La filosofía clásica, desde Platón, relegó la superficie
a un papel secundario, mera apariencia poco fiable de una verdad profunda.
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sábado, 18 de agosto de 2012
viernes, 26 de diciembre de 2008
Lo que leí en 2008
14) En busca de la Edad Media, de JACQUES LE GOFF

13) Lógica del sentido, de Gilles DELEUZE

12) La genealogía de la moral, de Friedrich NIETZSCHE

11) Los orígenes del pensamiento griego, de Jean-Pierre VERNANT

10) Temor y temblor, de Sören KIERKEGAARD

9) San Agustín, Perfil humano y religioso, de Erich PRZYWARA

8) Crítica del juicio, de Immanuel KANT

7) Difícil libertad, de Emmanuel LEVINAS

6) El fin del tiempo, de Josef PIEPER

5) Jesús de Nazaret, de Joseph RATZINGER, Benedicto XVI

4) Introducción a la filosofía de la historia, de Raymond ARON

3) Los judíos en la Trama de los Imperios Antiguos, de Enrique J. DUNAYEVICH

2) Exasperación de la filosofía, el Leibniz de Deleuze, de Gilles DELEUZE

1) Cien años de soledad, de Gabriel GARCÍA MÁRQUEZ


13) Lógica del sentido, de Gilles DELEUZE

12) La genealogía de la moral, de Friedrich NIETZSCHE

11) Los orígenes del pensamiento griego, de Jean-Pierre VERNANT

10) Temor y temblor, de Sören KIERKEGAARD

9) San Agustín, Perfil humano y religioso, de Erich PRZYWARA

8) Crítica del juicio, de Immanuel KANT

7) Difícil libertad, de Emmanuel LEVINAS

6) El fin del tiempo, de Josef PIEPER

5) Jesús de Nazaret, de Joseph RATZINGER, Benedicto XVI

4) Introducción a la filosofía de la historia, de Raymond ARON

3) Los judíos en la Trama de los Imperios Antiguos, de Enrique J. DUNAYEVICH

2) Exasperación de la filosofía, el Leibniz de Deleuze, de Gilles DELEUZE

1) Cien años de soledad, de Gabriel GARCÍA MÁRQUEZ

Temas:
Aron,
Deleuze,
García Márquez,
Kant,
Kierkegaard,
Le Goff,
Levinas,
Libros,
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Ratzinger,
San Agustín
domingo, 7 de septiembre de 2008
Post Nietzsche
El interés por la filosofía fue para mí un despertar lento. Llegué por necesidad, guiado por preguntas que me fueron conduciendo, como sonámbulo, hasta sus dominios. Cuando desperté ya estaba dentro de una nueva ciudad, en la que todo me resultaba novedoso y algo extraño. Sin embargo, la curiosidad no es aún la pasión. Ella me surgió, irresistible y desordenada, solamente después de vérmelas con Nietzsche.
A ningún filósofo le dediqué tantas horas de lectura. A sus obras clásicas se sumaron luego los cuatro tomos de la pormenorizada biografía de Paul Janz y también el hermético desandar de su pensamiento que ensayara Heiddegger. Y luego, además, una constelación de otros que de él hablaban, para alabarlo como a un profeta, o para inculparlo de los peores atrocidades de la Historia. Se sabe que Nietzsche es alguien que hace de la indiferencia un sentimiento imposible.
Yo, en tanto, más que empuñar su emblemática masa, me dejé golpear con ella durante largos períodos. Fui percutido por el incesante sucederse de aquellos pequeños párrafos demoledores. Terminé ese viaje lleno de magullones y con algunas marcas, pero entero. Mi fe, endeble como lo es toda creencia profunda, se fortaleció con los embates de la enérgica picota.

El sustento moral que persiste una vez que es decretada la muerte de Dios es, a mi juicio, una duda que puede ser formulada desde la más pura ortodoxia. En ese sentido, es más una pregunta dirigida a las éticas laicas que a las que se sustentan en la trascendencia. Lo que mueve a Zaratustra, más que la condena, es la sorpresa ante un hecho consumado que no ha producido consecuencias. Sorpresa que no acompaña al hombre de fe, visto que, para él, Dios vive.
El mundo sin Dios y, en consecuencia, sin moral, es una visión que inquieta, sobre todo porque se parece bastante al que nos toca. Para él, Nietzsche propone una nueva genealogía de valores, que se basa en lo vital como parámetro y que tiene a la voluntad de poder como motor de lo existente. Una vitalidad capaz de repetirse en un retorno eterno que es también una profecía que hace temblar.
Saber si somos capaces de repetirnos eternamente es sin duda algo que al menos da a nuestras acciones un peso que las hace llegar al punto de lo insoportable. No por nada el hombre que surge de esta encrucijada se llama superhombre. Este se parece un poco a eso atletas preparados a base de esteroides y anabólicos, demasiado inflado para enfrentar un desafío que excede su ineludible condición de criatura. Dios también es un descanso.
Más allá de la valoración de su sistema, y de las consecuencias (algunas atroces) que este produjo, su descubrimiento fue para mí una herramienta indispensable para intentar desentrañar el presente. Entre otras cosas porque proporciona la ventaja que siempre supone alcanzar un límite. Luego del encuentro con Nietzsche, nada pudo escandalizarme en el ámbito del pensamiento. Y esto es útil, sobre todo en una época donde pululan los profesionales del exceso.
Y queda por último la mayor de las sorpresas, que es, como siempre, la persona que encarna un pensamiento. No es posible imaginar algo más lejano a estas ideas incendiarias que este huidizo profesor de Basilea. Su vida fue un continuo trajinar de pasiones ardientes, consumidas en una soledad que muchas veces fue causa de una rancia amargura. Junto a estas convivieron amables charlas con que animaba el té de huéspedes inglesas, en un hotel de algún perfecto lago suizo.
Desarrolló sus intuiciones entre agudas migrañas y reflujos de un estómago débil. Su camino fue el de un ascetismo duro, que lo condujo en definitiva hasta el umbral de la locura. Una vida ejemplar para el filósofo que quiso derribar toda moral, a golpes de martillo.
A ningún filósofo le dediqué tantas horas de lectura. A sus obras clásicas se sumaron luego los cuatro tomos de la pormenorizada biografía de Paul Janz y también el hermético desandar de su pensamiento que ensayara Heiddegger. Y luego, además, una constelación de otros que de él hablaban, para alabarlo como a un profeta, o para inculparlo de los peores atrocidades de la Historia. Se sabe que Nietzsche es alguien que hace de la indiferencia un sentimiento imposible.
Yo, en tanto, más que empuñar su emblemática masa, me dejé golpear con ella durante largos períodos. Fui percutido por el incesante sucederse de aquellos pequeños párrafos demoledores. Terminé ese viaje lleno de magullones y con algunas marcas, pero entero. Mi fe, endeble como lo es toda creencia profunda, se fortaleció con los embates de la enérgica picota.

El sustento moral que persiste una vez que es decretada la muerte de Dios es, a mi juicio, una duda que puede ser formulada desde la más pura ortodoxia. En ese sentido, es más una pregunta dirigida a las éticas laicas que a las que se sustentan en la trascendencia. Lo que mueve a Zaratustra, más que la condena, es la sorpresa ante un hecho consumado que no ha producido consecuencias. Sorpresa que no acompaña al hombre de fe, visto que, para él, Dios vive.
El mundo sin Dios y, en consecuencia, sin moral, es una visión que inquieta, sobre todo porque se parece bastante al que nos toca. Para él, Nietzsche propone una nueva genealogía de valores, que se basa en lo vital como parámetro y que tiene a la voluntad de poder como motor de lo existente. Una vitalidad capaz de repetirse en un retorno eterno que es también una profecía que hace temblar.
Saber si somos capaces de repetirnos eternamente es sin duda algo que al menos da a nuestras acciones un peso que las hace llegar al punto de lo insoportable. No por nada el hombre que surge de esta encrucijada se llama superhombre. Este se parece un poco a eso atletas preparados a base de esteroides y anabólicos, demasiado inflado para enfrentar un desafío que excede su ineludible condición de criatura. Dios también es un descanso.
Más allá de la valoración de su sistema, y de las consecuencias (algunas atroces) que este produjo, su descubrimiento fue para mí una herramienta indispensable para intentar desentrañar el presente. Entre otras cosas porque proporciona la ventaja que siempre supone alcanzar un límite. Luego del encuentro con Nietzsche, nada pudo escandalizarme en el ámbito del pensamiento. Y esto es útil, sobre todo en una época donde pululan los profesionales del exceso.
Y queda por último la mayor de las sorpresas, que es, como siempre, la persona que encarna un pensamiento. No es posible imaginar algo más lejano a estas ideas incendiarias que este huidizo profesor de Basilea. Su vida fue un continuo trajinar de pasiones ardientes, consumidas en una soledad que muchas veces fue causa de una rancia amargura. Junto a estas convivieron amables charlas con que animaba el té de huéspedes inglesas, en un hotel de algún perfecto lago suizo.
Desarrolló sus intuiciones entre agudas migrañas y reflujos de un estómago débil. Su camino fue el de un ascetismo duro, que lo condujo en definitiva hasta el umbral de la locura. Una vida ejemplar para el filósofo que quiso derribar toda moral, a golpes de martillo.
martes, 4 de diciembre de 2007
Fuji
("Estrelicia", Luis Alberto Spinetta)
Has dejado noches,
noches del adiós,
La certeza de tus ojos,
cree que me voy...
Has dejado un cielo,
para amanecerlo a la vez, allí...
Cruzas solo puentes,
puentes entre ti...
Las flores y el silencio,
son cosas de tu amor...
Has dejado un río,
para atravesarlo a la vez, allí...
Y es que me espera,
y cobijo me dará...
entre sus manos,
hasta que luego venga Fuji,
con el mundo...
Y me hace las señales,
con las piernas
desde un punto de la calle desolada,
y es que puedo soportar,
esta distancia,
y es que te has impreso en mi,
como una luz.
Hay un “allá” y una “acá”. Y entre ellos, una distancia.
El hombre desde su “acá” intuye el allá, a veces próximo, otras tan lejano. Calcular esa distancia ha sido desde siempre tarea del humano cavilar, y también una cuestión de precedencias. Platón consideró como verdadero solo el “allá”, otorgándole a este, nuestro mundo sensible, fama de embustero. Nietzsche, al contrario, pensó que toda construcción más allá del “acá” era un remedio para cobardes. Spinoza, por su parte, evitó las primacías y anuló la distancia. “Allá” y “acá” pertenecen, según su primigenio panteísmo, a la misma Sustancia. Las cosas y Dios son la misma Cosa. Por último, los que contamos con el auxilio de la Fe, reconocemos en Jesucristo, Dios hecho hombre, el punto exacto donde ambas realidades misteriosamente se conjugan. Él es la llave que ayuda a “soportar esta distancia” y también el puente que nos hará posible, en el final, cruzarla.
Todos los grandes pensadores han calculado con precisión de geómetra esta distancia obteniendo los resultados más diversos. La diferencia del instrumental utilizado por cada uno, para realizar las mediciones, hacía previsible la disparidad que su intrincado álgebra arroja.
Un eco de todo esto resuena en las líneas de “Fuji”. Una medición realizada con el particular instrumental de la poesía. Inexacto, aproximado, equívoco, pero siempre fascinante y, a su manera, verdadero.
El “allá” se manifiesta en el “acá”. Un Dios que deja, con intencional descuido y sin estridencias, su rastro en lo creado. Un mensaje que descubre la intención que lo mueve, ya que las cosas se descubren como objetos de su amor. Un Dios autosuficiente, pero que se reconoce como destino y que nos espera para darnos cobijo entre sus manos. Estos son los frutos de una contemplación que termina bruscamente con una interrupción algo insolente. Todo esto ocurre hasta que llega Fuji, y para colmo, con el mundo.
Quién es Fuji, no lo sé. La ausencia de artículo parece suponer que es alguien y no algo. Su nombre me recuerda los benéficos espirales que encendíamos en verano para evitar los mosquitos, que quedaban abombados contra el cielorraso. También está la sagrada montaña del Japón, cuya imagen vi por primera vez en un capítulo de Meteoro. Un accidente de forma purísima, pero tan atiborrado de significados místicos que al final carece totalmente de sentido para un pedestre occidental. En cuanto a las películas, siempre preferí la alemana sobriedad de la Kodak. No se quién es Fuji, pero al menos se quién la acompaña. El mundo.
Más allá de conocer la identidad del sujeto, la enigmática aparición de ambos personajes tiene un efecto concreto. Este es el llamado a despertar a la realidad, el reclamo a volver la mirada desde el “allá” al “acá”. El paisaje cambia las bellezas naturales por la urbana calle desierta, y Fuji desde el fondo hace señales con sus piernas. Quién sabe nos esté invitando a ponernos, de una vez, en movimiento. Quizás Fuji sea un ángel, como aquel que interpelara a los rústicos Apóstoles de Galilea, que continuaban atónitos e impertérritos mirando al cielo.
La distancia entre el “allá” y el “acá” ha sido nuevamente restablecida. Sin embargo, la misma se hace soportable. Misteriosamente la inmaterial luz ha dejado su huella. Retomemos nuestros endebles instrumentos y volvamos a intentar una nueva medición.
Has dejado noches,
noches del adiós,
La certeza de tus ojos,
cree que me voy...
Has dejado un cielo,
para amanecerlo a la vez, allí...
Cruzas solo puentes,
puentes entre ti...
Las flores y el silencio,
son cosas de tu amor...
Has dejado un río,
para atravesarlo a la vez, allí...
Y es que me espera,
y cobijo me dará...
entre sus manos,
hasta que luego venga Fuji,
con el mundo...
Y me hace las señales,
con las piernas
desde un punto de la calle desolada,
y es que puedo soportar,
esta distancia,
y es que te has impreso en mi,
como una luz.
Hay un “allá” y una “acá”. Y entre ellos, una distancia.
El hombre desde su “acá” intuye el allá, a veces próximo, otras tan lejano. Calcular esa distancia ha sido desde siempre tarea del humano cavilar, y también una cuestión de precedencias. Platón consideró como verdadero solo el “allá”, otorgándole a este, nuestro mundo sensible, fama de embustero. Nietzsche, al contrario, pensó que toda construcción más allá del “acá” era un remedio para cobardes. Spinoza, por su parte, evitó las primacías y anuló la distancia. “Allá” y “acá” pertenecen, según su primigenio panteísmo, a la misma Sustancia. Las cosas y Dios son la misma Cosa. Por último, los que contamos con el auxilio de la Fe, reconocemos en Jesucristo, Dios hecho hombre, el punto exacto donde ambas realidades misteriosamente se conjugan. Él es la llave que ayuda a “soportar esta distancia” y también el puente que nos hará posible, en el final, cruzarla.
Todos los grandes pensadores han calculado con precisión de geómetra esta distancia obteniendo los resultados más diversos. La diferencia del instrumental utilizado por cada uno, para realizar las mediciones, hacía previsible la disparidad que su intrincado álgebra arroja.
Un eco de todo esto resuena en las líneas de “Fuji”. Una medición realizada con el particular instrumental de la poesía. Inexacto, aproximado, equívoco, pero siempre fascinante y, a su manera, verdadero.
El “allá” se manifiesta en el “acá”. Un Dios que deja, con intencional descuido y sin estridencias, su rastro en lo creado. Un mensaje que descubre la intención que lo mueve, ya que las cosas se descubren como objetos de su amor. Un Dios autosuficiente, pero que se reconoce como destino y que nos espera para darnos cobijo entre sus manos. Estos son los frutos de una contemplación que termina bruscamente con una interrupción algo insolente. Todo esto ocurre hasta que llega Fuji, y para colmo, con el mundo.
Quién es Fuji, no lo sé. La ausencia de artículo parece suponer que es alguien y no algo. Su nombre me recuerda los benéficos espirales que encendíamos en verano para evitar los mosquitos, que quedaban abombados contra el cielorraso. También está la sagrada montaña del Japón, cuya imagen vi por primera vez en un capítulo de Meteoro. Un accidente de forma purísima, pero tan atiborrado de significados místicos que al final carece totalmente de sentido para un pedestre occidental. En cuanto a las películas, siempre preferí la alemana sobriedad de la Kodak. No se quién es Fuji, pero al menos se quién la acompaña. El mundo.
Más allá de conocer la identidad del sujeto, la enigmática aparición de ambos personajes tiene un efecto concreto. Este es el llamado a despertar a la realidad, el reclamo a volver la mirada desde el “allá” al “acá”. El paisaje cambia las bellezas naturales por la urbana calle desierta, y Fuji desde el fondo hace señales con sus piernas. Quién sabe nos esté invitando a ponernos, de una vez, en movimiento. Quizás Fuji sea un ángel, como aquel que interpelara a los rústicos Apóstoles de Galilea, que continuaban atónitos e impertérritos mirando al cielo.
La distancia entre el “allá” y el “acá” ha sido nuevamente restablecida. Sin embargo, la misma se hace soportable. Misteriosamente la inmaterial luz ha dejado su huella. Retomemos nuestros endebles instrumentos y volvamos a intentar una nueva medición.
miércoles, 28 de noviembre de 2007
Cisne
("Para los árboles", Luis Alberto Spinetta)
Hoy el viento se abrió,
quedó vacío el aire una vez más
y el manantial brotó
y nadie está aquí
y puedo ver que sólo estallan las hojas al brillar...
y se produce en eso tanta luz
que ni las piedras
ocultan su vida para mí
y parecen dormir
y puedo ver que sólo estallan las hojas al brillar...
y ya no hay nada que decir...
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas
no hay nada que decir
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas, por fin...
En el valle y en el sol
hay una mancha que responde por tí...
Todo es uno y mil a la vez,
la condición de sentir casi todo sin decir...
Y ya no hay luna
ni dolor en mí...
Y la arboleda
susurra su canto desigual
y parece callar
y sin embargo
una visión atraviesa mi cuerpo...
Y ya no hay nada que decir,
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas...
no hay nada que decir
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas, por fin...
Un cisne me recuerda invariablemente una anécdota: el caballero Lohengrin llega a impartir su severa justicia en una nave que, curiosamente, utiliza como plumífero motor fuera de borda un cisne. El héroe atraviesa en su ligera embarcación algún río del “interland” germano. Luego de haber llevado adelante su objetivo con impecable perfección, él mismo es obligado a revelar su origen por la indomable curiosidad de su reciente conquistada esposa, Elsa de Brabant. Roto el secreto, cual moderno espía de la KGB, no le queda otro camino que emprender la ruta del regreso entre los Caballeros del Sacro Grial, para lo cual se dispone a utilizar el mismo medio que en su triunfal aparición. Quiso el destino que una noche, hace ya muchos años, al llegar este crucial momento, en una representación del drama wagneriano en el Colón, el encargado de accionar el mecanismo anticipó el movimiento, dejando al Caballero literalmente “de a pie”. Sin poder refrenar un violento impulso humorístico, el tenor que aquella noche hacía la parte de Lohengrin miró divertido a la platea del teatro colmado y preguntó sonriente: ¿A qué hora sale el próximo cisne?
El joven Nietzsche descubrió que en la belleza conviven dos principios antagónicos, que con maestría llamó “apolíneo” y “dionisíaco”, de acuerdo a las distintas divinidades griegas, de donde mana su concepto. Simplificando brutalmente, a lo dionisíaco pertenece el componente sensual y vital que toda belleza lleva, mientras que la parte de Apolo se refiere al costado intelectivo, en cierto sentido más espiritual. Es a esta última que creo se refiere este poema, que tiene en la imagen del cisne la más perfecta trascripción al mundo animal de esta idea de lo apolíneo.
Un cisne, con largo cuello interrogante, deslizándose calmo en las aguas de un lago, también él, perfectamente calmo, arrullado por el canto de los árboles e iluminado con algo de luz sobrenatural, representa el paradigma de una sensación estética que invita a la callada contemplación. Frente a un espectáculo similar, suficiente e intencionadamente edulcorado como para ser real, parece inevitable el terminarse de las palabras. El silencio del humano decir, sin embargo, parece ser más bien el estado necesario para escuchar el mensaje que toda belleza trae. Este, recordemos, no es un cisne reflejado, sino reflejante. Si el agua es la Vida y el cisne la Belleza, la belleza no es otra cosa que el reflejo amplificado de la vida. Un reflejo ciertamente potente, que hace que, mirándolas bien, hasta las piedras parezcan animadas con la pesada respiración del durmiente.
El cisne aparece repentino, brota desde una manantial inesperado, en un claro del viento, en un vacío del aire, en un estallido de luz. El cisne es una visión. El espíritu no se nutre solo de frías teologías, también está el abrupto camino de los místicos. Puede ser que quizás no necesitemos alejarnos demasiado, quién sabe los cisnes estén expectantes a la vuelta de la esquina. Quizás seamos incapaces de verlos, de descubrirlos detrás de ese aspecto ordinario con que a veces la realidad nos engaña. O tal vez el que sea necesario descubrir es el cisne que habita olvidado en la intimidad de nuestro espíritu. Un cisne potencial. ¿Acaso el “patito feo” no escondía detrás de su vulgar apariencia un espléndido ejemplar de cisne?
A propósito: ¿a qué hora sale el próximo?
Hoy el viento se abrió,
quedó vacío el aire una vez más
y el manantial brotó
y nadie está aquí
y puedo ver que sólo estallan las hojas al brillar...
y se produce en eso tanta luz
que ni las piedras
ocultan su vida para mí
y parecen dormir
y puedo ver que sólo estallan las hojas al brillar...
y ya no hay nada que decir...
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas
no hay nada que decir
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas, por fin...
En el valle y en el sol
hay una mancha que responde por tí...
Todo es uno y mil a la vez,
la condición de sentir casi todo sin decir...
Y ya no hay luna
ni dolor en mí...
Y la arboleda
susurra su canto desigual
y parece callar
y sin embargo
una visión atraviesa mi cuerpo...
Y ya no hay nada que decir,
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas...
no hay nada que decir
así refleja el cisne
así, el agua en sus alas, por fin...
Un cisne me recuerda invariablemente una anécdota: el caballero Lohengrin llega a impartir su severa justicia en una nave que, curiosamente, utiliza como plumífero motor fuera de borda un cisne. El héroe atraviesa en su ligera embarcación algún río del “interland” germano. Luego de haber llevado adelante su objetivo con impecable perfección, él mismo es obligado a revelar su origen por la indomable curiosidad de su reciente conquistada esposa, Elsa de Brabant. Roto el secreto, cual moderno espía de la KGB, no le queda otro camino que emprender la ruta del regreso entre los Caballeros del Sacro Grial, para lo cual se dispone a utilizar el mismo medio que en su triunfal aparición. Quiso el destino que una noche, hace ya muchos años, al llegar este crucial momento, en una representación del drama wagneriano en el Colón, el encargado de accionar el mecanismo anticipó el movimiento, dejando al Caballero literalmente “de a pie”. Sin poder refrenar un violento impulso humorístico, el tenor que aquella noche hacía la parte de Lohengrin miró divertido a la platea del teatro colmado y preguntó sonriente: ¿A qué hora sale el próximo cisne?
El joven Nietzsche descubrió que en la belleza conviven dos principios antagónicos, que con maestría llamó “apolíneo” y “dionisíaco”, de acuerdo a las distintas divinidades griegas, de donde mana su concepto. Simplificando brutalmente, a lo dionisíaco pertenece el componente sensual y vital que toda belleza lleva, mientras que la parte de Apolo se refiere al costado intelectivo, en cierto sentido más espiritual. Es a esta última que creo se refiere este poema, que tiene en la imagen del cisne la más perfecta trascripción al mundo animal de esta idea de lo apolíneo.
Un cisne, con largo cuello interrogante, deslizándose calmo en las aguas de un lago, también él, perfectamente calmo, arrullado por el canto de los árboles e iluminado con algo de luz sobrenatural, representa el paradigma de una sensación estética que invita a la callada contemplación. Frente a un espectáculo similar, suficiente e intencionadamente edulcorado como para ser real, parece inevitable el terminarse de las palabras. El silencio del humano decir, sin embargo, parece ser más bien el estado necesario para escuchar el mensaje que toda belleza trae. Este, recordemos, no es un cisne reflejado, sino reflejante. Si el agua es la Vida y el cisne la Belleza, la belleza no es otra cosa que el reflejo amplificado de la vida. Un reflejo ciertamente potente, que hace que, mirándolas bien, hasta las piedras parezcan animadas con la pesada respiración del durmiente.
El cisne aparece repentino, brota desde una manantial inesperado, en un claro del viento, en un vacío del aire, en un estallido de luz. El cisne es una visión. El espíritu no se nutre solo de frías teologías, también está el abrupto camino de los místicos. Puede ser que quizás no necesitemos alejarnos demasiado, quién sabe los cisnes estén expectantes a la vuelta de la esquina. Quizás seamos incapaces de verlos, de descubrirlos detrás de ese aspecto ordinario con que a veces la realidad nos engaña. O tal vez el que sea necesario descubrir es el cisne que habita olvidado en la intimidad de nuestro espíritu. Un cisne potencial. ¿Acaso el “patito feo” no escondía detrás de su vulgar apariencia un espléndido ejemplar de cisne?
A propósito: ¿a qué hora sale el próximo?
lunes, 15 de octubre de 2007
Los dos mundos de Tannhäuser
Muchas veces había escuchado la música de Tannhäuser, teniendo solo una idea muy limitada de lo que sucedía en la historia. Bastaba la música. Este sábado me decidí a ingresar en el relato, aprovechando una tarde tranquila. Como quien parte para una expedición, tomé mis recaudos. Busqué en mi biblioteca una enciclopedia de la ópera donde encontré los lineamentos generales del acontecer de esta ópera y algunas coordenadas temporales de su gestación. Con esta preparación algo insuficiente, si quisiera ser serio, y munido del libreto en mi mano derecha, emprendí la aventura de adentrarme en el maravilloso mundo wagneriano, con un espíritu más de Disneyworld que de Bayreuth. Aclaro que a la insuficiencia de mis pertrechos se sumaba el hecho de que el libreto, además de la impenetrable trascripción alemana, contaba con la traducción en idioma inglés y francés, lenguas de las cuales poseo un conocimiento por demás rudimentario. Sin embargo, las aventuras transitadas con mapas demasiado explícitos pierden parte de su sabor. El sabor de lo incompleto. Partí, pues, dispuesto a dejarme sorprender, cosa que puntualmente sucedió durante esta historia de trovadores teutones, que disputan encarnizadamente sobre temas que, en principio, no parecen destinados a suscitar tanta violencia.
Heinrich Tannhäuser es un noble caballero de profesión trovador. Título que en el 1200 se confunde con el de poeta y se extiende hasta el de filósofo. Un pensador dispuesto a las disputas más bizantinas, expresadas en verso y música. Un payador, pero con argumentos de espesor propios de su tierra y de su linaje germano. Aunque en realidad dicho pueblo alcanzara la altura filosófica recién en el siglo XVIII, y no en el XIII. Pero, en fin, son licencias que se le permiten a Wagner, y se le disculpan, por ese afán de reinventar Alemania, que, si bien trajo consecuencias nefastas, no se puede dejar de admirar la magnitud de la tarea emprendida.
Allí esta nuestro héroe, al que le ocurre lo que ha muchos hombres, más superficiales, de nuestro presente. Es decir, no decide entre las dos versiones en que el amor se le presenta: la carne que arrebata o el espíritu que sosiega. Cuando se ubica en uno de los polos añora con ansia el que le falta. Modelo temprano de longevo adolescente posmoderno, que lo quiere todo al mismo tiempo. Imagen prefigurada de una enfermedad que en nuestra tierra se conoce con el nombre profano de “gataflorismo”. Lejos está este hombre de intentar una síntesis, que su espíritu de caballero romántico le niega. Imposible, para este fundamentalista de la trova, siquiera el intento de alguna síntesis salvadora, como hicieran los antiguos que reunían en el olimpo a Hera y Afrodita, en una convivencia borrascosa, pero posible. Este caballero, en cambio, pasará su existencia saltando del fuego a las brasas, sin poder jamás encontrar la paz, condenado por su totalitarismo. Diferencias de espíritu irreconciliables entre la Europa del Norte y la del mediterráneo, separadas por un abismo, similar al que separa el vino y la cerveza.
Ambas posibilidades del amor son en Wagner encarnadas en personajes concretos, para lo cual el maestro de Liepzig se sirve, como en otras ocasiones, de la fusión de viejas sagas germanas, condimentadas con algunos personajes históricos y una pizca de mitología. A veces pienso que si Wagner se hubiera dedicado a la cocina en vez de a la música, su especialidad hubieran sido los guisos. Guisos de sabor intenso, que hacen que el comensal sufra golpes de un calor inesperado y que dan ganas de terminar comiendo en cueros. Su música no es más que el olor que impregna el aire y que proviene de la ollas donde se cuecen a fuego lento sus historias formadas con restos y pedazos de procedencia dispar. Lo imagino revolviendo, despeinado, la espesa mezcla donde rompen burbujas grandes como cúpulas, disfrutando del olor que se desprende de la poderosa mezcla, con la conciencia cierta de que solo él es capaz de dominar los sabores que esconde.
Decía que las dos caras de la medalla veneradas por Tannhäuser tenían nombre propio. Una es nada menos que Venus, la Afrodita romana, representante exclusiva, y con los más amplios títulos, del amor erótico. La restante, que pertenece al reino de la existencia real e histórica, es Elisabeth, joven princesa húngara, fallecida joven, en olor de santidad, luego de desposar a un joven heredero de los condes de Turingia. Este último detalle de su matrimonio es dejado de lado por Wagner, que la convierte en hija del conde de Turingia, sin más detalles, sepultando de un plumazo su antecedente magiar, evidentemente propenso a impurezas de ADN.
La historia comienza con Tannhäuser en la montaña de Venus. Una caverna con algo de “night-club” de los años ’60, con mucho de vapores y psicodelia. Da la sensación de que pronto aparecerá alguien de la división de narcóticos, a poner fin al jolgorio. Hay mujeres ligeras de ropa y un poco de todo lo que ocurre en lugares de este tipo. A nuestro caballero le ocurre lo que a muchos que miran la señal de cable llamada, precisamente, Venus. Al principio puede ser interesante, pero terminan por aburrirse. Se queja con Venus que, al parecer, regentea el local y se entabla entre ambos una discusión fuerte, con mucho de resentimiento por ambas partes, que culmina abruptamente. Tannhäuser pronuncia el nombre de María y todo aquel mundo se desvanece en un instante, dando cuenta de su sustancia más psicológica que real.
La siguiente escena se ubica en el medio de un bosque. Las míticas forestas wagnerianas, lugares sacros de una nueva religión, pobladas de misterio, de fresnos venerables y de criaturas contrahechas y barbudas. Allí aparece arrojado Heinrich, de vuelta al mundo real, que tanto extrañaba, a plena luz del día. La naturaleza tiene la exhuberancia de sonidos que solo Wagner es capaz de otorgarle, pero pronto tanta paz se ve interrumpida por los antiguos amigotes de Tannhäuser que concurren a un nuevo certamen de poesía filosófica y “belcanto”. A pesar de las resistencias del recién devuelto a la realidad, el nombre de Elisabeth termina por decidirlo a participar en la competencia.
En el amplio y luminoso salón del castillo, contrafigura límpida del precedente “burdel” venéreo, se encuentran Tannhäuser y la más que pura Elisabeth. Hay cristalinas declaraciones de un amor tan etéreo que parece imposible, y hasta un poco insulso. Mientras tanto, el torneo canoro está a punto de comenzar, con presentador y público presente. Este antecesor medieval del Festival de San Remo, tiene su Pippo Baudo en la persona estelar del Conde de Turingia, que por su boca introduce pomposamente a los concursantes, que disertaran sobre el tema: la naturaleza del amor.
Los primeros excelsos trovadores se explayan en una visión del amor tan etérea que, cuando llega el turno de Tannhäuser, este ya se encuentra lleno de un hastío similar al que poco antes le invadía en la caverna de Venus. Con una arrogancia propia de su estirpe caballeresca, humilla a sus contrincantes, con la soberbia propia del que tiene de su lado el conocimiento que entrega la experiencia. La discusión se hace áspera y, en un acto propio de compadrito de arrabal, Heinrich termina por aconsejar a sus contrincantes que se den una vuelta por lo de Venus. Los caballeros ofendidos ya desenvainan, pero la angélica intervención de Elisabeth impide que se lleve a cabo el sacrificio. Invocando misericordia, finalmente logra que se le conceda al corrompedor de las costumbres unirse a los peregrinos que se encaminan a Roma, a pedir indulgencias para sus pecados.
Resulta por demás interesante la inversión realizada por Wagner, en donde lo espiritual aparece encarnado en la misma tierra, mientras que lo carnal queda relegado al mundo de las fantasías olímpicas. El pobre Heinrich es víctima de un mundo excesivamente dual y que, además, se presenta “dado vuelta”, en el sentido más porteño del término. Dejo para otra ocasión una lectura que explore la posibilidad de un Tannhäuser como experiencia alucinógena. De todas formas, esa exaltación de lo “Humano, demasiado humano”, sin duda hace pensar en la amistad, luego convertida en odio, entre Nietzsche y el compositor. Una relación que no sé si ya se había entablado en la época del Tannhäuser, prometo investigarlo. Pero, seguro, hay allí semillas de Superhombre.
Aquí podría darse por acabada la obra. Pero es sabido que Wagner inculca en su público vocación de maratón. No basta contar una historia, hay que decirlo todo. Su cocina es sabrosa pero pesada y exige estar a la mesa largo rato, por no hablar de las digestiones, que pueden llevar toda una vida. Coraje, yo por lo menos, intentaré ser breve. Tannhäuser vuelve de Roma. Fracaso total. El Papa lo recibe, pero no lo perdona. Antes bien, le dice que solo a través de un milagro podrá salvar su alma. Un milagro, por poner un ejemplo, similar al que de su báculo crezcan brotes. Una respuesta tan dura que dan ganas de hacerse protestante. Abatido, Heinrich busca nuevamente retirarse a la “vidurria” en los blancos brazos de Venus. Sin embargo, el milagro ocurre. Elisabeth, apenas fallecida, intercede por él y la salvación le llega, por vía directísima, desde el mismo cielo. En el bastón de un peregrino, alemán, aparecen dos tiernas hojitas. Telón.
Heinrich Tannhäuser es un noble caballero de profesión trovador. Título que en el 1200 se confunde con el de poeta y se extiende hasta el de filósofo. Un pensador dispuesto a las disputas más bizantinas, expresadas en verso y música. Un payador, pero con argumentos de espesor propios de su tierra y de su linaje germano. Aunque en realidad dicho pueblo alcanzara la altura filosófica recién en el siglo XVIII, y no en el XIII. Pero, en fin, son licencias que se le permiten a Wagner, y se le disculpan, por ese afán de reinventar Alemania, que, si bien trajo consecuencias nefastas, no se puede dejar de admirar la magnitud de la tarea emprendida.
Allí esta nuestro héroe, al que le ocurre lo que ha muchos hombres, más superficiales, de nuestro presente. Es decir, no decide entre las dos versiones en que el amor se le presenta: la carne que arrebata o el espíritu que sosiega. Cuando se ubica en uno de los polos añora con ansia el que le falta. Modelo temprano de longevo adolescente posmoderno, que lo quiere todo al mismo tiempo. Imagen prefigurada de una enfermedad que en nuestra tierra se conoce con el nombre profano de “gataflorismo”. Lejos está este hombre de intentar una síntesis, que su espíritu de caballero romántico le niega. Imposible, para este fundamentalista de la trova, siquiera el intento de alguna síntesis salvadora, como hicieran los antiguos que reunían en el olimpo a Hera y Afrodita, en una convivencia borrascosa, pero posible. Este caballero, en cambio, pasará su existencia saltando del fuego a las brasas, sin poder jamás encontrar la paz, condenado por su totalitarismo. Diferencias de espíritu irreconciliables entre la Europa del Norte y la del mediterráneo, separadas por un abismo, similar al que separa el vino y la cerveza.
Ambas posibilidades del amor son en Wagner encarnadas en personajes concretos, para lo cual el maestro de Liepzig se sirve, como en otras ocasiones, de la fusión de viejas sagas germanas, condimentadas con algunos personajes históricos y una pizca de mitología. A veces pienso que si Wagner se hubiera dedicado a la cocina en vez de a la música, su especialidad hubieran sido los guisos. Guisos de sabor intenso, que hacen que el comensal sufra golpes de un calor inesperado y que dan ganas de terminar comiendo en cueros. Su música no es más que el olor que impregna el aire y que proviene de la ollas donde se cuecen a fuego lento sus historias formadas con restos y pedazos de procedencia dispar. Lo imagino revolviendo, despeinado, la espesa mezcla donde rompen burbujas grandes como cúpulas, disfrutando del olor que se desprende de la poderosa mezcla, con la conciencia cierta de que solo él es capaz de dominar los sabores que esconde.
Decía que las dos caras de la medalla veneradas por Tannhäuser tenían nombre propio. Una es nada menos que Venus, la Afrodita romana, representante exclusiva, y con los más amplios títulos, del amor erótico. La restante, que pertenece al reino de la existencia real e histórica, es Elisabeth, joven princesa húngara, fallecida joven, en olor de santidad, luego de desposar a un joven heredero de los condes de Turingia. Este último detalle de su matrimonio es dejado de lado por Wagner, que la convierte en hija del conde de Turingia, sin más detalles, sepultando de un plumazo su antecedente magiar, evidentemente propenso a impurezas de ADN.
La historia comienza con Tannhäuser en la montaña de Venus. Una caverna con algo de “night-club” de los años ’60, con mucho de vapores y psicodelia. Da la sensación de que pronto aparecerá alguien de la división de narcóticos, a poner fin al jolgorio. Hay mujeres ligeras de ropa y un poco de todo lo que ocurre en lugares de este tipo. A nuestro caballero le ocurre lo que a muchos que miran la señal de cable llamada, precisamente, Venus. Al principio puede ser interesante, pero terminan por aburrirse. Se queja con Venus que, al parecer, regentea el local y se entabla entre ambos una discusión fuerte, con mucho de resentimiento por ambas partes, que culmina abruptamente. Tannhäuser pronuncia el nombre de María y todo aquel mundo se desvanece en un instante, dando cuenta de su sustancia más psicológica que real.
La siguiente escena se ubica en el medio de un bosque. Las míticas forestas wagnerianas, lugares sacros de una nueva religión, pobladas de misterio, de fresnos venerables y de criaturas contrahechas y barbudas. Allí aparece arrojado Heinrich, de vuelta al mundo real, que tanto extrañaba, a plena luz del día. La naturaleza tiene la exhuberancia de sonidos que solo Wagner es capaz de otorgarle, pero pronto tanta paz se ve interrumpida por los antiguos amigotes de Tannhäuser que concurren a un nuevo certamen de poesía filosófica y “belcanto”. A pesar de las resistencias del recién devuelto a la realidad, el nombre de Elisabeth termina por decidirlo a participar en la competencia.
En el amplio y luminoso salón del castillo, contrafigura límpida del precedente “burdel” venéreo, se encuentran Tannhäuser y la más que pura Elisabeth. Hay cristalinas declaraciones de un amor tan etéreo que parece imposible, y hasta un poco insulso. Mientras tanto, el torneo canoro está a punto de comenzar, con presentador y público presente. Este antecesor medieval del Festival de San Remo, tiene su Pippo Baudo en la persona estelar del Conde de Turingia, que por su boca introduce pomposamente a los concursantes, que disertaran sobre el tema: la naturaleza del amor.
Los primeros excelsos trovadores se explayan en una visión del amor tan etérea que, cuando llega el turno de Tannhäuser, este ya se encuentra lleno de un hastío similar al que poco antes le invadía en la caverna de Venus. Con una arrogancia propia de su estirpe caballeresca, humilla a sus contrincantes, con la soberbia propia del que tiene de su lado el conocimiento que entrega la experiencia. La discusión se hace áspera y, en un acto propio de compadrito de arrabal, Heinrich termina por aconsejar a sus contrincantes que se den una vuelta por lo de Venus. Los caballeros ofendidos ya desenvainan, pero la angélica intervención de Elisabeth impide que se lleve a cabo el sacrificio. Invocando misericordia, finalmente logra que se le conceda al corrompedor de las costumbres unirse a los peregrinos que se encaminan a Roma, a pedir indulgencias para sus pecados.
Resulta por demás interesante la inversión realizada por Wagner, en donde lo espiritual aparece encarnado en la misma tierra, mientras que lo carnal queda relegado al mundo de las fantasías olímpicas. El pobre Heinrich es víctima de un mundo excesivamente dual y que, además, se presenta “dado vuelta”, en el sentido más porteño del término. Dejo para otra ocasión una lectura que explore la posibilidad de un Tannhäuser como experiencia alucinógena. De todas formas, esa exaltación de lo “Humano, demasiado humano”, sin duda hace pensar en la amistad, luego convertida en odio, entre Nietzsche y el compositor. Una relación que no sé si ya se había entablado en la época del Tannhäuser, prometo investigarlo. Pero, seguro, hay allí semillas de Superhombre.
Aquí podría darse por acabada la obra. Pero es sabido que Wagner inculca en su público vocación de maratón. No basta contar una historia, hay que decirlo todo. Su cocina es sabrosa pero pesada y exige estar a la mesa largo rato, por no hablar de las digestiones, que pueden llevar toda una vida. Coraje, yo por lo menos, intentaré ser breve. Tannhäuser vuelve de Roma. Fracaso total. El Papa lo recibe, pero no lo perdona. Antes bien, le dice que solo a través de un milagro podrá salvar su alma. Un milagro, por poner un ejemplo, similar al que de su báculo crezcan brotes. Una respuesta tan dura que dan ganas de hacerse protestante. Abatido, Heinrich busca nuevamente retirarse a la “vidurria” en los blancos brazos de Venus. Sin embargo, el milagro ocurre. Elisabeth, apenas fallecida, intercede por él y la salvación le llega, por vía directísima, desde el mismo cielo. En el bastón de un peregrino, alemán, aparecen dos tiernas hojitas. Telón.
San Agustín y la inquietud
Sobre la inquietud
Veo que te pegó el tema de la inquietud y eso me mueve a llevar mis reflexiones un poco más allá, y a compartirlas, con tu permiso y tu paciencia. Me pongo el traje de padrino (no de la mafia) y voy...

Es imposible al pensar en la inquietud no recordar la frase de mi santo predilecto, Agustín de Tagaste, que selló para siempre el problema de la inquietud: "Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti". ¿Cuál es la inquietud a la que se refiere Agustín? Una que se opone a la quietud que gobierna al monje oriental o la impasibilidad del estoico, que él bien conocía. La quietud que funciona como evasión de la realidad. La indecisión maniquea que paraliza y que hace que la vida se escape. Nietzsche mal entendió en este sentido el cristianismo, y por eso lo llamó: "platonismo para el pueblo". Error de apreciación imperdonable, propio del que habla de algo que no sospecha. Víctima de la teología luterana, que todo quiso razonar, ahogando la Fe en los vericuetos de la razón. Nada más basta asomarse a los escritos de Agustín para advertir cuánto fuego habita en ellos. Cuánta viva pasión, en sus terribles embates contra el quietismo pagano de su tiempo. Una violencia a veces inaudita, si es que no se recuerda que esta dirigida también y sobre todo contra él mismo. Agustín pelea esa batalla en el campo de su propio espíritu. Y por qué no, en el de su propia carne. Es un combate contra él mismo, contra el griego que aún habita en él. Que habitó en él, iluminado con el esplendor de una inteligencia brillante. La Fe impone matar al griego. Matarlo para que viva. Agustín no vive como el Aquinate, protegido por el colchón de mil años que lo separan de la Antigüedad. En Agustín todo ocurre ahí y ahora. Su destrucción de la Antigüedad es autodestrucción. El griego es él mismo. Tarea ciclópea, destruir, y de lo destruido crear de nuevo. En esta carga tremenda contra sí mismo, Agustín se parece a Pablo. Uno contra el griego el otro contra el judío. Los dos contra ellos mismos. Sin exclusión de golpes. Por eso para Agustín, Pablo es el Apóstol sin más, tan próximo se encuentra en su cruzada. Animados por el mismo fuego de renovarlo todo sin que nada se pierda. La inquietud que Agustín propone como parte insoslayable de la vida cristiana se resuelve en el descanso, quieto, de una Fe que se apoya en la persona de Jesús. "No os inquietéis. Creed en Dios y creed también en mí". Es la calma de la Fe, que no exige razones y que tiene como garantía solo Su palabra. Cualquier razón iría en desmedro de esa garantía. ¿O acaso no hemos experimentado cómo debilitan al amor, las razones? Inquietos por la razón, quietos por la Fe. Siempre vivos en el Amor. Amén.
(Buenos Aires, mayo de 2002)
Veo que te pegó el tema de la inquietud y eso me mueve a llevar mis reflexiones un poco más allá, y a compartirlas, con tu permiso y tu paciencia. Me pongo el traje de padrino (no de la mafia) y voy...

Es imposible al pensar en la inquietud no recordar la frase de mi santo predilecto, Agustín de Tagaste, que selló para siempre el problema de la inquietud: "Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti". ¿Cuál es la inquietud a la que se refiere Agustín? Una que se opone a la quietud que gobierna al monje oriental o la impasibilidad del estoico, que él bien conocía. La quietud que funciona como evasión de la realidad. La indecisión maniquea que paraliza y que hace que la vida se escape. Nietzsche mal entendió en este sentido el cristianismo, y por eso lo llamó: "platonismo para el pueblo". Error de apreciación imperdonable, propio del que habla de algo que no sospecha. Víctima de la teología luterana, que todo quiso razonar, ahogando la Fe en los vericuetos de la razón. Nada más basta asomarse a los escritos de Agustín para advertir cuánto fuego habita en ellos. Cuánta viva pasión, en sus terribles embates contra el quietismo pagano de su tiempo. Una violencia a veces inaudita, si es que no se recuerda que esta dirigida también y sobre todo contra él mismo. Agustín pelea esa batalla en el campo de su propio espíritu. Y por qué no, en el de su propia carne. Es un combate contra él mismo, contra el griego que aún habita en él. Que habitó en él, iluminado con el esplendor de una inteligencia brillante. La Fe impone matar al griego. Matarlo para que viva. Agustín no vive como el Aquinate, protegido por el colchón de mil años que lo separan de la Antigüedad. En Agustín todo ocurre ahí y ahora. Su destrucción de la Antigüedad es autodestrucción. El griego es él mismo. Tarea ciclópea, destruir, y de lo destruido crear de nuevo. En esta carga tremenda contra sí mismo, Agustín se parece a Pablo. Uno contra el griego el otro contra el judío. Los dos contra ellos mismos. Sin exclusión de golpes. Por eso para Agustín, Pablo es el Apóstol sin más, tan próximo se encuentra en su cruzada. Animados por el mismo fuego de renovarlo todo sin que nada se pierda. La inquietud que Agustín propone como parte insoslayable de la vida cristiana se resuelve en el descanso, quieto, de una Fe que se apoya en la persona de Jesús. "No os inquietéis. Creed en Dios y creed también en mí". Es la calma de la Fe, que no exige razones y que tiene como garantía solo Su palabra. Cualquier razón iría en desmedro de esa garantía. ¿O acaso no hemos experimentado cómo debilitan al amor, las razones? Inquietos por la razón, quietos por la Fe. Siempre vivos en el Amor. Amén.
(Buenos Aires, mayo de 2002)
Temas:
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San Pablo
jueves, 11 de octubre de 2007
Fe sin ídolos
Respondo a un toque, como la brujita Verón. ¿Sigo siendo religioso?, preguntás. Sí, te respondo. Pero con una religiosidad todavía más vieja que el Viejo Testamento. Toda la Biblia se puede leer como una lucha por superar al ídolo. Arrancar la religiosidad de los objetos y dirigirla hacia un Dios que es Persona y Espíritu. Dios se presenta a Moisés, como recordarás de algún catecismo, diciendo: "Yo Soy el que Soy". Es decir, entre otras cosas: soy Otro. Los objetos son en el fondo proyecciones de nuestra propia persona, son inertes en los cuales nos proyectamos nosotros mismos. Una trampa de la cual nunca salimos. Con los objetos se entabla una relación de dominio. Con las personas se entablan relaciones de amor. Los cristianos en realidad damos solo un paso más allá, en cuanto al objeto de nuestra fe, un gigantesco paso, que es el hecho de que esa persona se encarna. Creemos en un Dios persona, además, encarnado en Jesús. Hecho maravilloso y misterioso que solo se sustenta en la fe. Milagro de Amor. La religión, para nosotros, no es entonces "estar ligado a algo" sino a "alguien". No creemos en la cruz, sino en Él que cuelga de ella. Tu religiosidad está inquieta y en camino de ser superada. Espero. Amar a las personas, lo sabés muy bien, implica exponerse, dolerse, comprometerse, exigirse, inquietarse... en definitiva, superarse, salirse de uno mismo. Trascenderse. Ser más que nuestros mismos límites. Una aventura. Vivir. El camino de los ídolos es el camino de la muerte. Morir. "Pongo delante de tí la Vida y la Muerte. Elige la Vida y vivirás", una frase que podría ser perfectamente de Nietzsche, el filósofo de la vida, pero es del Deuteronomio. Es un largo camino, pero "el tiempo es la paciencia de Dios". Saludos. Opi
(Buenos Aires, junio de 2002)
(Buenos Aires, junio de 2002)
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