domingo, 19 de febrero de 2012

Del art decó

El art decó es el testimonio de una camino intermedio. Una idea que busca morigerar el fundamentalismo moderno. Suavizar la famosa sentencia que condenaba el ornamento a la categoría de delito. El pecado de la moldura. Contra la pretensión de una arquitectura que no se permitía más estética que la de la máquina. Donde todo lo visible posee el incontrastable fundamento de lo útil. Las revoluciones siempre tienen sus jacobinos y los estilos que intentan moderarla tienen destino de guillotina.

La modernidad fue la búsqueda auténtica de una verdad sin velos. Pero si bien la desnudez del alma es siempre bella, la del cuerpo lo es solamente en contados casos. La mayoría de los hombres hemos hecho alguna vez esta experiencia frente a un espejo. El cuerpo es el primer agradecido del vestido, por el abrigo y también por la estética. Decorar el cuerpo tiene que ver con el decoro.


El ornamento es el vestido que cubre la imperfección de la materia a la que la arquitectura está condenada. El recato no es necesariamente una mentira, puede ser también un acto de misericordia. La verdad moderna emociona con la altura de sus ideales despojados, pero conviene reconocer que es un camino arduo, reservado a pocos. La belleza difícilmente se alcanza, al menos en este valle de lágrimas, a través de la pura verdad. El ornamento se convierte en una mentira piadosa.

El art decó es ese valiente intento de mediar. Rescatar al ornamento de su ostracismo, pero al mismo tiempo someterlo a los rigores de una austera geometría. Además tiene la intención de preservar al artesano y con él salvar al hombre del embate ciego de la máquina. Abandonar los boatos del barroco y los recursos antiguos de lo clásico, para volver su mirada más atrás, a las primitivas guardas que surcaban jarrones olvidados. No dejarse ganar por el impulso iconoclasta del fanático y, con un lenguaje parco, vencer el silencio de la materia despojada de inflexiones.

Brotó en nuestras lejanas playas, cuando apenas había nacido en París, adaptándose con naturalidad a nuestra severa cuadrícula española. Se lo puede ver salpicado en ambas orillas del Plata, donde tuvo su primavera cuando se marchitaron las perfumadas delicias del estilo floreal. Hay que aguzar la mirada para descubrirlo, ya que su estilo es sosegado. Su presencia asoma inesperada en una esquina porteña y resuena pletórico de entusiasmo en la vereda de enfrente, en el corazón de la Ciudad Vieja. Es necesario mirarlo despacio, detenerse en la elaborada simpleza de sus detalles regulares y en la fantasía contenida de sus rejas. Observar la regularidad de sus ventanas, la rectitud ejemplar de sus balcones y la celebración festiva de sus portones.

Se me ocurre que sólo pueden amarlo aquellos que disfrutan de las elaboradas soluciones políticas. No es un estilo para talibanes, sino para amables componedores propensos al pacto. Es para paladares atentos, que aprecian el agridulce sabor de un cóctel de sabor impreciso, que revela sólo al final de la garganta el secreto de sus ingredientes. Un estilo que quiso, más que resistir, proponer una vía alternativa al avance irresistible de la modernidad. Que no haya alcanzado su objetivo lo hace más amable, como siempre lo son las causas perdidas.

miércoles, 8 de febrero de 2012

¡Gracias, Luis!


"La brisa de enero a la orilla llegó, la noche del tiempo sus horas cumplió…".