octubre de 2008

Post Kierkegaard

Hay una primera sensación que me suscitó la lectura de Kierkegaard que podría definir como extrañeza. No es que su prosa me resulte particularmente oscura, tampoco que me asalte el tedio ni la depresión, ni siquiera la angustia, que, de todos los sentimientos posibles, es su preferido. Lo que me ocurre es una persistente impresión de exclusión, como quien escucha una conversación en un idioma que estudió a la perfección y no comprende por qué ríen los interlocutores. En resumen, entiendo lo que dice, pero a veces no del todo lo que me quiere decir.

Sólo en un segundo momento pude entrar más en contacto con su obra, gracias a comprender que esta sensación es intencional. Kierkegaard es de aquellos que no quiere que nos sintamos cómodos. Para ello impregna su estilo de ironía, que es siempre un arte para el que se necesita un oído entrenado. Después, está el gusto por la poesía que aparece siempre algo disonante con el resto del texto, ejemplos elaborados con esmero de orfebre, que tiene un aire de mitología, sin perder un cierto candor infantil que descoloca. A esto también se agrega su gusto por el disfraz y el extremo perspectivismo que impone a su obra construida con una aparente fragilidad, que mucho tiene de estratégica.


De todos modos, más allá de lo apuntado, hay una razón más profunda que produce esa distancia primera con sus textos. Supongo que se trata de una especie de miopía invertida a la que padezco en la vida real. Es decir, la imposibilidad de ver con nitidez lo que está demasiado cerca. Kierkegaard hace que su filosofía no sea un objeto lejano, sino todo lo contrario, algo adyacente a su propia vida, tanto que no admite diferencias con la misma. Es un existencialista en el sentido más cerrado del término. Su angustia, que es el motor de sus ideas, se aprovisiona directamente tanto de su frustrado amor por Regina como de la pesada sombra paterna. Su subjetividad es absoluta, no es un yo impersonal, sino un individuo concreto el destinatario de su obra.

Esta arma minúscula, que consiste en no apartarse de sí mismo es la que utiliza en modo certero para acercarse a Hegel. Un rival al que no teme, pese a su estatura de cíclope. Lo imagino caminar hacia él con un aire similar al del joven David que escondía en el cuenco de su mano los guijarros que eran su carta de victoria. Así, nuestro héroe danés se presenta multiforme y dispara desde la inhallable ubicuidad de sus seudónimos. Ellos son ciertamente la crítica más feroz al totalitarismo de la razón, que toma distancia para abarcar el Universo, pero es estéril a la hora de enfrentar al individuo que padece angustiado. Sabía, cómo Ulises, que a ciertos enemigos sólo se los combate con la astucia.

La filosofía de este hombre notable no utiliza la razón, sino la fe entendida como paradoja, para entretejer sus ideas, que deliberadamente no constituyen un sistema, sino una trinchera donde se agazapa el individuo rescatado de la masa informe. Aquí es necesario sostenerse en la dureza de lo provisorio, y andar el camino que permita “llegar a ser cristiano”, modelo del hombre que supera toda generalidad, incluso la moral, para enfrentar a Dios, como lo hizo Abraham. Quizás fue esta obsesión por el individuo y la falta de un verdadero sentido eclesial lo que da a su obra su grandeza, pero, al mismo tiempo, es lo que la reviste de la aridez que padece todo existencialismo. De todos modos, conmueve la vida de quien jamás quiso huir de sí mismo y permanecer en el único lugar donde no existe el amparo. Aunque esta actitud produzca temor y, también, temblor.

domingo, 19 de octubre de 2008

Pequeño fin del mundo

La pregunta atraviesa la nave de la Basílica de la Paz como un rayo en una límpida mañana. Brilló como una espada desenvainada sobre la muchedumbre de cabezas asustadas. Concurrieron esperando ansiosos alguna palabra que mitigara el miedo, que les diera un consuelo ante tanta desazón. Pero en esas situaciones sólo son posibles las preguntas. Ellas son las únicas capaces de impulsarnos más allá de la angustia.


Eran habitantes de África, y para ellos Roma más que un lugar era una idea: el Mundo. También entre ellos se contaban quienes se habían arrojado a sus playas en un gesto desesperado. Contaban el horror sufrido con palabras quedas y desgranaban los relatos de cómo habían escapado de la muerte. Huyeron precipitadamente, porque confiaban en que finalmente no sucedería la caída, que alguna fuerza venida de lo profundo de los siglos salvaría la ciudad. Por eso tuvieron que escapar tan de prisa y de reojo vieron esos guerreros gigantescos de cabellos larguísimos y barbas incultas. Corrían librados a sus bárbaros impulsos por las vías sacras. Todavía temblaban al recordarlos.

La impericia de navegantes de aquellos hombres era su única esperanza. Quizás el mar los librara de ellos, pero fue la muerte quien lo hizo. Su frialdad sorprendió al joven guerrero que los conducía, una mañana, cuando se aprestaban ya a cruzar a la otra orilla. Su cuerpo enorme fue enterrado bajo el lecho del río que atravesaba la pequeña cuidad por ellos mismos devastada, de la que ni siquiera conocían el nombre. Pasaron a cuchillo a quienes habían ejecutado ese prodigio de fluvial ingeniería fúnebre y luego dispersaron su furia sin atreverse a intentar la travesía del adusto mar. El río conserva hasta hoy el secreto de su tumba.


Con la muerte de Alarico sólo se atrasó lo inevitable. Otros godos, hunos y los célebres vándalos continuaron la tarea de acabar con el despojo de un imperio derruido. Ha habido en la historia otros finales, pero ninguno tan cercano como ese a la idea de que el mundo terminaba.

Quizás sea bueno recordarlo ante la pequeña escatología de estos días, cuando se anuncian caídas, derrumbes y hecatombes financieras. Supuestas eras que declinan, amaneceres de nuevos sistemas aún desconocidos que guiarán nuestros destinos. Un futuro volátil que rechaza el análisis para alentar teorías de lo incierto. Un tiempo propicio a los profetas profanos que hablan por sí mismos. Poner en la debida proporción los sucesos es una de las funciones de la Historia. Quién sabe, la primera.


Ahora, como entonces, resuena clara la voz de quien recuerda lo temporal de nuestra condición finita. Un hombre anciano nos interpela una vez más sobre la causa de nuestra sorpresa. Quizás el error se repita ahora como entonces, haber dado estamento de eterno a lo que es sólo pasajero.

“¿Te admiras acaso de que se menoscaba el mundo?”
(San Agustín, Sermón 81, noviembre de 410 DC).

domingo, 12 de octubre de 2008

Lugares del alma: 3/ Judea

Judá fue el hijo de Jacob, nacido de su primera esposa Lía, a la que no amaba. Cuarto fruto de un matrimonio que tuvo como origen un engaño pagado con siete años de trabajo a la espera de su verdadero amor, Rebeca. Participó con sus hermanos de la traición a José, y recibió de él su perdón a la sombra de los palacios de Egipto, que serían luego la prisión de su pueblo. La Biblia lo recuerda sólo para contar una historia extraña, en la cual una nueva trampa lo convirtió en amante de su nuera, la astuta Tamar. Todo en su vida resultó atravesado por el fraude, como si proviniera de un equívoco fatal. Sin embargo, fue el elegido para retener entre los suyos la promesa, e hizo que su nombre fuera para siempre el de su pueblo. Las decisiones de Dios siempre sorprenden.

Su descendencia formó una de las doce tribus de Israel que atravesaron el Mar Rojo. Después de aquel largo peregrinar, ocuparon quizás la menos agraciada de las regiones que ofrecía la Tierra Prometida. No había leche ni miel entre sus dones. Sólo un sucederse de montañas pedregosas que zigzagueaban hasta hundiese en un mar espeso, que ahogaba en la sal cualquier intento de vida. Pareciera que el desierto es el único escenario posible para albergar a Dios, quizás por que sólo él puede intentar la quimera de contener lo inabarcable. Lo que no tiene límites visibles puede soñar medirse con lo eterno.

Un paisaje carente de atractivo y un pueblo pequeño pero fiel. De allí surgieron profetas de voces de fuego y también gloria militar. De una de sus ciudades más pequeñas surgiría quien hubiera de lograr reunir al pueblo disperso. Un sueño tan efímero como audaz. Era un rey pecador, pero también poeta de perfectas alabanzas. Lo sucedió su hijo, que pidió la Sabiduría como don solitario. Allí, aunque reticente en un principio, permitió Dios que los hombres le construyeran una morada. Finalmente Él mismo hubo de nacer en esa tierra que llevaría desde entonces el nombre de Santa.


Una ciudad se alza muñida de un prestigio incontrastable. Es más que una ciudad, es el reflejo pálido de una prometida realidad celestial. En ella se consuman los misterios de la fe y se cultivan con esmero los implacables vericuetos de la Ley. En su templo se concurre al encuentro con lo sagrado, mientras los sacerdotes oscurecen la mañana con el humo de sus sangrientos sacrificios. A la sombra de sus pórticos los doctores se esfuerzan por desentrañar un mensaje compuesto de enigmas y profecías, encerrados en sutiles filacterias. El lenguaje de Dios tiene una claridad que a menudo se hace impenetrable a la razón.

Muchas veces he temblado antes de subir a la montaña de Sión. La Ley es un precipicio que esconde una frialdad que asusta y que puede inducir al más cruel de los errores. La trampa de creerme justificado por los nimios méritos del cumplimiento y olvidarme de que la Gracia es siempre la que salva. Cómo olvidar que aquella fue la región de su condena, y cómo desde ese mismo lugar tantas veces apuré también yo el juicio. Subir a Jerusalén es también para mí la hora de la verdad, cuando deberé enfrentar mis propias dudas. Y no temo confesar mis miedos. La cruz es un paisaje que me espanta, aunque sé que su encuentro resulta ineludible. El Gólgota puede aparecer al doblar en una esquina. De todos modos confío que como el Buen Ladrón, recibiré yo también la más consoladora de todas las promesas. La que se cumplirá apenas esa misma tarde se termine.

viernes, 3 de octubre de 2008

Redundante felicidad


Festejando nuestra mayoría de edad en "la Feliz"

(3/X/1987-2008)