sábado, 31 de julio de 2010

Miryang

Hace ya algunos años se desató en mí una pasión por el cine oriental, coreano en particular. Cada tanto apago mi sed y camino las cinco cuadras que me separan de Liberarte, donde se encuentra mi manantial de Oriente. La ciudad en horarios no laborables produce un quiebre notorio entre Córdoba y Corrientes. Entre ambas arterias de vitalidad perenne se instala una noche espesa y solitaria que constituye un escollo psicológico.

La surgente parece consumirse lenta pero irremediablemente, ya que la industria del DVD padece de una agonía definitiva. Tengo la sospecha de que se acabarán las películas para alquilar antes de que logre consumir mi abono que se extiende hacia un futuro demasiado lejano. Por eso no es solo la pereza lo que dosifica mi consumo de Oriente, sino también una sabia administración de recursos.

De las escuálidas bateas me traje una película elegida por descarte, sobre la que tenía pocas expectativas. Quizás hayan sido ellas las causantes de la impresión que me causó verla, hundido en la oscuridad de mi cama, mientras mi mujer estudiaba en el otro rincón del dormitorio. A pesar de haber visto tantas películas coreanas nuestro conocimiento de la lengua no ha avanzado como para distraerla y permiten una saludable simultaneidad.

El cine coreano posee una característica que a mi juicio lo hace distintivo y extremadamente atractivo, que es la utilización de un lenguaje seco y directísimo, desprovisto de todo atisbo de retórica. Aquí nadie explica lo que le pasa, simplemente las cosas le pasan a los personajes sin intermediaciones. Ocurre lo mismo que con las bebidas destiladas, una vez que uno encuentra el gusto por los aguardientes, estará de por vida destinado a desconfiar de los licores.


Una mujer se dirige con su hijo a vivir a Miryang una pequeña ciudad ubicada en el sur de Corea del Sur. Al poco tiempo de llegar y aclimatarse al nuevo domicilio, ocurre un hecho dramático: su hijo es secuestrado y muerto por sus captores. La mujer encuentra, gracias a una vecina, el consuelo necesario para superar su pena en la fe, en donde vuelca con vigor todas sus energías. Movida por este nuevo ímpetu decide concurrir a la cárcel para tener una entrevista con el asesino de su hijo y decirle que lo perdona. Sin embargo, y aquí está lo esencial de la historia, se encuentra con que el asesino también ha sido alcanzado por la fe, y se encuentra arrepentido y en paz con Dios gracias a Su perdón. Esta situación, inesperada e inaceptable para la mujer, la rebela primero contra su fe y por último la empuja a la locura. Secret Sunshine es el nombre de la película, que no es otro que la traducción al inglés de Miryang.

Uno de los temas más inquietantes para el creyente es el de la aceptación de la misericordia divina cuando entra en colisión con nuestro humano criterio de justicia. Paradójicamente, estamos dispuestos a aceptar de Dios las pruebas que la vida nos propone, pero no podemos tolerar que Él con libertad ejerza su misericordia. No somos capaces de aceptar, en definitiva, que Dios sea Dios. La fe muchas veces no llega a ser luz, sino tan solo un “resplandor secreto”.

Pero él respondió a uno de ellos. “Amigo, no soy injusto contigo. ¿Acaso no habíamos acordado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?” (Mt. 20, 13-15).

domingo, 25 de julio de 2010

El diario del lunes

Acalladas las voces, quizás sea el momento de intentar alguna reflexión. No me preocupa la crispación ni que la sociedad se divida cuando la materia lo vale. No creo en esa especie de calma que propone Morales Solá, ni en los paraísos de la Moncloa. Pero si todo se reduce a ganadores y perdedores, creo que los frutos serán pocos para ambos. Hay casos en que conviene avanzar con el resultado puesto. El diario del lunes, inocuo para el pronóstico, puede ser útil a la hora de pensar.

El debate, apresuradamente calificado de histórico, se inclinó hacia un tema, a mi parecer secundario en este caso, como el de la igualdad. Esta ofrecía el atractivo de encender la discusión y de permitir descalificar al adversario aplicándole el tan temido epíteto de discriminador y hasta de nazi. Pero no deja de ser una ventaja táctica, que poco aporta a la hora de echar luz sobre el problema. Muchas veces lo que sirve a la discusión es nocivo para el diálogo, siendo este último el que privilegia la búsqueda de la verdad, por encima del triunfo circunstancial.

A mi juicio la verdadera cuestión se centraba, y se centra aún después de sancionada la ley, en la resolución del par naturaleza y cultura. Saber si aún la naturaleza es capaz de fundar algunas leyes por sobre lo que dicta la cultura es la pregunta. Es, en definitiva, una compleja cuestión de intensidades y de límites, ya que parece claro a todos que naturaleza y cultura no se oponen, sino que aparecen inextricablemente unidas en la vida real. La tarea sería, entonces, discernir con cautela en este embrollo, que es el modo en el que las cosas se nos presentan.

El hombre, desde Descartes para acá, ha ido tomando un lugar preponderante y a veces parece olvidarse de que el mundo le fue dado y lo precede. El “olvido del Ser” que señala Heidegger y su transmutación en el “dominio de lo ente”, es a mi juicio el verdadero problema. Y este es en última instancia el problema de la verdad. El avance del hombre sobre la naturaleza sin reconocer los límites de su condición es una realidad que preocupa. Hay una relación estrecha entre ecología y moral que muchas veces no es del todo advertida.


La familia es una realidad que es manifestación cultural, pero que al mismo tiempo posee una raigambre natural que parece haber sido soslayada. Hay quienes piensan que se debería haber tenido en cuenta este aspecto, yo entre ellos. Este debería haber sido el eje del debate, y debería serlo en el próximo debate que ineludiblemente ya se propone a la sociedad, el del aborto. La relación del hombre con respecto a la vida es también un problema de naturaleza y de cultura.

Soy católico y por lo tanto veo en la naturaleza un designio del Creador, pero esto no me impide comprender otras posturas. Espero que mi fe tampoco sea un impedimento para opinar de las leyes que rigen la sociedad donde vivo. No soy ni un homofóbico ni un tradicionalista a ultranza ni un autoritario. Profeso la fe católica dentro de la Iglesia a la que amo y de la que acepto todas las contradicciones que surgen de su peregrinar en esta tierra.

Ante los que piensan que la Iglesia es retrógrada yo profundamente creo que, bajo su ropaje de 2000 años, en el cristianismo vive la fuerza más revolucionaria que existe sobre la tierra. Y también creo que la ley apenas sancionada a pesar de tener un aire de libertad, en última instancia resultará en una mayor esclavitud, simplemente porque está basada en una falsedad, la que cree en un hombre todopoderoso.

En definitiva, estoy convencido de que como dice Jesús “solo la verdad os hará libres” (Jn 8, 32), pero esta convicción lejos está de provocarme animosidad contra los que piensan distinto.

Más bien todo lo contrario.

sábado, 17 de julio de 2010

Don Giovanni

Un oportuno resfrío de mi madre me abrió ayer, inesperadamente, las puertas de nuestro remozado Primer Coliseo. Siempre tuve con el Colón una relación esporádica que depende de defecciones ajenas, de las cuales me beneficio, ayudado por mi condición de vecino del teatro. Hacia allí parto, entonces, siempre con renovada ilusión, a recorrer las pocas cuadras que me separan del maravilloso edificio, siguiendo los pasos de mis abuelos que durante años recorrieron idéntico camino, ya que vivo donde ellos lo hicieron y heredé de ellos la pasión por la lírica.

Un amigo, también amante de la ópera, me dijo una vez que disfrutaba mucho de los segundos que anteceden al inicio de la música. Desde ese día reparo siempre en ese momento. Es viernes y muchos de lo que asisten llegan apurados, trayendo quizás el peso de una semana difícil. Todo el rumor de esas cabezas en donde parece todavía sonar un teléfono o el eco de una discusión encendida, se acalla para dejar espacio a la música que ya se apronta desde el foso. Momento de humanismo sublime, los hombres se callan por un instante, los argumentos ceden, la música empieza. El silencio del Colón tiene además una textura especial, que se asemeja al terciopelo que cubre sus butacas y al espeso telón que luce magnífico. Su consistencia se revela con la interrupción de algunas toses, que son como pequeñas nubecillas en un cielo diáfano.

Finalmente el espacio creado por ese intenso silencio comienza a ser llenado por la música. Mozart la hace brotar, como si una fuente sonora hubiera surgido en el medio de la sala. La obertura, que al parecer fue escrita la noche misma antes del estreno en Praga y ejecutada sin ensayos previos, luce una jovialidad envidiable. Esa juventud que tienen las cosas que no sufrieron retoques, ni aun mientras fueron creadas.

La acción empieza con el famosísimo “io non voglio piu servir, voglio fare il gentiluom”, el monólogo de Leporello. Son las primeras palabras pronunciadas e imagino cuánto habrán impactado ante la decaída nobleza de Bohemia. El personaje de Leporello, el singular criado de Don Juan, es el medio a través del cual da Ponte y Mozart introducen en la obra su crítica social, siempre mordaz y efectiva. Leporello, una especie de Sancho Panza musical, lleva prolija cuenta de los excesos de su amo, y no deja de amonestarlo por su comportamiento con filosas sentencias. Funciona como una conciencia, a la que de todos modos es fácil acallar. Las diferencias no son tantas que impidan intercambiar con facilidad sus roles. Señal inconfundible de que lo que hace a un señor no es tanto la sangre, sino el traje que lleva.

Las mujeres de este Don Juan son representativas de tres tipos bien definidos del género. Anna es la amante culposa, cuya resistencia a la seducción de Don Juan, que quizás no fue todo lo enérgica que su conciencia le reclama, produce la muerte de su padre, el anciano Commendatore. Anna transita la obra movida por el deseo de venganza, que no alcanza a ocultar la oscura pasión que a pesar de todo parece sentir por el asesino de su padre. Las negativas a los continuos ofrecimientos de matrimonio de su impecable novio, Ottavio, parecen ratificar esta hipótesis.



En segundo lugar está Elvira, la eterna enamorada de Don Juan, que destila un ardiente rencor contra el Caballero, al que está siempre dispuesta a perdonar. La ceguera de su pasión le impide, entre otras cosas, reconocer a su amado, al punto de confundirlo con su grotesco siervo. Ella también es una conciencia débil y fácil de sobornar, eficaz para señala el peligro que Don Juan representa para los demás, pero totalmente indefensa para contener ese peligro cuando se vuelve hacia ella. Su impotencia la convierte en un personaje entrañable, como siempre ocurre con aquellos que se descubren frágiles bajo un barniz de intolerancia.



Por último está Zerlina, despreocupada fuerza natural, que se diferencia de la compleja psicología de las anteriores damas. Con la misma facilidad que cede a los encantos de Don Juan, pretende luego el perdón de su esposo, el rústico Masetto. Su espíritu carece de conciencia y por lo tanto de culpa, pero no está desprovisto de cálculo. Don Juan representa de algún modo para ella el acceso a un mundo inalcanzable y la posibilidad de huir de la chatura y el rigor de la vida campesina. Sin embargo cuando el mundo añorado se revela inconsistente, regresa a los brazos de su antigua vida, sin huellas de resentimiento. En ella se encarnan las virtudes de la vida pastoril tan celebrados al caer el siglo XVIII.



Los tres personajes femeninos entretejen la historia, que fluye continua y vibrante, sostenida por una música que parece brotar de una fuente inextinguible. El relato se sucede con la particular respiración que le dan los recitativos, que sirven para recobrar el aliento, del público y de los cantantes. No sé qué sucedería sin estas pausas terapéuticas. Sin embargo toda esta vital algarabía va cubriéndose de un pesar que poco a poco va ganado la escena y por igual la partitura. Esta seriedad, que prepara el desenlace moral, jamás es lúgubre y nunca pierde su originaria brillantez.

Será el Commendatore, el padre de Anna asesinado en el primer acto, el encargado, ahora encarnado en la pétrea figura de su estatua, de poner límite a tanto desenfreno. Don Juan ha sumado mientras tanto a su irrefrenable líbido, y arrastrado por esta, otros pecados, como la gula y sobre todo la indolencia ante la muerte y los muertos. Esto último parece un límite insuperable incluso para espíritus libérrimos como los de Mozart y da Ponte. La condena es a un infierno bastante realista, aunque el juicio haya estado a cargo de una estatua. Hay tiempo todavía para dar a la historia un final pedagógico, a cargo de los restantes personajes, que a pesar del desenlace, no parecen haber perdido el buen humor.

Quizás este sea también el mensaje de Mozart, más allá del que trae el título completo de la obra: “Il dissoluto punito, ossia il Don Giovanni”.

sábado, 10 de julio de 2010

arteBA 2010

28/06/2010

Llegó el día de nuestra cita anual con el arte en los híbridos galpones de La Rural. La feria fue más corta este año en su duración, solo cinco días, y tengo también la impresión que lo fue en su intensidad. O quizás haya sido el Mundial que absorbe demasiadas energías.

En una visita a ArteBA se despliegan tres posibilidades fundamentales. Una es la del hallazgo, otra la del recorrido y la tercera la del encuentro. Cada una de estas posibilidades, de algún modo constituyen una radiografía de nuestro juicio estético y de sus modos. También hablan de nuestro particular estado de ánimo, pues el arte obliga siempre a una introspección. Funciona como lente para ver el mundo y también como espejo para el alma.

A cada uno de estas tres modalidades me referiré con un ejemplo a propósito de nuestra visita de este año.

El hallazgo, uno de los pocos realizados, se refiere a los fantásticos animales de Mariano Cornejo expuestos en la Galería Palatina. Se tratan de esculturas en madera talladas con una dureza geométrica que las acercan a una abstracción, pero sin que pierdan su fuerza figurativa. El perro es un perro, pero no lo es de un modo evidente. Esta idea es reforzada por el modo en que están pintadas, con colores decididos y motivos que le dan a la pieza un aire arcaico. A estos se suman unos deliciosos detalles como los plumajes de pájaros hechos con clavos o los intensos ojos de un perro que no son más que dos tuercas. Esas son las mascotas que decididamente yo permitiría en mi casa.


En lo que se refiere a los recorridos, quisiera referirme a un artista que seguimos desde hace ya algunos años y del que siempre lamentamos no haber comprado una obra cuando eran accesibles a nuestros bolsillos. Se trata de Juan Ranieri y sus entrañables “Entrañas de la metrópolis”, entre otras series. Sus cuadros reúnen todas las condiciones que hacen, a mi juicio, a un artista. Primero, la creación de un mundo; después, una expresión que tiene un carácter singular (estrictamente bidimensional en este caso) y, por último, una técnica impecable. A estas cualidades se suma una ironía finísima que produce una demoledora simpatía.

Su arte, además, cumple una misión redentora, como es la de poner en relieve cosas a las que en un principio le reservamos una mirada de desdén. Ciudades vistas desde los contrafrentes, villas miserias, circos olvidados, cárceles y buques repletos de containers aparecen a nuestro ojos con una poesía nueva. Estas realidades, dibujadas con precisión extrema, son repentinamente surcadas por finos equilibristas, improbables telesféricos y el júbilo de una ropa colgada que se
agita con una brisa suave que parece soplar desde el interior de la tela. La obra de Ranieri es del tipo cuya referencia enriquece el paisaje del diario acontecer.

Por último, dejamos el encuentro con alguien consagrado. Esta vez, como tantas otras, fue Raúl Russo el que me proporcionó, por sobre los demás, el placer de reconocer lo ya conocido, para permitir que el juicio se aquiete y dé lugar a la contemplación. La tela se llama Campo naranja, de 1969, y el título refiere al color que predomina a partir de un cielo inaudito. Bajo el mismo, poblado por la solitaria presencia de una nube rosa, se disponen elementos que esbozan la presencia de un paisaje sometido a una sugestiva abstracción.

Un hallazgo de algo nuevo a nuestros ojos, la alegría de observar un recorrido que se afirma a través del tiempo y el encuentro con alguien que conocemos pero que siempre nos sorprende. No mucho más, pero tampoco menos. Arte Ba 2010.

domingo, 4 de julio de 2010

Hegel 4 – Schopenhauer 0

Una de las grandes rivalidades de la historia de la filosofía tuvo lugar entre estos dos contemporáneos del siglo XIX. Una rivalidad relativa ya que fue protagonizada por uno de los dos actores, con total indiferencia del segundo. El prestigio de Hegel hacía imposible que este siquiera se enterase de la existencia de su antagonista, que mascullaba su derrota en académica soledad. Sin embargo, Schopenhauer consideraba su olvido pasajero y no perdía el ánimo. Estaba convencido de que la historia haría justicia, pero ella es una dama que exige paciencia.

La filosofía de Hegel, como es sabido, se basa en un rígido sistema: la dialéctica. Está omnipresente y, compacta, pretende explicarlo absolutamente todo y también lo absoluto. Una máquina perfecta, sin poros ni defectos, que avanza con paso invencible. El motor que la mueve se llama razón y su acción implacable se despliega sobre la realidad como una inmensa frazada. Lo real es racional y lo racional es real. No hay lugar para más.
Schopenhauer sostenía lo contrario. Lo real es la manifestación de una fuerza oscura e insondable, la voluntad. Ella es opaca y al mismo tiempo ciega, y por lo tanto impenetrable a la razón. Solamente nos podemos poner en contacto con ella a través de los caminos sinuosos del arte y establecer contactos furtivos, aunque intensos. El método nada tiene que ver con la razón y los encargados de emprender el camino para encontrarse con ella no son los sabios ni los hombres de ciencia, sino más bien el solitario impulso del genio. Solo Prometeo puede robar algo de su fuego y traernos el destello de su oscura esencia.

Ese combate de las ideas tuvo su adaptación futbolística ayer, en el verde césped de Ciudad del Cabo. Los adalides del rector de Berlín aparecieron luciendo su negra vestimenta con ribetes dorados e hicieron desde el inicio alarde de su perfecta dialéctica. Su avance fue implacable y, como si conformaran un pesado rodillo, aplastaron todo a su paso sin dejar espacio a ninguna argumentación. Los tibios intentos de sus oponentes fueron rebatidos con una contundencia que los dejó pasmados, y a sus seguidores abatidos. Hegel una vez puesto en movimiento no admite ser refutado.


Los que defendían los colores de Schopenhauer fueron evidentemente tomados por sorpresa y nunca pudieron sobreponerse del todo del primer golpe recibido demasiado tempranamente. Fieles a su mentor, confiaban encontrar salvación en el genio, pero este parecía, esa noche, incapaz de brillar. Los genios, se sabe, no obedecen a los caprichos del deseo y su acción no responde a patrones establecidos, más aún, estos anulan sus posibilidades. La derrota fue inapelable, pero no deja de ser esporádica. Schopenhauer y nosotros sabemos que la historia nos espera.

Hoy nos toca rumiar la derrota en las solitarias aulas de nuestra recóndita tierra, pero no desesperamos. Los sistemas nunca son tan frágiles como cuando lucen invencibles. Será cuestión de esperar que un genio desnude su impotencia, como en el ´86.