domingo, 27 de septiembre de 2009

Vida de helar

Hasta ahora el hombre no puede viajar en el tiempo, pero nada le impide intentar detener su acción devastadora sobre los seres vivos. Los éxitos logrados hasta el momento sobre nosotros mismos son relativos. Las cirugías y el botox siempre terminan por notarse. Sin embargo, hemos avanzado con lo que nos alimenta. No inventamos la máquina del tiempo, pero sí la heladera.

El principal fin de este magnífico artefacto parece ser, entonces, el de prolongar la existencia de las cosas más allá de sus posibilidades. En ese sentido la deberíamos inscribir en la derecha de la pequeña polis de la cocina. La heladera es la representante de la más vieja alcurnia conservadora.

Esta línea no está exenta de los extremos del fundamentalismo. Ellos están representados por una especie de hermano mayor de posibilidades recargadas: el freezer. Este a veces es parte de la misma heladera, pero otras vive solitario una existencia lateral, algo olvidada. En él, el tiempo se dilata hasta límites insospechados y la conservación adquiere dimensiones que rayan con lo eterno. Existe el temor de encontrar, en la profundidad de su vientre de plata, prepizzas olvidadas hace décadas. El freezer no es apto para soluciones de último momento y sus efectos pueden ser revertidos sólo luego de un tiempo prudencial. Como todo extremismo, su pecado es el exceso.


La heladera, en cambio, en su mesurada frialdad, es más amable y reparte su frío en cantidades más humanas. Así, como Dios tiene sus mensajeros en los ángeles, esta deidad tiene también sus sagrados emisarios: los hielos. Estos se separan con estrépito de su molde, pero el mayor pulso se requiere para reponerlos. Imposible en mi caso lograr la operación sin que me denuncie un prolijo goteo que enuncia su trayectoria. Los hielos son el producto genuino de su vientre y emigran con su prisma de frío concentrado hasta lejanos vasos acalorados.

El culto de esta diosa fría sufre variaciones estacionales, hasta transformarse en mito cuando el verano arrecia. Allí las bebidas esperan apoyadas en el balcón de la puerta, como una promesa de alivio seguro. También tiene una vida locuaz desde su superficie, donde habitan imanes de deliveries improbables, junto a mensajes sin eficacia y alguna foto que nos recuerda otros veranos pretéritos.

Después de los autos, la heladera es el artefacto que tiene mayores significaciones de status. Su tamaño es símbolo de poderío sempiterno y sus formas son variadas. Desde aquella Siam de perfil redondeado, pasando por las de doble puerta verticales, las que escupen los hielos desde la puerta y algunas obscenas de frente vidriado que, como un aparato digestivo a futuro, muestra orgullosa sus alimentos.

Ésta como nadie cuenta la historia de sus propietarios. La infancia de gaseosas y la juventud tintineante de cerveza. Los momentos de opulencia que guardan quesos insólitos y especias raras, y también aquellos donde “solo queda un limón sin exprimir”. Por eso abrir la heladera de otro sin permiso es considerado un ultraje mayúsculo a la intimidad.

Sin sospechar sus significaciones ocultas, ella continúa su lucha por el perdurar de un mundo demasiado fugaz. En su interior duerme helado el sueño de Walt Disney. Despertar un día y haber vencido al tiempo.

sábado, 19 de septiembre de 2009

92

La diferencia entre Proust y el perro de Pavlov es que mientras que al primero un bizcocho lo remite a un entero universo, al segundo una misma señal le dispara un idéntico estímulo. Yo pienso que las personas comunes navegamos entre estos dos extremos y respondemos a lo que nos afecta con algo entre la exhuberancia de Proust y las limitaciones de un perro amaestrado. Se trata, en el fondo, del problema de la libertad de la mente y de sus condicionamientos.

Eso pienso cuando me cruzo con uno. Su presencia me remite ineludiblemente a un amigo y al estrecho mundo de mi infancia. Todos los días, al salir del colegio, nos deteníamos en la parada del 92 que él tomaba. La conversación se alargaba hasta que viniera y yo después seguía hasta la otra cuadra donde esperaba el 102. Los recorridos de ambos coincidían en un tramo, pero al llegar a un punto se bifurcaban de manera irremediable, tomando direcciones opuestas.

Nuestras vidas también se separaron, ya que él partió a vivir al Sur, a llevar una vida salvaje, que contrasta demasiado con la mía, de una urbanidad indefectible. Cada tanto viene y nos vemos, pero, a pesar del afecto que permanece inalterado, ninguno puede esconder cierta extrañeza. Su presencia no encaja del todo, como si un coihue apareciera plantado en una vereda de citadinos árboles endebles.

Algunas veces me invitaba a su casa y entonces subía al 92 y, como si a Jonás lo hubieran cambiado de ballena, visitaba curioso sus entrañas. Los coches eran más pequeños que los de mi habitual línea y también más redondeados. Su aspecto exterior era de una suavidad algo barroca, pero su interior era sorprendentemente duro, sobre todo por que en ellos el metal preponderaba. Recuerdo con nitidez el piso que parecía de plata estampada, para evitar los resbalones y el brillante cromado de los caños colgados de un techo que nos parecían inalcanzable desde nuestra achaparrada existencia.


La mayoría estaban bastante desvencijados y las chapas temblaban intermitentes en cada semáforo, como si una impaciencia los devorara. Sin embargo, algo lo destacaba de las demás líneas y era su frente azul, detalle que algunos hoy en día conservan, y que en ese entonces era un distintivo que, para mí, escondía algo de poesía. También lo era su color de un verde claro y gélido, similar al dormitorio de una casa en Miramar.

Sólo conocía un pequeño espacio de su recorrido inconmensurable. Todo se limitaba a un escaso tramo, desde que dobla en la soleada Coronel Díaz hasta poco más de Santa Fe. En el camino dejábamos sobre la derecha el inmenso parque Las Heras, “La Penitenciería” como algunos todavía lo llaman. Un lugar que siempre me pareció algo desolado, como si nunca pudiera sacudirse del todo su pasado de cárcel. Cuando se entraba en el espeso túnel de tipas y la luz desaparecía de repente, era el momento de bajarnos.

Nunca supe con certeza cuál era su destino final. Su frente azulada informaba sobre un origen cierto “Retiro”, pero luego se perdía en el mapa de mi mente con referencias abstractas. En algunos decía “Puente 12” y en otros “Barrio 9 de abril”. Coordenadas ignotas que me sugerían lugares que imaginaba lejanos como otros continentes. ¿Dónde quedaría esa comarca de doce puentes que soñaba sorteando caudalosos ríos? ¿Y qué sangrienta batalla habría sido librada en aquella fecha ignorada por los manuales escolares?

Desde entonces, subir al 92, cosa que aún hago muy de vez en cuando, tiene para mí algo del vértigo que la inmensidad provoca. El temor que me produce el incierto final del recorrido. Y la conciencia de saber que sólo vivimos en un minúsculo recorte de la Historia.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Demoliendo catedrales

Cada vez que voy me pregunto si alguien, alguna vez, tendrá el coraje suficiente. Firmar la orden y que al día siguiente empiecen su labor los martillos hasta que no quede piedra sobre piedra. Habrá seguramente quien se oponga, pero para estos sobran las razones que justifiquen cada golpe. No es posible que sólo la permanencia justifique su presencia. Lo cierto es que nunca debería haber estado ahí.

Cuando Miguel Ángel se hizo cargo de la imponente fábrica de San Pedro, esta era una mole de ladrillos que navegaba en una total incertidumbre. Casi como la selección de Diego. Había pasado un siglo y el gigante se había devorado muchos técnicos ilustres: Bramante, Rafaello, Peruzzi, Sangallo el joven y otros. Finalmente, el Papa Farnese se decidió por Buonarotti, una especie de Carlos Bianchi del momento. Este tomó el encargo y se pasó un año demoliendo lo hecho por sus predecesores, sin agregar una sola piedra. El coraje de retroceder es propiedad de hombres que están seguros de su arte.

El esfuerzo de nuestra catedral fue también grande, hasta que pudo hacer pie en el viscoso barro de la vecina plaza. La primera noticia que tenemos del edificio es su demolición, promovida por el mítico Hernandarias en 1605. A partir de allí una larga historia llena de grietas, derrumbes, obras inacabadas y plata que nunca alcanzaba. La historia de toda obra pública. Por fin, fue consagrada en 1804, por el último obispo español, que muriera pocos años después, al parecer envenenado, por el jacobino celo de nuestros hombres de Mayo.


Sin embargo, las obras no estaban acabadas. La catedral era un inmenso animal que emergía entre la polvareda de las calles circundantes, pero aún permanecía desprovista de semblante. Sólo su redonda cúpula celeste de azulejos, que parece aún hoy flotar en el cielo, le imprimía algo de carácter. Fue Rivadavia quien, ebrio de Francia, decidió terminar la tarea y adosarle el fatal pórtico.

La monstruosidad reside en la discordancia de las partes. La cara griega mal se lleva con el pesado cuerpo colonial. Además, el frontispicio adolece de gigantismo, ya que su excesivo ancho obliga a la desmedida utilización de doce columnas, cuatro más que las del ineludible Partenón. La referencia apostólica no alcanza a salvar los problemas de proporción. Por último, están las razones teológicas que no aconsejan las referencias tan explícitamente clásicas y menos aún en su vertiente de reivindicación racionalista.

Allí quedó entonces, fijado su rostro inapropiado, que dialoga con el vecino deforme torso sin extremidades del mutilado Cabildo. Otra víctima de alucinados sueños parisinos y también candidato a la picota. La mejor opción sería, a mi juicio, reparar el error y regresar a un merecido destino colonial, de alegres torres con campanas. Por algo la religión católica guarda entre sus sacramentos la reconciliación.

Seguramente en algún archivo estará el proyecto original, que lo hubo y, si no, se puede siempre hacer uno nuevo. La Historia también se inventa. La fachada gótica de Santa Maria del Fiore en Florencia es de 1871 y el campanile de la plaza de San Marcos de Venecia fue reconstruido a principio del siglo XX ¿Acaso a alguien le importa?

sábado, 5 de septiembre de 2009